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El Carámbano rojo
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El Carámbano rojo
Libro electrónico464 páginas6 horas

El Carámbano rojo

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Veinte años después de la guerra civil, España forma parte de la conferencia de repúblicas ibéricas tuteladas por la Unión Soviética.

Veinte años después de la guerra civil, España forma parte de la conferencia de repúblicas ibéricas tuteladas por la Unión Soviética. Esta ucronía enmarca a los españoles en una sociedad alternativa a la que la historia les deparó.

La novela nos sumerge en Madrid, año 1959, bajo un régimen comunista preponderante en el mundo. Un elenco de personajes acompañará a Dima durante todo el relato, mostrando las singularidades de la sociedad española de aquel momento.

Dima, un joven universitario, se verá envuelto en una serie de acontecimientos que cambiarán por completo el devenir de su vida y de la propia nación española. Un destino que jamás hubiera imaginado: un liderazgo otorgado por una novela anónima en que todo un país quedó fascinado, el Carámbano rojo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 ago 2019
ISBN9788417856809
El Carámbano rojo
Autor

Santiago González Torrejón

Santiago González Torrejón nació en Madrid (1968), siempre tuvo inquietud por los relatos sociológicos y las novelas de ciencia ficción. Cursó sus estudios en la Facultad de Estadística de la Universidad Complutense de Madrid. Trabaja desde hace veinte años en una empresa de telecomunicaciones, siempre relacionado con departamentos de estudios de mercado. Bajo una inquietud razonada sobre las motivaciones sociales del ser humano, siente una impulsiva necesidad de escribir un relato que une la ficción y el mensaje de su propio pensamiento. Dicha obra se ve plasmada con la publicación en 2016 de Serendipias (Editorial Círculo Rojo). Su segunda novela, El sueño de Gark, publicada en 2018 por Editorial Caligrama (Penguin Random House), representa la visión de una sociedad decadente y narcisista controlada por una red de algoritmos que basan su éxito en la inteligencia masiva de datos (big data) pero que los podría llevar a su extinción. El Carámbano rojo, su último trabajo publicado, nos traslada a Madrid de 1959. Veinte años después de la contienda civil, España forma parte de la conferencia de repúblicas ibéricas tuteladas por la Unión Soviética. Esta ucronía enmarca a los españoles en una sociedad alternativa a la que la historia les deparó.

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    El Carámbano rojo - Santiago González Torrejón

    Capítulo previo

    —¿Cómo se siente?

    —Bien, muchas gracias.

    Me sentía bien. Es cierto que la tarde anterior me habían dado la extremaunción. Un hombre entró en mi habitación a paso ligero: era un presbítero. Llevaba el alzacuello típico de los religiosos bajo un jersey. Sus ojillos, tras unas gafas de pasta negra; sus delicadas manos portaban un botecito con el aceite sagrado. De todo me di cuenta. Simulaba con los ojos entreabiertos un profundo sueño.

    Mi boca estaba abierta; mis labios, cortados; mi respiración, cadente. Me miró con complacencia, con una sonrisa de paz y unos ojos de armonía llorosos; y tras una breve oración que no pude discernir, se retiró. En la puerta esperaba la enfermera. Levantó la voz para hablar con ella.

    —Es mejor prevenir —dijo el sacerdote—. Nunca se sabe, los designios del Señor son inescrutables.

    La joven enfermera asintió. Sus ojos azules no mostraban sentimiento alguno —su profesión no lo permitía—, aunque era imposible que no hubiera apreciado el cariño que proporciona el continuo roce diario.

    La dirección del hospital, consciente de estas situaciones, cambiaba de turno a los enfermeros para que la relación entre paciente y asistente no pasara la estricta línea profesional. Sin embargo, en este caso y debido a que mi figura era de especial importancia, me asignaron un mismo equipo médico y, como era de prever, se produjo el inevitable vínculo entre nosotros.

    Ambos esperábamos que el reloj marcara con sus agujas el momento de la siguiente revisión: ella, por profesión y yo, por cariño.

    Frente a mí había un reloj de pared. Observaba alterado cómo la manecilla del minutero circulaba desde el uno hasta el doce, sabiendo que una vez superara la línea del once, mi querida enfermera aparecería por la puerta con su desenvuelto caminar, comprobaría que todo estaba en orden: mis constantes vitales, el ritmo cardiaco y el gotero y colocaría las sábanas para finalmente sentarse a mi lado y tomarme el pulso.

    Yo contaba con ochenta años, pero me sentía como un crío de doce. Cuando me cogía el brazo y sus delicadas manos rozaban mi piel me estremecía. Cerraba los ojos, pero ella intuía que estaba despierto. Es posible que una joven de su edad no entendiera que un anciano como yo pudiera sentir la misma vergüenza que un chiquillo en aquellas circunstancias. Además, mi figura y mi responsabilidad en la sociedad no permitían estas debilidades y tanto mi edad como mi posición me inducían a cerrar los ojos ante tal situación.

    —¿Cómo se siente hoy, señor Jariz? —volvió a preguntar ella con su delicada voz, aproximando su cabeza a mi oído como queriéndome sacar de un profundo sueño.

    El chiquillo, representado en mi persona, se hallaba tumbado en aquella cama del Hospital General de Madrid. Siendo quien yo era, sabiéndome desahuciado, estar con estos juegos a mi edad me apesadumbraba y, a la vez, me infundía la incómoda timidez que puede esperarse en un joven que tiene toda la vida por vivir. Abrí los ojos pensando: «Me has pillado otra vez».

    —Bien, señorita. —La llamaba señorita por guardar las absurdas distancias a las que un paciente se debe con la persona que más apreciaba en aquellos momentos.

    Ella siempre se dirigía a mí nombrando mi segundo apellido: Jariz. La miré a los ojos diciéndole «te quiero», por supuesto sin decirlo. Sus finos cabellos estaban recogidos en una coleta entrelazada que dejaba ver distintas tonalidades de su color rubio dorado; sus ojos azules, que eran la magnanimidad personificada, brillaban sobre la tersa piel que te confiere la juventud. Vestía la clásica bata que dejaba su piel blanca al aire. La intensa iluminación mostraba su esbelto cuello del que colgaba una pequeña piedra roja, símbolo de nuestra sociedad: el rubí.

    —Hoy tengo turno doble. —Mostró una leve sonrisa.

    Yo quise entender que se alegraba por ello. Tendría más visitas suyas, más razones para vivir.

    —Todo está correcto —dijo ella con tono profesional—. Volveré a la hora del almuerzo.

    Miré el reloj y me dije: «Dos horas sin verla, ¿quién tiene tanto tiempo?». Mi vida se apagaba.

    —¿Le dejo algo de lectura?

    La miré con una sonrisa triste, pensando: «Si te vas ahora, muero. Moriré de todas formas; ¿qué puedo hacer para que te quedes? ¿Estaré chocheando? Aunque cuando era niño y tuve mis primeros amores, también me sentía así».

    —Acérqueme el poemario. —Ella me entregó un ajado libro. Una primera edición del tan conocido poeta que siempre llevaba conmigo—. Aquí hay un pasaje que me encanta. Lo volveré a releer.

    Luego pensé: «Cuando vuelva, le leeré con pasión aquellas hermosas estrofas. Sí, lo haré cuando vuelva». Por un momento, el medidor de frecuencia cardiaca me delató. Ella, tal vez sabiendo por qué, hizo caso omiso. Seguramente estaba acostumbrada a ver casos como el mío. El viejo se muere y quiere compañía. Sí, eso pensé con tristeza cuando salió por la inmaculada puerta de mi habitación.

    Tanto en el primer amor de mi vida como en esta ocasión, quedé bajo el irrevocable efecto de hacer llegar a mi amada las estrofas que nunca salieron de mi boca:

    Por una mirada, un mundo;

    por una sonrisa, un cielo;

    por un beso... ¡Yo no sé

    qué te diera por un beso!¹

    Cuando ella volvió, mi mano descansaba sobre la página del poemario donde las estrofas esperaban a ser recitadas, mas yo había fallecido.


    ¹ Rimas y leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer.

    Capítulo 1

    Septiembre de 1959

    Sesenta años antes

    Septiembre. Comenzaba el curso. Me levanté perezosamente de la cama pensando que la jornada me depararía los rutinarios saludos de los compañeros de universidad. Tras el periodo veraniego nos iríamos contando las típicas anécdotas relacionadas con las vacaciones. Tendría que soportar esa charleta tan repetitiva de lo bien que lo habían pasado en tal o cual lugar.

    El ser humano es un animal gregario y, aunque hayan pasado más de dos meses sin volver a recorrer un camino, el instinto recuerda perfectamente la senda y sus paradas. Cuando me aproximaba a la cafetería donde siempre tomaba el café con churros, empecé a ser consciente de que no quería oír al camarero haciéndome las típicas bromas de la vuelta al trabajo; entonces decidí pasar de largo, aun a riesgo de no encontrar otra cafetería de mi agrado para un día tan aciago.

    Mis opciones se acababan y pronto saldría de la parte transitada de la ciudad. Sabía que si andaba unos metros más, me quedaría sin desayunar y esto era un agravante para el primer día de clase.

    Sin más remedio, entré en una cafetería adornada al estilo de los años cincuenta, con sillones de escay rojo, de esos que se te pegan a las piernas si llevas pantalón corto y que casi siempre hacen ruido al levantarse de ellos. El camarero era una esfinge espectral de tez blanca, con los brazos cruzados y la mirada perdida. En la sala solo había un cliente leyendo un periódico; en su mesa, un café y una cajetilla de cigarrillos.

    Me dije: «Al menos me atenderán pronto».

    En mi vida vi a un humanoide a una velocidad tal. Aquel camarero me recordaba las proyecciones pasadas en un reproductor de cintas magnéticas en las que las imágenes se veían fotograma a fotograma. La incipiente hambre consiguió que tuviera la paciencia necesaria para esperar a que la taza de café humeante hiciera el largo viaje desde la cafetera hasta la barra donde hacía tiempo se encontraban cuatro churros esperando a ser sumergidos en dicho líquido.

    Cuando engullía el tercero de los churros con avidez, el único cliente que me hacía compañía se levantó con algunos esfuerzos para separarse del mencionado material sintético, dejando la cuenta pagada y saliendo velozmente del local. Dejó caer, sin darse cuenta, su paquete de tabaco. Mi boca estaba ocupada para avisarle con premura y cuando pude hacerlo aquel señor había desaparecido.

    Mientras esperaba para pagar la cuenta, estuve mirando fijamente la cajetilla de tabaco en el suelo. La moneda fraccionaria de aquel lugar debía ser parte de una partida presupuestaria de difícil contabilización y el traslado del efectivo hasta el platillo indicado fue un acto de suma transcendencia.

    Por fin, cogí las monedas sin dejar propina alguna. Aproveché que la «esfinge» limpiaba la máquina de café con una bayeta milenaria para coger el paquete de tabaco del suelo.

    No soy fumador, pero conozco chicas muy guapas que sí lo son.

    Capítulo 2

    La cajetilla de tabaco

    ¡Bien! Objetivo conseguido. Llegué a la universidad después de una buena carrera. Apoyando mis manos sobre las rodillas, cogí aliento mientras observaba que las manecillas del imponente reloj encastrado en la fachada marcaban las nueve de la mañana. Bajo él, se hallaba el tradicional lema del CRS que dictaba: «Por un pensamiento único, por la igualdad de clases».

    La puerta ya estaba cerrándose y el murmullo de mil comentarios se acallaba. El profesor borraba de la pizarra los últimos garabatos del año anterior y todos los alumnos ocupaban sus respectivos puestos. Fue inevitable que muchos alumnos observaran mi entrada apresurada buscando un lugar entre los últimos pupitres. Llegar tarde hace que seas observado por una multitud de ojos escudriñadores. Algunos pensarán que es una forma de tomar protagonismo.

    Las palabras del catedrático profesaban una erudición que hacían tedioso el discurso. Aquello parecía un largo prefacio, antesala de una novela voluminosa de más de mil páginas. El primer capítulo y el argumento se iban a hacer esperar.

    Mi falta de concentración y mi posición retrasada en la sala hicieron que tan solo mi cuerpo se encontrara en la magna sala universitaria. En el pupitre, esos llamados «de oreja», tenía una carpeta exigua de folios, el bolígrafo gastado del año anterior y la cajetilla de tabaco, con la que comencé a jugar dándole pequeños golpecitos. Pensé que no era tan mala idea llevar siempre una para ofrecer cigarrillos a las chicas durante los descansos. No es que fuera una estrategia, pero hacer amistades femeninas no era mi fuerte; esto era algo claramente contrastado.

    Cuando golpeas con un bolígrafo un paquete de tabaco semilleno durante casi una hora, puede ocurrir que gire sobre sí mismo; y así fue como vi un pequeño papel plegado que se mostraba tras el envoltorio transparente de dicha cajetilla. Lo desdoblé viendo que se trataba de una agenda con números, no solo de teléfono, otros que podrían ser códigos o cuentas bancarias.

    Al principio lo dejé pasar por alto. Un timbrazo me hizo despertar de aquella soporífera clase. Salí al pasillo en busca de alguna cara conocida y encontré a mi amigo Akim en una acalorada conversación con una hermosa chica bien bronceada. Ambos se reían de algún chiste. Akim siempre tuvo facilidad para entablar conversaciones. Ofrecí un cigarrillo y en poco tiempo los pitillos fueron esfumándose.

    Después de otras dos clases tediosas, comencé a sentir cierto cargo de conciencia. ¿Y si aquel papelillo era de vital importancia para el señor que lo perdió en la cafetería? No encontraba sentido a aquellos números. Lo cierto es que el paquete estaba casi vacío y devolverlo así quedaba mal, aunque lo importante era el papel. Seguro que si lo recuperaba, lo agradecería. Indiscutiblemente la clase era un rollo, si no, ¿cómo iba a estar pensando en estas cosas?

    Por fin: la libertad, un bonito día de verano y una rubia guiñándome un ojo. No lo podía creer, iba a ser verdad que un simple cigarrillo me abría una puerta para entablar una relación.

    Capítulo 3

    Cuidado con el perro

    A la mañana siguiente me levanté con bastante pereza. Con lo a gustito que estaba yo en mis sueños con aquella rubia que no dejaba de sonreírme.

    Decidí pasar por la cafetería del día anterior, dejar la cajetilla al camarero-esfinge y marchar directo a la universidad. Haría una buena acción. He de reconocer que no soy una persona altruista. El señor de la cajetilla agradecería el gesto, aunque ya no quedaran más que dos cigarrillos. Si aquellos números eran importantes, seguro que iría por allí preguntando.

    ¡Oh, sorpresa! Cuando empujaba la pesada puerta de cristal mediante aquel pomo metálico en forma de cisne —otro detalle más de la curiosa ornamentación de aquella cafetería—, vi, sin remedio, a iniciar la retirada al señor de la cajetilla sentado en la misma mesa del día anterior. Según me aproximaba, traté de ocultarla en mi mano por vergüenza a devolvérsela casi vacía.

    Aquel señor entrado en canas, de unos cincuenta años, farfullaba con bastante desagrado a su único interlocutor, el camarero-esfinge. Este, con los ojos semiabiertos, brazos cruzados y disposición displicente, escuchaba dando pequeños movimientos basculantes de cabeza, arriba y abajo, mostrando su profunda comprensión sobre los hechos relatados.

    Llegué por fin a la altura de la barra donde podía pedir un café que llegara a su destino por la vía más rápida posible, esto es, a unos centímetros de aquel personaje que se movía a cámara lenta. En el lado opuesto, se encontraba el señor fumador, que, debido a mi interrupción, aplacó su discurso.

    Los churros ya habían aterrizado felizmente en el mostrador y la taza de café sobrevolaba ese ancho mar entre la cafetera y la barra con gran dificultad. Un temblor inesperado propiciado por el mal pulso de su patrón hizo peligrar que el humeante líquido llegara a salvo en su recipiente.

    Aprovechando este impasse de silencio, me hice con el valor necesario para abrir la boca y dirigirme al único cliente que parecía tener aquella singular cafetería:

    —Mire usted, ayer creo que se le cayó esta cajetilla —dije con respeto, acercándola a su mesa.

    —¡Hombre!, no me trates de usted. Muchas gracias. Anda, siéntate aquí.

    Aquella cafetería parecía la de algún pueblo recóndito donde sus cohabitantes necesitaban charlar para matar el aburrimiento.

    —Pensé que era importante. —Evidenciando la información escrita en el papelillo ingreso.

    —Veo que te gusta fumar —me dijo cuando abrió la cajetilla comprobando que tan solo quedaban dos cigarrillos.

    Reconozco que me ruboricé.

    —No, realmente se los fumaron unos amigos.

    —Mejor así. Fumar es un hábito muy nocivo, no debes hacerlo. —Su tono quedó como si yo fuera su hijo y él, mi padre, dando el usual consejo. Con la cautela o, más bien, la timidez propia de estar ante una persona que te dobla en edad, dejé que hablara y así aprovechaba para tomar los churros calentitos y no perder más que el tiempo necesario a fin de no llegar tarde a mis clases—. ¿No le estaba yo diciendo a Chacón que los amantes de los animales se piensan que todos lo somos? —Chacón no podía ser otro que el camarero-esfinge, el cual volvió a asentir—. No me viene el vecino, que sé que es vecino porque le he visto dos veces en la panadería, con esa sonrisa de felicidad y me dice: «No se preocupe, que no es peligroso», mientras se acercaba una bestia negra que pesaría más de treinta kilos. —Ya iba por mi segundo churro y calculaba si aquel relato me llevaría al cuarto y último. Mi interlocutor siguió relatando—: Pues me dan un poco de respeto. Y el vecino dice: «Es muy dócil, solo quiere jugar». Para después darme un lametón en el pantalón cerca del zapato. No me dirás que esto no es un fastidio; y encima tienes que poner buena cara como si nada hubiera pasado.

    El último churro ya estaba en mi barriga. Me quedaba un sorbo de café y dije:

    —No me gustan los animales, y los perros me parecen serviles: solo te quieren porque les das de comer.

    —Mira, Chacón, un joven con convicciones. Estoy de acuerdo. —Mi interlocutor intuyó mi premura por salir. Chacón, sin embargo, no—. Anda, marcha, invito al desayuno. Me has salvado la vida con esta cajetilla.

    Salí a la carrera pensando que efectivamente los perros no me gustan y que fumar es nocivo. Esperaba encontrar a la rubia y, esta vez, sin tabaco que ofrecer.

    Capítulo 4

    Superstición

    Ser supersticioso para una mente científica como la mía no es coherente, es más bien el producto resultante de un hecho poco concurrente determinado por otro inusual.

    Sí, aquella rubia seguía sonriéndome aun no teniendo tabaco que ofrecer. Esto no podía ser por mi cara bonita. Mi mente empírica encontró el hecho diferencial por el cual yo era merecedor de tal atención, aunque este fuera absurdo para una persona para la que el orden y la razón gobiernan su destino.

    Fue así como llegué a la conclusión de que mi suerte había cambiado. Aquel lugar, aunque retrógrado, me había concedido la posibilidad de una permuta en mi destino.

    Pensé que el detonante para el cambio fue la benévola acción de devolver el paquete de tabaco. Había salvado a su dueño. La información que contenía era de suma utilidad. Esta era la única y absoluta razón por la que una chica rubia y guapa podría hacer caso a un elemento como yo.

    Todo esto podría ser una gran memez, pero ¿cuáles eran las alternativas? Ninguna, si es que había opciones para tal destino. Mi fortuna había cambiado, eso era innegable. A mis veinte años nadie más que mi madre me había mirado con amor; y esa circunstancia no contaba para estos menesteres.

    Y bien, ¿qué podía hacer yo sino seguir mi propia senda, la del gregario humano? ¿Qué importancia tenía dónde tomaba el café? ¿A quién le importaba? Evidentemente, a nadie. ¿Tal vez alguien pudiera notarlo? ¿Algún compañero o el propio camarero de la cafetería donde siempre fui? Nada podía cambiar ya mi determinación. Una rubia me había dado conversación y yo iría a tomar café donde la esfinge humanoide lo servía. Mi buena acción hizo que cambiara mi suerte. Esta era mi conclusión.

    Esa mañana me sentí pletórico, las hermosas clases de cálculo infinitesimal me esperaban. ¡Dichosa materia! ¡La teoría de la probabilidad! Sí, me sentía feliz. Iría a ver a ese hombre que servía cafés a la velocidad del rayo. Pero ¿qué problema tenía yo? Total, eran algunos minutos más en que llegasen los churros a mis intestinos. Pensé que también haría una buena acción sacando de su soledad a aquel camarero y hacia allí me dirigí.

    Capítulo 5

    Déjà vu

    ¡Oh, sorpresa! Allí, como si formara parte de un decorado, encontré al hombre de la cajetilla de tabaco. Era la tercera vez que entraba en la cafetería: la escena, la hora y los personajes se repetían.

    Por un momento, tuve una sensación parecida a un déjà vu, pero en modo pesadilla, la típica historia del bucle temporal en el que estás inmerso sin poder salir. Me miré las zapatillas y los pantalones: eran los mismos. Aunque la camisa no era la del día anterior, comencé a sentir un rubor al darme cuenta de que iba casi con la misma ropa todos los días a la universidad. ¿Qué pensaría mi compañera, la rubia que me daba palique entre clases?

    Es seguro que mi belleza no le había atraído y mi buena aptitud para el estudio, tampoco, aunque ¿querría realmente averiguarlo? No, claro que no. ¡Con lo bien que se vive en la ignorancia! El conocimiento de la verdad está muy bien si te va de maravilla; cuando mendigas por un poco de pan, la mentira tiene un sabor especial y distinto.

    Nada más entrar en el local la situación pasó de incómoda a rutinaria. Antes de llegar a la banqueta de la barra, el único cliente del local me hizo una señal de saludo. El día anterior me invitó al desayuno, y yo puedo ser pobre, pero no descortés.

    El café con la ración de churros ese día tardarían más. El camarero-esfinge iba a recorrer un largo camino: tendría que salir del mostrador para llevarlos hasta la única mesa ocupada, donde ya me encontraba junto al señor de la cajetilla de tabaco.

    Mientras me sentaba recalculaba las monedas que tenía en mi bolsillo tratando de saber si disponía de saldo para devolver la invitación. El importe de lo que había en la mesa se me hacía válido para, en un alarde de valerosidad, ofrecer mi invitación. Eran dos cafés y cuatro churros, tan solo un café más de lo que ya tendría que pagar. Estas son las cuentas que los pobres nos hacemos muchas veces cuando charlamos con nuestros interlocutores sin que ellos sepan nada.

    —Entonces —dijo él—, creo que no nos hemos presentado. Mi nombre, Octavio.

    —El mío, Dimitri.

    Sonreí según llegaban los dos cafés. El camarero, visto de cerca y fuera de la barra del bar, parecía aún más endeble.

    –Muy bien, Chacón —dijo Octavio cuando los dos cafés tomaron tierra sin derramar una sola gota en la mesa. Miró a Dimitri y le dijo con magnanimidad—: Bien, Dimitri , ¿crees en las coincidencias? Como dicen los franceses: déjà vu. ¿Crees en esas cosas? De esto hablaba con Chacón sin ponernos de acuerdo cuando llegaste.

    Acababa de tener uno, pero en aquellas circunstancias no sabría decir si creía o no.

    Capítulo 6

    Primera cita

    Cuando es jueves, sabes que te aproximas peligrosamente al viernes, el día clave para concertar citas. Todos los profesores de universidad deberían tener estos registros para hacer más laxas sus clases. Para mí, era el primer jueves de mi vida en el que tenía posibilidades reales de quedar con una bella fémina.

    Mi suerte había cambiado. Esta era la frase que repetía mentalmente, cuando volví en mí al escuchar el teorema que nuestro profesor enunciaba haciendo referencia al gran matemático Thomas Bayes.

    Con gran énfasis pronunció las siguientes palabras:

    —Queridos alumnos, dense cuenta a qué nos lleva esta revelación, puesto que vincula la probabilidad de A dado B con la probabilidad de B dado A.

    Las cabezas de las primeras filas del aforo basculaban de arriba abajo. Me vi de pronto interesado por aquel concepto que se refiere a la probabilidad de un suceso condicionado por la ocurrencia de otro. ¿No tendría esto relación en las circunstancias en las que me hallaba? El posible éxito con mi rubia condicionado a una buena acción: la devolución de una cajetilla de tabaco.

    Tan solo quedaban diez minutos para que concluyeran las clases. Hoy me había cambiado de camisa y pantalón. Despejar incógnitas que provocan el fracaso ante una mujer es un modo empírico que siempre he utilizado para no volver a caer en el mismo error.

    Me preguntaba si aquella concatenación de hechos aleatorios iba a garantizar mi éxito. Cambiar de cafetería, coger aquel paquete de tabaco, ofrecer algún cigarrillo y mudarme de ropa más de lo usual aumentaba mi porcentaje de acierto para que ese fin de semana tuviera algo de emoción. Dudaba si lanzarme definitivamente a su encuentro, pero me dije: «Ya no hay vuelta atrás. No tratar de conseguir una cita con ella sería un error que no me perdonaría nunca».

    Por otro lado, recibir calabazas es algo a lo que sí estaba acostumbrado. Sería una decepción más en una extensa lista que iba eliminando de mi memoria cíclicamente.

    Alguien me dijo que la mente humana es muy inteligente, ya que borra todo lo malo para que sigamos intentando lo bueno. Esto hacía yo con mis fracasos.

    Timbrazo. Multitud en los pasillos. Algarabía. Ansiedad. Aumento de pulsaciones cardiacas.

    No encontraba a mi rubia. Cabeceaba dando pequeños saltos sobre las puntas de mis pies para atisbar algo. Primeros brotes de decepción. Convencimiento al fracaso. Alivio por no tener que exponerme a un posible desaire. Y otra vez, decepción.

    Pensé: «Unos minutos más y me iré a casa». Me giré y tras de mí oí una voz que decía:

    —¡Uf!, ya no aguantaba más, vengo del baño y estaba a tope.

    —Ah, ya, claro. —Me quedé embobado.

    —Bueno, ¿quedamos este fin de semana o tienes plan? —dijo ella con naturalidad.

    Cerramos la cita antes de que pudiera pronunciar el tercer monosílabo afirmativo.

    Capítulo 7

    Un beso en el portal

    Natasha y yo salimos juntos por el centro de la ciudad aquel sábado de septiembre. La temperatura era muy agradable. Me puse mis mejores galas, o eso creía yo antes de salir de casa. Sobre estas cuestiones siempre he tenido muchas dudas. En una primera cita te juegas el futuro de toda una temporada invernal; es la diferencia entre estar solo o ser medianamente feliz.

    Me dejé llevar por su iniciativa. Natasha me condujo a un barrio de Madrid sin casi propaganda del movimiento; muchos jóvenes nos sentíamos más libres sin la iconografía del CRS; sus símbolos y lemas eran parte del decorado de nuestras vidas. El CRS (Conferencia de Repúblicas Soviéticas) recordaba a sus ciudadanos desde innumerables lugares cuál era nuestro único destino, y los jóvenes de mi generación salíamos a la calle con inquietudes muy distintas a las que los carteles comunistas nos sugerían.

    Ella, muy decidida, me guiaba por una serie de locales un tanto oscuros y pequeños con lucecitas de neón, donde ponían música alternativa llegada de los países occidentales. A mí la música me daba igual, tan solo estaba pendiente de no meter la pata con algún chiste malo. Cada vez que salíamos de un pub iba haciendo mi maquinal cálculo de haberes disponibles en mi bolsillo para prever cuántas copas le quedaban a la noche.

    Ella parecía feliz y yo me dejaba llevar, aunque reconozco que siempre me hallaba bajo un punto de preocupación debido a mi inexperiencia ante dichas circunstancias.

    Una cosa es oír las historias de tus amigos ligones y otra muy distinta es salir al ruedo a lidiar con el toro. No obstante, me dije: «En una primera cita no pasan grandes sucesos, no hay por qué preocuparse».

    La velada llegaba a su fin. Al estar de retirada me sentí aliviado, ya que el saldo de mi bolsillo no daba para ninguna consumición más. Esto es algo que me inquietaba, aun siendo un maestro en excusas para escapar de situaciones embarazosas en las que utilizaba argumentos inventados muy convincentes.

    La acompañé a su casa y a un par de manzanas de su vivienda se detuvo para despedirse. Para mí aquello ya era un éxito. La última vez que salí con una chica hermosa la perdí de vista cuando encontró a unos amigos; recuerdo que aquello fue muy doloroso.

    Ahora, estaba frente a ella con la sonrisa de un atleta que por lo menos había concluido la prueba. Ella también sonreía.

    Me besó en los labios y se fue como si tal cosa.

    Cuando regresaba a casa, mi obstinada mente analítica comenzó a hacer balance de un hecho que tampoco tenía tanta trascendencia. Aún no he conseguido la destreza de controlar mis propios pensamientos; si alguien sabe cómo hacerlo, por favor, póngase en contacto conmigo.

    Me recosté para dormir y me dije que para la próxima cita necesitaría un plan. Soy inexperto en estas lides, pero no tonto; y cualquiera sabe que una mujer camina y piensa por delante de un hombre. Buscaría asesoramiento. Esto al principio me pareció ridículo, pero según me invadía un plácido sueño, la imagen de un mentor y experto en mujeres me convencía como solución para una futura cita.

    Capítulo 8

    Ese enano de burda cara

    Dicen que procrastinar es malo. A mí me encanta. Hay muchas personas que sienten desasosiego cuando son conscientes de que demoran una tarea. Sin embargo, yo no lo paso mal; realmente lo hago cuando sé que no tengo la solución a un problema o no encuentro el momento para hacer algo que sé que tiene un plazo y que finalmente tendré que abordar.

    Aunque tengo un buen historial de errores, sigo confiando en la divina Providencia, un talento especial o algo parecido, para que, de súbito, venga a mí la solución mágica a cualquier dificultad.

    Y esto es lo que estuve haciendo esta semana, sí: demorar la tarea del maldito asesoramiento para tener éxito con Natasha en una segunda cita.

    ¿Asesoramiento? Esto era absurdo, parecía que fuera a precisar de un abogado o un médico. Tan solo necesitaba un consejo de alguien que, de forma coloquial, me diera algo de confianza, aunque fuera a base de mentiras piadosas. ¡Qué falta me hacían!

    El miércoles comencé a sentir ese cosquilleo típico en el que tu conciencia te avisa de que se está acabando el tiempo y no tienes los deberes hechos. El jueves esa sensación tomó la forma de un pequeño hombrecillo con mirada inquisidora que me recordaba cada cierto tiempo que iba a fracasar estrepitosamente en la siguiente cita.

    Algo debía hacer.

    Ese enano figurado me pinchaba el cerebro en mitad de clase y asomaba su burda cara en algunos de mis sueños. Fue especialmente molesto cuando, de forma figurada, paseaba con mi rubia. Entonces aparecía él tirando de mis pantalones sin que ella se diera cuenta y me decía: «¡Atontado! ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Un besito y para casa? ¡No me hagas presenciar esa humillación!».

    Creo sinceramente que cuando tus opciones se evaporan y el tiempo se acaba, la mente, esa maravillosa máquina, idea una solución por muy descabellada que sea.

    Un asesor es una persona con más conocimientos o experiencia que te indica el camino. Mis amigos no entraban en estos planes, aunque alguno cumpliera dichos preceptos. Mis padres o profesores estaban eliminados de facto.

    Me preguntaba quién podría ser esta persona que, sin ser de confianza, pudiera cumplir tales condiciones para que no me ruborizara ante un desenlace incierto que yo mismo pronosticaba como fracaso.

    Cabizbajo, entré en la cafetería. No me extrañé al no encontrar un alma allí, ni tan siquiera estaba el camarero, Chacón. Ronceando, me senté frente a la barra donde reposaba el periódico estatal por excelencia: La Espiga de Oro, que mostraba a una exuberante chica semidesnuda con una bandera roja del movimiento sindical.

    Se abrió la puerta del baño y apareció Octavio con una amplia sonrisa y, acercándose, dijo:

    —Dichosas mujeres, nos vuelven locos. —Dándome una palmadita en la espalda cuando observaba la fotografía de la chica del periódico.

    Entonces, vi la luz. ¡Sí, Octavio podría ser mi hombre!

    Capítulo 9

    Cabaré

    Salí de la cafetería esperanzado. Había acordado una cita con Octavio que, al ver mi zozobra y usando una intuición que a mis entendederas se les escapaba, propuso que nos viéramos esa misma noche.

    No tenía ni idea de a dónde iríamos. Nuestra relación no nos permitía que conociéramos nuestros respectivos gustos; al fin y al cabo, nos habíamos visto tres veces contadas.

    Me dijo: «Anda, anímate. Es un sacrilegio ver triste a alguien de tu edad. Y si estás viendo la fotografía de esa hermosa compatriota —refiriéndose a la sindicalista de la portada del periódico— y aún no has sonreído, lo que necesitas es una copa».

    Ante un diagnóstico tan acertado, no fui capaz de negarle su interés.

    En mi vida había quedado a tomar una copa con una persona que me doblaba la edad. Me propuse la cita como una nueva experiencia. Bien sabía que a mis veinte años me faltaban muchos conocimientos y que lo importante era encontrar a la persona adecuada para aprenderlos.

    Quedamos en vernos en el barrio Rojo, típico madrileño, con multitud de bares de ornamentación y estilo republicanos, el cual los turistas occidentales visitaban como si se tratara de un parque temático. Para los que hemos nacido aquí esto era un poco irritante, pero también era una buena manera de que conocieran los ideales que habían prosperado tras la nefasta guerra civil.

    Encontré a Octavio en la barra del bar con un par de jarras de cerveza recién servidas que rebosaban espuma derramando su líquido. Tras él, se encontraba lindando el mostrador la típica formación de bolas de ensaladillas rusas con la estrella de pimiento rojo, todo un clásico del movimiento comunista en la cocina al servicio del viandante.

    Octavio levantó la cabeza al verme y dijo:

    —Anda, tómate la cerveza que se va a calentar.

    Llevaba el gaznate seco y tomé un buen trago. Cerró el periódico y, señalándome la portada, comentó:

    —El rey exiliado ha tenido un nieto en Roma. Dimitri, ¿tú qué opinas?

    En la fotografía se veía a Juan, el rey exiliado; estaba con su hijo Juan Carlos y su nuera Sofía. Ella estrechaba en su regazo un bebé envuelto en toquilla blanca.

    Yo no tenía opinión para estas cosas, mi generación veía la realeza como unos especímenes de otra época, algo que solo existía en películas y cuentos para niños.

    —¿Y cómo le van a llamar? —pregunté.

    —Aquí pone que Felipe. Supongo que pensarán en conmemorar al gran emperador Felipe II.

    A mí todo esto me sonaba a chino. ¿Quién era Felipe II? En el colegio nos enseñaron historia contemporánea y a los grandes filósofos como Marx y Engels. La historia tampoco fue nunca mi fuerte.

    Octavio intuyó que aquello no era de mi interés y, después de otra jarra de cerveza, dijo:

    —Ya veo que tienes mejor cara. Vayamos a ver a una amiga mía.

    Tras cruzar un par de calles, accedimos a un pequeño callejón sin salida. Un lugar oscuro en el que tan solo se veía un establecimiento con unos faroles de colores en su exterior. Por supuesto yo no temía por mi seguridad. Tras la instauración de la república, los casos de delincuencia y secuestro habían sido muy escasos; y Octavio, engalanado con traje y corbata, no daba el perfil de un personaje de mal

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