Los hijos de Goreon: El sacrificio de Sofía
Por M. L. Sandoval
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Los hijos de Goreon - M. L. Sandoval
Los hijos de Goreon
El sacrificio de Sofía
M.L. Sandoval
©Todos los derechos reservados
©Los hijos de Goreon: El sacrificio de Sofía
©M.L.Sandoval, 2013
©Ilustración por Jonathan Cheuquen
eISBN: 978-956-9274-10-7
http://WWW.MLSANDOVAL.CL
https://www.facebook.com/pages/ML-Sandoval/423036474440026
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ÍNDICE
Prólogo
PRIMERA PARTE:
Cumpleaños
Sofía
Partida
Durian
Que te vaya bien
Mabel
Lejos de casa
Potts
Persecución
SEGUNDA PARTE:
Grimbo
El trato
Otro día de trabajo
Un muro invisible
Soplidos
Un extraño lugar
Galo
El asalto
El Sacrificio de Jonás
Skeemer
Dedicado a mi madre Liliana Sandoval, y mi tía Alicia Sandoval
quienes han sacrificado en la vida tanto como Sofía.
Prólogo
Es extraño que un ser tan frágil
pudiera vivir tan cabalmente la gran premisa:
no es el castigo el que redime,
ni el tiempo…
solo el amor.
Debo comenzar diciendo que esta obra es la consumación de lo que pienso (y siento) acerca de la capacidad de las palabras: nunca está todo dicho, aun cuando se ha dicho todo.
Este libro es, ante todo, un viaje; y usted va a encontrarse con dos universos paralelos a lo largo de él. El primero, es el que resulta de la lectura propiamente tal, como el provechoso ejercicio de nutrir la mente. El segundo está ahí latente, acechando al lector, susurrándole al oído, escondiéndose entre líneas. Se dará cuenta que todo aquello que no se ha escrito, está dicho de algún modo. Se verá obligado a seguir la historia, a completarla, a ser cómplice y testigo de los sucesos y sensaciones de los personajes siempre fantásticos... siempre reales (ellos también harán este viaje una y otra vez, a su lado, con las mismas incertidumbres, las mismas ansias).
No debe dejarse engañar por los sucesos, todo cuanto aquí ocurre bien puede ser real. Usted puede creer o no; pero hay cosas que son ciertas aunque usted no las crea. Las perspectivas y las vivencias cambian la comprensión del mundo, o tal vez, el mundo se explica a sí mismo de diversas maneras.
No habiendo bastado con esto, estas páginas están, además, creadas con la cantidad precisa de literatura. El método a través del cual nos es narrada la historia, no deja de ser atractivo. Historias entrelazadas desde lo más sutil, otras simplemente ligadas por enormes sucesos, otras más que, si bien nunca se cruzan, tiene todo que ver entre sí. De este modo, cada personaje tiene no solo su función, sino también su pasado, su razón de ser, su historia de vida (casi me recuerda a la vida misma), como si nada estuviese puesto al azar.
Dejémonos llevar por las letras hasta el corazón de los misterios, a riesgo de no resolver ninguno, pero con la esperanza de salir triunfantes. Después de todo, de eso se trata todo esto, del sacrificio y del amor, que son, quién sabe, tal vez la misma cosa. En palabras del mismo autor: «... lo abrazó con tanto amor, que dolía».
Si va a seguir leyendo, prepárese para las incertidumbres; porque sin incertidumbres, sin preguntas no contestadas, no existe tal cosa como el sacrificio... ni el amor.
Claudio Montano
El amor es sacrificio,
éste sólo es posible
cuando se emerge de sí propio
para vivir en el otro.
Soren Kierkegaard
PRIMERA PARTE:
MENTIRAS
Cumpleaños
Las velas estaban listas para arder, el chocolate a punto de bañar el pastel hinchado, y las brillantes cerezas desesperadas por lucir la torta de cumpleaños. Mabel hacía ya una semana que esperaba ansiosa este día, y lo hacía notar a cada paso que daba por la cocina. Jonás, por su parte, no prestaba mayor atención al ruido de la gigantesca casona, parecía muy ocupado mirando por la ventana de su alcoba el hermoso día de verano que había en la ciudad. Un sol radiante, nubes blancas y de voluptuosas formas. Jonás observaba con atención los carruajes que hace poco se habían estrenado en el mercado, y que sólo los más ricos se podían dar el lujo de permitir, y que parecían a sus jóvenes ojos, carruajes impulsados por magia, o por caballos invisibles(1).
Observó que la pileta de la plaza brillaba como un collar de perlas preciosas. El bullicio se oía alegre entre los gonenses, un alboroto muy animado para los días oscuros que vivía la ciudad de Virmire. Una ciudad a las puertas del caos.
Fue inevitable para Jonás no mirar por quinta vez en la mañana el calendario en su velador. En el fondo de su corazón estaba ansioso por que alguien lo saludara, y eso lo hacía sentir culpable, pues sabía que acontecían temas mucho más urgentes en la familia. Se sentó a un costado de la cama, y ahí espero largo rato mientras los empleados pasaban acelerados por el pasillo. Se entretuvo tratando de adivinar quiénes eran por el sonido de los pasos, absorbidos por la alfombra de lana que cubría todas las entradas con gallardas figuras del escudo de Galbora(2). Volvió a mirar el calendario.
Se acercó a su velador, y tomó de uno de los cajones la foto de una mujer de apariencia cándida, de ojos negros como azabache, y piel blanca como el de una gaviota adherida al cielo nocturno. Su figura era delgada, quebradiza, con unos pechos que serían el orgullo de egos vanidosos. Vestía ropas de enfermera, no tan blancas como su resplandeciente piel, y posaba sentada en una tosca silla de madera barnizada entre formas poco inspiradas.
La necesidad de ir a abrazarla se hizo evidente en su mentón.
Se abrió paso hasta el dormitorio que estaba al fondo del pasillo. No fue necesario abrir la puerta; el señor Galindo y la señora Potts justo salían de aquel cuarto.
—Con cuidado, chiquillo, no vas a ocasionar que empeore más.
Ya me son conocidas tus travesuras —dijo el anciano, con la mirada peligrosamente serena y fija en los ojos del niño.
—Tendré cuidado, abuelo, lo prometo —la vista de Jonás solía dirigirse al suelo cuando cruzaba palabras con él.
—¡No prometas, ingenuo!, ni siquiera sabes lo que abarca esa palabra —gritoneó Galindo, retirándose del lugar. La señora Potts, como siempre, se limitó a observar, inexpresiva como era.
No había que ser psicólogo para advertir el menguado afecto en las palabras del señor Galindo, al menos, no era el que cualquiera podría esperar de un abuelo común. Jonás, consciente de esto, nunca tuvo muchas esperanzas de recibir algún gesto de apego hacia él.
El dormitorio era espacioso, ornamentado con cuadros barrocos y floreros de greda en cada una de las esquinas. Un gigantesco candelabro (regalo de Roldan), bailaba con su reflejo en las aterciopeladas paredes. Pero esa belleza prístina contrastaba con la decaída mujer que dormitaba en la gigantesca cama. Jonás se acercó silenciosamente, temiendo despertar de forma brusca a quien veía dormir plácidamente. Los ojos negros de la mujer titilaron con un brillo refulgente cuando percibió la llegada del niño. En ese cuarto, la paz gobernaba junto a un sereno silbar de un viento agradable, un viento que desprendía aroma a flores por todo el lugar, dejando como rastro pétalos huérfanos de algún jardín viudo que se esparcían por toda la cama.
—Lamento arruinar tu cumpleaños, mi niño querido —Jonás se sentó a un costado de la cama. Apesadumbrado, miró los ojos brillantes como escarlata de la mujer escuchando con atención—. Déjame contarte algo —la cama crujió mientras la mujer se acomodaba en la almohada. Sus músculos, atrofiados por la falta de ejercicio, convertían cada movimiento en un suplicio al que nadie nunca podría acabar de acostumbrarse—. Tú sabes que trabajé mucho durante los comienzos de esta guerra en la frontera, y que fui testigo de cómo tanta desgracia trajo consigo otros males desconocidos. No solamente las armas trajeron la muerte. La muerte en sí misma dejó constancia de su paso dejando innumerables enfermedades desconocidas. Más de las que yo o alguna de mis compañeras podíamos reconocer —esbozó una leve sonrisa—. Pero estoy orgullosa. A pesar de eso, salvé muchas vidas y muchas familias —cada estornudo sacudía la cama bruscamente, y con éste, también se sacudía el corazón de Jonás—. Estarás bien, mi niño, tienes mi palabra. A mí me venció esta rara enfermedad, pero tú no tienes por qué enfrentarte a ella.
Jonás la miraba con ternura, parecía no comprender del todo las palabras de Sofía, quien desde que vivía postrada al camastro, no hacía más que justificar el tiempo que había estado ausente cada vez que conversaba con él.
—Dices que estaré bien, pero no lo creo —balbuceó Jonás casi en un murmullo, temeroso de decir lo que pasaba por su mente. No quería faltarle el respeto a la mujer con su visión de las cosas— ¡el abuelo me odia, lo sé!
Sofía acercó su mano a las muñecas del pequeño, que eran delgadas y débiles como su hilo de vida.
—Cómo puedes decir eso, Jonás, mi padre no te odia. Él está molesto conmigo por razones que no entenderías a tu edad. Pero, ¡bah!, son gente vieja, aferrada a costumbres viejas —el tono gracioso de Sofía, hizo que Jonás olvidara en parte la pena. Pocas veces había visto sonreír a su madre y centellearle los ojos al mismo tiempo. Le resultaba un festival de colores—. Además, está Mabel —su voz tembló—, sabes que ella te querrá tanto como yo.
Jonás percibió el titubeo en la expresión. Sus ojos se agrandaron, su pecho se hinchó de angustia. Ella te querrá, se oyó demasiado angustiante. Como un presagio lejano, y sin embargo, igual de doloroso. No podía concebir que su madre dejara de existir. No había cabida para tal idea en su cabeza. Su razonamiento decía que una madre no podía morir antes que un hijo. Claramente, como todo niño, aún no estaba preparado para enfrentar la muerte.
—¡Pero ella es la criada de la casa! —dijo levantando la voz en protesta.
Sofía notó el pensar del pequeño en sus ojos negros. Su garganta de pronto se vio impedida de hablar con soltura. Un nudo la presionaba a llorar cada vez que veía la impotencia de Jonás, indefenso en una guerra de decisiones ya tomadas.
—No conoces bien a Mabel. Su voluntad es aún más fuerte que la de mis dos padres juntos —dijo en tono tranquilizador, preocupada de no lacerar el ánimo del niño.
Jonás se acurrucó a un lado de su madre apoyando el oído en el pecho de Sofía. El aroma y la calidez maternal no hacían más que adentrarse en su corazón. Por un instante imaginó toda su vida con ella, recorriendo los campos del Norte, o los arroyos Trémula, en la ciudad del Sur. Deseó haberla conocido unos años antes. Pero ya no había de qué preocuparse. Su madre había vuelto, y toda una vida les esperaba. Todo el tiempo y el amor que Jonás había guardado desde el día en que había nacido, esperaba impaciente por ser entregado al fin.
—Sé que me he ausentado mucho tiempo, y desde que naciste
hace ya diez años, en esa fría frontera, bajo los deprimentes ruidos de disparos y gritos, nada quise más que darte una tranquilidad duradera y una buena vida —Sofía giro la vista hacia los haces de luz que entraban por la ventana, y que dejaban en evidencia pequeñas motas de polvo—. Pero las cosas se pusieron mal y me vi en la necesidad de mandarte a esta casa mientras yo cumplía mi servicio. Ojalá hubiese podido volver antes. Siento mucho haberte dejado tan solo, mi niño —Sofía acercó a Jonás a su pecho y lo abrazó con tal ternura que no pudo contener sus lágrimas. Sabía que quedaba poco tiempo, y no encontraba la manera de disfrazar su dolor, así que hizo de su llanto, un llanto mudo—. Tengo la esperanza de que algún día