Derecho y crimen en la literatura
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Derecho y crimen en la literatura - Víctor Hugo Caicedo Moscote
— CUENTOS —
LA CONFESIÓN
Guy de Maupassant [Francia, 1850-1893]
Todo Véziers-le-Réthel había asistido al duelo y al entierro del señor Badon-Leremince, y las últimas palabras del discurso del delegado de la Prefectura se grabaron en la memoria de todos: ¡Era un modelo de honradez!
Modelo de honradez lo había sido en todos los actos apreciables de su vida, en sus palabras, en su ejemplo, en su actitud, en su comportamiento, en sus negocios, en el corte de su barba y la forma de sus sombreros. Jamás había dicho una palabra que no encerrara un ejemplo, jamás había dado una limosna sin acompañarla con un consejo, jamás había tendido la mano sin que pareciera una especie de bendición.
Dejaba dos hijos: un varón y una hembra; el hijo era diputado provincial, y la hija, casada con un notario, el señor Poirel de la Voulte, una de las más encopetadas damas de Véziers.
Se mostraban inconsolables por la muerte de su padre, pues lo amaban sinceramente.
En cuanto terminó la ceremonia, regresaron a la casa del difunto y, encerrándose los tres, el hijo, la hija y el yerno, abrieron el testamento que debían conocer ellos solos, y sólo después de que el ataúd hubiera recibido tierra. Una anotación en el sobre indicaba esta voluntad.
Fue el señor Poirel de la Voulte quien rompió el sobre, en su calidad de notario habituado a estas operaciones, y, ajustándose las gafas en la nariz, leyó, con su voz apagada, habituada a detallar los contratos:
Hijos míos, queridos hijos, no podría dormir tranquilo el sueño eterno si no les hiciera, desde el otro lado de la tumba, una confesión, la confesión de un crimen cuyos remordimientos han desgarrado mi vida. Sí, he cometido un crimen, un crimen espantoso, abominable.
Tenía yo entonces veintiséis años y hacía mis primeras armas en el foro, en París, llevando la vida de los jóvenes de provincias que van a parar, sin relaciones, sin amigos, sin parientes, a esa ciudad.
Tuve una amante. Mucha gente se indigna ante esa mera palabra, una amante
, pero hay seres que no pueden vivir solos. Yo soy de esos. La soledad me llena de una terrible angustia, la soledad en el hogar, junto a la chimenea, por la noche. Me parece entonces que estoy solo en la tierra, espantosamente solo, pero rodeado por vagos peligros, por cosas desconocidas y terribles; y el tabique que me separa de mi vecino, de un vecino al cual no conozco, me aleja de él tanto como de las estrellas que vislumbro desde mi ventana. Me invade una especie de fiebre, una fiebre de impaciencia y de temor; y el silencio de las paredes me asusta. ¡Es tan profundo y triste ese silencio de la habitación donde uno vive solo! No se trata solamente de un silencio en torno al alma, y cuando un mueble cruje, uno se estremece, hasta lo hondo del corazón, pues no espera el menor ruido en ese tétrico albergue.
Cuántas veces, nervioso, atemorizado por esa inmovilidad muda, no me habré puesto a hablar, a pronunciar palabras, sin orden ni concierto, para hacer ruido. Mi voz entonces me parecía tan extraña que también me daba miedo. ¿Hay algo más espantoso que hablar solo en una casa vacía? La voz parece de otro, una voz desconocida, que habla sin motivo, con nadie, en el aire vacío, sin ningún oído que la escuche, pues ya se sabe, antes de que se escapen en la soledad del piso, las palabras que van a salir de la boca. Y cuando resuenan lúgubremente en el silencio, ya sólo parecen un eco, el eco singular de palabras pronunciadas muy bajito por el pensamiento.
Tuve una amante, una joven como todas esas jóvenes que viven en París de un oficio insuficiente para alimentarlas. Era dulce, buena, sencilla; sus padres vivían en Poissy. Ella iba a pasar unos días en su casa de vez en