Los levantahuesos: Levantahuesos
Por Daniel Tejero
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Ainhara es una joven adolescente que se ve obligada a viajar al pueblo de su padre tras ser expulsada del instituto.
Allí, conocerá a un grupo de jóvenes muy alejados de su mundo.
Lo que desconoce es que en ese misterioso lugar también circula
la leyenda de una criatura terrorífica
capaz de arrebatar vidas inocentes.
Es un mito… Pero, poco a poco,
descubrirá que las fábulas, en contadas ocasiones, pueden hacerse realidad.
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Los levantahuesos - Daniel Tejero
Los levantahuesos
Daniel Tejero
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Contents
Title Page
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
CAPÍTULO 40
CAPÍTULO 41
CAPÍTULO 42
CAPÍTULO 43
CAPÍTULO 44
CAPÍTULO 45
CAPÍTULO 46
CAPÍTULO 47
CAPÍTULO 48
CAPÍTULO 49
CAPÍTULO 50
CAPÍTULO 51
CAPÍTULO 52
CAPÍTULO 53
CAPÍTULO 54
CAPÍTULO 55
CAPÍTULO 56
CAPÍTULO 57
CAPÍTULO 58
CAPÍTULO 59
CAPÍTULO 60
CAPÍTULO 61
CAPÍTULO 62
CAPÍTULO 63
CAPÍTULO 64
CAPÍTULO 65
CAPÍTULO 66
CAPÍTULO 67
CAPÍTULO 68
CAPÍTULO 69
CAPÍTULO 70
CAPÍTULO 71
CAPÍTULO 72
CAPÍTULO 73
CAPÍTULO 74
CAPÍTULO 75
CAPÍTULO 76
CAPÍTULO 77
CAPÍTULO 78
CAPÍTULO 79
CAPÍTULO 80
CAPÍTULO 81
CAPÍTULO 82
CAPÍTULO 83
CAPÍTULO 84
CAPÍTULO 85
CAPÍTULO 1
S
tojan apuró su cigarrillo en el muelle que le habían asignado en el almacén, el número siete, dejando que el humo abrazase sus pulmones ennegrecidos para luego expulsarlo con suavidad al cielo almeriense.
El encargado lo observó detenidamente y chasqueó la lengua, negando con la cabeza en claro signo de desaprobación. «Aguanta un año. La jubilación está cerca», pensó mientras comprobaba en su carpeta la mercancía a cargar.
Un joven empleado conducía el toro mecánico con destreza, maniobrando entre palés, cajas apiladas y operarios despistados. Levantó la vista y silbó al camionero que pisoteaba la colilla con desidia.
—¡Stojan! —gritó desde su asiento—. ¡No sabía que ibas a celebrar Halloween este fin de semana!
El hombre forzó una sonrisa mientras echaba un ojo a los cientos de calabazas que se apelotonaban en rudimentarios arcones de madera. Ya nada le sorprendía; además, él era un mandado. ¿Acaso le importaba para quién fuesen o qué harían con ellas? Solo sabía que debía salir cuanto antes de Almería con destino a la ciudad francesa de Pou. Lo demás, le preocupaba bien poco.
—Date prisa, pollo —rumió el camionero con marcado acento balcánico—. La noche se presenta gélida…
Tras cargar todo el material, el joven operario levantó la mano y desapareció a toda velocidad entre altísimas estanterías metálicas.
Stojan encendió el motor y este rugió con brío. La cabina interior del camión estaba decorada con fotografías familiares, bufandas del equipo de fútbol de su ciudad y algún peluche roñoso del pasado, de cuando sus dos hijos todavía eran pequeños.
El tibio sol, fulgiendo en el horizonte desértico, se empeñaba en abrazarse al crudo invierno. El frío y el viento atenazaban los músculos del conductor, que frotó sus manos encallecidas con fuerza.
Stojan era un hombre corriente de mediana edad y estatura media. Nada en él destacaba, salvo su prominente barriga y la gorra de cuadros pardusca que cubría su calva.
«Vamos allá, campeón…», musitó mientras metía la marcha, consiguiendo que el enorme camión arrancase vomitando un espeso humo negro y dejara atrás los almacenes.
Conforme las horas iban sucediéndose, la noche comenzó a engullir el asfalto. El cansancio pasaba factura a Stojan, que prefería retrasar su descanso y así evitar el tráfico de la autovía.
Una llamada de móvil disparó automáticamente el manos libres. Sin apenas tiempo para descolgar, resonó la voz aflautada de su mujer al otro lado.
—¿Dónde andas? —preguntó con brusquedad.
—Por España —contestó tosco—. ¿Qué quieres?
—Tengo que contarte algo…
Stojan intentó centrar su atención en la conversación que mantenía con su esposa, pero sus ojos se desviaban constantemente a la carretera mientras su mente se dispersaba en ideas banales.
—El abuelo Zoran falleció ayer —prosiguió su mujer con la voz entrecortada—. Mañana será el sepelio en su pueblo natal.
—Lo siento mucho —musitó Stojan—. Supongo que estarás destrozada.
—¡Lo estoy! Fue como un padre para mí. Me cuidó desde niña y siempre estuvo pendiente de que no me faltara nada…
Los sollozos penetrantes de su mujer se clavaban como alfileres en los oídos del hombre, que sonrió abiertamente. Percibía palabras sueltas desde el otro lado del teléfono, pero él solo podía pensar en la herencia que recibirían. Siempre sintió cierto afecto hacia el abuelo Zoran, pero, a fin de cuentas, era un avaro codicioso. Por fin la vida parecía ofrecerle una tregua.
—Pasado mañana estaré en casa —afirmó Stojan.
—Te quiero mu…
Ese «mucho» quedó flotando como un eco residual cuando cortó a propósito la llamada. Cerró el puño y golpeó el techo de la cabina eufórico.
—¡Maldito viejo! —bramó fuera de sí—. ¡Púdrete en el infierno!
No pudo dejar de reír a carcajadas imaginando la cantidad de cosas que haría con esa gran cantidad de dinero que iba a recibir. Quizás lograra cumplir el sueño de comprarse una nueva casa con jardín o tal vez viajaría por medio mundo.
Los kilómetros hacían mella en Stojan, que tras varias horas, encaminaba su vehículo hacia las escarpadas montañas del pirineo aragonés. Una densa niebla comenzó a posarse en el morro del camión como una manta opaca y lechosa.
Stojan deslizó sus rechonchos dedos hacia el aparato de música y pulsó el play. El tema Wedding Cocek, de Goran Bregovic, atronó en la cabina haciendo vibrar los cristales.
—¡Va por ti, abuelo Zoran! —exclamó sacando del bolsillo de su chaleco un paquete de cigarrillos.
Hurgó en su pantalón en busca del mechero, pero no dio con él. Masculló entre dientes y abrió la guantera provocando que una cascada de papeles cayese al suelo, desviando la atención del hombre, el cual, tras alzar de nuevo la vista a la calzada, se vio obligado a dar un brusco volantazo para evitar salirse de la carretera.
Finalmente, se hizo con una antigua caja de cerillas que se deslizó graciosa entre varias multas sin pagar. Agarró con torpeza un fósforo y rasgó su cabeza rojiza sin que esta prendiese. Lanzó un juramento al cielo y volvió a intentarlo, sujetando el volante con los codos para aprovechar las dos manos. La cerilla se encendió y consiguió llevarla al extremo del cigarrillo aspirando con énfasis. Sin embargo, cuando quiso apagar el fósforo, este cayó sobre su entrepierna quemando la tapicería. Sacudió asustado la cerilla que se apagó al instante, pero el ruido seco de la gravilla bajo las ruedas del camión lo sobresaltó. Las ramas de los árboles que delimitaban la carretera del frondoso bosque quebraron el cristal delantero, haciéndolo saltar en mil pedazos. Stojan trató de reconducir el vehículo, pero el giro de volante fue demasiado pronunciado y la carga interior se venció hacia el lado opuesto, consiguiendo que el camión hiciese la tijera y volcase violentamente. Stojan se golpeó la cabeza contra el salpicadero y fue impulsado hacia el asiento del copiloto, arrastrando su rostro por las piedras que cubrían los arcenes de la carretera.
La puerta trasera del camión se abrió a causa del impacto y el cargamento de calabazas salió despedido por los aires. Cientos de ellas rodaron a través de la espesa vegetación, esparcidas como una gigantesca marea anaranjada.
El silencio se adueñó del lugar y la oscuridad dejó caer su manto funesto sobre el cadáver de Stojan. Los intermitentes del camión iluminaron una curiosa calabaza marcada con un símbolo a la altura del tallo. Se trataba de una discreta cruz teutona que yacía junto a un paquete de tabaco. Su premonitorio mensaje brilló con intensidad en medio de la noche: «EL TABACO MATA».
CAPÍTULO 2
A
inhara enredaba entre los dedos su melena morena mientras apoyaba la frente contra la ventanilla del coche. A través del cristal la ciudad parecía tranquila, indiferente a los pensamientos oscuros que revoloteaban en su interior.
Los transeúntes caminaban con cierta premura y ella los observaba divertida. Se fijó en ciertas personas que transitaban como si una cuerda invisible de tiempo tirase de ellas; otras arrastraban sus pesados zapatos cargados de ansiedades; los había que paseaban con la mirada perdida entre las nubes, lanzando preguntas al cielo; y los había que hundían sus ojos en el asfalto buscando respuestas.
Sus cavilaciones se vieron alteradas cuando una bandada de aves migratorias surcó el cielo dibujando una hermosa punta de flecha imaginaria. «¿Quién pudiera escapar junto a ellas y abandonar este lugar?», se cuestionó abatida. El golpe seco del maletero al cerrarse la sobresaltó, consiguiendo que todas sus reflexiones se esfumasen al instante. Un hombre de unos cincuenta años y complexión fuerte abrió la puerta del conductor y se sentó resoplando. El sudor resbalaba por su piel creando curiosos riachuelos que perfilaban su pronunciado mentón. Revolvió su pelo castaño y ajustó el retrovisor interior, ojeando de soslayo la evidente incomodidad de Ainhara.
—¿Seguro que no te dejas nada? —preguntó con suspicacia—. No me gustaría tener que dar la vuelta a mitad de viaje.
—Preocúpate de tus cosas —respondió tajante la joven.
—No seas borde. Vamos a tener que soportarnos bastante tiempo y no me gustaría andar como el perro y el gato.
—¿Y quién de los dos es el gato, Joaquín?
Ainhara chasqueó la lengua y volvió a centrarse en las vidas que transcurrían aceleradas al otro lado del cristal. Era una adolescente de dieciséis años que todavía buscaba incansablemente su lugar en este mundo, plagado de gente extraña y cruel. Se sentía perdida, confusa, desubicada. Nunca le interesaron las mismas cosas que al resto de la gente o al menos eso pensaba ella. No le importaban los chicos, ni las modas, ni la música de tendencia. Odiaba los estereotipos y la hipocresía. Quizá por eso no tenía amigas. Tal vez la acusasen de desconfiada y arisca, pero prefería ser fiel a sus principios y no seguir las reglas del juego ya establecidas. En resumidas cuentas, consideraba que su partida en este mundo todavía no había comenzado.
—¿Por qué no hacemos las paces? —comentó Joaquín intentando teñir sus palabras de cierta indulgencia.
—¿Y quién ha hablado de guerra? —espetó Ainhara con sarcasmo.
—Eres igual de tozuda que…
Joaquín se mordió la lengua y suspiró conteniendo la rabia que bullía en su pecho.
—Dilo. Se valiente —insistió la joven.
—Soy tu padre. No me gusta que me hables así.
—Perdona —sonrió con malicia—. No sabía que eras igual de susceptible que…
Ainhara dejó suspendida en el aire la frase incompleta para dañar intencionadamente a su padre.
—Si tu madre estuviera aquí no permitiría tus continuas groserías —respondió Joaquín con brusquedad.
—Si mi madre siguiese aquí tampoco permitiría tus malas decisiones.
Un desagradable silencio enmudeció sus labios. El rencor envolvía las palabras de Ainhara, que trataba de abstraerse fijando su mirada en un disperso grupo de nubarrones. No es que adorase precisamente la vida que llevaba en aquella ciudad, pero no comprendía el porqué de aquel viaje innecesario. No eran unas vacaciones ni tampoco un castigo. Sentía que su padre huía de aquel lugar arrastrándola consigo.
—Solo serán unas pocas semanas —musitó Joaquín con voz apagada—. Necesito tiempo.
Su hija se revolvió incómoda en el asiento del coche y echó la cabeza hacia atrás palpando su móvil con las manos.
—A ti también te vendrá bien esta parada —prosiguió ajustándose el cinturón de seguridad—. Tu vida es un caos. Debemos reordenar de nuevo nuestras piezas, ¿no te parece?
Ainhara odiaba que su padre jugase con las palabras como si fuera un poeta barato. La empujaba a un territorio desconocido del que solamente había oído hablar en remotas conversaciones del pasado.
—¿Por qué no te sientas delante? —insistió su padre—. El viaje es largo y así podemos ponernos al día.
—¿Ahora quieres ir de guay? Déjalo Joaquín…
Ainhara suspiró y rebuscó en el interior de su mochila vaquera, desordenando el montón de objetos, la mayoría inservibles, que cayeron sobre sus piernas.
—Te he dicho mil veces que me llames papá —sentenció resignado su padre.
La joven se hizo con un pequeño libro que aferró entre sus dedos huesudos. Se detuvo en el título: Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Sonrió y lo abrió de par en par comenzando a leerlo con avidez.
Saciaré mi ardiente curiosidad viendo una parte del mundo jamás hasta ahora visitada y pisaré una tierra donde nunca antes ha dejado su huella el hombre. Estos son mis señuelos, y son suficientes para vencer todo temor al peligro o a la muerte…
El coche arrancó y la ciudad comenzó a quedarse atrás. Joaquín sintió un intenso escalofrío que recorrió su espalda hasta llegar a la nuca. En el fondo, a pesar de sus propias reticencias, sabía que ese viaje podía ser definitivo.
CAPÍTULO 3
G
onzo se levantó de la cama y se estiró con dificultad. Los dolores de espalda le estaban matando. El suelo estaba frío, pero decidió caminar descalzo hasta el baño, atravesando un pasillo pobremente decorado. Todavía sentía en la boca el