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La Rosa de los Cuatro Estados II. Lágrimas de fuego
La Rosa de los Cuatro Estados II. Lágrimas de fuego
La Rosa de los Cuatro Estados II. Lágrimas de fuego
Libro electrónico685 páginas7 horas

La Rosa de los Cuatro Estados II. Lágrimas de fuego

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Lulcio y sus amigos han logrado rescatar a Lesmes, pero su odisea está lejos de terminar. Largo camino queda por delante antes de lograr que la rosa de las cuatro estados vuelva a brillar y que, con ella, recuperen la esperanza de acabar con la tiranía de Aktum. Por desgracia, la compañía sufre un revés y se separa. Aunque siguen caminos distintos, mantienen un objetivo común y tendrán que afrontar nuevos desafíos e imprevistos que los obligarán a luchar contra sus sentimientos más ocultos.

¿Será capaz Lulcio de cuidarse solo? ¿Podrá Delio convencer a los francos de que no son sus enemigos y deben aliarse contra Aktum? ¿Y el poderoso hechicero oscuro? La malvada Prisca no deja de envenenar su mente, pero ¿qué más lo mueve aparte de sus ansias de poder para gobernarlos a todos?

Compañerismo, venganza, amor, dolor… y mucha magia. El destino del Viejo Elion pende de un hilo. ¡Únete a la lucha!
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 may 2021
ISBN9788412394825
La Rosa de los Cuatro Estados II. Lágrimas de fuego
Autor

Amador Peña Ruiz

Nace en diciembre de 1983, en Sanlúcar de Barrameda, un pueblo gaditano. Es hijo único. Cursa sus estudios con facilidad hasta bachillerato. Considera la lengua una asignatura más y siempre cree ser más de números. Su aventura con la literatura comienza con una cómica apuesta entre amigos. Esa apuesta se convierte en un reto para encarrilar su primer libro: La Rosa de los Cuatro Estados. El último Prestél (Ediciones Arcanas, 2018). Sigue escribiendo desde su pueblo natal, aunque admite que le ha resultado complicado compaginarlo con los deberes que marcan la sociedad. Tras la aceptación de su primera novela, al fin hace regresar a Lulcio con más fuerza que nunca. Revela que todo lo acontecido en El último Prestél tendrá repercusión en esta continuación y asegura que en Lágrimas de fuego comienza la verdadera aventura.

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    La Rosa de los Cuatro Estados II. Lágrimas de fuego - Amador Peña Ruiz

    1

    Comienzos de una jerarquía

    El fin de la familia Prestél es una realidad.

    Ercilia es prisionera donde antaño compartía cama con el difunto Dionisio y tantas noches disfrutó de las mieles de un palacio sano. Ahora presencia desde su balcón una panorámica difícil de asimilar y todo lo que conoce sucumbe ante Aktum. Las aldeas más próximas son avasalladas, se incendian las primeras hogueras de sangre y vino. Los rehenes comienzan a llegar, el nuevo rey empieza a impartir su jerarquía por todo el continente tras privar a Dionisio de un trono que no pudo inaugurar con dignidad. Cientos de aldeanos aún conviven ignorantes ante el nuevo y oscuro mandato, pero los rumores se extienden rápido de poblado en poblado y de comarca en comarca. Los que disponen de tiempo se aventuran en una huida apresurada hacia los rincones más aislados del Viejo Elion. Los que se niegan a dejar sus hogares alimentan nuevas hogueras o aumentan los ejércitos de lacayos.

    Solo existen dos bienes que Ercilia aún puede proteger: una carta escrita por su difunto cónyuge y la trascendental rosa de los cuatro estados. Hace uso de un insulso y pequeño cofre para guardar ambos objetos. Bajo su aterciopelado fondo rojizo esconde una carta que el monarca no tuvo tiempo de leer en la boda. Sobre él, la rosa pierde vigor; se apaga con la extinción de los portadores elementales.

    Al cabo de tres largas semanas de cautiverio, Ercilia no conoce el destino que ha sufrido Gerclass ni qué ha ocurrido con los invitados de una boda ya lejana. No sabe dónde llorar el cuerpo de su amado ni qué han hecho con sus cuatro cuñados. Ni siquiera hasta dónde ha podido extenderse el dominio del hechicero.

    Los rumores corren tan rápido que Glomeron no tarda en descubrir lo acontecido. En una tarde de cielo oscuro, en un ambiente donde las espadas suenan más fuertes que las súplicas, Ercilia observa desde su balcón a Glomeron cruzar las murallas del palacio con un gran ejército a sus espaldas. Aktum lo recibe con los brazos abiertos y un pacto de amistad. Glomeron sabe que cualquier guerra contra el nuevo rey está perdida y su objetivo es claro: afianzar una alianza que le ayude a acabar con los francos, aunque tenga que rebajarse ante Aktum y poner a todo su ejército a su disposición. Los francos no tardan en caer tras la alianza y las estrechas relaciones convierten a Glomeron en el segundo al mando.

    Aktum cree que ha llegado el momento de buscar prisiones seguras y ocultas para Lesmes, Evelio, Tristán y Samsara; lugares en consonancia con sus antiguos poderes. Ercilia aún no sabe qué pretenden hacer con ella, pero es consciente de que debe huir. Observa partir a Aktum, que ha dejado el palacio bajo la protección de su nueva mano derecha y de Prisca, y decide aprovechar el momento para escapar, pues su vientre comienza a delatar su estado. Traza un plan de huida: de madrugada, con lo puesto, su preciado cofre y el alimento imprescindible.

    Espera a que una sirvienta le lleve la cena, pero esa noche es la misma Prisca quien irrumpe en sus aposentos. Trae una bandeja con comida y un mensaje:

    —Te sugiero que te tomes bien la noticia que te traigo, ya que no tienes otra opción —le dice tajante y directa—. Aunque quizás hasta te alegres…

    —¿Qué noticia traes, bruja? —inquiere Ercilia asustada. Prisca la ha sorprendido con el cofre en la mano, así que lo esconde tras su espalda.

    —Querida, resulta que no te quedarás sin esposo. Solo que será la mano de Glomeron la que tomes. —Se le acerca mientras sus palabras envenenadas resuenan en los tímpanos de la joven—. Careces de poder y Glomeron tampoco es muy especial, pero parece que mi hijo y ese viejo carcamal tienen un plan. Le darás un hijo, formaréis una familia y podremos afianzar la alianza entre los dos reinos.

    Ercilia recula temerosa. La ansiedad la hace sudar y Prisca la encara con sospecha.

    —¡¿Qué ocultas?! —La arrincona contra el barandal del balcón—. ¡Enséñame qué escondes o Glomeron deberá buscar otra esposa!

    —No… por favor —suplica Ercilia, y le enseña el cofre sin remedio.

    —¡Ábrelo de inmediato!

    La muchacha lo sostiene temblorosa. Abre la tapa con sutileza, odiándose a sí misma, pero tiene demasiado miedo para enfrentarse a Prisca, que agarra la rosa de los cuatro estados y se la coloca alrededor del cuello. Queda prendada de su belleza; no obstante, también se percata del compartimento oculto y obliga a Ercilia a leer la nota de Dionisio. Aquello desvela su secreto: el pequeño Lulcio se forma en su vientre.

    —Qué callado te lo tenías…

    Ercilia no olvidará nunca aquella funesta sensación cuando Prisca posa ambas manos sobre su vientre, cuando la mira directo a los ojos.

    —Me aflijo por ti. Sé lo que significa ser madre y la predilección por un hijo, pero entenderás que no puedo permitir que nazca…

    Tal es el horror que le produce el hecho de que sus oscuras y crueles manos le arrebaten a su hijo, que no piensa en las posibles consecuencias de su reacción. Con un sollozo de angustia y rabia, el reflejo innato de una madre, la golpea en la sien con el pico del cofre. La bruja se derrumba inconsciente y salpica la carta de sangre. La observa atónita, no se lo creé. Acaba de tumbar a la poderosa y malvada Prisca.

    Tiembla de miedo e intenta recoger el cofre, pero sus manos son trapos en ese momento. Debe calmarse, sabe que es ahora o nunca. Prisca sangra a sus pies y debe escapar mientras pueda. Su libertad se encuentra lejos de ese palacio porque nada podrá protegerla cuando la hechicera despierte.

    Tras agarrar la nota y recuperar la rosa de los cuatro estados, maniata, amordaza y encierra a la bruja en la misma habitación que ella ha ocupado durante muchas lunas. Intenta pasar desapercibida por los pasillos superiores de palacio, se apega a las paredes y se asoma por cada esquina. Avanza inquieta, sigilosa, por un recorrido plagado de enemigos. Llega a las escaleras que llevan a la planta baja, pero se topa con Glomeron, que asciende impaciente ante la tardanza de Prisca. Ercilia se detiene y retrocede dos escalones.

    —¿Te asusto? —le pregunta él—. ¿Dónde está Prisca? Me dijo que te informaría de… la noticia.

    —Acaba de hacerlo. —Se esfuerza en actuar con naturalidad—. Me ha dado permiso para dar un paseo y… reflexionar.

    —¿Y bien? —Glomeron avanza hacia ella—. No tienes opción. Solo te pregunto para saber hasta qué punto puede ser productivo nuestro matrimonio. Cuando antes te hagas a la idea, antes serás feliz a mi lado.

    Ercilia retrocede un escalón más.

    —No voy a engañarte, una mujer necesita tiempo para una noticia tan importante. —A pesar del nudo que atenaza su pecho, habla con normalidad—. Aunque admito que al principio me he agobiado, imagino que todo rey debe cuidar bien de su reina.

    —Como cada flanco de mi palacio, cada lingote de plata en mi poder o cada hectárea de tierra que poseo.

    Las palabras del viejo carcamal delatan que ve la boda como un puro trámite para alcanzar sus ambiciones; satisfacer sus ansias de poder, riquezas y herederos. Ercilia prosigue con su obra teatral:

    —Seré tu esposa y haré lo necesario para hacerte feliz, pero estoy harta de este sitio. Prométeme que me sacarás de aquí y tendremos nuestro propio palacio.

    —No tengas dudas de ello. Quedarás impresionada cuando veas el palacio que te espera. —Glomeron la agarra con más cautela de la que ella prevé. La joven disimula la grima que siente en contacto con su áspera piel—. ¿Y dónde está Prisca? ¿Por qué te ha dejado salir sola de la habitación?

    —Prisca esperaba que fuera más reacia a la noticia y me ha enviado a que yo misma te dé mi aceptación.

    —¿Más reacia? ¡¿Y por qué pensaba que ibas a estar reacia?! —Glomeron le aprieta la mano—. Por eso mismo quiero abandonar este palacio. He cerrado un buen trato con Aktum, pero veo que me tratan como a un inferior. Espero poder marcharme pronto. Hasta entonces, tendré que mostrar la lealtad que le he jurado.

    —Ya hay algo que nos une. Ellos han acabado con todo lo que tenía y también ansío salir de aquí. Parece que has venido a rescatarme. —Ercilia tira de Glomeron escaleras abajo, siempre intentando ocultar el cofre de su vista—. Demos un paseo por los patios de palacio y hablemos de la boda. Nos hará olvidarnos de Aktum.

    El viejo monarca empieza a parlotear sobre un futuro que a Ercilia no le importa lo más mínimo, pero siempre le da la razón. Glomeron baja la guardia a medida que conversan. En su compañía logra esquivar a los guardias y llegan a los extensos jardines del castillo, cada vez más sombríos y deteriorados, donde se quedan a solas bajo la luna. El rey no desea esperar a la noche de bodas para tomarla y, entre árboles y oscuridad, le agarra la cintura y palpa sutilmente su bello rostro. Ercilia hace un gran esfuerzo para no mostrarse asqueada.

    —¿Qué pretendes? Es costumbre esperar hasta el día de la boda. Nos puede ver alguien.

    —¿Y qué pasa si nos ven? La lealtad que he jurado no me impide saciar mi hombría. —Glomeron recorre las curvas más íntimas de la muchacha.

    —¡Pero no me siento cómoda aquí!

    Ella pone las manos sobre su pecho. Apenas ejerce presión, pero se resiste.

    —Yo haré que te sientas cómoda. Hagamos que lo nuestro comience bien.

    —Comenzar bien es una velada en unos aposentos dignos, no en un jardín. ¿Acaso no quieres que sea especial?

    —Para mí no es el lugar lo que lo hace especial, sino las ganas que presente la mujer que tome. Así que acostúmbrate a dar lo mejor que ti. Tienes suerte de toparte con un rey tan fogoso.

    Ercilia comprende que su pequeña resistencia le enfurece y hace florecer su machismo. Glomeron no se detiene. Ella le rechaza, pero no consigue apartarlo y cambia de estrategia.

    —Así que fogoso… ¿Sabes qué creo? —le pregunta mientras él la besa en el cuello—. Creo que nunca has estado con una mujer de verdad. Ven conmigo, carismático rey, y te enseñaré a tomar a tú reina como es debido.

    Ercilia tira de su mano.

    —Sabía que a toda mujer le gusta la mano dura. ¿A dónde me llevas?

    —A un lugar donde nadie nos moleste, conozco muy bien estos jardines. —Se adentra aún más entre los árboles, hacia un lugar más oculto y oscuro—. ¿Por qué no te quitas esa fría armadura? No te imagino relajado con ella.

    Glomeron es más frío que su propia loriga, tiene muy claro lo que quiere; y no son delicadezas, sutilezas ni dulzura. Comienza a desenfundarse sus calzones.

    —Tranquilo, impaciente; poco a poco… Quiero ver tu torso, muéstrame qué esconde tu fría armadura. —Ercilia agarra sus manos, acaricia su tosca coraza y busca los broches—. Si quieres que sea especial a tu modo… ayúdame. Una mujer necesita tiempo.

    —No te recrees en tantos juegos. Si quieres ver mi cuerpo, lo verás. Pero ya sabes dónde tienes que recrearte.

    —Todo a su tiempo, mi rey.

    Ercilia le ayuda a deshacerse de la armadura. Acaricia su cuello, su cintura y pide perdón para sus adentros cuando se prepara para besarle. Jamás ha degustado un beso tan amargo, que le haga sentirse tan mal. No aparta las manos de su cintura.

    —¡Espera! —exclama Glomeron retirando sus labios—. Es demasiado fácil. ¿Qué tramas, sucia mujer? Estoy seguro de que me odias.

    —No sabes cuánto —contesta Ercilia y, tras desenvainar el cuchillo del rey, lo apuñala en el cuello sin pudor, aunque con mucho miedo.

    Glomeron aúlla de dolor y la empuja.

    —¡A ver si te pudres! —le grita ella—. ¡Mi corazón siempre pertenecerá a Dionisio!

    —¡Sucia zorra! —Glomeron se arranca la daga y avanza a duras penas. Ercilia recula—. Dionisio será quien se pudra para siempre. Oculté su cuerpo en un lugar donde jamás hallará descanso…

    La sangre inunda su garganta. De repente, pierde el equilibrio y cae sobre sus rodillas. Empieza a desvanecerse. La muchacha se acerca a él llorando.

    —¡¿Dónde?! —Lo zarandea—. ¡¿Dónde lo has ocultado?!

    Se siente asesina y víctima a la vez. Para su desconsuelo, Glomeron tan solo le sonríe.

    A sus veintitrés años, Ercilia se ha manchado las manos de sangre por primera vez; un nuevo instinto de supervivencia ante el mundo que se avecina. Ahora debe huir sin saber qué han hecho con el cuerpo de su amado ni si tendrá el descanso que merece. El asesinato que ha cometido cambia todos los acontecimientos. Los días de Glomeron acaban, su palacio queda inhabitado y todos sus soldados pasan a formar parte del ejército de Aktum. Poco después se hará con los servicios del misterioso Arcano, a quien le cederá la armadura del propio Glomeron y lo nombrará general al mando de sus tropas.

    Esa fatídica noche comienza la odisea de Ercilia, que se aleja del palacio sin rumbo fijo, a lomos de un corcel que no sabe montar. Vigila su retaguardia mientras se acostumbra a su trote. Sabe que no tardarán en salir a buscarla y para entonces deberá sacarles algo de ventaja. Los apodados sin almas aún no cuentan con los pergos, sus terroríficas monturas —el hábitat de esas bestias es el Bosque Sombrío, donde el mandato de Aktum aún no ha llegado—, pero sí disponen de buenos caballos. Además, Ercilia tiene un hándicap: por el bien de su bebé, debe descansar varias veces a lo largo de la jornada.

    En su huida incesante, se topa con la primera aldea de la comarca Romulous de la Noche. Está deshabitada y llena de estragos. Sus antiguos aldeanos son quienes, quizás, la persigan; ya oye el galope de sus monturas tras ella. Observa una cabaña que linda con una capilla y, sin titubear, se esconde para intentar pasar desapercibida. La construcción hace ruidos raros. Ella se asusta al principio, pero no tiene más opciones; los lacayos de Aktum irrumpen en la aldea.

    De pronto, escucha una voz muy débil; proviene del suelo. Al bajar la mirada, descubre que la alfombra bajo sus pies esconde una trampilla. La abre con temor y se asoma: un hombre de aspecto deteriorado y barba arraigada intenta soltar sus ataduras.

    —¿Estás bien? ¿Cómo te llamas? —le susurra Ercilia.

    El desconocido recula asustado hacia una esquina. Ella se introduce por el agujero y cierra la trampilla.

    —¿Cómo te llamas? —insiste—. ¿Por qué estás aquí?

    —No… No lo sé —responde con voz temblorosa, algo desorientado—. Delio… Me llamo Delio.

    —Necesito tu ayuda, Delio. Me persiguen…

    ***

    Ha pasado mucho tiempo desde aquel encuentro, exactamente dieciséis años, pero Ercilia jamás olvidará el momento en el que conoció al cazador.

    En el presente, tras remolcar hasta orillas francas a Kiriat, el franco herido por Arcano, y descansar durante tres días junto al resto de sirenas, pretende regresar a las costas del Bosque de Cromos. Surca el estrecho y se cruza con un galeón franco a medio trayecto. Ercilia aún no sabe que la compañía acaba de dividirse, que en ese navío viaja el mismísimo Delio; mentor y maestro de su hijo. Su mejor apoyo en los últimos años.

    Llega al bosque de Cromos preocupada por el encuentro con el navío franco, pero observa a los suyos en la playa y sacude los brazos contenta de volver a verlos. El dragón de Lesmes le infunde temor; no obstante, se alegra enormemente al verle con ellos. Gerclass y Lulcio se acercan para darle la bienvenida. Los demás no se mueven del sitio. Lizauro no quiere dejar a Irineo y Lesmes teme alejarse de su dragón por el bienestar de los demás. Aun así, de lejos, se alegra de volver a verla y queda impresionado con su nueva figura.

    Ercilia y Lulcio se funden en un abrazo caluroso. Ella vuelve a notar grandes cambios en su hijo tras su paso por el bosque; una madurez no acorde a su edad. No le parece el mismo chico que convivía con ella en la aldea, hace meses.

    —¿Y Delio? —pregunta nerviosa al no divisarlo por ningún lado. Teme lo peor—. ¡Decidme que no le ha pasado nada!

    —No te preocupes, Delio está bien, solo que ahora sigue un camino distinto —la tranquiliza Gerclass—. Me ha dejado un mensaje para ti. Quiere que te recuerde su intención de cumplir su promesa.

    Ercilia se muestra aliviada, consciente de la autoridad con la que Delio formaliza sus juramentos; sabe que volverá a verle. Su mirada se enfoca en los hermanos y la preocupación regresa al ver a Irineo tumbado y con los ojos cerrados.

    —¿Qué le pasa?

    Se genera un silencio incómodo. A nadie le gusta dar una mala noticia.

    —Irineo está muy grave —responde Gerclass—. Arcano le atacó y… He sanado sus heridas, pero no sé si será suficiente para salvarle. Ha perdido mucha sangre.

    De nuevo el silencio incómodo. Gusta aún menos recibir una mala noticia.

    Ercilia piensa una solución rápida.

    —Puede que haya un remedio… Los cánticos de las sirenas no siempre son retorcidos y malvados.

    —Pero, ¿cómo puede ayudarle el canto de una sirena? —pregunta Lulcio incrédulo.

    —Escuchemos a tu madre —dice Gerclass—. Puede que su aporte sea salvador.

    —Conozco la debilidad de Irineo por las sirenas. Al oír sus cánticos, quizás su subconsciente le mantenga con vida. Pero no sé si las sirenas estarán dispuestas a correr ese riesgo…

    Lizauro la escucha y deja solo a Irineo por un momento. En carrera hacia la orilla, inquiere:

    —¡Demonios, ¿y por qué no lo iban a estar?!

    —Por la maldición a la que están sometidas —contesta Ercilia—. Si Irineo despertara frente a ellas, quedarían expuestas a la maldición de Aktum.

    —Debemos pensar cómo convencerlas… Puede que se nos escape algo, siempre existe una solución; un resquicio que lo cambia todo —dice Gerclass reflexivo.

    —¡¿Y por qué no le cantas tú, mamá?! —exclama Lulcio creyendo haber tenido una buena idea.

    —Lo siento, hijo —contesta Ercilia decaída—, pero no poseo ese don… Les he contado vuestras intenciones, pero no os ven capaces de acabar con Aktum —confiesa con pesar—. Es el único modo de eliminar la maldición y por eso no sé si querrán arriesgarse.

    —¡¿Que no somos capaces de acabar con Aktum?! ¡Ahora mismo lo mataría con mis propias manos! —exclama Lizauro con rabia; sus manos estrangulan el aire.

    Pensativo, Lulcio observa cómo vuelven a decaer los rostros. De pronto, recuerda:

    —Mamá, tengo algo para ti que a lo mejor puede servir. —Se descuelga la rosa de los cuatro estados—. No sé si será suficiente, pero pueden ser conscientes de nuestro progreso.

    La vista de Ercilia se ilumina al instante. Lulcio no puede ni imaginar la alegría que le acaba de dar.

    —¡Hijo mío, creía que la había perdido! ¡No sabes el bien que nos puede hacer! —exclama al observar brillar uno de sus pétalos—. En cuanto vean que la rosa va cobrando vida, puede que cedan. ¡Esto lo cambia todo!

    Ercilia abraza a Lulcio.

    —Muy bien, Lulcio —sonríe Gerclass con las manos a la espalda—. Y he aquí nuestro resquicio…

    —¡Chico, eres el mejor! —le felicita Lizauro, rebosante de ilusión—. ¡Cada vez me pareces más especial!

    2

    Amenaza misteriosa

    La liberación de Lesmes consigue que el misterioso Arcano huya sin remedio del Bosque de Cromos. Sabe que ya no tiene nada que hacer allí, pero justo antes ha dejado su huella al atravesar a Irineo por la espalda. Aunque ha escapado indemne de la cólera de Lizauro, su alakto no ha corrido la misma suerte. El estrecho se le hace largo sobre su montura malherida, que no para de sangrar en un constante vaivén de subidas y bajadas. Cada vez que pierde altura, el general agita las riendas y clava las espuelas en sus flancos sin piedad. La bestia se recupera con ahínco y vuelve a ascender, pero está tan débil que la mínima corriente de aire desestabiliza su vuelo.

    Gracias a su crueldad, Arcano evita caer al mar, aunque sabe que no podrá disponer de su alakto más allá de los acantilados. Su enorme esfuerzo será el último. Después se encargará de recompensarlo con una muerte rápida.

    Sabe que a Aktum no le agradará su fracaso. El poderoso Lesmes ha recobrado el conocimiento y ni su mejor guerrero ha sido capaz de impedirlo. Siente vergüenza, la preocupación le martiriza. Tardará mucho tiempo en regresar al palacio, a paso lento, sin ninguna garantía de que el rey lo siga tratando como a un superior. Aprovechará el viaje para meditar una justificación razonable para su fracaso.

    Después de un largo trayecto, al fin consigue avistar los acantilados. Atiza a su montura, exprime su sufrimiento, aguante y fidelidad al máximo. No se conforma con llegar a la costa, quiere sobrevolar los acantilados y evitar un rodeo que le supondría un posible encuentro con los francos.

    Arcano solo se preocupa de que el alakto ascienda frente a la verticalidad de los acantilados que le privan de horizonte. Agita con tanta fuerza las riendas que el animal berrea de dolor; sin embargo, logra llegar a la cima y planea con esfuerzo a ras del terreno, tan cerca que levanta polvo. De pronto, deja de batir sus alas, se rinde. Arcano no quiere castigarlo más, se prepara para el aterrizaje sobre un baldío pedregoso. Todo el daño del impacto lo recibe su montura. La colisión la frena, destroza su cuerpo y la inercia hace que el general salga despedido y dé vueltas por el suelo. Protegido por su armadura, no sufre daños severos, aunque se queda trastornado y con la vista nublada. Escucha unos chirridos —a unos pasos, su alakto agoniza y muere—, después pierde el conocimiento.

    Cuando recupera la consciencia, al sol le ha dado tiempo de calentar su armadura y a la bestia alada de enfriar su cuerpo. Sigue aturdido y observa cómo una silueta se antepone entre el astro rey y él.

    —Vaya, vaya… Creo que alguien necesita ayuda.

    Una mano extendida, de uñas ennegrecidas y piel agrietada, le ofrece ayuda. Arcano contempla un brazo cubierto de pintadas y un rostro familiar.

    —No voy a permitir que utilices ese tono conmigo, estoy perfectamente.

    Con esfuerzo, se levanta por su propio pie.

    —Pues no me lo parece… —El viejo greco de pelo sucio, cara cuarteada y larga perilla trenzada baja la mano y retrocede—. Solo pretendía ser amable.

    —Cuando digo perfectamente, significa perfectamente. —Arcano sacude su armadura con movimientos lentos. Mientras, observa a Nilo Reus y el grupo reducido a su espalda—. ¿Se puede saber qué os ha ocurrido?

    —Busco venganza, ¿recuerdas? Deseo al hechicero que mató a mi hijo.

    —He preguntado qué os ha ocurrido, no qué hacéis aquí. Tu tropa ha disminuido.

    —Estamos en tierras francas, era inevitable encontrarnos con alguno de esos malnacidos.

    —¿Alguno? ¿Y por qué te falta casi la mitad de hombres?

    —Esta neblina es muy traicionera, nos cogieron por sorpresa —matiza el patriarca. Intenta desviar la vergüenza de tantas pérdidas—. Lo que importa es si aún puedo vengarme de ese hechicero.

    —Si quieres vengarte…, es todo tuyo. —Arcano mira a su alakto, inerte y destrozado—. Yo debo ocuparme de otros asuntos.

    —Será todo mío, pero no lo veo por ninguna parte —ironiza Nilo Reus a la par que mira de lado a lado con los brazos expandidos—. Tú no eres el único observador, general Arcano. Sé para qué fuiste a ese bosque y la compañía que llevabas. Imagino que no has conseguido acabar con ese chico.

    —¡Basta! —corta drásticamente la conversación. No desea reconocer su fracaso ante un inferior, le avergüenza.

    —Solo me intereso por la dictadura de tu señor Aktum. —Nilo Reus no le permite al enmascarado que le desprecie sin motivo—. Sabes que también estamos en su bando, aunque no vivamos tras sus murallas.

    Arcano capta el tono rudo del patriarca y lo encara:

    —Aktum es el señor de todos, no solo el mío. Si eso lo tienes claro, tengo una misión para ti. Si es que sigues interesado en la cabeza de Gerclass…

    —Más que nada en este mundo. —Al escuchar su nombre, aumenta el odio que siente en su interior.

    —Pues debes descender hacia la costa —señala hacia la bruma lejana que se alza a nivel del mar—. Si vuelven en barco, es la entrada más directa al continente. Pero debéis estar atentos. Lesmes ha sido liberado y ahora tienen un dragón.

    —El trabajo sucio siempre para los grecos, ¿verdad? —replica Reus—. Estás pidiéndonos que hagamos algo que ni siquiera tú has logrado.

    —Si escucho otro comentario igual morirás antes de poder vengar a tu hijo —le amenaza Arcano, y observa cómo Nilo Reus guarda silencio y rectifica su actitud arrogante—. Veo que portáis buenos arcos. Si aprovecháis la bruma y sabéis recolocaros, no deberíais tener problemas.

    Nilo Reus se muerde la lengua.

    —Lo haremos, nos gustan los trabajos sucios y, además, aún no tengo un colmillo de dragón como trofeo. Pero guarda tus consejos para tus soldados. Nosotros actuamos de otra forma.

    Arcano retrocede y se introduce entre los grecos con autoridad.

    —Hacedlo como queráis, pero tened muy presente que ni el chico ni Lesmes deben morir o Aktum hará que seáis los siguientes. Ahora, necesito comida y un corcel vigoroso —exige sin reparos.

    —Puedes coger el caballo que te plazca, pero olvídate de encontrar alimento. Comemos lo que encontramos, no somos escrupulosos. —Nilo Reus mira el cadáver alado—. Tu mascota alimentará a mis soldados. Incluso a ti si quieres.

    Arcano vuelve a enfrentar a Nilo y le repone rotundo:

    —¡Ni pensarlo! ¡Ese alakto me ha salvado y descansará en paz!

    —Ya te ha servido en vida y puede seguir haciéndolo en la muerte —insiste Nilo Reus.

    Arcano se percata de cómo los grecos, hambrientos, degustan ya el bocado; incluso tratándose de una carne no tan tierna y sabrosa.

    —Hablas de necesidad, pero seguro que disfrutaréis de cada bocado como si fuese un manjar. —Aprieta la mandíbula.

    —Ya te dije que no somos escrupulosos.

    Arcano sabe que no desaprovecharán tanta carne, con o sin su aprobación.

    —Sé que no seréis capaces de respetar mi decisión, pero debo irme… —Examina cada uno de los caballos—. Me llevaré ese. Es fuerte y robusto. No pondrás ninguna pega, ¿verdad?

    —Esperaba que no tuvieras tan buen ojo, aunque intuía que escogerías a ese —contesta Nilo Reus disgustado.

    —¿Hay algún problema? ¿Prefieres volver a discutir mi elección? —Arcano comienza a perder la paciencia—. Esta conversación se está alargando demasiado.

    —Me privarás de mi corcel, pero no pondré impedimento. Si hay alguno que puede llevarte a palacio, es ese.

    Reus se acerca al caballo y acaricia su hocico. Se despide, le despoja de los pocos bienes que carga y tira de sus riendas hasta llevarlo ante Arcano.

    —Sabía decisión…

    Parece que han llegado a un acuerdo, pero Nilo Reus encara al general sin importarle su envergadura o supremacía.

    —Mi caballo sufrirá por ti. Estoy seguro que lo extenuarás, pero, a diferencia de tu alakto, para él aún puede haber salvación.

    —No te prometo nada que no pueda soportar. Si es tan bueno como dices, esperará tu llegada en palacio. —Arcano le arrebata las riendas y monta—. He de irme. Recuerda que ni el chico ni Lesmes deben morir. Te será difícil anular sus poderes sin que sufran daños, pero eres un patriarca carismático. ¿Verdad?

    Nilo Reus le observa alejarse. Intuye que no confía en él, que dejarle a cargo de esa misión es un castigo por su comportamiento. Arcano no le ha hablado acerca de los nuevos poderes de Lesmes, solo ha intentado asustarle. Pero el viejo greco no se achica y comienza a meditar un plan. Está dispuesto a demostrarle lo carismático que puede llegar a ser.

    Arcano no descansa ni con la llegada de la noche. Intenta tomar el camino más rápido, pero el Paso Elevado de Gaskar está derrumbado y no hay forma de cruzar el cañón que separa los acantilados. Está obligado a remontar el río hasta encontrar un paso llano y seguro por donde vadearlo.

    Los grecos ya han despellejado, desmembrado y cogido cada trozo de carne del alakto; sin embargo, Nilo Reus no deja que sus hombres se sacien aún. Arcano no confía en él y está dispuesto a demostrarle que puede capturar al chico.

    —Coged el resto del cuerpo, nos lo llevamos —ordena para sorpresa de sus hombres.

    Obedecen sin rechistar y, tras cargar entre varios el cadáver mutilado del alakto, profundizan aún más en tierras francas, donde los altos árboles de copas peladas se multiplican y la niebla se vuelve aún más densa. El patriarca da el alto junto a una de las primeras casas del derruido poblado franco. Con la bruma como aliada, no permite que sus soldados enciendan ninguna hoguera que delate su posición. Sin fuego, los grecos no disponen de medios para ablandar la musculosa carne del alakto, pero no muestran pudor alguno al devorarla cruda. El lugar se impregna de olor a sangre.

    Reus observa el cielo tupido. Sus hombres quizás han obviado el detalle, pero el festín y el cadáver del alakto serán un buen cebo para el olfato del dragón. Solo les ha dado una orden bien clara antes de permitirles empezar a comer; a su aviso, deben armar de inmediato todo arco que porten.

    Al alba del día siguiente, Arcano encuentra un punto llano en el río, pero su caudal aún le impide cruzarlo. Se toma su tiempo e hidrata al corcel antes de entrar en las llanuras de la comarca Viento Norteño. Más adelante se topa con el campamento de una gran patrulla de lacayos. El río Salvia es muy frecuentado, no solo por animales, por ser el único que atraviesa el continente. Pone su montura al trote. Pretende que el oráculo de la tropa le transmita a Aktum su fracaso y que el tiempo que tarde en tener delante a su señor apacigüe su enfurecimiento, pero nota algo raro nada más internarse entre unos sin almas que se alzan en bienvenida.

    —¡¿Dónde está el oráculo?! —inquiere buscándolo con la mirada—. ¡¿Por qué no lo veo?!

    Uno de los soldados se adelanta.

    —No podemos contestar con certeza, pero pensamos que está muerto.

    —¡¿Cómo puede estar muerto?! ¡Explicaos mejor!

    El resto le rodean y le explican:

    —Desapareció de la noche al día… y en la mañana encontramos sangre en su lecho.

    Arcano guarda silencio, observa en rededor con atención y se extraña aún más al ver dos grandes cuadrúpedos.

    —Pero ¡¿qué clase de partida es esta?! ¡Sois muchos y tenéis dos celdas! ¡Debería haber dos oráculos!

    —Lo sabemos general y es lo que nos tiene inquietos —contesta otro—. A nuestro oráculo le ha pasado exactamente lo mismo; nos unimos para aclarar lo que ocurre. Pero aún no sabemos a qué nos enfrentamos.

    Arcano se queda confundido. No entiende por qué en su regreso del Bosque de Cromos los oráculos son víctimas de una misteriosa amenaza. No llega a entender qué enemigo está atentando contra ellos y, posiblemente, conspire contra Aktum.

    3

    Recuerdos paralelos

    Cuando Ercilia abre la trampilla de la cabaña, los ojos cansados de Delio se cruzan con su mirada temerosa. Desde ese momento sus recuerdos serán paralelos, sin importar los dieciséis largos años que pasarán.

    No huele nada bien en el foso. Sin saber cómo ha terminado allí, Delio sobrevive con escasa agua y sin alimentos.

    —¿Estás bien? ¿Cómo te llamas? —le susurra Ercilia.

    Asustado, Delio recula hacia una esquina. Ella se introduce por el agujero y cierra la trampilla.

    —¿Cómo te llamas? —insiste—. ¿Por qué estás aquí?

    —No… No lo sé —responde con voz temblorosa, algo desorientado—. Delio… Me llamo Delio.

    —Necesito tu ayuda, Delio. Me persiguen…

    Se le acerca encorvada y le da el agua restante de un cubo mugroso. Aprecia su estado decadente y debe ayudarle a beber. Le ofrece una fruta que lleva en su bolsa. Ha de recuperar las fuerzas para poder enfrentarse juntos a sus perseguidores.

    —¿Estás bien?

    Delio cierra los ojos, desfallecido. Ercilia sujeta su cara, la gira de lado a lado, le pellizca los mofletes y levanta sus párpados. Termina zarandeándolo cuando aporrean la puerta de la cabaña. Ella se desespera y le susurra:

    —¡Vamos, tienes que levantarte! ¡Están aquí!

    La puerta cede, los lacayos inspeccionan la choza. El techo cruje, se escuchan sus pasos. Ercilia guarda silencio. Delio sigue abatido, aunque poco a poco va recuperando el vigor. Se escucha crujir la trampilla, han descubierto el escondite. Intentan abrirla y la mujer corre encorvada a impedirlo. Mira a Delio mientras soporta los tirones. Espera resistir hasta que pueda ayudarla, pero fracasa. De repente tiran tan fuerte que queda expuesta ante un soldado que introduce los brazos para agarrarla.

    —¡No te resistas, asesina!

    Delio agarra las manos del lacayo y tira de él hacia el foso. Lo castiga a golpes. Sigue desubicado, aún más con la presencia de esos seres. Jamás ha visto un humano de ojos completamente negros y una mirada tan perdida y vacía, resaltada por la apática y blanca tonalidad de su rostro, pero le sigue pateando por instinto.

    Ercilia cierra la trampilla y agarra el cuchillo del enemigo para apuñalarlo. Deja de forcejear de inmediato y, tras un suspiro escalofriante, exhala su último aliento. Ella se queda paralizada con su segundo asesinato, pero Delio le arrebata el cuchillo. Otro perseguidor abre la trampilla. Delio sigue débil, pero se abalanza sobre él como el muñeco de una cajita de música. El lacayo cae al foso por su propio peso. Vuelven a cerrar la trampilla y los cuatro restantes no se atreven a acercarse a ese pozo de muerte. Prefieren esperar a que osen salir.

    —¡Rendíos, estáis atrapados! —grita uno de ellos al escuchar la respiración agitada de Ercilia.

    Delio afina el oído y sigue la pista de sus pisadas sobre la madera.

    Tap, tap.

    Rellena el cubo con arena y le hace un gesto a Ercilia para que aguarde su señal. Alza el dedo índice.

    Tap, tap.

    Levanta el dedo corazón cuando están cerca de la trampilla.

    Tap, tap.

    Eleva también el anular y, a la silenciosa cuenta de tres, Ercilia empuja la trampilla con todas sus fuerzas. Delio tira la arena a los rostros de los enemigos, que pierden la visión unos instantes y quedan a su merced. Lanza tres puñaladas consecutivas a las piernas, al pecho y al cuello de los dos primeros lacayos. Caen con un ruido sordo, uno muerto y el otro malherido. Los dos restantes se marchan corriendo de la cabaña, así que Delio atranca la puerta detrás. Al volver sobre sus pasos, Ercilia, alterada, le arrebata la daga para rematar al que sigue con vida.

    —¡Espera! Podemos utilizarlo como rehén.

    Agarra su brazo antes de que lo apuñale, pero ella se asusta y, en un acto reflejo, le hace un corte en la mejilla.

    —¡Dioses! Yo no… ¡Yo no quería!

    Suelta el cuchillo asustada.

    —¡Cierra la otra puerta! —señala Delio la puerta que da a la capilla.

    No le recrimina el error y se tapona la herida. Intenta localizar a los lacayos por una de las ventanas. Se asoma, no logra verlos, pero los escucha.

    —¡Entréganos a la chica y todo terminará!

    —¡O nos dejáis ir o vuestro compañero se desangrará! —replica Delio.

    —¡No nos iremos de aquí sin esa mujer! —No parece importarles la vida de su camarada.

    —¡¿Y qué garantía tengo de que no le haréis daño?! —Delio trata de ganar tiempo mientras busca otra solución.

    —¡No sabemos quién eres ni de dónde sales! ¡De querer matarla, ya le habríamos prendido fuego a la cabaña!

    Ercilia frunce las cejas, aprieta sus labios y observa a Delio.

    —No pensarás entregarme… Antes o después me matarán —le recrimina incrédula, abrazada a su propio vientre.

    —¡Chiss! Déjame pensar… —Delio aguarda unos instantes y toma una decisión—. ¡De acuerdo, voy a salir!

    Ercilia agarra su brazo.

    —¡No me lo puedo creer, no puedes dejarme aquí! —le susurra con los ojos brillantes y la voz temblorosa—. Pero… ¡a qué clase de hombre he rescatado!

    —Tranquila, no voy a dejarte. Mantén la calma y no intentes nada. No va a pasarte nada.

    Ercilia resopla y se encorva en una esquina cuando Delio abre la puerta armado con el cuchillo. Antes de salir comprueba que los lacayos no tienen arcos.

    —¡Tira el arma y vete! —ordena uno de ellos. Su compañero sigue restregándose los ojos.

    —El trato es que os deje a la chica. Podéis atacarme o dejarme ir, pero no voy a tirar el cuchillo. —Delio se aleja de la cabaña hacia el sitio donde aguardan las monturas de esos malhechores.

    —¡Nada de caballos! ¡Tendrás que irte a pie!

    Delio no le replica al lacayo, tan solo modifica la dirección de sus pasos sin perder de vista a esos dos. Sigue sin entender qué les ocurre. Parecen simples aldeanos, como él, pero un terrible mal domina sus mentes.

    En cuanto desaparece Delio, un lacayo entra en la cabaña y el otro se queda a custodiar la puerta.

    —¡Creías que escaparías, pero nuestro señor Aktum te dará una lección!

    Camina hacia Ercilia con lentitud, que no opone mucha resistencia; forcejea lo justo para proteger su vientre. Cuchillo en mano, el lacayo la amenaza y la arrastra hacia el exterior. De pronto, el que custodia la entrada se desploma de un flechazo en el cuello. Asustado, cierra la

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