Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Al Final del Abismo: cuando la arrogancia destruye al verdadero amor...: Historias de mi pueblo, #1
Al Final del Abismo: cuando la arrogancia destruye al verdadero amor...: Historias de mi pueblo, #1
Al Final del Abismo: cuando la arrogancia destruye al verdadero amor...: Historias de mi pueblo, #1
Libro electrónico331 páginas4 horas

Al Final del Abismo: cuando la arrogancia destruye al verdadero amor...: Historias de mi pueblo, #1

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Carlos es arrogante, superficial, y carente de nobles sentimientos. Posee los atributos necesarios para sobresalir en la artificiosa sociedad: juventud, atractivo, excelente empleo… hasta que, sorprendentemente, descubre que nada de esto funciona cuando de enfrentar a la tormentosa encrucijada en que se encuentra su vida se trata. Diana lo ama en secreto, pero también lucha por sobrevivir de la continuas amenazas del cruel supervisor que la hostiga sexualmente en su trabajo y de reivindicarse ante los ojos de aquellos que la desprecian por creer lo que no es. El soberbio hombre tendrá que sufrir golpe tras golpe, dolor tras dolor, lágrima tras lágrima, para aceptar finalmente en su corazón que es imposible huir de uno mismo cuando no se tiene la fortaleza necesaria para correr. Entonces comprenderá que la verdadera lección de vida no se aprende en los bares, los salones de baile, o en los sentimientos falsos y vacíos, sino en los misteriosos designios del caprichoso destino que ahora lucha apasionadamente junto a él para ayudarlo a escapar de las tempestuosas profundidades del abismo. 

Al Final del Abismo es una novela intensa, subyugante, palpitante, acorde con nuestros tiempos modernos. Una historia que penetrará hondamente hasta las recónditas fibras íntimas de cada ser humano y le enseñará, en la cruda realidad, que la vida no es un tonto juego en el que gana el mejor, sino el que más lo merece.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jun 2017
ISBN9781386571612
Al Final del Abismo: cuando la arrogancia destruye al verdadero amor...: Historias de mi pueblo, #1
Autor

Peter R. Vergara

Peter Vergara, nacido en New York, pero residente desde 1967 en Manati, Puerto Rico. Posee un Bachillerato en Justicia Criminal. Autor de nueve libros en diferentes géneros literarios.. Actualmente casado con Lynette Martínez, una mujer maravillosa que es la luz de su vida. Residen en Manatí, Puerto Rico.

Relacionado con Al Final del Abismo

Títulos en esta serie (2)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Romance contemporáneo para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Al Final del Abismo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Al Final del Abismo - Peter R. Vergara

    Contenido

    Contenido

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Epílogo

    Biografía del autor

    PARA LYNETTE, MI BELLA esposa, y la inspiración para seguir adelante cada día...

    Capítulo 1

    MENUDAS GOTAS DE AGUA descendían sin cesar hacia la adoquinada superficie. Esa noche de diciembre, fría y desolada como pasión desdeñada, avanzaba con parsimonia a través del pueblo de Manatí y sus rehabilitadas calles repletas de historia, como silentes comparsas del gallardo paso de hombres y mujeres ilustres que resplandecieron en esa inolvidable época, y que dio vida y nombre al Atenas de Puerto Rico, efímera cuna del desarrollo cultural e intelectual de principios del siglo pasado. Tan solo quince años revelaba grácil la sugerente jovencita que caminaba sin paraguas bajo la somera lluvia en dirección al colmado Rosado. Natividad, su madre, le había pedido traer un cuartillo de leche para preparar el café mañanero al día siguiente.

    Las manecillas de su económico reloj Mickey Mouse, señalaban casi las doce de la medianoche, hora no apta para que una menor caminara sola por las oscuras e inciertas calles del norteño pueblo, pero a instancias de su progenitora, tuvo que acceder a regañadientes para evitar el consabido discurso sobre las relaciones entre padres e hijos que no ayudan en un carajo.

    Un corto trecho separaba su hogar del negocio de la esquina. No tenía sueño, y clases menos a la mañana siguiente, por lo que aprovecharía para comprar dulces y ver programas en la televisión al regresar del encargo. Se acostaría posible al rayar el alba.

    Escuchó ruido de petardos y cohetes en la lejanía. El nuevo año estaba a la vuelta de la esquina. Las navidades no estaban trascurriendo tan vistosas y alegres como en ocasiones anteriores, pues la economía no andaba muy bien para los afligidos hijos de la tierra borincana. El dinero apenas rendía lo suficiente para malgastar en banalidades.

    Solo se podía invertir en cosas esenciales para el hogar, alimentos y una que otra chuchería, cervezas y licores (aunque esto último cayese dentro de la categoría de banalidades o chucherías) para entretenerse, mientras tanto, y olvidar, aunque fuera por unas horas, el triste destino que asolaba a la ciudadanía en vísperas de unos venideros doce meses de la misma rutina. En los últimos tres años el índice de consumo de bebidas alcohólicas, así como la criminalidad rampante y el desempleo, habían aumentado.

    Dicha situación no era tan palpable en Manatí, pues el municipio costero era como un esperanzador faro en la cumbre del farallón que iluminaba a los demás para que no se perdieran en la oscuridad mediocre del susodicho trasparente mandato opresivo que sojuzga a la mente y al estómago, pero no al corazón que ansía progresar y emerger del atolladero en que nos hunden hasta el fondo dirigentes sin un gramo de masa gris para pensar. Personajes engañosos disfrazados con máscaras de payasos patéticos, que utilizan las necesidades básicas de un pueblo soñador para ascender al poder que siempre corrompe, sin importar al bando que pertenezcan. Todos persiguen, por desgracia, lo mismo, a fin de cuentas.

    La calle McKinley, arteria principal del Atenas, lucía apagada mientras Lisandra se dirigía al colmado. A sus habitantes ya no les agradaba caminar por ella como en tiempos pasados. El progreso trae atado de su jactanciosa cola el aumento en los índices de la criminalidad, y, por consiguiente, el miedo oscuro, aprensión viva del peligro y enemigo acérrimo de la gente honrada cuando de disfrutar una sencilla caminata se trata. Un patrullaje policial inefectivo trataba de controlar en parte la delincuencia reinante.

    Lisandra no conocía el significado de la palabra miedo.  

    Jovencita audaz y sin experiencia en los senderos de la vida, tomaba siempre las cosas a broma. Nada malo podía ocurrirle. Sabría defenderse a conciencia llegado el momento, aunque no poseyera conocimientos en artes marciales, kárate o judo. Una patada en los genitales era más que suficiente para derrotar a cualquier hombre que se atreviera atacarla. Monchita, su abuela ya fallecida, contaba a todos que ella era una mujercita hecha y derecha. Ojalá y estuviese compartiendo esas navidades con la venerable anciana. Le hacía mucha falta.

    Siguió caminando tranquila, pero veloz. Por si las moscas, era mejor no arriesgarse. La gente descuidada paga los platos rotos, y los que convocan al diablo siempre lo ven llegar cuando menos lo esperan.

    Menudo, Los Chicos, la muñeca Barbie y su maleable novio Ken, eran cosas del pasado reciente. Era la época dorada de Ricky Martin, Chayanne, Luis Fonsi, Britney Spears, Jennifer López y los reality que trasmitían por un conocido canal de televisión, y en donde los candidatos se aniquilaban uno contra el otro en pos de conseguir un contrato discográfico. Todo por la fama y el dinero, aunque no siempre ganaba el mejor, sino el favorecido por los productores. La imagen lo es todo, signo dominante de nuestros tiempos modernos.

    La muchacha arrugó el entrecejo al pensar en ello. Nunca lo había analizado de ese modo, pero no por eso era menos cierto. Poseer una cara bonita, o unas nalgas abultadas, era todo lo que necesitaba una mal llamada artista para triunfar en este mundo de candilejas, donde somos como marionetas dóciles, manejadas por hilos invisibles que solo buscan manipular nuestras mentes.

    Le había tocado vivir en esta época, así que era mejor demostrar un poco de paciencia a prueba de goteras. No lucía bien el salpicarse antes de tiempo.

    Lisandra parecía mayor de lo que era en realidad, pues su espigado y bien formado cuerpo daba fuerza a esa impresión inicial. De piel morena, atractivo rostro, ojos castaños, largas, torneadas piernas, y mórbidos senos, bien desarrollados, sin necesidad de aumentárselos de forma artificial, como era el último grito de la moda entre las artistas y las que no lo son, pero que pueden permitirse el superfluo gasto con tal de aparentar más belleza de la que realmente poseen por naturaleza. Los cirujanos plásticos, artífices de lo irreal con visos esporádicos de una incierta fantasía, definitivamente estaban haciendo su agosto con las niñitas descerebradas y sin remedio que se ponían en sus finas y alargadas manos de mercaderes de ilusiones.

    Los blancos pantaloncitos cortos que utilizaba se ceñían a sus juveniles caderas, confiriéndole un aire demasiado sensual para una adolescente de tan corta edad. La escotada blusa que vestía permitía a los hombres atisbar sin reparos en sus turgentes senos. Empezó a jugar con la cadena de oro que llevaba colgada alrededor del cuello con su nombre grabado, regalo de su madre meses atrás en ocasión de celebrar sus quince años. No era oro genuino, sino una burda imitación, pero como si lo fuera para ella. Un regalo es siempre un regalo, y es más valioso cuando proviene de un padre o de una madre que te ama sin importar lo que seas. O según te vistas.

    Su mamá la había regañado con firmeza antes de salir, por la indumentaria provocativa que mostraba, pero terca al fin, desoyó sus consejos (¿cuándo no?), abrió la puerta, y se largó a comprar el cuartillo de leche y los dulces. ¿Por qué será que los padres nunca se hartan de regañar? Diantre, nadie escarmienta por cabeza ajena. No tenía ella la culpa si era guapa y los hombres la apetecían. ¿Para qué entonces nació coquetona y con ese tremendo cuerpo que se gastaba? Al que Dios se lo regaló, San Pedro se lo bendiga. ¿Así era el refrán? No estaba segura de nada. Las florecientes hormonas femeninas en pleno crecimiento eran la causa de su incipiente curiosidad en ciertos temas prohibidos, pero sabrosos.

    No le molestaba que la ligaran de esa forma. Todo lo contrario. Gustaba en exceso de provocar con descaro con sus nacientes atributos femeninos. Comenzaba a sentir la extraña inquietud, precocidad sexual, una cosquillita, ese calorcillo inequívoco de que se estaba convirtiendo en mujer. ¿Cómo sería hacer el amor? ¿Acariciada, besada, amada y deseada? Se tenía que conformar con sesiones interminables de masturbación obscena entre las cuatro paredes de su descolorida habitación cuando nadie la veía o escuchaba.

    ¿Puede una mujer perder la virginidad de una manera tan infantil y absurda? ¡Bah! Si ese era el caso, entonces definitivamente ya no era señorita. ¡Al diablo con esos anticuados tabúes del siglo pasado! Los tiempos cambian, ¿verdad?, aunque a veces no para mejorar como algunos creen.

    Cada vez que visitaba el colmado, a altas horas de la noche, los tipos allí reunidos la miraban con sucio deseo de la cabeza a los pies. Le satisfacía a su ego que la disfrutaran a sus anchas, sin reparos de ninguna clase. A veces sentía ganas de cobrarles por la miradita. Por lo menos una peseta, para no pecar de muy carera. Había que conservar la dignidad, aunque fuera una chamaquita humilde de La California.

    La distancia desde su hogar no era considerable. Un par de cuadras.

    La California, barriada donde residía en Manatí, estaba ubicada a las afueras del pueblo, pero bastante cercana al mismo tiempo. Conglomerado desorganizado de casuchas humildes, algunas de cemento, otras de madera y cinc, servían de refugio obligado para muchas familias pobres que no podían darse el lujo de escoger su vivienda idónea, no implicando con esto que no vivieran personas muy decentes en dicho lugar. La honradez crece en cualquier lugar, sin importar si es una mansión o una casita de madera. A pocos metros se hallaba la carretera número #2, mejor conocida como la Militar, en dirección hacia Barceloneta y Arecibo, y el antiguo Hospital Municipal, ahora conocido como el C.D.T.  (Centro de Diagnóstico y Tratamiento).

    No todo iba a ser miseria en su futuro inmediato. Gracias al portentoso cuerpo y el agradable rostro que poseía, abrigaba en su ingenuo corazón la esperanza de obtener todas esas cosas que soñaba, aunque tuviera que valerse de medios no tan ortodoxos o convencionales para lograrlas.

    Un poco de dinero nunca cae mal, y, además, lo que una ansía con fervor no cae regalado del cielo. Hay que lucharlo centímetro a centímetro, pulgada a pulgada, pie a pie sin desfallecer todo el trayecto del campo de batalla que es la vida hasta que mueres. O hasta que te maten en cualquier oscuro callejón. No estaba en sus planes morir tan jovencita. No sin gozar a cada instante.

    Sería una maestra consumada en el arte femenino de embaucar a los hombres. Ellos se lo creen todo. Era virgen, por desgracia, por lo que tendría que bregar con esa sin importancia situación lo antes posible. ¿Esa noche, quizás?

    Entró contoneando sus caderas cuando al fin llegó al colmado, gozando en lo íntimo con la reacción instantánea que su impactante presencia desataba entre los asistentes, embriagados por el alcohol ingerido desde tempranas horas de la noche. Se dedicaron a observar con desparpajo a la mujer en ciernes, tan provocativa dentro de su atuendo y atrevida en su actitud hacia ellos. Lisandra se sentía la hembra más deseada y apetecida en esos instantes. ¡Diablos, le fascinaba esa inigualable sensación! ¡Era como una droga que se apoderaba de su sangre para jamás soltarla!

    —¡Qué tremendas nalgas tienes, mamita! —se le zafó el soez piropo a uno de los parroquianos sin encomendarse a nadie. Era un tipo gordo y sucio, con una botella semivacía de cerveza en la mano.

    —Hey, muñeca, ¿quieres dar una vueltita por ahí? Tengo entre las piernas la herramienta que necesitas para dejar de ser niña hoy ahora mismo —expresó otro con cinismo, mientras se reía a carcajadas.

    —¡Si como caminas cocinas, me como hasta el pegao! —citó un viejo decrépito al final del mostrador, mientras agarraba como un náufrago a punto de ahogarse la caneca de ron que descansaba a su lado.

    La muchacha ni los miró. Mientras los ignorara, mayor sería el deseo por poseerla.

    Tomó un cuartillo de leche de la nevera cercana a la entrada, y pidió algunos dulces que se encontraban dentro del estante de cristal, unas gomas de mascar y dos bolsas de papitas fritas. Se daría un atracón increíble esa noche.

    Pagó el importe de lo pedido al estúpido y grasiento empleado que atendía el mostrador, recogió el cambio y salió del local, aumentando el contoneo de sus caderas mientras caminaba. Escuchó a su espalda los comentarios cargados de vulgaridad y soez deseo. Los hombres eran unos animales, domesticados, pero animales al fin, y como tal, predecibles.

    Lisandra no se marchó tan rápido. Se detuvo en la esquina. Miró hacia el negocio de nuevo, en especial en dirección al viejo sentado al fondo del mostrador.

    La asaltó de pronto una inquietud, preludio de la curiosidad que latía desenfrenada dentro de su cuerpo anhelante de sensaciones aún no vividas.

    ¿Y si...?

    Sus amiguitas de La California, las ya desfloradas y no consideradas señoritas, siempre ventilaban a los cuatro vientos que esos ancianos eran excelentes amantes cuando de hacer el amor se trataba, pues al no tener ya la vitalidad de los más jóvenes, el daño que podían ocasionar no era mucho.

    Aparte de eso, pagaban con esplendidez para sostener relaciones sexuales con jovenzuelas como ella. Prostituta no era; solo una muchacha curiosa, ávida por conocer la verdad por cuenta propia sin que se la contaran.

    La archiconocida y milagrosa pastillita azul obraba milagros hasta en los desahuciados. Presa de la excitación, empezó a sudar al imaginarse desnuda en una cama debajo del anciano decrépito. Hasta sus partes íntimas las sintió humedecidas sin tener sexo en la decepcionante realidad.

    Tendría que andar con mucho cuidado. Sus panitas repetían que dolía mucho el hacerlo por primera vez, más si la mujer no estaba por completo lubricada en su área vaginal, y el tipo andaba desesperado por penetrarla.

    Leería un buen libro sobre el tema, aunque no le agradaba mucho hacerlo. La práctica era mil veces mejor que la lectura. Eso era lo que pregonaban los mal llamados escritores motivacionales. No lo pienses, hazlo, aunque metas la pata mil veces. Claro, como no era con ellos la cosa.

    Lo pensó mejor. Hablaría con el viejito luego. Quizá en alguna otra ocasión, cuando reuniera el valor suficiente para hacerlo. Empezó a caminar de regreso al hogar, un poco desanimada por ser tan miedosa en esa materia tan escabrosa.

    Tan absorta iba por el camino, recreándose todavía con sus desbocados y eróticos pensamientos, que no se percató de que un automóvil la venía siguiendo lentamente.

    Un restaurante, ya cerrado, los antiguos almacenes Pitusa, McDonald’s, y la gasolinera de la esquina, eran lugares por los que Lisandra tendría que pasar. Paisaje obligado y deprimente a la vez si anhelaba retornar a tiempo al hogar para ver televisión hasta el amanecer. A lo mejor exhibían una buena película en alguno de los canales comerciales.

    Frente a la Plaza de la Historia, y el gigantesco mural de mármol negro que detallaba en letras doradas la historia del pueblo a grandes rasgos, reapareció de improviso el vehículo.  

    Pasó por el lado del busto de don Antonio Vélez Alvarado, diseñador de la bandera puertorriqueña, y cuyo monumento se erigía majestuoso en medio de la pequeña plaza.

    A excepción de Lisandra, y el ocupante del sospechoso vehículo que la acechaba, amparándose en la oscuridad y soledad de la noche, nadie más caminaba por la calle a esas horas.

    La adolescente llegó al final de la acera. También su desconocido perseguidor, cuya proximidad aún no había sido detectada por Lisandra.

    Pocos pasos la separaban de su casa. Escuchó de nuevo el ruido ensordecedor de los cohetes. ¿Cuántas cajas de artefactos pirotécnicos tendrían los malditos violadores de la ley? Ni que hubiesen comenzado las fiestas patronales en honor de la Virgen de la Candelaria, santa patrona de Manatí. Lo que era eso, y la música estridente y el perreo de los raperos y traperos que los jóvenes escuchaban sin cesar en sus autos, cualquiera se volvía loca.

    Prefería las baladas, boleros, esa clase de melodías suaves de Luis Miguel, David Bisbal, Alejandro Fernández y otros que enriquecen el alma, que te hacen soñar con el bendito amor y no esa porquería alborotosa sin ton ni son que nadie entiende a excepción de la juventud vana y sin ideas provechosas.

    La bolsa de mercancía que llevaba se le cayó de pronto al suelo. El cuartillo de leche se rompió, desparramándose su contenido sobre toda la acera.

    —¡Carajo! —Lisandra estaba furiosa, y empezó a maldecir—. ¡Ahora sí que me jodí!

    Tendría que regresar para comprar otro cuartillo de leche. Y dulces, pues también se habían estropeado. La lluvia, que se había detenido minutos antes, comenzó de nuevo a caer sobre el pueblo manatieño.

    Resignada a su suerte, se dispuso a dar la vuelta.

    No tuvo tiempo de hacerlo. Ni siquiera la dejaron.

    Un brutal golpe, recibido en la sien, la sacudió por entero. Sintió el mundo girar a su alrededor en fracción de segundos. Perdió el conocimiento por primera vez. Su espigado cuerpo no llegó a tocar el suelo. Unos fuertes brazos, como cables de acero lo impidieron. Fue levantada en vilo como si de una ligera pluma se tratara, mientras extrañas carcajadas se escucharon en el silencio reinante de la noche.

    —Vas a conocer lo que es un verdadero hombre, pordiosera de mierda.

    Lisandra no pudo escuchar estas insultantes palabras. Yacía inconsciente en los brazos del sujeto que la apretaba soezmente en sus partes íntimas.

    —¡Abran la puerta, rápido! —gritó a sus acompañantes.

    La montaron en el vehículo, arrojándola al asiento trasero como si de un saco de papas se tratara. Encendieron el motor a continuación, y se alejaron a toda prisa del lugar, tomando la vieja carretera en dirección a Ciales.

    Quince minutos más tarde, se desviaron por un oculto vericueto que quedaba a su derecha. Siguieron transitando por el polvoriento y escabroso camino de tierra unos minutos más. El automóvil se sacudía debido a las precarias condiciones del accidentado terreno, perdido en un mundo sin retorno para la muchachita.

    Se detuvieron al fin, dejando encendidas las luces delanteras. Miraron entonces a su alrededor. Un imponente silencio los recibió con sus brazos abiertos, como aplaudiéndoles por la osadía cometida en esos sagrados días del nacimiento del Señor.

    Perfecto. Solo el irregular canto de algunos coquíes se escuchaba en derredor. 

    La luz de la luna iluminaba por completo el lugar donde se habían detenido los malhechores con Lisandra. Era el sitio ideal para cometer su vil fechoría. Ahora o nunca. Se bajaron los tres ocupantes del vehículo.

    Altos, fornidos, jóvenes, por su elasticidad al caminar. Abrieron la portezuela del asiento trasero donde Lisandra permanecía inconsciente, y uno de ellos agarró a la muchacha por las piernas, arrastrándola hacia el desolado exterior. Algo más cayó junto con ella.

    Al caer al suelo, Lisandra recuperó el conocimiento por unos minutos. Asustada, abrió los ojos. Solo vio sombras moviéndose bajo la tenue claridad lunar.

    ¿Dónde demonio se encontraba? ¿Cómo había llegado hasta ese lugar tan lóbrego? ¿Quiénes eran esos malditos?

    Recordaba un fuerte golpe en la cabeza, unas carcajadas retumbando en sus oídos y unos brazos interponiéndose entre ella y el suelo durante su caída.

    Escuchó unas risitas sarcásticas.

    La luz que provenía de la luna y del vehículo la ayudó a ubicar el origen de las risas.

    Tres hombres la rodeaban en silencio. No podía distinguir muy bien sus rostros. Percibía, como un sexto sentido que todas las mujeres poseen, los cuerpos tensos, excitados, como si esperaran con ansias el caer en cualquier momento sobre su indefensa presa.

    Sobrecogedor, pesado, escalofriante, era la ausencia total de palabras que no llegaban a salir de sus labios, como un preludio del infierno que pronto iba a desencadenarse en contra suya.

    Quiso gritar, chillar, hacer algo, pero no pudo. El terror a lo desconocido había paralizado sus cuerdas vocales.

    Horrorizada, observó como uno de los atacantes se acercaba en cámara lenta, mientras los otros le agarraban sus esbeltas piernas para que no intentara escapar.

    Antes de que pudiera reaccionar para gritar pidiendo auxilio, le taparon la boca con un sucio trapo. Nadie la escucharía de todos modos, pues al parecer el sitio se encontraba bastante alejado de cualquier zona habitable. No podía esperar ayuda en esas circunstancias. La mano de Dios no llegaba hasta esos aislados lugares.

    Alguien comenzó a golpearla con violencia en su bajo vientre para acabar de vencer cualquier tipo de resistencia por parte de Lisandra. Trató en vano de liberarse de sus captores, antes de perder por completo el conocimiento, pero no pudo lograrlo.

    Otro golpe, más fuerte que el anterior, la dejó aturdida y sin recursos para defenderse.

    Ahora venía lo peor.

    Sometida por completo gracias a la brutal paliza recibida, y sin fuerzas ya para resistir, sintió sus ropas y prendas íntimas desgarradas con salvaje furia, propia de animales enloquecidos y ansiosos por probar la mórbida carne de la jovenzuela.

    Jadeante y sudoroso, un hombre se le trepó encima, separándole sus piernas a ambos extremos sin contemplaciones de ninguna índole. Quería ultrajarla sin más demora, ser el primero dentro de su sexo, el capitán de la canoa que estaba a punto de naufragar.

    Sus fosas nasales fueron golpeadas de repente por una tenue y dulzona fragancia. Era un aroma fino, exquisito, propio de la realeza.

    Aunque el maldito cabrón que tenía entre sus piernas no era un rey, sino un asqueroso degenerado sin madre.

    Su palpitante y desbocado corazón amenazaba con salírsele del pecho, mientras sus senos eran estrujados y mordisqueados vilmente en la rosada aureola de sus pezones. Cabían por completo en la enorme y lujuriosa boca del hijo de puta que los chupaba con lujuriosa fruición.

    —¡Qué lindas tetas tienes, pordiosera! ¡Te las voy a comer toditas! —exclamó el desgraciado soezmente—. ¡Maldita sea, carajo!

    No podía abrir la cremallera de su pantalón, de tan excitado que estaba entre las piernas de Lisandra.

    Uno de los atacantes sintió un poco de remordimiento por lo que pensaban hacerle a la muchacha. Trató de interceder por ella.

    —¡Esto ha ido demasiado lejos! ¡Es casi una niña! —le gritó al hombre que se encontraba encima de Lisandra dispuesto a forzarla.

    —¡No vengas a joder ahora, pendejo! ¡Estuviste de acuerdo en hacerlo! ¡Además, ya es tarde para arrepentimientos, así que te aguantas como un machito! ¡Si no quieres meter mano con la nena, no lo hagas, pero cállate, o te largas ahora mismo! —le gritó el interpelado, a punto de perder la paciencia con el buen samaritano que había resultado ser su compañero de fechorías.

    El reclamante se acobardó al ver la furiosa reacción del amigo.

    —¡Está bien, me callo! —aceptó, asustado—. Pero no pienso participar de este salvaje acto en contra de esa pobre niña. Los espero en el carro. No tarden. Y que Dios nos perdone.

    Se fue, y con él, se fueron también las escasas esperanzas de Lisandra de salir airosa de tan precaria situación. Trató de hablar, de rogarle que no la abandonara, que la ayudara a salir del precipicio en que se estaba hundiendo, pero no pudo.

    El individuo ya no podía escucharla.

    —¡Volvamos a lo nuestro, putita barata! —dijo el bastardo que se hallaba encima de su cuerpo. Por fin pudo abrirse la cremallera, dejando al descubierto su miembro viril por completo, erecto como la asta de una bandera, y listo para penetrarla sin compasión. Se quitó también la camisa para realizar el asqueroso acto sin tropiezos.

    Un destello resplandeciente, inesperado, la cegó, mientras algo similar a un hierro candente se introducía salvaje dentro de su inexplorada vagina, lastimándola en su hasta ese instante virginal intimidad.

    Impotencia, frustración, rabia, así como gruesas gotas de sudor provenientes del ruin sujeto cayendo sobre sus ojos, y gemidos del más denigrante placer que jamás creyó escuchar, se dejaron sentir en la inquebrantable quietud de la noche.

    Todo eso sucedió al no saber ni poder defenderse del vil ultraje.

    El hijo de puta la penetraba más y más, como una bestia inhumana sin freno alguno ni conciencia por el daño que ocasionaba a un alma inocente. Ahora podía ver mejor el maldito rostro del violador, que, pegado a su propia cara, seguía abusando de ella.

    ¡Dios mío, duele!

    El otro sujeto esperaba su turno, burlándose de la infortunada jovencita con fastuosos sueños de grandeza. Lisandra reaccionó en el último minuto, clavando sus uñas como una gata salvaje en la ancha espalda de su agresor

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1