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Como una sombra a la deriva (parte2: Un instante en blanco y negro) (Segunda edición)
Como una sombra a la deriva (parte2: Un instante en blanco y negro) (Segunda edición)
Como una sombra a la deriva (parte2: Un instante en blanco y negro) (Segunda edición)
Libro electrónico628 páginas7 horas

Como una sombra a la deriva (parte2: Un instante en blanco y negro) (Segunda edición)

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Información de este libro electrónico

Lo que está sucediendo en River ́s Bend, ha comenzado a extenderse, por todo el territorio de Lambert, como una plaga; la gente ha dejado de consumir, de ir al trabajo, de comportarrse de un modo «normal»..., es como si, de repente, hubiesen decidido darle la espalda a todo, sin una razón aparente, y el gobierno no está dispuesto a cruzarse de brazos.
Tom, perdido en mitad del Candleye, se dirige hacia Jefferson, el lugar en el que su predecesor fue visto por última vez, pero algo le sucede a todo el mundo, y es que vaya a donde vaya, allí está ese libro: «Como una sombra a la deriva»; el libro y la alargada sombra de «La División».
Rita, muy pronto, recibirá un correo electrónico; una cita pendiente con el pasado.
Mientras tanto, Zelda prosigue con sus maquiavélicos planes: continuar con el trabajo que su padre, el Dr. Müller, dejó inconcluso años atrás.
Tal vez, las respuestas a todas estas cuestiones se encuentren ocultas en el interior del Hotel Locus, un lugar en mitad del desierto, lleno de misterios y sombras del pasado porque en esta historia, NADA ES LO QUE PARECE.
Intriga, suspense, drama y un toque de acción en una novela que nos conducirá desde los albores del nazismo, a las más intrincadas tramas de espionaje durante la Guerra Fría. Fantasía distópica que sin embargo refleja una cruda realidad social universal, independientemente del lugar donde se desarrolle, a través de la diferencia de clases, los abusos del Poder y una doble moral que siempre perdura a través de los años, de generación en generación. De estilo ameno, sin excesivas descripciones, permite al lector dar forma personal a una historia cargada de guiños al pasado, al cine y a la música de siempre, y sobre todo de gran cantidad de giros de tuerca que convierten la historia en un vertiginoso tobogán de final incierto. No os dejará indiferentes; palabra de autor. Atreveos a descubrir los secretos de “Como una sombra a la deriva. Parte 2”, una novela donde TODO ES POSIBLE.

IdiomaEspañol
EditorialA. Pereira
Fecha de lanzamiento5 jun 2016
ISBN9781311867360
Como una sombra a la deriva (parte2: Un instante en blanco y negro) (Segunda edición)
Autor

A. Pereira

A. Pereira Gallardo, nació, una buena tarde a eso de las 17 y pico, en Sevilla un 5 de septiembre de 1,973. Vive en la actualidad en una casa de campo, a las afueras de San José de La Rinco¬nada, un pequeño pueblo en las cercanías de la capital hispalense, fundado, según cuentan las malas lenguas, por un rey castellano cuando se disponía a conquistar la ciudad. Dibujante en princi¬pio, busca un modelo de expresión más acorde con las inquietudes actuales, por lo que está dando pequeños pasos en el mundo de la Literatura, presentán¬dose a certámenes, concursos o escribiendo otro tipo de relatos, con la esperanza de aprender y poder algún día cumplir su sueño: publicar algo decente y poder tomar café en el bar de la esquina, sin miedo a la venganza de algún lector disgustado. Finalista en el Certamen Primavera Cultural Arbo 2013, en Doyrensmic I de relatos infantiles, Certamen Letras con Arte, La fragua del Trovador, Sttorybox, entre otros. Continúa su labor de relatar historias y no aburrir.

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    Como una sombra a la deriva (parte2 - A. Pereira

    Capítulo 60

    Caía la tarde sobre el desierto de Candleye. La rojiza luz del ocaso alargaba las sombras de las rocas, otorgándole un aspecto extraño. Para Tom aquel pedregoso suelo hacía que andar fuese una verdadera carrera de obstáculos; evitaba las pétreas esquirlas, salpicadas entre espinosas plantas. Se detuvo un instante y miró a lo lejos, poniéndose una mano en la frente, a modo de visera. Resopló agobiado.

    — « ¿Dónde me encuentro?» —pensó con preocupación, mirando su entorno.

    Extrajo de su chaqueta el celular, la cual llevaba colgando a la espalda. En la pantalla pudo ver el icono de cobertura: «Sin señal»; indicaba.

    — ¡Vaya…! —exclamó.

    Siguió caminando durante un rato, cuando casi cae de bruces al toparse con unos finísimos hilos metálicos, los cuales estaban dispuestos en forma de alambrada.

    — «Pero… ¿qué…?» —se dijo, agarrando uno de los hilos.

    Se detuvo para observarlos con detenimiento; parecían cables de algún material semitransparente; como las cuerdas de una guitarra. A cierta distancia había un cartel de chapa, bastante deteriorado, sobre un mástil. Se aproximó hasta él.

    —«Zona restringida-Prohibido el acceso a esta área-Campo de pruebas-U.S. Army».

    Leyó, tras lo cual, miró a un lado y a otro, sin ver nada que le diese alguna pista de adonde dirigirse. Decidió dejar a su espalda los elevados cañones, caminando en dirección a la llanura. A cierta distancia, observó un fulgurante destello que se movió a gran velocidad.

    — « ¡Una carretera!» —pensó, algo más aliviado.

    Tom aceleró el paso, mientras un vehículo se alejó con rapidez surcando la vía. Tras un rato, llegó hasta un ennegrecido asfalto. Miró a ambos lados; con expectación. No observó ningún movimiento, por lo que decidió caminar en la misma dirección, por la que se había ido aquel coche, momentos antes.

    Caminó durante unos minutos, cuando a lo lejos, a su espalda pudo oír un rumor; el sonido de unos motores. Miró tras de sí y advirtió que se acercaba un voluminoso tráiler, en su misma dirección. Tom se miró la ropa observando que estaba completamente llena de polvo, grasa y todo tipo de manchas, que le otorgaban el aspecto de un vagabundo. Se sacudió un poco, aunque los resultados no fueron demasiado satisfactorios.

    — « ¡Al Infierno!» —exclamó para sí.

    Levantó las manos para que el camión lo viese al pasar. Se extrajo la placa de su bolsillo e hizo gestos con la insignia, la cual brillaba de forma visible, moviendo los brazos, arriba y abajo. Conformé se aproximó a él, el vehículo fue aminorando su velocidad, hasta detenerse por completo a su lado. Observó que en el lateral de la cabina había un rostro de indio, con plumas. La ventanilla se abrió, apareciendo tras ella un tipo bastante fornido, con bigote y unas amplias gafas de Sol. Entre los labios llevaba una especie de raíz o tallo que mordisqueaba. Cubría su cabeza con una gorra en la que destacaba la «Navy Jack» en el frontal.

    — ¡Agente del gobierno! —dijo Tom, moviendo la acreditación con la mano—, ¿podría llevarme hasta la ciudad más próxima?

    —Suba —respondió el camionero, haciendo un gesto con el pulgar.

    Tom fue hasta la puerta, que el conductor ya se había encargado de abrir; ascendió los peldaños con rapidez, sentándose en un amplio asiento de cuero marrón.

    En ese momento sonaba Edith Piaf, señalando que «no se arrepentía de nada».

    —Gracias —le dijo Tom con una ligera sonrisa—, mi nombre es Tom, Tom W. Becket.  —le dijo ofreciéndole la mano.

    —Jack, Jack Martini —respondió el conductor—. ¡Oiga! He oído por la radio que ha habido un accidente aéreo a pocas millas de aquí ¿sabe usted algo de eso? —dijo, mientras introdujo una marcha; salió con fuerza.

    — ¿En serio? —dijo con un tono irónico, el cual su interlocutor no pudo captar.

    — ¿Qué le ha ocurrido? —preguntó con curiosidad.

    —Mi transporte…, me ha dejado tirado —mintió.

    — ¿Dónde? No he visto ningún vehículo por la carretera —dijo titubeante.

    — ¿A cuánto está la próxima ciudad? Necesito llegar a un teléfono —cambió rápidamente de tema.

    —Le ayudaría con el mío, pero en esta franja de la autovía no funcionan ni las emisoras ni los móviles. La culpa la tiene esa área militar de ahí —dijo señalando a su izquierda con la cabeza.

    —Sí, ya la he visto —dijo asintiendo—, pero no se preocupe, yo también tengo un celular, aunque tampoco tiene cobertura —dijo mostrándoselo.

    — ¡Guau! —exclamó—, ¡menudo trasto! —dijo asombrado al ver su voluminosa pantalla.

    —Sí, usted lo ha dicho, un trasto —dijo con una sonrisa, al tiempo que volvió a guardarlo.

    Tom miró tras de sí. Descubrió una especie de litera con varios compartimentos: televisor, aire acondicionado.

    —Le gusta ¿eh? —dijo Jack.

    —Sí, aquí prácticamente se podría vivir, lo tiene todo.

    El conductor se rio.

    —Aquí, vivo yo —dijo levantando las cejas.

    Tom asintió con la cabeza con un gesto de «ya veo».

    — ¿Una cerveza? —le preguntó Jack—. Están bastante frías y por su aspecto, diría que la necesita.

    Tom sopesó un instante.

    —Si me acompaña… —respondió con una sonrisa.

    — ¡Hecho! —sonrió—, ¿ve ese compartimento? —dijo señalando hacia una pequeña puerta—. Ahí se encuentra la nevera.

    Tom la abrió. En su interior había algo parecido a una pequeña alacena, con ropa y todo tipo de cachivaches, una videoconsola, zapatos y algo que le llamó la atención; un libro.

    — «Como una sombra a la deriva» —leyó en su portada, sorprendido—. «Estás en todas partes…» —se dijo.

    — ¡Esa no! —dijo Jack de repente—. Es la de al lado.

    —Disculpe… —se excusó Tom algo turbado.

    El conductor negó con la cabeza, restándole importancia al hecho. Tom abrió la nevera, sobre cuya puerta había un imán con forma de escudo en el que cuatro serpientes mostraban su bífida lengua; en su interior descubrió varios paquetes de cervezas sin alcohol, con aspecto de estar helados.

    —Pues, sí que están frías —dijo Tom, dándole una de ellas a Jack.

    —Ese chisme podría congelarle el trasero al mismísimo Diablo ¡o a alguna suegra! —dijo riendo abiertamente.

    —Sí, supongo que sí, esto, no he podido evitar ver que lleva algo, ese libro… —comenzó a decir.

    — ¡Ah! Eso —le cortó—, me lo dieron en Randall City justo cuando salía del muelle, unos tipos lo repartían a todo el mundo, debe de tratarse de alguna secta de esas o algo así.

    —Debe de ser un libro muy popular… —dijo Tom, pensativo.

    —Ni idea, a mí eso de la literatura, quédeselo si quiere, yo… —negó haciendo un gesto con la cabeza—. ¡Me da sueño! —dijo, tras lo cual rio.

    —Se lo agradezco pero ¿quién sabe? Sé de gente que no habían leído en su vida, pero fue coger una novela que les «enganchó», y desde entonces no han dejado de leer —dijo Tom, con un tono de optimismo.

    Jack se quedó algo pensativo en aquel instante.

    — ¿Sucede algo? —le preguntó Tom.

    — Es curioso —hizo una pausa—, ¿nunca ha tenido la sensación de haber vivido algo? Ya sabe ¿como si ya lo hubiese visto antes? —preguntó el conductor, intrigado.

    —Creo que a eso lo llaman «déjà vu¹» —dijo Tom.

    —Algo parecido, sí —dijo Jack con reservas.

    —Dicen que es como un fallo del cerebro, le suele ocurrir a mucha gente —dijo con naturalidad.

    —Es que cuando me ha hablado de ese libro, no sé…, ahora que lo dice…, creo que ya lo he leído —dijo sorprendido—. Es extraño ¿no le parece? —dijo pensativo.

    —Yo apenas recuerdo lo que comí ayer —dijo, cuando de pronto le sonaron las tripas de forma ruidosa.

    El conductor rio.

    — ¡Veo que tiene hambre, amigo! No se preocupe, en media hora llegaremos al Taco Chilli Mex, el mejor restaurante de carne de esta parte del territorio, aunque… ¡creo que es el único! —dijo pensativo, tras lo cual rio con una sonora carcajada.

    Tom sonrió satisfecho. Observó como un Pontiac GTO del 70 de color azul metalizado, pasó a gran velocidad por uno de los carriles de la izquierda, alejándose de ellos muy rápidamente.

    —Eso sí que es un «carro», lástima que hayan dejado ya de fabricarlos —dijo el conductor algo molesto.

    —Sí… —respondió Tom pensativo—, señor Martini ¿le importa que le eche un vistazo al libro?

    — ¡Jack! Ya se lo he dicho, quédeselo si lo desea, lo único que hará ahí es ocupar espacio —dijo el conductor, con naturalidad.

    —Solo quiero comprobar algo que me llamado la atención —explicó Tom.

    —Usted mismo, mientras tanto le echaré algo de beber a mi Georgia —dijo al tiempo que entró en una estación de servicio.

    Tom miró con curiosidad el lugar; se trataba de una gasolinera, la cual no estaba atendida por personal humano.

    —Aquí no hay teléfono si es lo que está buscando —le dijo Jack.

    Tom asintió conforme. El conductor se apeó del vehículo, mientras Tom abrió la alacena y cogió el libro. Lo abrió.

    — «Solo para invitados» —leyó.

    Pasó las páginas hasta el capítulo siguiente.

    Capítulo 61

    «El guantelete»

    Stewart y Tess, en el interior del vehículo, permanecieron en completo silencio de vuelta a casa. Él la miró de soslayo; sin saber qué decir, para romper lo que sabía que era un muro de hielo.

    —Tess… —comenzó a decir con reservas, ante lo que ella negó con la cabeza, cubriéndose los ojos con una mano.

    —Déjalo Stu, no me encuentro bien —dijo con un tono de agotamiento.

    — ¿Te ha sucedido algo con Zelda?

    — ¡No! No-no, de verdad, solo que no me encuentro bien, eso es todo —dijo, acariciándole el brazo.

    —Charles es un tipo increíble, menuda casa ¿eh? Y menuda bodega —dijo Stu con asombro—. Deberías haberla visto, no sabía que un vino pudiese durar tanto tiempo. —dijo, sonriendo, con un gesto de asombro.

    Tess miró a través de la ventanilla, ensimismada.

    — ¿Sales de viaje esta semana? —le preguntó.

    —No lo sé, tal vez no, aunque aún no me han dicho nada, con suerte podré pasar algo más de tiempo en casa, ya sabes, la auditoría anual, lo de siempre —dijo con un tono de indiferencia, al tiempo que le acarició el vientre, con una sonrisa de ternura. Ella posó la suya, sobre la de Stu, mirándolo con cariño.

    —Nunca sabré por qué me quieres tanto —le dijo con tristeza.

    Él la miró con un gesto de cierta incredulidad.

    — ¿Qué te ocurre?, ¿por qué dices eso? —le dijo, mirándola con una sonrisa, mientras ella le masajeó la mano.

    —No me merezco a un hombre tan bueno como tú —le dijo apenada.

    —Dime por qué o empezaré a sospechar de ese tipo de la biblioteca —dijo con sarcasmo.

    — ¿De Francis? —dijo con una sonrisa de incredulidad—. Pero… ¡si tiene más de sesenta años! —rio ante la ocurrencia de su marido, moviendo la cabeza.

    —Por ahí leí que habían inventado unas pastillas que…

    —Estás loco —dijo acariciándole la cara—. ¿Ves? Siempre consigues sacarme una sonrisa, incluso cuando me encuentro mal.

    — ¿Sabes por qué? —le preguntó mirándola a los ojos. Tess negó con la cabeza—. Porque eres la mejor cocinera del mundo. —dijo levantando las cejas.

    Ella puso cara de sorpresa.

    — ¡Pero serás…! —dijo fingiendo enfado, tras lo cual rio.

    Él también rio divertido.

    ****

    En casa…

    Tess bajó las escaleras, ataviada con un blanquecino camisón prenatal. Fue hasta la cocina, donde Stu se encontraba cortando una lechuga sobre una pequeña tabla de madera.

    —Ya se ha dormido, ha caído rendido —dijo con un tono cansado.

    — ¡Vaya! Bueno, ya mañana me contará, qué tal le ha ido en casa de los McBride.

    —No habrá parado en todo el día —dijo Tess, algo pensativa.

    De repente sonó el teléfono. Stu puso cara de extrañeza.

    — ¿Te importa cariño? —le dijo a su esposa, mostrándole las manos; estaban manchadas de restos de verdura.

    Ella asintió. Fue junto a la puerta, donde había un aparato que pendía de la pared.

    — ¿Diga? —respondió tras coger el auricular.

    — «Hola Tess» —sonó la voz de Zelda, al otro lado.

    Tess sintió como si aquella voz la traspasase con fuerza, al igual que una saeta de hielo. Miró a su marido, el cual le echó una mirada de curiosidad.

    —Hola Zelda, buenas noches —respondió fingiendo alegría.

    Stu sonrió y prosiguió cortando unos tomates que había en un recipiente de metal.

    — «Hola Tess, está tu marido ahí contigo ¿verdad?» —dijo con un tono divertido.

    — ¡Ajá! —respondió.

    — «Quiero que nos veamos, mañana» —dijo, tras lo cual, colgó, para sorpresa de la mujer.

    Ella volvió a colocar el auricular, sobre el soporte de la pared.

    — ¡Qué rápido! —exclamó Stu, sin dejar de mirar lo que hacía sobre la encimera—, ¿qué quería?

    —Que vayamos de compras, ya sabes, cosas de mujeres —dijo forzando una sonrisa.

    — ¿Sabes? Me dio la impresión que Zelda no te había caído demasiado bien.

    Tess sonrió.

    —Inocentes… —le dijo—, los hombres no comprendéis a las mujeres. —dijo con un toque de sarcasmo.

    — ¿Y quién puede? —dijo sonriendo.

    ****

    A la mañana siguiente.

    — ¡Vamos «Chick»! —dijo Stu mientras se ponía una chaqueta, al tiempo que mordió una rebanada de pan.

    — ¡Ya voy, papá! —dijo desde arriba.

    Al instante apareció el pequeño que bajó las escaleras a toda prisa.

    —No olvides tu mochila —dijo Tess, que bajó tras él.

    John abrió una alacena, la cual se encontraba bajo el hueco de las escaleras. De su interior cogió una maleta, ornamentada con unos dibujos deportivos. Stu hizo un gesto de apremio, tras mirar su reloj de muñeca.

    — ¿Te espero para almorzar? —le preguntó a su marido.

    —No, hoy tenemos la primera reunión con el consejo, aunque volveré para la cena —dijo, dándole un beso en la mejilla.

    —Muy bien —dijo ella devolviéndole el gesto—. Te veré entonces, Johnny, pórtate bien ¿de acuerdo? —le dijo al pequeño; acto seguido lo besó con fuerza.

    —Adiós, mamá —dijo el niño; se colgó la mochila y salió junto a su padre, hacia la calle.

    Tess salió al porche. Observó cómo, Stu y el pequeño John, subían al coche; ambos se marcharon. Mientras lo hacían, sus pensamientos volaron, de modo que decidió entrar en casa, nada más perdió de vista al vehículo. Cerró la puerta y se encaminó hacia la cocina.

    —Buenos días, señora Bright —dijo Zelda, la cual se encontraba en el salón.

    Tess dio un respingo; sobresaltada. Puso una mano sobre su pecho, a causa de la impresión.

    — ¡Señora Seymour! ¿Qué-qué está haciendo aquí? —dijo con un gesto de preocupación.

    —Como le dije anoche, hoy nos veríamos —dijo con un gesto serio.

    —Pero-pero…, usted no puede entrar aquí así como así… ¡Ésta es mi casa! —dijo con enfado.

    Zelda negó con la cabeza.

    — ¿Tu casa, dices? —rio con sarcasmo—. ¡Ja! —su rostro reflejó una gran soberbia.

    —No puede hacer esto ¡no tiene derecho! —gritó.

    — ¡Claro que sí! —exclamó ella—, ¡claro que puedo!, ¡puedo hacer lo que quiera!

    Tess comenzó a llorar.

    — ¡Eso es!, ¡llora! —le dijo con un tono despectivo—. Es todo cuanto sabe hacer alguien como tú.

    — ¡Váyase o avisaré a la policía! Si no sale de mi casa… —dijo con cierta dificultad.

    —Eso es, llama a la policía, a Stu, y a John, pobre niño, le contaremos como mi marido y tú os habéis estado viendo secretamente ¿sabrás que el adulterio en este Estado aún es considerado como un delito?, ¿lo sabías?

    —Pero ¡qué quiere de mí? —dijo con ira.

    Zelda se quedó algo pensativa.

    —Estoy cansada, cansada de soportar esta vida, de modo que quiero acabar con todo esto, de una vez por todas —dijo Zelda con seriedad.

    — ¿Y por qué no lo hace sin más? —preguntó Tess, limpiándose los ojos.

    — ¿Y marcharme con una mano detrás y otra delante? —rio—, ¿por qué?, ¿para qué disfrute con sus amantes de mi casa, mi dinero?, ¿para qué se quede con todo? —dijo con sarcasmo. Al ver un gesto, de cierta sorpresa, en el rostro de Tess…—. ¡Ah!, ¿no lo sabías? Ya ha habido otras, antes que usted. —sonrió con malicia.

    — ¿Por qué me cuenta todo esto?, ¿qué es lo que quiere que haga? —le preguntó, intentando romper aquella situación.

    —Quiero que le sigas el juego, me olvidaré de ti, podrás seguir con tu patética vida o irte con él al Infierno ¡Eso es cosa tuya!

    Tess la miró con temor.

    — ¿Cuándo suelen verse usted y mi marido?

    Ella se quedó algo pensativa.

    —Aprovechamos cuando Stu sale de viaje, es menos arriesgado —respondió algo avergonzada.

    — ¡Ajá! Muy bien, en tal caso, avíseme cuando eso vaya a suceder.

    —De acuerdo —dijo en voz baja, mirando al suelo.

    —Mis abogados se encargarán de todo, señora Bright, usted limítese a hacer su papel y ambas saldremos ganando —Tess asintió—, o de lo contrario la destruiré, a usted y a su familia, no lo dude ni un segundo. —dijo con rabia. Tess se tapó los ojos llorando—. Al principio quise… ¡En fin! Pensé otra cosa… —miró a un lado fingiendo afectación—, pero ¿para qué? —dijo con hastío. Tess la miró con curiosidad—. Estuve pensando, con tranquilidad, lo mejor será que cada una se vaya por su lado, nadie pierde, todos ganamos. —dijo con un tono de comprensión—. Será lo mejor…, para todos. —concluyó.

    — ¿Y yo?; ¿qué papel jugaré en todo esto? —preguntó con dolor.

    —No se preocupe, quedará al margen, yo me encargaré de todo, usted haga su parte y yo haré la mía, limítese a seguir actuando como de costumbre, de lo demás me encargaré yo.

    Tess asintió. De repente se oyó un ligero «clic», procedente de la cocina. Tess fue hasta la puerta; se asomó para ver el interior de la estancia. No vio nada fuera de lo normal.

    —Habrá sido el viento —dijo Tess con la voz cohibida.

    —Muy bien, avíseme cuando vayan a verse —dijo con severidad; acto seguido se giró.

    Entró en la cocina y salió al exterior por una pequeña puerta, dando un sonoro portazo. Tess se sentó en el sillón y rompió a llorar desconsolada, cubriendo su rostro con ambas manos. Zelda rodeó la casa, saliendo desde la parte trasera hasta la calle. Fue hasta la acera, tras lo cual se dirigió hasta la esquina donde la esperaba un taxi; se marchó nada más subir a él.

    A cierta distancia, junto a un árbol, Stu la había estado observando, hasta que se perdió calle abajo.

    — ¡Papá! Llegaré tarde a la escuela, no me dará tiempo de coger el autobús —se quejó John, asomado desde la parte trasera del vehículo, el cual estaba aparcado junto a él. Stu miró su reloj con gesto de preocupación, se dirigió al coche; subió. Una vez dentro se giró, y miró al pequeño John.

    —No te preocupes «Chick», hoy papá te llevará al colegio pero…, no se lo digas a mamá ¿vale? Quiero que sea una sorpresa —le sonrió, al tiempo que le guiñó un ojo.

    —Vale, papá —respondió contento.

    Stu miró tras él por el espejo retrovisor. Miles de ideas se agolparon en su mente, en aquel preciso instante, rabia, dolor, tristeza, desconcierto y decepción; sus ojos se humedecieron ligeramente, viendo a John como miraba la calle, con un semblante distraído.  Se giró mirándolo a los ojos.

    — ¿Te ocurre algo, papá? —dijo sin más.

    — Nada «Chick»…, solo estoy un poco acatarrado, eso es todo —dijo forzando una sonrisa, tras lo cual arrancó el vehículo.

    Tras dar marcha atrás se perdió por la esquina, con un ritmo tranquilo.

    Capítulo 62

    Tom notó un fuerte frenazo. Le rompió la concentración con la que estaba siguiendo aquella historia. Miró a su lado, a su alrededor, lo justo para descubrir la puerta del conductor abierta. El camión se había parado junto al arcén, en mitad de aquella extensa llanura desértica. Echó una ojeada por encima del asiento de Martini, y por el espejo retrovisor. Ni rastro. Esperó un momento. Después de unos minutos decidió bajar.

    — «Que extraño» —pensó mientras descendía por los metálicos peldaños de la cabina.

    Fue por la parte delantera desde donde se asomó para ver el lado opuesto al que se encontraba. Miró por el otro, tras lo cual fue hasta la parte trasera del vehículo, sin embargo, no había ni rastro del conductor. Parecía como si a aquel hombre se lo hubiese tragado la tierra. Junto a una pequeña pendiente en el arcén, descubrió su ropa.

    — ¡Hola, señor Martini? —gritó; solo el viento.

    Miró la puerta del remolque y advirtió que no llevaba ningún tipo de candado ni cierre. Tiró de las palancas y las abrió. Su interior estaba completamente lleno de pallets sobre los que, precintadas, había gran cantidad de cajas de color blanco. Se aproximó a una de ellas. En la etiqueta…

    — «Como una sombra a la deriva» —leyó—. « ¿Y ahora qué?» —se dijo a sí mismo contrariado—. «Esperaré un poco, si no…» —pensó, asomándose por el portalón, desde donde pudo ver, como el Sol comenzaba a ocultarse en el desértico horizonte—. ¡Al Diablo! —exclamó; acto seguido cerró la puerta; fue hasta la cabina, donde tomó asiento. Lo arrancó y tras un par de bruscos empellones, salió con el vehículo, continuando la marcha por la alargada carretera del desierto.

    Capítulo 63

    Rita conducía a través de una desierta ciudad, mientras el Sol se ocultaba poco a poco. Con una mano mantenía firme el volante, al tiempo que con la otra sostenía el celular con el que marcó un número. Durante unos segundos oyó el sonido de la llamada, pero ésta se cortó tras varios intentos. Repitió la operación sin éxito.

    — « ¡Tanto móvil, tanto móvil, para nada!» —exclamó para sí; molesta—. «Al menos, espero que esté en casa.»

    ****

    Zelda volvió a entrar en el edificio.

    Miró las llamadas perdidas de su móvil, tras lo cual las eliminó del historial. Con el arma en la mano entró en el apartamento del conserje; rastreó habitación por habitación, hasta que, encontró una en la que había un ordenador sobre la mesa, junto a varios armarios archivadores. Hacía bastante frío en aquel lugar, por lo que decidió colocarse la rebeca. La computadora estaba conectada a algún tipo de alimentación eléctrica de emergencia, tal y como pudo comprobar. Se sentó frente a la misma y movió el ratón, cliqueando las opciones. Revisó por encima las carpetas contenidas en el disco duro; una de las mismas le llamó la atención: «Augusta»; se titulaba. Tras pulsarla, se abrió una ventana, en la que había múltiples archivos etiquetados con una fotografía, bajo las cuales, podían leerse algunos nombres.

    — «Thomas W. Becket» —leyó, junto a un icono semejante a una bombilla de color verde, junto a la que había otro mensaje—. «En curso».

    Bajo este fichero aparecían otros en amarillo, rojo o en negro.

    — «Martin Bowes» —leyó, bajo la que había una esfera amarilla junto a otro mensaje —. «Desaparecido».

    Pulsó sobre el archivo de Tom, ampliándose la información; en uno de los apartados pudo leer:

    — «Hotel Locus, Mojave Springs, carretera del desierto cerca de la Interestatal 15, Km. 96.9, Barker -Candleye».

    Zelda se sorprendió ante aquel dato.

    — «Hotel Locus, Hotel Locus —pensó—, otra vez ese lugar ¿por qué, precisamente allí? Tengo que averiguar qué es lo que hay en ese sitio» —se preguntó a sí misma.

    Miró su reloj, pensativa. A su lado observó que sobre una estantería había varias tarrinas con DVD´s, documentos y Hardware diverso; cogió un disco duro y lo conectó al ordenador.

    — «Ahora no puedo pararme demasiado» —se dijo a sí misma, observando como el porcentaje de batería restante disminuía, paulatinamente.

    Abrió la unidad; en su interior, descubrió varios archivos, en los que podían verse imágenes con mujeres desnudas en diversas posturas de tipo sexual. A Zelda le pareció extraño, por lo que decidió pulsar sobre una de las ventanas; acto seguido, se comenzó a reproducir un vídeo, en el que una chica joven realizaba actos sexuales con un hombre.

    — ¡Ejem! —exclamó; cerró la ventana algo incómoda—. «Ya veo que al muy cerdo no le iban los musicales, precisamente» —se dijo—. «Lo borraré todo». —se dijo mientras seleccionaba todo el contenido del disco duro.

    De improviso surgió un mensaje, señalándole que, había cierto contenido en el dispositivo, con algún tipo de protección anti borrado.

    Se eliminaron todos los archivos de contenido sexual, quedando otros etiquetados con fechas. Cliqueó sobre una de las mismas, tras lo cual comenzó a reproducirse un vídeo; se trataban de imágenes de Circuito Cerrado de Televisión, en las que podía verse un pasillo. En un margen de la pantalla podía leerse:

    — «Veteran Square, Coulone Building 1-3».

    La imagen cambió y apareció una habitación en la que dos individuos conversaban. Uno de ellos era el conserje; pudo reconocerlo. El otro tipo le entregó algo rectangular; un papel, tal vez, de tamaño reducido. Tras ello, se giró para cerrar un maletín que había tras él, sobre una mesa, momento que aprovechó el conserje para sacar una pistola del interior de su chaqueta. Le apuntó a la sien y le disparó sin mediar palabra. Zelda apretó los dientes, asintiendo con la cabeza. Cerró la ventana y buscó una fecha más reciente. Era de aquella misma mañana. Un tipo cubierto con un pasamontañas corría por un pasillo, el cual conducía hacia la calle de ese mismo edificio. Al instante apareció el conserje por una pequeña puerta lateral que daba a un callejón. El encapuchado pasó corriendo junto a él, el cual de rodillas disimulaba que se amarraba los cordones de los zapatos. Éste pareció llamar al tipo que corría; cuando se dio la vuelta, el conserje le disparó repetidas veces en el pecho, matándolo en el acto. Se acercó al tipo y comenzó a cachearlo mientras con la otra mano hablaba a través de un celular. Extrajo una cartera que, arrojó al suelo, en cuanto un vehículo, un camión de la basura pasó muy cerca de allí. El tipo desapareció tras la puerta por la que había salido.

    Zelda se quedó muy pensativa.

    —«Así que fuiste tú» —se dijo a sí misma con desprecio—. «Pero ¿por qué entraron en la casa de Tom?; ¿qué buscaban exactamente?»

    Volvió a abrir el directorio del sistema y observó una carpeta en la que podía leerse: «Sistema anti-intrusión».

    Cliqueó y apareció un mensaje; un pequeño dispositivo se activó, junto a su mano, en el que requería el uso de una huella dactilar. Éste se encendió, con una luz azulada que, cambió a roja, de forma intermitente.

    ****

    En un Black Hawk del ejército, Richmond permanecía pensativo, ataviado con un chaleco antibalas en el que podía leerse en su espalda: «Black Goten Delta». Llevaba en sus manos una tableta, bastante grande, en la que podía verse la imagen de Princeton. Junto a él, varios hombres, con uniforme militar negro que portaban armas de guerra. Su aspecto era algo desgarbado y descuidado. Algunos mostraban una barba de varios días, otros algunos tatuajes faciales bastante llamativos. A través de los cristales de la nave podía divisarse otro aparato, volando a poca distancia de ellos.

    — «Nada señor, esa bruja ha destruido los transformadores, la alimentación de emergencia no nos sirve, no puedo ver lo que ocurre en el interior» —dijo Princeton, con aire de preocupación.

    — ¿Tenemos algo sobre ella? —preguntó Richmond con seriedad.

    — «Su nombre es Zelda Coburn, pero es un nombre falso, hemos seguido la pista de sus padres, sin embargo, también ha resultado ser todo falso» —se interrumpió a sí mismo.

    — ¡Continúa! —exclamó Richmond.

    — «Verá señor Richmond, todas las informaciones de la que disponemos hacen referencia a fechas anteriores a la Guerra Fría y sobre eso, no disponemos de demasiada información, el resto está clasificada como de máxima seguridad» —dijo con reservas.

    — ¡Explícate! —dijo con rotundidad.

    — «Nuestro gobierno, durante las décadas de los 50, 60 incluso 70 llevó a cabo una política muy activa de reclutamientos tras el «telón de acero», agentes, científicos, etc., procedentes de países del Este, se les daba identidades y documentación nuevas, a cambio de secretos o informaciones que pudieran ser de utilidad a nuestros intereses, tal vez ella haya formado parte de alguna de estas operaciones encubiertas, lo mismo sucedió tras el final de la Segunda Guerra Mundial, Operación Paperclip, la llamaron» —relató con ciertas reservas.

    — ¿Y cómo es posible que nada de esto se encuentre en el expediente de Becket? —preguntó extrañado.

    — «La mayor parte de toda esta información se encontraba microfilmada en los archivos de Langley, probablemente, pasado un tiempo, se archivó y se olvidó ¿a quién le importan las batallitas de la Guerra Fría?» —dijo con retintín.

    Richmond refunfuño para sí.

    — ¿Existe alguna forma de averiguar algo fiable sobre esa mujer?; ¿datos anteriores a la documentación de la que disponemos?

    Princeton se quedó algo pensativo.

    — «Intentaré buscar en las cloacas, tal vez los rusos hayan conservado algo» —dijo pensativo.

    —Lo que no entiendo es ¿qué hacía esa mujer allí?, ¿cómo supo lo del apartamento?; ¿qué más sabrá? —dijo con un tono de preocupación.

    — « ¿Cree que Becket pudo tener algo que ver con todo esto?» —preguntó el joven, dubitativo.

    —No lo creo, tengo la sensación que alguien quiere fastidiarme, de dentro, y eso no me gusta —dijo de forma amenazadora.

    — «Solo hay una forma rápida de averiguarlo, señor» —dijo Princeton.

    —Lo sé, por esa razón me dirijo hacia el apartamento, quiero saber quién y qué quiere esa mujer.

    — « ¿Cree que aún seguirá allí?» —preguntó con ironía.

    —No me importa, la atraparé allí o en su casa, ya lo he previsto, así que estate atento —dijo con rotundidad—, te avisaré, sigue de cerca los movimientos en Garland Street y avísame si ves algo fuera de lo normal.

    — ¿Señor? —dijo el piloto del helicóptero—. Nos aproximamos al área de exclusión aérea, debemos interrumpir las comunicaciones hasta que lleguemos al punto de acción. —explicó.

    — ¡Ok! Princeton, sigue buscando a Becket y atento a lo que suceda en el interior de su casa, te llamaré cuando haya terminado —dijo, tras lo cual apagó el artilugio, pulsando un interruptor.

    ****

    Karen resopló contemplando aquel panorama. La comisaría vacía y como única ayuda, aquel policía a punto de jubilarse. El hombre empujó aquel carrito lleno de ropa, con cierto esfuerzo y fatiga.

    —Ahora vuelvo joven —dijo sin volverse para mirarla.

    — ¿Dónde puedo dejar esto? —dijo, mostrando una fotografía antigua, en la que podía verse al señor Grey junto a otro tipo.

    — ¿De qué tipo de denuncia estamos hablando? —dijo girándose levemente.

    —Es un amigo, el señor Grey, ha desaparecido —dijo resumiendo.

    —Puede usted subir a la segunda planta, entre en una sala muy grande, hay una mesa en la que verá un pequeño cartel, detective Rowling, déjele una nota junto con sus datos, cuando vuelva sabrá lo que hacer con ella.

    — ¿En la segunda planta, me ha dicho? —preguntó con ciertas reservas.

    —Sí, joven, no se preocupe si está oscuro, los sensores se activarán en cuanto detecten su presencia —dijo, tras lo cual siguió empujando el carro.

    Karen dudó un instante.

    — ¿Todo bien? —preguntó Ronda, tras ella; la sobresaltó ligeramente.

    — ¡Vaya! Disculpa, no te esperaba —dijo girándose sobre sí misma—, esto…, tengo que subir a la segunda planta y dejar esta fotografía —se la mostró— sobre una mesa, aunque me da un poco de reparo ir sola. —dijo algo avergonzada.

    —Vamos, te acompañaré —le dijo.

    Se dirigieron, siguiendo unos letreros, en dirección a los ascensores.

    Observó como el anciano se perdió tras una puerta doble, la cual zigzagueó ligeramente.

    Subieron al elevador.

    —Pensé que se habría ido —dijo la joven.

    —Tal y como están las cosas, he preferido esperar, ver que todo iba bien —dijo con un tono protector.

    —Se lo agradezco —dijo con gratitud.

    Ambas subieron hasta la segunda planta; tal y como había explicado el anciano, todo se encontraba a oscuras. Nada más cruzar el umbral de la puerta se activaron los sensores, tras lo cual se encendieron unos fluorescentes.

    —Ese hombre me dijo que entrase en esta sala —dijo Karen señalando con la cabeza—, supongo que ahí encontraré la mesa del detective… —se quedó algo pensativa. Ronda la miró con un gesto serio; expectante—, Rowling, detective Rowling. —recordó.

    — ¡Ajá! Vamos a ver dónde está —dijo Ronda cruzando la puerta.

    Al aproximarse, se abrieron de forma automática. El lugar se encontraba completamente vacío. En todas las mesas los ordenadores mostraban el salvapantallas. Estaban desiertas. Karen fue, una por una, mirando los pequeños letreros que había sobre las mismas. Dio una vuelta rápida entre las mesas, buscando.

    Ronda observó como la joven se perdió tras unos compartimentos. Miró lo que había sobre uno de los escritorios junto a los que pasó. Sobre el mismo destacaba un marco en el que un hombre junto a dos niños, sonreían mirando hacia el objetivo. Una pantalla de ordenador, de la que pendían varios adhesivos. Un pequeño calendario, hecho a base de lápices de colores, junto a un lapicero; un tubo de cartón semejante al rollo de papel de hogar. Muy ornamentado con vistosos tonos y flecos de papel. En la mesa de al lado, vio una fotografía, con papel de impresora, en la que una pareja posaba junto a lo que parecía un gigantesco ovillo de lana. Estaba clavada en la pared del compartimento con una chincheta. Había pequeñas figuras; motos en miniatura, que cubrían parte de la mesa.

    — « ¿Dónde estará Robert?» —pensó, observando sobre una de las mesas, el retrato de un policía junto a una chica y dos niños de pocos años.

    Siguió deambulando, cuando casi tropieza con un pequeño carrito, el cual se encontraba en mitad del pasillo. Sobre el mismo observó una vistosa bandeja de color azul en la que descubrió una bolsa de plástico sobre la pudo leer:

    — «Revisado/ Entregar a Rita Becket- Garland Street» —leyó con curiosidad.

    En el interior observó una cartera de piel, algo gastada, que mostraba unas estrías producidas por el uso. Decidió coger la bolsa; acto seguido apareció Karen apresuradamente.

    —Ya está, le he dejado una nota y mi número de teléfono, por si acaso —dijo mostrando la palma de las manos.

    Ronda asintió.

    —Vámonos de aquí —le dijo.

    Karen advirtió de que la mujer llevaba en sus manos una bolsa de plástico.

    — ¿Qué es? —le preguntó señalando la bolsa.

    — ¡Ah! Esto…, es de alguien que conozco —dijo mostrando la etiqueta—, lo he visto en ese carro, pero da igual— dijo con desdén, tras lo cual lo puso de nuevo sobre la bandeja.

    Ambas fueron hasta el ascensor.

    — ¿Adónde te diriges ahora? —le preguntó Ronda.

    —Iré a casa, aunque, tal vez, lo mejor sería ir a Capital City a buscar a mamá, trabaja para el gobierno.

    —Sí, tal vez sería lo mejor —dijo Ronda asintiendo.

    Salieron del ascensor y se dirigieron hacia el vestíbulo del complejo. No vieron al anciano por allí. Karen fue hasta una de las puertas que daban a otro de los pasillos, en uno de los cuales observó el carrito; el mismo que aquel hombre empujaba recogiendo la ropa de los agentes.

    — «Sigue a lo suyo» —pensó.

    —Vamos, no quiero que me pille la noche ahí fuera —dijo Ronda con cierta preocupación.

    Karen asintió. Sintió que aquellas palabras la sumergieron en un estado de inquietud.

    —Tal vez, me vaya ahora mismo —le dijo preocupada.

    —Ven conmigo —le dijo Ronda, dirigiéndose hacia la calle.

    En el exterior el cielo mostraba el característico color anaranjado del ocaso. Todo se encontraba desierto, en silencio. Nada se movía allí fuera. Acto seguido se dirigieron hacia el Rover que estaba aparcado junto a la acera. Mirando de un lado a otro subieron al vehículo de forma apresurada. Arrancó el coche, tras lo cual salió rápidamente.

    —Ponte el cinturón —dijo, al tiempo que ella hacía lo propio.

    Karen se lo colocó, moviéndose con el vaivén del vehículo.

    —Abre la guantera —le dijo a Karen. La joven la abrió; dentro descubrió un revólver—. ¿Has usado alguna vez un arma? —le preguntó sin dejar de mirar la carretera.

    —No-no —respondió ella con reservas.

    —Es muy fácil ¡cógelo! —le dijo con premura ante lo que ella dudó un instante. Lo agarró con reservas—, ¿ves esa palanquita? —Karen asintió—. Es el percutor, si lo echas hacia atrás hasta que suene un «clic», estará montada el arma, preparada para ser usada, ya puedes disparar o puedes apretar directamente en el gatillo, está algo más duro, pero disparará del mismo modo ¿lo has entendido?

    Karen se quedó pensativa, durante un instante.

    —Creo que sí —dijo titubeante.

    —En un momento de apuro puede salvarte el pellejo, no lo olvides —dijo con seriedad.

    La joven asintió.

    — ¿Sabes conducir? —le preguntó Ronda.

    —Aún no tengo permiso de circulación, pero sé cómo se hace —dijo con ciertas reservas.

    —Con eso bastará, de momento —respondió ella.

    El coche atravesó a toda velocidad las desiertas calles de la ciudad. Todo se encontraba completamente en silencio; quieto, como si fuese la imagen de una postal. Algunos coches estaban abandonados en mitad de la vía, como si sus ocupantes los hubiesen dejado allí de forma repentina; otros tantos permanecían sobre las aceras. Algunos comercios seguían con las luces encendidas, bares, restaurantes, tiendas, etc.; daba la sensación que todo el mundo se había marchado dejándolo todo, tal cual. En algunas calles tuvo que maniobrar con cuidado, pues el número de obstáculos era considerable.

    Tras un rato, llegaron al taller de Ronda. Ella bajó y se dirigió hacia la ventanilla, donde estaba la joven sentada.

    — ¿Podrás apañártelas sola? —le preguntó.

    Karen dudó un instante, pero finalmente asintió.

    — ¿Qué vas a hacer? —le preguntó la chica.

    —Cogeré mi moto, he de hacer algo antes de largarme de aquí, tengo que averiguar una cosa —dijo pensativa.

    —Espero que tengas suerte y ¡gracias! —le dijo con una sonrisa—. Cuidaré de él, no te preocupes.

    —Más te vale —fingió—, por cierto, no pares a nadie, a menos que lo conozcas muy bien —Karen asintió—, y ya sabes, ten el revólver cerca, por si acaso. —dijo antes de girarse.

    Fue hasta la cancela. Extrajo unas llaves de su bolsillo; abrió el candado.

    Karen se pasó al lugar del conductor; colocó el arma junto a ella, en el asiento de al lado. Arrancó y salió suavemente en dirección a la avenida. Ronda observó como el coche desaparecía por las solitarias calles. Encendió las luces poco antes de perderse de vista.

    —«Buena chica» —dijo para sí.

    Entró en la oficina del taller y volvió a salir, de forma apresurada. En las manos portaba una escopeta repetidora manual. Abrió un compartimento que había bajo el asiento y depositó dentro una pequeña mochila semejante a un robusto botiquín. Subió a la moto y colocó el arma en una de las alforjas. La arrancó con un sonoro ronroneo. Se quedó algo pensativa, durante un instante. Echó un vistazo al establecimiento.

    — «Tires & Miles» —leyó en el letrero—. «Lo siento, papá…». —se dijo con un semblante entristecido.

    Acto seguido, salió a gran velocidad, por las desérticas calles de

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