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Cómo desaparecer
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Libro electrónico370 páginas6 horas

Cómo desaparecer

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Información de este libro electrónico

Gracias a su ansiedad social, Vicky Decker es una maestra en el arte de esconderse a plena vistade todo el mundo. Cuando su mejor y única amiga se muda, la soledad de Vicky se vuelve insoportable y decide inventarse toda una nueva vida en internet sin salir de su habitación. Así comienza a editarse en fotografías de otras personas y en situaciones divertidas, y a subirlas a Instagram bajo el nombre de Vicuriosa. Pronto se vuelve una celebridad de las redes, pero mientras más y más seguidores obtiene, más claro le resulta que hay miles de personas allí afuera que se sienten como ella: #solas e #ignoradas en la vida.

Para ayudarlos, y para ayudarse a sí misma, Vicky deberá dejar de vivir a través de Vicuriosa y trasladar toda su magia y optimismo al mundo real.
Una historia valiente y cautivadora que nos enseña que con un uso positivo de las redes sociales podemos hacer del mundo un mejor lugar.
IdiomaEspañol
EditorialVRYA
Fecha de lanzamiento14 dic 2015
ISBN9786078614752
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    Cómo desaparecer - Sharon Huss Roat

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    Para todo el que alguna vez

    se ha sentido excluido, pasado por alto

    o que no es lo suficientemente bueno.

    Capítulo 1

    De pie junto a mi casillero, siento cómo se empiezan a formar círculos de transpiración en mi camiseta. Nadie los ve , me digo a mí misma. No a través del enorme suéter que tengo puesto, o de mi casi impenetrable pared de cabello.

    A pesar de eso, jalo del tejido amarillo apagado para alejarlo de las axilas. Mamá me miró de reojo esta mañana y se las arregló para no decir lo que era evidente que estaba pensando: que no ganaré ningún concurso de popularidad vestida como un manchón de mostaza de Dijon gigante.

    –¿Estás ahí dentro? –bromeó. Y en lugar de decir lo que pensaba, dejó de untar mostaza Grey Pupon en mi sándwich para pasar la mirada del envase a mi suéter.

    Es así de sutil.

    Sé perfectamente que no es el color que mejor me queda. No deja que mis ojos color avellana se destaquen ni me ayuda a diferenciarme de la multitud. De hecho, este tono particular, que es una especie de amarillo parduzco, combina a la perfección con mi cabello y con las paredes de la escuela. Y precisamente por esa razón es que decidí usarlo.

    En cuanto encare el desafío que mi mejor amiga Jenna me propuso, podré fundirme con el entorno de nuevo, y todos podrán volver a fingir que no existo.

    Anoche hablamos por FaceTime, cada una en su dormitorio, el mío en el lugar de siempre y el de ella en el muy lejano estado de Wisconsin, donde vive ahora. Su mamá consiguió un buen trabajo y la familia se mudó a mediados de agosto, unas semanas antes de que empezáramos segundo año.

    –Estoy preocupada por ti –me dijo.

    Me incliné y desaparecí de la pantalla, por lo que solo podía ver a mi gata, Kat, hecha una bola peluda y atigrada sobre la cama.

    –Han pasado dos meses –susurró Jenna, poniendo la cara muy cerca de la pantalla–. ¿Has hablado con alguien en estos dos meses?

    –Hablo contigo –respondí.

    –Una persona real.

    –¿No eres una persona real?

    –Sabes lo que quiero decir –giró el teléfono y lo puso sobre un mueble para darme una visión panorámica de su nueva habitación, que yo odiaba por una cuestión de principios–. Una persona real viva. No tus padres. Y los profesores no cuentan.

    Intenté pensar en la última vez que había hablado con alguien en la escuela, más allá de murmurar perdón cuando alguien se chocaba conmigo o susurrar salud cuando la persona junto a mí estornudaba. Desde que tengo memoria, Jenna ha sido la única persona con la que hablo. Cuando hay que comunicarse con alguien, ella siempre responde por las dos. Incluso cuando alguien me pregunta algo a mí. Yo dudo, y ella salta para responder. Así somos. Siempre le até las agujetas de los zapatos. Lo hacía mejor, así que nunca aprendió a hacerlo. Ahora ella se compra zapatos con hebillas o cremalleras o sin agujetas. Y yo no hablo con nadie.

    –Todo lo que tienes que hacer es decir hola –explicó Jenna–. Así es como nos hicimos amigas, ¿verdad? Tú dijiste hola, y el resto es historia.

    Es una ironía, supongo, que haya sido yo la primera en hablar. Pero estaba sentada en mi jardín. Me sentía a salvo.

    –Tenía cinco años –dije–. No tenía idea de nada.

    Se rio.

    –Bueno, finge que tienes cinco de nuevo. Estás sentada en el césped con las piernas cruzadas y estás lamiendo una paleta helada cuando una niña con un flequillo trágicamente desafortunado sale de la casa de enfrente. Parece que alguien le hubiera cortado el pelo con un machete. Dile hola a la pobrecita.

    Suspiré.

    –No es tan fácil. Ya sabes cómo soy.

    Su cara llena la pantalla de nuevo.

    –Sé exactamente cómo eres. Y por eso tienes que hacer esto. O te pasarás el resto de la secundaria sola y miserable. Escondida en el baño, probablemente.

    que me conoce.

    Así que le prometí que hoy le diría hola a alguien en la escuela. Y el alguien que he elegido para que reciba mi saludo es Hallie Bryce. Su casillero está junto al mío, lo que la suele poner al alcance de cualquier sonido que logre extraer de mis cuerdas vocales.

    Carraspeo para asegurarme de que aún funcionan, y en ese momento descubro el moño de bailarina ridículamente impecable de Hallie deslizándose por el pasillo en dirección a mí. Enseguida siento que la sangre se me agolpa en los oídos.

    Intento imaginarme su frente límpida y grácil con un flequillo mal cortado, pero no es sencillo. Es la perfección misma. A su alrededor, las cabezas hacen rebotar, sacuden y mueven su ­cabello, mientras que la de Hallie se abre paso como un aerodeslizador ­humano con una dona glaseada gigante balancéandose sobre ella.

    Llega al casillero y se pone en cuclillas para abrir el candado. En realidad, no se puso en cuclillas. El término correcto es grande pliet, algo que aprendí mirando su Instagram, que consiste casi por completo en fotos de baile. (La mayoría son de ella de puntillas en lugares donde no encontrarías una bailarina. En la playa. Sobre un árbol. Frente a la decadencia urbana). No la sigo sigo. Es decir, no he hecho clic en el botón de Seguir ni nada de eso.

    Soy más bien una chica–que–acecha–en–la–oscuridad. No como una pervertida, sino más bien como Me gustaría ser así, pero no lo soy.

    Entonces, aquí está en cuclillas y en pliet junto a mí, y todo lo que tengo que hacer es decir esa palabrita para cumplir con mi cometido. Ni siquiera tengo que decir nada tan loco como Hola, ¿cómo estás?.

    Simplemente hola.

    En ese instante, Hallie alza la vista hacia mí. Una ceja hermosamente curvada se alza sobre su frente. Está esperando. Porque le estoy clavando la mirada. Sé que lo estoy haciendo, pero al parecer no puedo dejar de hacerlo, o moverme, o comportarme como una persona normal. Junta las cejas para formar una V, e inclina apenas la cabeza hacia un costado.

    –¿Dijiste algo? –sabe que no dije nada. Está siendo educada.

    Bajo la vista al suelo. Olvidémonos del hola. Es todo lo que puedo hacer para no hiperventilar.

    Suspira, cierra su casillero y se aleja pirueteando por el pasillo. Bueno, tal vez se aleja caminando. Pero con esa manera suya de bailarina, los dedos gordos hacia afuera, los pies abiertos. La observo alejarse, y exhalo aliviada. Me relajo por un momento mientras el temor se desvanece, pero rápidamente es reemplazado por un sentimiento al que me gusta llamar Soy una porquería.

    Una cosa fácil. Es todo lo que tenía que hacer. Y ahora, decirle hola a Hallie Bruce se ha convertido en el equivalente a recitar el discurso de Gettysburg de atrás hacia adelante, en un escenario, vestida con un bikini a lunares y un par de calcetines de abuelo.

    Arrastro la mirada por el interior de mi casillero y busco la foto que tengo pegada en la pared posterior: Jenna y yo estamos de pie con los brazos enlazados. Tengo puesto su vestido lencero rosado que me quedaba muy apretado pero que ella decía que me quedaba perfecto, y estamos sonriendo de oreja a oreja.

    Toco la fotografía, porque me ayuda. No sé por qué. Trago el nudo que siento en la garganta. En solo siete horas estaré volviendo a casa en el autobús, enviándole textos a Jenna. Le confesaré mi fracaso, pero seguirá siendo mi amiga. Me lo dijo cuando se mudó. Que siempre estaría allí cuando la necesitara. Que nada, ni nadie, se interpondrá nunca entre nosotras.

    Terminaremos la secundaria. Nos graduaremos. Iremos a la universidad. Seremos compañeras de piso. Como siempre lo ­planeamos.

    Cierro mi casillero y me dirijo a la primera clase. Me concentro en no tropezarme ni recibir un mochilazo o que se me clave en el ojo una baqueta. Eso último es una amenaza real, porque Adrian Ahn está caminando delante de mí, jugando con sus palillos de batería.

    Adrian es la estrella de rock oficial de la secundaria Edgar H. Richardson. Está en una banda sorprendentemente buena que se llama East 48. No los he escuchado en persona, pero publican videos en YouTube. Es coreano en parte, y se tiñe el pelo largo de rojo oscuro. Hoy lo tiene atado en un moño despeinado atravesado por un lápiz. Nadie más podría llevar un peinado así, pero a Adrian le queda espectacular.

    Tengo los ojos clavados en su moño trasero (y no en su trasero, aunque la verdad que vale la pena quedarse mirándolo). Me ­pregunto qué sucedería si le arrancase el lápiz del pelo cuando gire inesperadamente. Suele sumar un giro a las maniobras con baquetas que lleva a cabo en los pasillos: arroja una baqueta en el aire mientras gira 360º sobre un talón. Me detengo de pronto para no chocarme con él, pero el chico que está junto a mí no. Se lleva puesto a Adrian y lo aparta de la baqueta que está volando por el aire…

    Directo hacia mi cara. Alzo la mano para atraparla.

    –¡Guau! –exclama Adrian, recuperando el equilibrio–. Buena atrapada.

    Me quedo mirando la baqueta que aferro en la mano extendida. Ay, Dios mío, atrapé la baqueta de Adrian Ahn. Y me está hablando. Es mi oportunidad de hablar con alguien. ¡Alguien que me habló primero!

    –¡Hola! –escupo. Es lo único que se me ocurre decir, supongo que porque me pasé la mañana ensayándolo y juntando coraje para decírselo a Hallie, pero me doy cuenta enseguida de que es la cosa equivocada.

    Así que, por supuesto, lo vuelvo a decir.

    –¡Hola!

    Adrian se ríe.

    –Hola para ti también.

    Estamos parados en el medio del pasillo y se está creando un conges­tionamiento. Los demás chicos me empujan para abrirse paso.

    –¿Me puedes… eh… devolver eso? –Adrian alza la barbilla en dirección a la baqueta que tengo en la mano.

    Que sigo sosteniendo en el aire como si fuera la Estatua de la Libertad. Le apoyo la baqueta en el pecho.

    –Yo, eh… Sí. Aquí tienes la baqueta. La atrapé. En defensa propia, por supuesto, claro. Te puedes quedar sin un ojo por eso. Pero aquí la tienes. Toda tuya. Un gusto poder servirte.

    Ay, dios mío. ¿Un gusto poder servirte? ¿Dije eso en voz alta? El vómito de palabras es un efecto secundario ocasional de no hablar nunca con nadie. Es como si mi cerebro almacenara todos los pensamientos ridículos que se me ocurrieron y luego los vomitase por todos lados.

    Para empeorar las cosas, lo cierro con un alegre ¡Avanza y ­prospera!

    Adrian se ríe de nuevo.

    –Tú también, Spock.

    Decido no aclarar que no estaba citando al vulcano, que, en realidad, decía Larga vida y prosperidad, porque afortunadamente mi cerebro ha colapsado por completo. La muchedumbre de estudiantes nos arrastra antes de que quede aún peor.

    Es por eso que no puedes tener cosas buenas, Vicky. Como amigos. O conversaciones.

    En lugar de ir a la clase de Historia, me meto en el baño de mujeres más cercano, e intento contener una repentina oleada de náuseas. No lo logro y doy arcadas en el retrete, mientras me sostengo el pelo con una mano y me apoyo con la otra en el dispenser de papel higiénico. Me pasa bastante seguido, así que ya tengo dominada la técnica.

    –Puaj –dice una de las chicas que me llevé por delante al entrar, y se escabulle.

    Jalo de la cadena y me quedo mirando el tazón del retrete, que ahora está limpio y llenándose con agua. Entre el vómito de ­palabras y el vómito real, me siento vacía. Cavernosa. Una cáscara vacía de nada.

    El golpe en la puerta del cubículo rebota en mí. Me vuelvo para descubrir un par de botas Converse rojas al otro lado, con el símbolo del ying-yang dibujado con marcador en las punteras de goma. Me encanta ese símbolo. Jenna y yo lo descubrimos el ­verano ­anterior al séptimo año, y lo adoptamos como nuestro código secreto. Lo dibujábamos por todas partes, firmábamos cartas con él. Nos descargamos un emoji personalizado para poder mandárnoslo. Incluso nos pusimos tatuajes temporarios y juramos que nos haríamos tatuajes de verdad cuando tuviéramos la edad suficiente.

    –¿Estás bien? –pregunta la usuaria de las Converse con el ying-yang.

    –¡Bien! –grito. Demasiado fuerte. ¿Por qué le estoy gritando?

    –¿Segura? –insiste.

    –Sí –susurro. Demasiado bajo, ahora. Parezco una loca. Siempre soy demasiado esto o demasiado aquello. Demasiado silenciosa. Demasiado ruidosa. Demasiado rara. Demasiado torpe. Nunca lo justo. Siempre demasiado algo. No siempre hice todo tan mal, o quizás sí y no me di cuenta hasta que Jenna se fue. Es como ­caminar por una barra de equilibrio con alguien tomándote de la mano y no tener problema alguno, hasta que de pronto te sueltan y no puedes seguir sosteniéndote. No puedes moverte.

    La chica de las Converse rojas duda y luego gira sobre sus talones y sale. Me limpio la boca con papel higiénico y jalo de la cadena otra vez. Es tarde para llegar a la clase en hora, así que extraigo una toallita desinfectante de mi mochila (siempre tengo alguna a mano) y limpio el asiento del retrete donde pasaré la clase que viene. El timbre no ha sonado aún, pero lo hará en cualquier momento, y la idea de darme prisa para llegar a clase después del timbre me da ganas de vomitar de nuevo.

    Llegar tarde a clase está muy arriba en mi lista de estupideces diarias que ahora me aterrorizan, también conocida como Lista del Terror. La Lista del Terror no está escrita en papel. Es una lista mental que mantengo desde principio de año. Le voy agregando todo lo que me pone nerviosa o me da vergüenza o me hace querer desaparecer. La lista es bastante larga y se ha convertido en una especie de juego recordar todo lo que dice, como cuando intento nombrar los cincuenta estados.

    Incluye:

    Empezar conversaciones

    Llegar tarde a clase

    Hacer contacto visual

    Asientos designados/Tener que elegir mi propio asiento

    Grupos grandes/grupos pequeños

    Decir algo tonto

    Tener que hablar en clase

    Terminar un examen primera/última

    Trabajos grupales/Presentaciones individuales

    El comedor y/o comer en público

    La clase de educación física

    Estornudar en público

    Ahora puedo sumar Atrapar baquetas a la lista. También No atrapar baquetas. Pasara lo que pasara, iba a ser humillante.

    Después de hacer ese ejercicio ridículo, extraigo mi libro de historia. He descubierto que es lo suficientemente grande como para ocupar todo el ancho del asiento del retrete, y me brinda una superficie menos asquerosa sobre la que sentarme. Empleo toda la primera clase para estudiar para mi examen de Precálculo, que es la clase que viene, y lo que significa que, por suerte, nadie me dirigirá la palabra. Podré concentrarme en la tarea y nada más.

    Así es como paso el resto del día. Concentrada. Yendo a clase. Haciendo la tarea. Prestando atención, pero no demasiada, para eludir la atención de los profesores que solo se ocupan de los ­perezosos y de los estudiosos. Mi lugar ideal es pasar desapercibida y quedarme en el medio.

    El último timbre suena; para las 2.28 estoy en el autobús deslizándome en mi asiento habitual (el que está sobre la joroba de la rueda donde nadie quiere sentarse). Extraigo el celular y mensajeo a Jenna.

    ¿Estás allí?

    No creerás lo que pasó hoy.

    No responde enseguida. Su día escolar termina a la misma hora que el mío, pero a veces le lleva más tiempo que a mí llegar al autobús. Reviso su Instagram, pero no hay nada nuevo desde la selfi con carita lanzando un beso que publicó anoche.

    Hoy me humillé de una manera espectacular.

    Probablemente escuchaste a la gente riéndose desde Wisconsin.

    Ninguna respuesta aún. Me desplazo por su cuenta de ­Instagram, que es una especie de glosario de expresiones faciales. Ayer hubo un guiño. El día anterior, ojos abiertos por la sorpresa. Empezó la cuenta cuando se mudó a Wisconsin, para mantenerse en contacto conmigo. Ahora tiene más de cien seguidores. Y me gusta de absolutos desconocidos. Entrecierro los ojos ante la vista de los intrusos y la mensajeo de nuevo.

    Uff.

    No se me debería permitir salir de casa.

    Sería lo mejor para todos.

    Quizás podría decir que tengo una de esas enfermedades que requieren que vivas dentro de una burbuja cerrada al vacío.

    Como la chica en el libro ese.

    Evitar cualquier contacto con el mundo exterior.

    Solo contacto en línea. Nada de chicos lindos apareciendo en la ventana de mi habitación, tampoco (lo que jamás me sucedería, la verdad sea dicha).

    Estoy a punto de seguir parloteando acerca de mi futuro encierro cuando finalmente veo que aparece su burbuja de diálogo.

    ¡Está viva!

    OMG, ¿qué pasó?

    Me da vergüenza.

    Cuéntame.

    ¿Me prometes que no te reirás?

    No me reiré.

    Casi que me la imagino, el hombro pegado al mío en el autobús, acercándose para escucharme. Intercambiar mensajes de texto no es lo mismo; jamás lo será. Pero al menos está allí. Exhalo el estrés que se anuda en mis hombros y le relato la historia de mi fallido intento de decirle hola a Hallie Bryce, hasta el más mínimo detalle.

    Hallie piensa que soy una idiota total.

    No, no lo piensa.

    Sí, me parece que sí.

    No es así. Es superbuena.

    Hasta la gente buena sabe reconocer a una idiota cuando la ven. Además, eso ni siquiera es lo peor.

    Respiro hondo y le relato en textos la catástrofe con Adrian y las baquetas. El vómito de palabras. La Estatua de la Libertad. Lo de avancen y prosperen. Cuando termino, aparecen los en la burbuja de Jenna pero toma mil años que llegue su mensaje. Probablemente porque se está riendo tanto que no puede ni escribir. O quizás está intentando encontrar una manera educada de decirme que sí es cierto que soy una idiota. Finalmente:

    Bueno, eso fue increíble y graciosísimo.

    ¿Estás drogada?

    No, hablo en serio. Adrian seguro piensa que eres graciosa. Y DIVERTIDA.

    No me parece.

    ¡Atrapaste su baqueta! Es genial.

    Le dije que AVANCE Y PROSPERE.

    ¡Lo sé! Brillante.

    ¿Es broma?

    Hablo en serio. ¡Eres muy graciosa!

    Me asegura que estuve graciosa en el buen sentido, en el ­sentido de inteligente e ingeniosa. No en el sentido de todo-el-mundo-se-está-riendo-de-ti. No me convence. A veces, me parece que no se da cuenta de lo mucho que me cuesta tener que hablar por mí misma, ponerme en sus zapatos. Los zapatos que ya no tengo que anudarle. Pero me engatusa para hacerme bajar de la cornisa del soy una porquería y quedarme de pie en el terreno un poco más sólido del quizás no fue tan malo como pienso.

    Aún mejor, me distrae y me lleva a su mundo, que es mucho más interesante que el mío.

    Unos chicos que están al fondo del autobús no dejan de mirarme.

    ¿Chicos varones o chicos chicas?

    Un varón. Dos chicas.

    ¿Te miran cómo? ¿Mal o bien?

    No sé.

    Monitoreamos la situación durante unos minutos más. El chico es lindo, y probablemente esté coqueteando. Las chicas también son lindas. No están coqueteando, sin lugar a dudas. Le aconsejo que se deslice hacia abajo en el asiento para que no la puedan ver, pero más que nada para poder tenerla solo para mí.

    Es nuestro tiempo, y el único momento del día en el que siento que puedo respirar. No puedo renunciar a él.

    Sigo escribiendo todo lo que puedo. Cuando me bajo del autobús, en casa y sentada ante la mesa de la cocina, mientras bebo el licuado que mamá me preparó. Finalmente, Jenna me escribe que se tiene que ir. Le respondo con un emoji de carita triste. Ella me manda la carita que guiña un ojo y sopla un beso en forma de corazón. Le respondo con un unicornio pastel de cumpleaños pulgares arriba. Es una tontería, pero hemos estado haciendo lo mismo desde que nos dieron nuestros primeros celulares a los doce. Ella termina como siempre, con el símbolo del ying-yang. Y en ese momento, está todo bien en mi mundo. Es como si ella estuviera junto a la barra de equilibrio de nuevo, sosteniéndome la mano para que no me caiga.

    Capítulo 2

    Me despierto a la mañana siguiente para descubrir una ­sonrisa con pulgares arriba en el Instagram de Jenna, que tomo como motivación dirigida a mí. Usó las etiquetas #dihola #ségenial #puedeshacerlo . Hago clic en el corazoncito (¡el primer me gusta!) y voy a la cocina a desayunar. Mamá me dejó un plato con croissants recién horneados. Es miércoles, uno de los días en los que se despierta temprano para entrenar. Papá no tiene que irse a la oficina hasta dentro de una hora y, arrastrando los pies, se une a mí en la cocina.

    Nos sirve una taza de café a cada uno, se sienta junto a mí en silencio, y comemos y bebemos en silencio. Nunca me obliga a charlar, y jamás nota lo que tengo puesto. La sudadera color café con capucha y bolsillo al frente de hoy no le inspira mencionar la muestra sobre marsupiales del zoológico, como le pasó a mamá la última vez que me la puse. Si piensa que parezco un canguro, no lo deja ver.

    Me gustan los miércoles.

    La calma de papá se queda conmigo todo el trayecto del autobús, hasta la escuela y mi casillero. Me siento bastante bien porque me las arreglé para evitar tanto a Hallie como a Adrian en el pasillo, pero se me va el alma a los pies cuando entro a la clase de Historia Mundial. Hay un profesor suplente, lo que quiere decir que pasará lista. Agreguemos eso a la Lista del Terror. Aunque solo tenga que ladrar una sola palabra, nunca sé si debo decir ¡aquí! o ¡­presente!.

    Estoy intentando decidir cuando me doy cuenta de que el chico que está sentado junto a mí se está inclinando hacia mi pupitre. Me parece que es el que se llevó puesto a Adrian ayer, lo que provocó el episodio de las baquetas. Se llama Lipton Gregory. Lo he escuchado decir que es un nombre de la familia de su madre, que no tiene nada que ver con la empresa de té. Pero de todos modos a veces le dicen bolsita de té.

    Lipton carraspea, y giro apenas la cara en su dirección sin establecer contacto visual.

    –Frankenstein –dice.

    –¿Disculpa? –le echo un vistazo rápido y luego bajo los ojos al suelo.

    –Lo que le dijiste a Adrian ayer en el pasillo. Avanza y prospera –da unos golpecitos con el lápiz–. Es de Frankenstein, no de Star Trek.

    Me sonrojo, muerta de vergüenza al saber que alguien prestó la suficiente atención a mis balbuceos como para recitármelos. Y que recordara hacerlo después de un día entero.

    –Verdad –asiento–. Frankenstein, Mary Shelley.

    No puedo hablar. En oraciones. Enteras. Aparentemente.

    –Es de la introducción, ¿cierto? –toca la pantalla de su celular y lee–: Invito a mi monstruosa progenie a que avance y prospere. Hablaba de su libro.

    –Verdad –repito.

    –No Spock –Lipton me mira, con una sonrisa radiante, y asiente–. Mary Shelley.

    Y en ese momento me doy cuenta de que el suplente está ­gritando mi nombre, lo que quiere decir que no lo escuché la ­primera vez que lo dijo a un volumen normal.

    –¡Decker! ¡Vicky Decker!

    No me acuerdo si iba a decir aquí o presente, así que grito la primera palabra que me viene a la mente.

    –¡Frankenstein!

    La clase entera se echa a reír y yo me pongo roja como un ­tomate.

    –¡Aquí! ¡Presente! –me corrijo rápidamente.

    Las risas continúan cuando Jeremy Everling es llamado y grita ¡Drácula!. Luego Brandon Fischer dice ¡Hombre lobo! y Ellie Gould chilla ¡Momia!, y así sucesivamente, aunque Lipton ­Gregory dice presente en un tono muy correcto.

    No está en mi lista –que se rían de mí–, porque es obvio. El que se rían de mí es lo que hace que todo el resto me dé tanto pánico. Dejo que el pelo me cubra la cara y me derrito detrás de mi ­cuaderno.

    El suplente hace callar a todos, pero no puede silenciar el ­estruendo en mis oídos. Se ha hecho más fuerte y más frecuente desde que Jenna se fue hace dos meses, como un ejército de aspiradoras zombis que no mueren. Abro mi libro y finjo leer la tarea que el profesor Braxley nos dejó, pero no me puedo concentrar. Un pequeño cuadrado de papel doblado aparece frente a mí. No

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