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¿Quién asesinó al teniente Castillo?: Una conspiración con resultado catastrófico
¿Quién asesinó al teniente Castillo?: Una conspiración con resultado catastrófico
¿Quién asesinó al teniente Castillo?: Una conspiración con resultado catastrófico
Libro electrónico272 páginas3 horas

¿Quién asesinó al teniente Castillo?: Una conspiración con resultado catastrófico

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El asesinato del teniente de la Guardia de Asalto, Castillo, es un acontecimiento por aclarar en la historia de España. Provocó el asesinato inmediato, del político conservador Calvo Sotelo, siendo este crimen, el desencadenante de la Guerra Civil. Preston o Gibson, acusan sin mucha evidencia, a carlistas o falangistas, respectivamente. Castillo era instructor de milicias antifascistas y se le hacía responsable, meses antes, de dos asesinatos alevosos: el carlista Ángel Llaguno y de un primo de José Antonio Primo de Rivera. No es tan simple. En España, las conocidas como derechas, no aceptaban el resultado electoral de febrero o lo hacían a regañadientes, pero solo una parte de ellas estaba dispuesta a cambiar las cosas, por las "malas". El equilibrio, más bien el desequilibrio, de fuerzas a favor de la República era evidente, frenaba a los más impetuosos. A la derecha para entrar en una "aventura" le hacía falta un detonante. El partido comunista iba asentándose en España, pero imponer su famosa Dictadura del Proletariado, era todavía una utopía, necesitaba un revulsivo. Un golpe de estado fallido era su solución.
En esta novela-ensayo, se analizan estos hechos. Fue una partida de ajedrez con múltiples gambitos. La Komitern, se hizo con el Partido Comunista de España e impuso su estrategia, el objetivo no disimulado de Stalin, era hacer de nuestro país la segunda república soviética de Europa. No le salió… por un pelo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 may 2023
ISBN9788419485717
¿Quién asesinó al teniente Castillo?: Una conspiración con resultado catastrófico

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    ¿Quién asesinó al teniente Castillo? - José María García Páez

    « Tu poder radica en mi miedo, ya no tengo miedo, tu ya no tienes poder».

    Séneca

    «Hay dos tipos de fascistas:

    Los fascistas y los antifascistas».

    Oriana Fallaci.

    « Un pueblo que ignora su historia

    está condenado a repetirla».

    Santayana

    «Mi religión es buscar la verdad en la vida

    y en la vida, la verdad, aún sabiendo que no

    he de encontrarla mientras viva».

    Unamuno.

    «La guerra legitimó el terror y solo los comunistas fueron capaces de imponer una disciplina eficaz».

    Malraux.

    A mi hija Laura.

    A los que les gusta conocer la verdad,

    a unos pocos quizá.

    Resumen

    El asesinato del teniente de la Guardia de Asalto, Castillo, es un acontecimiento por aclarar en la historia de España. Si seguimos los hechos, la reacción inmediata a su asesinato fue la del político conservador Calvo Sotelo, siendo este crimen, el desencadenante de una guerra civil que venía gestándose, desde meses antes. Historiadores de ideología conocida, como Preston o Gibson, aunque no se ponen de acuerdo, culpan evidentemente al enemigo. Preston acusa a los carlistas utilizando el argumento cierto de que Castillo asesinó alevosamente al carlista Ángel Llaguno, tras gritar este «Viva Cristo Rey» el día 15 de febrero de 1936 en el entierro y manifestación posterior del alférez de la Guardia Civil, Reyes. La venganza, pegar unos tiros a la salida de un portal, no es el estilo de los carlistas, su trayectoria plagada de luces y sombras, en ningún momento es compatible con dicha acción. Tampoco es verosímil que los carlistas, fuertes en Navarra, tuvieran en Madrid en esa fecha infraestructura para semejante hecho.

    Acusarles del crimen es pura especulación. En cuanto a los falangistas, también tenían un móvil; el asesinato en el mismo día, por igual mano, de un Sáenz de Heredia, primo de José Antonio. Tarde para le venganza en julio del 36. Toda la cúpula falangista estaba en la cárcel. Su capacidad de acción, que no dudo que la tuvieran, no estaba en ese momento dedicada a esos menesteres, sino a preparar acontecimientos, guardando fuerzas. Los falangistas siempre han negado esa acción, cuando a la postre les terminó beneficiando. De haberlo hecho, seguramente hubieran presumido de ello.

    Siguiendo el hilo de los acontecimientos posteriores y analizando los datos con la máxima objetividad, este autor cree, que no todo es tan simple. Es vieja conocida la táctica de la acción, y la represión posterior, para crear el caos y el desorden. Si bien es cierto que en España, las conocidas como derechas, no aceptaban el resultado electoral de febrero o lo hacían a regañadientes, solo una parte de ellas estaba dispuesta a cambiar las cosas, por las «malas». El equilibrio o más bien el desequilibrio de fuerzas a favor de la república era evidente, frenaba a los más impetuosos. Se vio tras la sublevación. A la derecha para entrar en esa «aventura» le hacía falta un detonante. El partido comunista iba asentándose en España, pero poder imponer su famosa Dictadura del Proletariado, era todavía una utopía, necesitaba aún más, un revulsivo. Un golpe de estado fallido era la solución. Estuvo a punto de serlo… para sus intereses claro.

    En esta novela-ensayo se analizan estos hechos. Fue una partida de ajedrez con múltiples gambitos.

    En ella, el Komintern se hizo con el Partido Comunista de España e impuso su estrategia. El objetivo no disimulado de Stalin era hacer de nuestro país la segunda república soviética de Europa. No le salió, por un pelo…

    Una tarde-noche de julio

    Doce de julio, domingo, siete y media de la tarde. En un tercer piso de la calle San Marcos, tres hombres aburridos y algo somnolientos, esperan una señal.

    La partida de julepe(1) había terminado hacía un buen rato. Ismael seguía con las cartas haciendo solitarios. Gato, su compinche, de vez en cuando le regaña.

    —¡Joder, te haces trampas, Ismael!

    —Déjame en paz, ¡coño!

    En un rincón, recostado sobre un viejo sofá, Ulises juguetea con su Colt 45. Gira el tambor con habilidad, una rutina adquirida de sus años de matonismo. Introduce balas en el tambor, lo gira, las saca…

    —¡Redios Ulises! Pones nervioso hasta a la madre que te parió. ¡Me cago en sos!

    —Calla Gato, preparo la «herramienta».

    Ismael lo mira con indiferencia, de pronto dice:

    —¡Coño, cuándo va a ser el día!

    Llevan encerrados casi tres esperando una señal.

    —Tranquilo Ismael, no son las ocho, en verano oscurece en Madrid muy tarde…

    Ismael vuelve a las cartas. Gato se asoma a la calle, comprueba que no hay ni un alma. Ulises ha dejado de jugar con lo que él llama su «herramienta», ojea una foto en un periódico atrasado. Un tipo delgado, con bigote negro recortado, gafas y uniforme. Un hombre de Asalto, es su víctima, tiene el privilegio de elegir la hora de su muerte. Ulises sonríe siniestramente. Aún seguirán a la espera más de una hora.

    De pronto, el teléfono suena tres veces, es la señal.

    —¡Vamos! —Dice imperativo Ulises.

    Bajan las escaleras sin hacer ruido, aunque realmente es una precaución innecesaria, no hay nadie.

    Los del segundo y los del principal están todos de vacaciones.

    En menos de cinco minutos están en posición. Ulises con su «herramienta» amartillada recostado sobre un árbol enfrente del portal de su víctima. Gato e Ismael a derecha e izquierda, cubriendo su retaguardia. Tienen como misión cubrir a Ulises de las posibles «contingencias».

    Pasan unos minutos, Ulises empieza a estar intranquilo, le han informado que su víctima es de costumbres fijas, pero hoy es domingo, lo mismo no tiene que ir al cuartel… La señal ha sido clara, debe confiar.

    A las nueve y cuarenta minutos se abre el portal. Un hombre delgado, con gafas, bigote recortado y uniforme azul se asoma por la puerta. Ulises reacciona rápidamente, se cruza ante él y sin mediar palabra le descerraja dos tiros, el primero certero en el pecho, el segundo le hiere en su brazo izquierdo(2).

    Tambaleándose e intentado desenfundar su arma reglamentaria el hombre da de bruces en el suelo.

    Un charco de sangre cubre la acera. Ulises se acerca un poco más, con parsimonia, no le dispara el tiro de gracia, no era necesario.

    Un repartidor de leche, que pasaba casualmente con su triciclo, comenzó a hacer sonar su timbre mientras pedaleaba huyendo del lugar del crimen como alma que lleva el diablo.

    Ismael, Gato y Ulises se alejan del lugar. No lejos, en la calle Hortaleza, un Ford negro les está esperando. A una seña del conductor, los tres hombres suben al vehículo. El conductor, un individuo de unos cincuenta años, les dice:

    —Tomad estos sobres. Os dejo en Cuatro Caminos y ¡os esfumáis!

    Unos minutos antes en una taberna de la calle Pelayo, dos individuos trajeados, algo diferentes a sus clientes habituales, toman relajadamente café. Al más alto se le acercó un paisano, boina negra, blusón y alpargatas. Un hombre insignificante si no fuera por la información que iba a aportar.

    —De acuerdo, de acuerdo. ¡Ahora lárgate!

    El otro hombre con acento italiano preguntó:

    —¿Todo ok?

    —Sí.

    Se levantó de su silla, pidió una ficha de teléfono al camarero, marcó un número, dejó que sonara tres veces… y dirigiéndose a su compañero, con un acento eslavo, pero en correcto castellano le dijo:

    —¡Todo en marcha!

    Se oyeron dos disparos, aquellos hombres pagaron la consumición y se dirigieron lentamente al lugar del crimen.

    Una docena de vecinos rodeaba el cadáver.

    —¡No tocar hasta que venga el juez!

    Era el más entendido, como si alguien de aquella buena gente no le diera repelús el muerto. «Pobre hombre, pobre hombre» eran los comentarios.

    Pobre España también, aquel asesinato era la chispa de la peor tragedia reciente de su historia.

    Los sucesos así, no ocurren por azar o solo por maldad, que también, había antecedentes, unos remotos, otros mucho más cercanos… que quizá convendría recordar.

    Al día siguiente, un entierro. No era uno más de los numerosos que por causas trágicas ocurrían en aquella desgraciada época. Era mucho más transcendente. La caja iba cubierta con la bandera del Comité Provincial del Partido Comunista de Madrid. Acompañaban al féretro jóvenes de las milicias socialistas y comunistas a las que el finado instruía en el «arte» de las armas(3).

    A veces las apariencias engañan.

    Tragedia en palacio. Muere la reina María Cristina

    Palacio de Oriente, una tarde de febrero de 1929.

    —Alfonso, esta tarde iré con Beatriz al teatro.

    —¿Una zarzuela, madre?

    —Sí, «El barberillo de Lavapiés». Hoy repiten función.

    —Una austríaca gustándole el género chico, ¡lo que hay que ver!

    —Pues cantan muy bien. Tú mientras, seguramente con tus líos y el país no está para devaneos.

    —¿Por qué lo dices?

    —Porque hay que dar una salida a lo de Primo. No se puede quedar eternamente, además está viejo.

    —Lo está haciendo muy bien, pero es cierto que una salida democrática habrá que dar. Dice que tiene controlada su diabetes, que el médico le ha dicho que perdiendo peso y no atiborrándose de dulces, lo tiene solucionado.

    —No sé, no sé, esas cosas no son buenas. Primo es un echado para adelante como decís aquí, y cualquier día nos da un susto y el país patas arriba. ¡Tenlo en cuenta Alfonso!

    Unas horas después…

    —¿Qué tal la función?

    —Muy bien, a Beatriz le ha encantado, era la primera vez que iba a una zarzuela, nos han aplaudido mucho. La gente ha estado muy cariñosa con nosotras.

    —Esta noche cenamos solos. Los chicos están en sus cosas; Enna tiene reunión con las señoras de la Cruz Roja, ha dicho que vendrá tarde.

    —Pues con un caldito tengo más que suficiente.

    —¿Habéis tomado algo en el teatro?

    —Sí Alfonso, un tentempié. Lo servía Lhardy. Como todo lo de esta casa, muy bueno. Tu abuela Isabel era fiel clienta.

    —Y tanto que lo era, dicen los mentideros que una vez se metió un cocido entre pecho y espalda que se tuvo que quitar la faja.

    —¡Qué mujer!

    —Lo peor es que dicen que se la dejó…

    —No seas guasón Alfonso, las mujeres no nos vamos dejando las prendas interiores por los divanes, al menos las mujeres decentes(4).

    La Reina Madre, Cristina, tras esa aseveración se retiró a su cuarto hasta la hora de cenar. Era consciente de su resbalón lingüístico; ella, educada, prudente, austríaca, no solía tener, ni en el medio más íntimo, desahogos de esa naturaleza. Un sentimiento de pena le acompañó el resto del día.

    Tras la cena, Cristina se retiró a su cuarto, se acostó después de rezar sus oraciones habituales, pidiendo por España y para que su hijo tomara decisiones inteligentes, pues entendía que la responsabilidad de ser rey era inmensa.

    ¿Creía que Alfonso XIII tenía esa capacidad? Eso nunca se sabrá, pero siempre fue su consejera, había sido reina regente muchos años, duros años, había tenido que aprender sobre la marcha. Fue siempre prudente e intentó ser eficaz, pero los políticos… Siempre los políticos…

    De madrugada, se despertó bruscamente, se encontraba muy mal, como sin vida. Llamó a su camarera, esta llegó en seguida.

    —¿Qué le pasa, señora?

    —Hazme un té, no sé lo que me ocurre…

    —Ahora mismo, señora.

    A los diez minutos apareció Alfonso, llevaba un batín de seda, encima del pijama, preguntó aturdido.

    —¿Cómo está?

    —No sé señor le he dado un té, pero solo ha tomado un sorbo y se ha quedado traspuesta.

    —¿Traspuesta? ¿Has llamado al médico?

    —Sí, señor, está de camino.

    —¡Madre! ¡Madre!

    —No, a mí tampoco me contesta… pidió un té y se ha quedado como dormida.

    El galeno doctor Alabera no tardó en llegar, observó, exploró, auscultó, luego meneando la cabeza y dirigiéndose a Alfonso dijo:

    —Señor, creo que es una apoplejía, hay que esperar…

    —¿Se recuperará?

    —No lo sé señor, en estas circunstancias es difícil dar un juicio.

    —¿Llamamos a alguna eminencia?

    —Ya lo he hecho yo, cuando la camarera me avisó y me contó los síntomas, he llamado al doctor Olmo y a don Cerón que están de camino.

    Una hora después el capellán de palacio, don Juan Sánchez Faura, le daba la extremaunción. A las tres treinta de la madrugada del siete de febrero fallecía la augusta señora.

    El Sol, publicaba la siguiente noticia: «A las cuatro de la mañana del día de hoy fallecía en palacio, tras un síncope, su majestad la reina doña María Cristina de Habsburgo».

    El día ocho de febrero se celebró el entierro, quedando, como era norma, en el pudridero del Monasterio de El Escorial, hasta su entierro definitivo en el Panteón de los Reyes.

    La muerte de la reina madre en esas fechas quizá tenga una trascendencia histórica poco conocida. No era Borbón, eso a cualquier historiador imparcial que se precie es un motivo de «tranquilidad». Era prudente e inteligente, su hijo un simpático (los últimos Borbones, simpáticos sí lo son, a cada uno lo suyo) botarate, se quedó, sin su principal consejero. Las decisiones sucesivas de Alfonso XIII llevaron a España al desastre. Probablemente la falta de la influencia de su madre, tenga un valor desconocido, queda lejos de lo que el historiador o el estudioso pueda demostrar, pero es razonable pensar que su falta, fue muy importante para el devenir histórico de España.

    El luto de Alfonso XIII

    Despacho del general Primo de Rivera(5), 28 de febrero, nueve en punto de la mañana.

    —Don Miguel, don Severiano(6) acaba de llegar.

    —Dile que pase, Juanita.

    Entró parsimoniosamente, vestía un traje gris oscuro y corbata negra. Un bigote a juego con su corbata, le daban un aspecto duro. En la intimidad es un tipo muy sociable, pero la apariencia, tremenda.

    —Siéntese don Severiano, el asunto es transcendental, debemos obrar con calma.

    El visitante tomó asiento en un amplio sofá, reservado para las visitas de mayor confianza del general.

    —Ud. me dirá mi general, no me alarme.

    —No sé si es para alarmar, por repetido, a veces no damos importancia a lo hechos.

    —¿El rey? No me diga que se ha ido otra vez a Florencia con su amante… ¿la Moragas? (7)

    —No, esta vez no, gracias a Dios, pero peor…

    —¿Peor que plantar a la reina de España e irse de «luna de miel» a otro país? ¿Peor?

    —No sea malo don Severiano, no fueron de «luna de miel» como usted dice, fue para que pariera su querida, Carmen.

    —Pues peor imposible.

    —Lo es…

    —Diga de una vez, me intriga mi general.

    —El luto del rey.

    —Es normal, adoraba a su madre. ¿No se consuela con…?

    —No, ahora la comparte con un cómico, crítico de teatro o algo así.(8)

    —¡Qué personaje!

    —¿El crítico?

    —No, don Alfonso. Una vez hablando de hombre a hombre de estos temas, me dijo; Carmela, la llama así, «me da amor, amistad, vicio y deseo, aunque no sé por qué orden».

    —Y ahora comparten todo eso.

    —Más, ahora su Carmen está embarazada de ocho meses, no se sabe, ni se sabrá quién es el padre de la criatura. Una monarquía así no puede durar, el pueblo tiene santa paciencia pero…

    —Santa paciencia…

    —Es que don Alfonso lleva ocho años con ella, se ven en un chalet que le compró en la calle Avenida del Valle, que ahora comparte. A mí me dijo, sin que se arrugara el bigote. Mira Miguel, « Cuando la conocí, viendo La dama de las Camelias, ella hacía de Margarita Gautier, me enamoró. Entré en su camerino. Ella me dijo: Sé a lo que vienes y empezó el más bonito romance». (9)

    —Que tío, perdón, pero ese comportamiento es más propio de un chulo de Vallecas, que de un rey.

    —Ese es el drama, don Severiano, que triste o no, no se baja del burro.

    —¡Explíquese general!

    —Pues como ya sabe los trabajos de la Asamblea Nacional(10) van muy adelantados, su sección primera está terminado de elaborar una nueva constitución, más a la inglesa, donde el rey ni pone ni quita gobiernos…

    —¿Y?

    —Pues que nuestro deprimido monarca, sin el consejo de su augusta madre, no está por la labor.

    Caray, ni que se creyera Fernando VII.

    ¡No por Dios!, este al menos tiene buen gusto con las mujeres. Pero, no se baja del burro, dice que lo que quiero es poder, que estoy lleno de soberbia. Ahora amar a España y los españoles es «soberbia».

    ¿Quiere que hable con él?

    —Sí. Don Severiano, quizá a usted con su prestigio le pueda hacer algún caso, si no…

    —¿Si no qué?

    —Tendré que irme o…

    —¡Eso no don Miguel!

    —Ya me dirá, ahora tengo que convencer a Largo(11) a que se avenga a que su partido se vuelva como en Inglaterra, un partido laborista que defienda al obrero, sin veleidades marxistas.

    —Pues le deseo suerte mi general, hoy mismo pido audiencia en palacio.

    —Muchas gracias don Severiano, si lo consigue este país saldrá adelante.(8) En palacio el luto es generalizado, Alfonso XIII, sin su madre, se siente perdido, ni siquiera con Carmen encuentra consuelo. Ella embarazada de ocho meses no está para sus caprichos. Le va a dar un segundo hijo, pero tampoco está seguro que sea suyo. Carmen, no es una mujer de aquel tiempo, es una mujer libre, luchadora, que elije sus amantes, que las consideraciones sociales de su época le importan un bledo.

    El rey, en Victoria Eugenia, Ena, no va encontrar apoyo, se lo ha buscado. Sus continuas infidelidades son imperdonables. Ena está distante y solo la representación, el deber por no provocar una crisis hace que se mantengan las apariencias, pero en palacio, todo el mundo está al corriente. No poner en riesgo la herencia de sus hijos, la corona de España…, la mantiene en el puesto. Su gran obra «La Cruz Roja», la mantiene ocupada, tampoco ella tiene mucho consuelo.

    El rey vaga por palacio, tiene la mirada perdida, no parece que nada le interese. Su secretario le anuncia que tiene una audiencia.

    —¡Iván, hoy no toca!

    —Es don Severiano, dice que es importante.

    —Todo es importante, importante…, qué querrá, cítale para el jueves, hoy no estoy de humor.

    Primo de Rivera. Solución o tragedia

    Un 15 de abril. Palacio de Buena Vista. Nueve de la mañana.

    —Hoy tiene agenda completa don Miguel.

    —Don Severiano y luego a las doce, el Sr. Largo Caballero.

    —Encargue un tentempié para la una, quiero ser muy cordial con don Francisco.

    —¿Don Francisco?

    —Sí mujer, el Sr. Largo…

    —¡Ah! Perdone.

    —En cuanto llegue don Severiano que pase, sin antesala Juanita. ¡Sin antesala!

    —Diez minutos después, sin perder su expresión

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