Un cadáver en la mesa es mala educación
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Un cadáver en la mesa es mala educación - Pedro José Badrán Padauí
Un cadáver en la mesa es mala educación
Copyright © 2006, 2021 Pedro Badrán and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726998078
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
A Sandrine y Jorge, por aquella temporada
en el invierno de París
diario conservador, patriota y combativo
El Correo
Bogotá, Colombia, viernes 26 de enero de 1996
Asesinados el senador Santiago Eljach y su esposa
El dirigente demócrata cristiano y su esposa fueron asesinados en la madrugada de ayer. Los investigadores no descartan que grupos de extrema derecha estén implicados en el asunto, toda vez que el congresista preparaba un debate para denunciarlos.
Por Gilberto Manzi editor de orden público
El senador demócrata cristiano Santiago Eljach, de 73 años, y su esposa Margoth Abuchaibe de Eljach, de 43, fueron asesinados en la madrugada de ayer por desconocidos que penetraron en su residencia del barrio Teusaquillo y les ocasionaron múltiples heridas con arma blanca, según el primer informe de Medicina Legal.
Eljach se había distinguido como defensor de los derechos humanos y planeaba abrir un debate en el Senado de la República sobre las violaciones cometidas por los grupos paramilitares al amparo de algunos políticos regionales.
Sin embargo, la forma en que fueron asesinados el senador y su esposa hace pensar a los investigadores que tal vez los asesinos sean delincuentes comunes, pues no es esta la manera de operar de los grupos de extrema derecha, aunque no se puede descartar su participación en el crimen
, según la declaración de un miembro del Cuerpo Técnico de la Policía Judicial (ctj).
Los cuerpos del senador y de su esposa fueron encontrados en su residencia, conocida como El Palacete, luego de que un sujeto, que no se identificó, llamó a la redacción de este diario y aseguró que los asesinos estaban todavía dentro de la casa.
Santiago Eljach era el único senador de la Democracia Cristiana, partido político que él había fundado en los años setenta. Había sido, además, dirigente gremial y reputado coleccionista de antigüedades.
Los cadáveres del senador y de su distinguida esposa permanecerán en cámara ardiente en el Capitolio Nacional y sus exequias se realizarán mañana a las 9 a.m. en el Cementerio Central. (ver pág. 9).
Allí estaba la cabeza cuadrada del taxista. Negra, llena de pelillos ásperos y primitivos.
Sus ojos y los míos se encontraron en el espejo retrovisor. A esa hora de la madrugada, el sujeto parecía nervioso, como si de repente hubiera ingresado a una novela policíaca y no se sintiera cómodo en el papel que le habían asignado. Ignoraba que me conducía a una página donde acababa de cometerse un crimen y temía que yo fuera el asesino y él la futura víctima. Tal vez pensaba que ese muchacho del asiento trasero no podía ser el sagaz investigador, se te ve en el rostro, Federico, sobre todo en esos ojos sin chispa, apagados, eres demasiado tierno para atrapar al más ingenuo de los criminales colombianos, y si te descuidas podrías ser el muerto del próximo capítulo, imagina tu bello cuerpo estrangulado en la sección judicial de El Correo, ese periodiquillo donde trabajas, y al cabo de unos cuantos días nadie recordará tu nombre, serás apenas un cadáver más, con una referencia en el dedo.
La voz de Molano, el fotógrafo, todavía resonaba en mi cerebro.
—Hay un muerto lujoso en la calle 33. Está para abrir primera página.
Le dije que tomara los datos, un par de fotos, y me dejara dormir. El periódico estaba cerrado. Ese muerto no valía la pena. Molano insistió:
—Elmuñecoapareció muy cerca de la casa del maestro Alcibíades Salazar.
Eran las dos de la madrugada. Decidí llamar el taxi.
Sobrellevaba el insomnio con el cuerpo ausente de Valeria Fidalgo, la crítica de arte, pelirroja y recién llegada de Europa, a quien desnudaba en plena sala de redacción y luego disponía sobre una de las mesas de trabajo. Imaginaba sus rojos pelillos, su entrepierna perfumada, su discurso sobre la posmodernidad y la muerte de la novela, interrumpido cada vez más por los maullidos de minina insegura, se escriben novelas, sí, pero como género la novela está muerta, es decir no hay nada nuevo, las novelas se repiten una y otra vez, eso de la novela urbana es una tontería, ¿no lo crees así Federico?, y yo la penetraba allí, en el meollo de su teoría más profunda. En el umbral de mi estallido, postergaba la descarga y acudía a una revista de enigmas matemáticos y crucigramas que el maestro Alcibíades Salazar me había prestado tres días antes.
—Aunque no lo creas, esos divertimentos son la mejor compañía para los solitarios insomnes como tú —me dijo Salazar cuando tomábamos un tinto en una cafetería cercana al periódico.
Tenía un rostro acerado, con una nariz beduina y el aire anacrónico de un galán de cine mexicano. Era flaco, casi como una alegoría, y llevaba el pelo engominado, fijo al cráneo. Una columna de humo envolvía siempre su figura. Su voz era grave, solemne, como la de un locutor autodidacta.
Luego de endulzar su café me dijo que tenía varios ejemplares de curiosidades matemáticas pero que de todas maneras sabía que yo los devolvería vírgenes porque los enigmas eran demasiado finos para mí, y cuando dijo esto su mano derecha, en un gesto delicado, acomodó el engominado pelo cuya firme disposición verificó en uno de los espejos del lugar.
Antes de recibir la llamada de Molano resolví un problema que me había fatigado durante algo más de cuarenta minutos.
¿En abcd x 4 = dcba, cuánto es el valor de cada letra?
Laborioso, encontré la solución (2.178 x 4 = 8.712) y comuniqué el hallazgo al contestador de Salazar. Cuando colgué el aparato retomé mi fantasía con Valeria Fidalgo pero presentí que Salazar estaba en su casa y se había negado a levantar el teléfono. ¿Qué podía hacer un solitario como él en la noche de ese jueves insípido? En todo caso, no se estaría masturbando con las estampas eróticas de Valeria Fidalgo. A punto de derramarme, encaré el siguiente problema:
El hijo de un jeque envió esta carta a su padre:
Send + More = Money
¿Cuánto dinero pidió el hijo del jeque?
No será en estas páginas donde se pueda hallar la solución.
En el taxi pensé que la víctima no podía ser Alcibíades Salazar y que en una supuesta historia criminal sólo le correspondía el papel de asesino. Pero tal vez poco importaba quién era el verdugo y quién la víctima, al fin y al cabo nunca se sabe y en la mayoría de los casos, lugar común es esto, los papeles suelen invertirse. Salazar, además, repudiaba la delimitación de los géneros, los trucos de Ágata Christie donde en una pomposa ceremonia final se revelaba el nombre del culpable. Alguna vez habíamos hablado de diferentes autores, Simenon y Chesterton, en realidad esa literatura pertenece a los ingleses, la tienen aprendida como un mecanismo de relojería, y los franchutes van colgados, ellos lo saben y por eso teorizan mucho sobre el asunto, ¿no te parece?, con decirte que hasta tienen estudios sobre el vestido y el automóvil en el relato criminal, todo muy detallado, nunca aprenden los franceses, llevan siglos tratando de clasificar el mundo y todavía no renuncian a ello, qué pérdida de tiempo, por eso sus novelas son tan racionales, les falta el humor y la sorpresa tan propios de los ingleses, en fin, ¿tú has leído a Padura, el cubano?
No éramos amigos pero podíamos llegar a serlo. Yo era veintisiete años menor que él y había aceptado que era el maestro de toda una generación de periodistas que lo temían y amaban por parejo. Cultivaba cierta fama de neurótico y estaba en esa edad en la cual los hombres saben que nunca serán lo que soñaron. Una corriente de fracaso empieza a recorrerlos y luego de los cincuenta años observan con cierta mezquindad y mucho resentimiento –así es la vida– que algunos amigos alcanzaron fortunas, embajadas y distinciones mientras ellos –más talentosos e inteligentes, al menos eso creen– envejecían en cargos de subalternos de donde tal vez serían despedidos antes de cumplir el tiempo de su pensión. Tal era el caso del maestro de quien se comentaba que muy pronto sería liquidado, en términos laborales, por supuesto, con el fin de evitarle a la empresa una onerosa jubilación.
Salazar, además, descendía de una casi extinguida familia de burócratas de segundo rango que creían merecer las más altas dignidades del Estado. Él mismo había sido segundo secretario de la embajada colombiana en Bucarest –si conocieras esa ciudad, Federico, le dicen el pequeño París– pero luego de perder influencia en los pasillos de la cancillería, envejeció como columnista y editor asalariado, aunque se enorgullecía de ser el mejor titulador del país. En El Correo prestaba servicios como editor general, escribía columnas de opinión y humor, y reportajes que firmaba bajo el transparente seudónimo de Sal Azar.
El maestro vivía en un barrio de casas republicanas, convertidas con el tiempo en cascarones desvencijados. Según la resolución ministerial, el barrio había sido declarado patrimonio arquitectónico, pero los rancios propietarios, venidos a menos en unos cuantos años, no podían vender sus inmuebles ni tampoco pagar el alto costo de su manutención. Muchos de ellos humedecían los muros con agua podrida para que la vivienda se desmoronara y algún arquitecto levantara un brioso edificio de apartamentos. Como todas las del barrio, la casa de Salazar estaba rodeada por una oxidada verja de hierro con lanzas puntiagudas, coronadas con alambradas metálicas.
Pensaba encontrar a Salazar de pie en la escalinata que conducía a la entrada, tal vez esposado y custodiado por dos agentes del Cuerpo Técnico de la Policía Judicial. Allí me había recibido dos meses antes, cuando me invitó a jugar una partida de ajedrez, luego de regresar de un encuentro de editores celebrado en París. Llevaba unas babuchas negras y una bata de cuadros, en cuyos pliegues se adivinaban manchas de comida y café. Federico, sigue, sigue
, dijo entre paternal y lascivo.