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Llovió la muerte
Llovió la muerte
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Libro electrónico355 páginas4 horas

Llovió la muerte

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Este libro es una novela coral sobre la violencia y los submundos que esta fomenta y produce. Kaki, el heredero de una pequeña pero poderosa "empresa" criminal fundada por el famoso Rey de Oros, su padre, se ve envuelto en una complicada trama de tráfico de armas, drogas, corrupción y muerte que lo llevará a enfrentarse a uno de los más temibles líderes de la mafia rusa. Mientras tanto, un policía inexperto llamado Jaime Roca tratará de hallar las claves de la violencia que se ha desatado en una pequeña ciudad del Levante español, descubriendo con asombro y perspicacia que en el mundo del crimen nada es lo que parece.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2016
ISBN9788416616404
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    Llovió la muerte - Rafael González-Palencia

    Contraportada

    0. Esperanza

    Otra carretera oscura, otro salpicadero con olor a nuevo.

    El rocío pegajoso de la madrugada se coló por el aire acondicionado, añadiendo resina y flores tardías al aroma de concesionario.

    La luz de los faros sobresaltó a los conejos arremolinados en una rotonda. Sus cuerpos, diminutos y rígidos, rompieron a vibrar al son de las pupilas frenéticas, los hocicos temblando de ansiedad.

    El motor de la furgoneta lanzó un quejido. Un puñado de grava suelta tintineó contra los bajos.

    Sentado en el asiento del copiloto, Kaki se frotaba tranquilamente la nuca contra el reposacabezas, y con cada respiración acunaba bajo la chaqueta su pistola nueva: una Glock tres cero, calibre cuarenta y cinco, con tres leones rampantes grabados en la culata.

    El tío Roberto se la regaló. Dijo que se la había ganado al póker a un soldado inglés en un garito del puerto. Sucedió la noche antes de que al difunto capitán James Livermore, extirador de élite de las SAS británicas y empleado a tiempo parcial por varios infames contratistas privados, lo pelaran como a una ciruela en una casa vacía del barrio de Los Mateos por excederse en sus deberes de interrogador el verano anterior.

    Su pecado contra Alá: dejar sin párpados, testículos ni ojos —por este orden— al sobrino de un gerifalte de Al Qaeda del Magreb.

    Para hacerlo, usó un cortapizzas oxidado.

    Kaki había probado la Glock de los tres leones por primera vez aquella misma mañana. Contra el perro. Durante los últimos dieciocho meses, el viejo Brujo había padecido lo peor de una enfermedad degenerativa de la espina dorsal, una mielopatía, similar a la esclerosis humana, que normalmente afecta sólo a los pastores alemanes.

    Pero aquel mastín grisáceo, enjuto y babeante la desarrolló por sí mismo, sin aparente razón genética.

    A veces, las circunstancias que deciden la vida no tienen justificación, ni siquiera pueden explicarse. Tan sólo aparecen y no queda más remedio que afrontarlas.

    Iban a sacrificarlo al día siguiente, pero a Kaki le pareció más honesto matarlo cara a cara, sin jaulas de dos metros cuadrados. Sin extraños ni camillas heladas.

    El percutor de titanio chasqueó, liviano. La detonación del arma sonó igual que la palmada con la que una madre manda callar a sus hijos: familiar pero no exenta de cierta crueldad.

    El maltrecho Brujo no apartó la vista de su dueño hasta que el impacto le giró violentamente la cabeza hacia atrás. Medio cerebro le saltó por los aires y aterrizó como una plasta rosácea sobre una lona de plástico en el suelo. Sus patas huesudas crujieron, se estiraron de pronto y luego se desplomaron junto a él, desordenadas.

    Kaki lo envolvió con cuidado en la lona antes de enterrarlo en el jardín, debajo del naranjo y su perfume, aquel territorio que tantas veces había marcado el animal.

    El fragante azahar lo volvió a asaltar en la furgoneta, pero no era nostalgia, sino una señal de que estaban llegando a su destino. Kaki se miró con curiosidad las manos nervudas. Estaban tan firmes como el mármol.

    Después volvió la cabeza y sonrió con sincera calidez al gitano Martín, quien conducía con una cadencia señorial, bien equilibrado sobre su corpachón.

    Desde detrás de su nariz, mezcla de jefe apache y boxeador, el gitano le devolvió el gesto pero no la sonrisa. Kaki apretó el botón del comunicador.

    —Silencio a partir de ahora. Silencio.

    Su voz sonaba metálica, afilada. En la caja de la furgoneta, dos o tres de los ocho hombres armados y forrados de Kevlar de arriba a abajo respiraron con fuerza, como si se permitieran hacerlo por última vez antes de lo que les aguardaba.

    Otro de los hombres, de barba pelirroja y ojos casi opacos, como los de un tiburón, examinó con cuidado, tomándose su tiempo, los de todos los demás. En ellos encontró inquietud, pero también fiereza. Kaki volvió a hablar:

    —Recordad: cuando yo diga «esperanza».

    Soltó el comunicador y observó sus manos otra vez. Seguían como piedras.

    «Hemos venido aquí a matar a estos hijos de puta. Hemos venido aquí para matarlos a todos, joder», se arengó mentalmente, intentando que aquellas palabras, inyectadas de ímpetu juvenil, forzaran algún tipo de efecto en su cuerpo.

    Pero no sucedió nada. La furgoneta cogió varios baches, rebotando despreocupada. Al fondo de la carretera oscura, una luz vaporosa se derramó sobre una verja metálica.

    Alguien les hizo una señal con la mano.

    Los estaban esperando.

    1. El eco de una tormenta

    El biru biru biru del teléfono abofeteó el silencio de la madrugada en el dormitorio de Julia Domínguez. El sonido se apagó entre cada figurita de porcelana, marco para fotos, jarroncito y libro apilado sobre cada mesita, cómoda y sinfonier.

    Una gata maulló desafinada, sin despegar la panza del colchón que compartía con la mujer.

    Entre los labios finos y la mueca de disgusto de Julia, un poco más arriba de las rodillas huesudas y suaves encogidas sobre sus pechos, una orden y una contestación fueron susurradas sobre el teléfono inalámbrico.

    La una sonó infinitamente más dulce que la otra.

    —Mmm… Cállate, Estela… ¿Quién es?

    —Hola, ah…, eh… Buenos días, señoría, ¿la he despertado? —preguntó una voz de hombre falsaria y monocorde.

    —¿Quién es? —acertó a repetir Julia.

    —Soy Gómez, de la oficina del comisario Garre, señoría. Euh… ¿Puede esperar un momento, por favor? Tengo otra llamada.

    —¿Qué? ¿Oiga? —exclamó la mujer con incredulidad— Será gilipollas…

    La gata maulló de nuevo, solemne.

    —Sí, sí… Estás muy gorda, mamá. Y muy guapa. Ya te falta poco —le dijo al animal mientras le repasaba el lomo en busca de un ronroneo de agradecimiento que nunca llegó.

    —¿Sigue ahí, señoría? ¿Oiga? —volvió a gotear desde el interior del teléfono. Julia deseó tener una toalla para colocarla sobre el auricular y evitar que aquella voz se derramara sobre su cama. De pronto, decidió que ya tocaba lavar las sábanas.

    —Dígame, González —repuso, sabiendo que ese no era el apellido, sólo por fastidiar.

    —Es Gómez, señoría… —y un pequeño resoplido—. El comisario me ha ordenado que la avise a usted primero. Ha habido un tiroteo en el Polígono Sureste. Hay muertos en…

    —Sí, claro. ¿Garre quiere que vaya ahora?

    —Cuanto antes. Parece que hay alguien importante, de los rusos, implicado.

    —¿Quién?

    Tras la respuesta, las sábanas quedaron colgando al borde de la cama. Estela maulló al vacío y en el piso nuevo de la juez Domínguez, el quinto que estrenaba a sus treinta y pocos, las luces se encendieron. Todo en su interior era prefabricado, prescindible. Excepto las figuritas, las fotos y la docena de libros que había tenido en su habitación desde niña y que siempre llevaba consigo. No importaba adónde fuera.

    En la calle, con la llegada de la primera esquirla de claridad, un pájaro graznó como un mal presagio.

    Poco más de una hora después, una Yamaha roja con aspecto de cortacésped venido a más borboteaba con fuerza frente a la Dirección General de Policía, situada a la orilla del río y junto a una de las vías más rápidas para salir de la ciudad.

    Sobre el asiento de la motocicleta, el estómago y las tripas de Jaime Roca hacía tiempo que habían disuelto con una cantidad exorbitada de ácido su simulacro de desayuno: un café de sobre con leche sospechosamente agria y una tostada integral coronada por una salchicha de Frankfurt directa de la nevera, sin freír, calentada en el microondas por pura vergüenza torera.

    Pero, gracias al estufido del motor, nadie podía oír su serenata gástrica. Ni siquiera el policía que se le acercó desde la garita de la entrada para reprenderlo con una áspera amabilidad.

    —No te puedes parar ahí —espetó hacia el veinteañero motorista desde una mandíbula torcida, como un padre que regaña al niño en un evidente combate contra la pereza de verse obligado a hacerlo.

    Roca se levantó la visera del casco, pero de todas formas gritó mucho más de lo necesario.

    —¡Oh! ¡Entro de servicio! ¡Es mi primer día! ¡¿Dónde puedo…?!

    Ni el policía ni su mandíbula juzgaron severamente al joven por aquello.

    —Da la vuelta al edificio por ahí. Verás la puerta de un garaje. Enséñale la placa al guardia de la puerta —le contestó, sin señalar a ningún sitio en particular.

    —Gracias —replicó Roca, elevando la voz mucho menos en esta ocasión.

    Mientras daba un poco de gas para llegar hasta la esquina, todavía con la visera subida, se preguntó si al salir de casa había cogido la placa. El devenir intestinal del desayuno no mejoraba su confianza, pero Roca imaginó, sin que hubiera sucedido, que el policía con el que acababa de hablar en realidad le había dicho «no te preocupes, saldrá bien, todo el mundo tiene un primer día». De este modo, aceptando como refuerzo de la autoestima unas palabras amables que en realidad nadie había pronunciado, encontró la placa a la primera en un bolsillo de sus vaqueros.

    Se la ofreció satisfecho al guardia de la puerta del garaje.

    Ya en el interior de la DGP, Roca avanzó por un largo pasillo con ventanas en el techo y el muro de poniente. Sus paredes de tarima parecían muy bien diseñadas para superar los treinta grados a casi cualquier hora de un día de primavera.

    Al final del entonces desierto y un poco más tarde desértico corredor, junto a un par de pósters que se proponían, a partes iguales, disuadir a pequeños emprendedores del crimen de servir como mulas a las mafias de la droga y entretener a las visitas —«¡Si llevas cocaína encima, en el avión te cocinan langosta y el comandante te deja pilotar! ¡En la aduana te hacen la ola y los perros se dejan acariciar! Si te has creído que pasar droga es la solución a tus problemas, puedes creerte todo lo demás…»—, había un ascensor.

    De su interior salieron dos cincuentones vestidos con pantalones bien planchados y camisas blancas a cuadros de distintos colores. Los dos eran bastante bajitos, uno con la espalda el doble de ancha que las caderas y el otro un barrilete con mostacho, con el culo tan fofo como un acordeón desplegado.

    El acordeonista se quejaba con sorna:

    —Así que va la tía cabrona y me dice: «Le encuentro mucho mejor. El Stilnox lo vamos a dejar de momento, ¿eh?».

    —¡Ja, ja, ja! ¡La hostia! —repuso el otro, solidario.

    —Tengo tres juicios esta semana, una inspección la que viene, a mi mujer embarazada, a mi suegra en casa, y la señora psiquiatra del puto seguro me quiere dejar sin pastilla para dormir. ¿Qué te parece?

    —¡Ja, ja, ja! ¡Pues esta noche hazte un pajote!

    —Sí, sí, tú ríete, cabrón. A las cuatro de la mañana te llamaré para contarte mi vida.

    —Si me llamas te enchufo los ronquidos de la Rosario para que te pongas a tono, ¡¡JA, JA, JA, JA!!

    Las carcajadas se perdieron tras las puertas cerradas del ascensor. Cuando estas volvieron a abrirse, la primera planta apareció ante Roca como una estancia diáfana, salpicada por un rosario de mesas desorganizadas y unas pocas personas en desbandada.

    Una chica con coleta, armada con una blusa blanca ceñida, le sonrió en un destello, pero no dijo nada. Al fondo, en un despacho con paredes de cristal desde el suelo hasta el dintel de la puerta, un muchacho inexpresivo hablaba por teléfono.

    Iba vestido con el traje azul tranquilizador que un político veterano llevaría a un debate en televisión.

    Cuando Roca se acercó a la puerta, el joven colgó y apuntó hacia él una perilla escrupulosamente recortada y unos tirantes demasiado elegantes para su edad. Su cuerpo parecía duro y gelatinoso a la vez.

    —Pasa, por favor, y coge una silla de ahí. No he tenido tiempo de leer tu ficha. ¿De dónde vienes?

    —De la Provincial de Valencia. —Roca asumió que en algún momento de la conversación se dirían el uno al otro quiénes demonios eran.

    El teléfono volvió a sonar.

    —Mejor no te sientes.

    Después de unos segundos de cháchara sin adornos que incluyó varias veces las palabras «sí, señor», el de los tirantes colgó y volvió a dirigirse a Roca con un cuidadoso tono burocrático.

    —Supongo que tienes la orden de traslado. Puedes dejársela a la secretaria de fuera, ha habido un tiroteo y tengo que ir a…

    —De acuerdo. Me llamo Jaime Roca —le interrumpió, para momentáneo disgusto de ambos.

    —Yo soy Edu Gómez, antes estaba en el núcleo de apoyo del GEO en Guadalajara. Garre está en una escena con los de la Científica. Ocho muertos, cinco rusos, tres ucran… —Esta vez fue Gómez el que se interrumpió a propósito. Un nuevo patinazo en la costosa comunicación entre ambos.

    Roca se sacó del bolsillo de la cazadora unos papeles doblados.

    —La orden de traslado —le presentó.

    —Ya te lo he dicho, esa es para Manoli. Déjale también el casco y vente conmigo si quieres, vamos en mi coche. Una pena que no puedas aterrizar aquí con tranquilidad, pero esto es importante. Es más importante, quiero decir.

    —Una pena, sí —contestó Roca, y se dio cuenta de que había sonado a burla sin quererlo—. No te preocupes. ¿Y Manoli es…?

    —Es la única que está ahí fuera.

    Tenía razón, en la primera planta ya no quedaba nadie más.

    Roca recibió otra sonrisa fugaz al entregar los papeles a la chica de la coleta, y le pareció notar el ego herido de Gómez clavándose nada amistosamente en su nuca mientras se dirigían de vuelta al garaje. Pronto se acomodaron en un Passat de color brumoso y salieron a la blanquísima luz de media mañana.

    El trayecto en coche no fue largo, pero Gómez hizo todo lo posible por eternizarlo permaneciendo callado. No le gustaba Roca, ni su aire juvenil, ni su camiseta estrecha, que dejaba asomar una musculatura de apariencia larga y elástica, ni su mentón bien trazado, ni su pelo rubito, descuidado pero aun así brillante. Y, encima, un puto listillo.

    Aunque el desagrado era mutuo, el recién llegado ocupaba la mente en casi todo menos en el desdén de su chófer. Mientras hacía caso de lo aprendido en la Academia y observaba con atención el camino, intentando memorizar puntos de referencia que le sirvieran como marcadores para futuros trayectos, un relámpago de dolor le recorrió el tobillo izquierdo.

    Bajo un sol que empezaba a volverse hiriente, el coche había ascendido un trecho por la ladera de un monte cercano, a través de una carretera flanqueada de cactus e higueras de pala, y la articulación notaba el leve cambio de presión barométrica.

    El edema residual ya había desaparecido, y sólo una delgada línea de piel enrojecida, justo en la unión entre los huesos, recordaba la lesión que le había costado a Roca no entrar a formar parte del grupo antiterrorista.

    Tantos días, tantas pruebas superadas para nada. Recordaba las treinta y seis horas en vela que le obligaron a pasar sentado, con música a todo volumen y las luces apagadas en un aula de la Academia en Madrid; los brazos llenos de moratones, recordatorio de los pellizcos para mantenerse despierto.

    También la vez en que los llevaron en pequeños grupos a cronometrar cuánto tardaban en pedir una de bacalao en la hora más abarrotada del Casa Labra. Sin saber que quien más tardara en que lo atendieran obtendría la máxima puntuación, por su facilidad para pasar desapercibido.

    Las extrañas listas de objetos que a menudo debía conseguir en unas pocas horas: la placa de otro policía, un ticket de la caja registradora de una tienda por valor de cero euros, una matrícula de coche con una numeración determinada, una pieza concreta del vestuario de una obra de teatro que se representaba en la ciudad…

    Rememoraba la obsesión de los instructores por presionarlos, cada vez menos tiempo, cada vez más dificultad. Les hacían recabar datos corporativos de todo tipo, información sobre personas anónimas, incluidas familias y niños, copias de expedientes laborales, fotografías de antiguas novias, planos y croquis de viviendas… Todo a la carrera, a veces en unos minutos, todo improvisando.

    «Nenes, hay que tener las tres ces: cabeza, culo y cojones. A ver si valéis para esto», aquel era el mantra más repetido entre prueba y prueba.

    Pasaron semanas, meses de continuo examen, de resistir el acoso de los profesores y la competencia feroz con los compañeros, de dormir poco e inventar de la nada para salir adelante.

    El final ya estaba cerca, pero todo se fue por la borda tras una mala caída en una pista de atletismo, en una carrera puntuable de ochocientos metros, a sólo tres semanas para el final del curso.

    Una lesión nueva encima de una antigua, recuerdo de los años de judo en el instituto, y un dilema con dos únicas posibles elecciones: repetir el año entero o buscar otro destino para un policía joven y con formación de élite.

    Sara nunca llegó a conocer su decisión final.

    No puede decirse que después de la operación, anclado con su penosa escayola, Roca fuera el más dócil de los enfermos. A menudo, durante aquellos días se sentía como debajo del agua, sin más remedio que aguantar la respiración. El fracaso le oprimía el pecho. La vista se le enrojecía y distorsionaba, como si el cristal esmerilado de una vieja mampara de ducha lo separara de cualquier imagen más o menos nítida de su futuro, ahora convertido en una sombra de silueta incierta.

    Sus estados vitales enloquecieron: insomnio, agotamiento, paz, ansiedad, deseo, derrota… Todo se mezclaba en un cóctel tan espeso que comenzaba a alejarse de la condición de líquido.

    La idea constante de que quizá ya nunca se sobrepondría a aquella incertidumbre, a la deriva a la que el chasquido de su ligamento lo había arrojado, alimentaba todavía más su neura. No se trataba de la situación física en sí, de la necesidad de pasar un tiempo con el culo pegado al sofá para recuperarse de un percance físico de relativa gravedad. Ni siquiera de la obligación de plantearse cuál sería el mejor camino a seguir para propulsar su carrera en la Policía. Sabía, desde un punto de vista racional, que tendría oportunidades de encontrar, más adelante, una vez olvidado el año perdido y curada su lesión, algo que le proporcionara estabilidad y, quizá, le ilusionara.

    Pero las sensaciones que acompañaban a esta idea eran, por alguna razón, lúgubres e inquietantes. Y así, de un día para otro, Roca se quebró. La angustia mental que nublaba sus horas de reposo forzado se transformó pronto en unas náuseas muy orgánicas, y le costaba un gran esfuerzo reprimirlas. Casi siempre tenía ganas de devolver, y a menudo le asaltaba la sensación de ser incapaz de abrir la mandíbula, y respiraba con prisa por entre los dientes. Su garganta se estrechaba, a veces, hasta el punto de no permitir el paso de la comida o el agua. O al menos a él así se lo parecía. Su confianza en que cualquier cosa podía salir bien no era entonces más que un recuerdo sardónico, una triste y vergonzosa herejía.

    En cuanto a la vida en pareja con Sara, aquella mala caída sobre el áspero tartán fue como una bola de nieve sucia que enfangó sus vidas y los arrastró al vacío.

    En apariencia, había una explicación sencilla al deterioro de la convivencia: Roca sufría los latigazos de su propia zozobra y los proyectaba sobre su novia. Podía pasar de ser el chico más dulce al más huraño en cuestión de minutos, hacerse la víctima y al poco tiempo demostrar un profundo desapego, ser tan exagerado en el agradecimiento como cruel en el reproche y, en definitiva, acabar con la paciencia de cualquiera. En su piso de Madrid, alejados de sus respectivas familias —Sara tenía una hermana mayor, pero no se hablaban, y su madre, viuda, era cardióloga en Düsseldorf, adonde se había mudado con su nuevo marido alemán, mientras que los padres de Roca regentaban la ferretería familiar en Paterna— y con pocos amigos a los que recurrir, la tensión entre ellos se había cargado de voltaje. Los frecuentes conflictos que azotaban su relación eran demasiado vertiginosos, mezquinos y codiciosos en el despecho como para llevar sólo ocho meses viviendo juntos.

    La espiral de descontento y asco en que ambos cayeron no fue nada superficial. Desde la lesión, como poseída por un complejo lejano, Sara manifestó un rechazo nada disimulado hacia Jaime. Al principio, en el hospital, le había dicho con la máxima dulzura: «No te preocupes por nada, ahora yo te cuidaré y enseguida estarás bien». Pero muy pronto se retractó, de palabra y de obra. Sin solución de continuidad, empezó a culpabilizarlo.

    Lejos de comprender si lo hacía a propósito o si, simplemente, no podía evitarlo, Roca sufría aún más sólo con analizar las razones que la llevaban a comportarse así con él. Inmerso como estaba en lo que a él le parecía un horrible trance, le desconsolaba que cualquier pequeña demostración de debilidad por su parte fuera recibida con reproches y amargura, y sus novedosas tendencias de ermitaño no ayudaron.

    Si Sara le proponía acercarse a pasar la tarde en alguna terraza del centro, él se negaba e intentaba hacerle comprender, al principio con buenas palabras, que le parecía una tarea titánica en su estado. La mera visión de las muletas lo compungía. Pero ella no se mostraba en absoluto comprensiva, sino más bien severa, incluso escalonadamente perversa.

    «Parece que te molesta la luz del sol».

    «Así que me he venido a vivir con un flojo».

    «Pues yo me voy. ¿Te tapo con la manta antes de irme, abuelo?».

    «A ver si por lo menos limpias un poco la casa, ya que te quedas aquí todo el día».

    Al principio, Roca pensó que simplemente trataba de espolearlo, pero una duda constante se removía en su interior. Nuevas reglas de confrontación afloraron entre ambos. Pronto quedó claro que cualquier cosa que Roca necesitara y no pudiera conseguir por sus propios medios le costaría una pequeña humillación.

    Incluso pudo detectar algún esfuerzo, que él percibía como sádico, por parte de Sara para ponérselo todo un poco más difícil. A menudo le quitaba de en medio las cosas que él dejaba estratégicamente colocadas para que fueran más sencillas de alcanzar, como el mando de la tele, las revistas de motos o las agujas de tricotar que utilizaba para rascarse por dentro de la escayola.

    También con frecuencia, Sara se enredaba en largas conversaciones telefónicas sentada junto a él, impidiéndole así escuchar algo en la televisión, casi siempre el primer programa en todo el día que le interesaba mínimamente. También cerraba las puertas a su paso, dejaba sillas por en medio y se negó a conseguirle un asiento para la ducha. Pero no sólo eso: si Roca le encargaba que le trajera algo de la calle, se hacía la olvidadiza.

    En cada confrontación, los dos se arrojaban a la cara biliosas acusaciones de paranoia, y nunca llegaban a solucionar del todo ningún conflicto, por ínfimo que fuera.

    El sexo se convirtió en una liturgia de amargura, impregnada de un olor tan íntimo pero a la vez tan repugnante como el que se adhería a las yemas de los dedos de Jaime al frotarse la pequeña zona de piel de la pantorrilla que alcanzaba por debajo del yeso.

    Roca se sentía prisionero, como si la escayola oprimiera mucho más que el último tercio de una de sus extremidades. Y, lo que es peor, podía ver claramente que Sara se imaginaba igualmente atrapada.

    Pasaron los días y llegó la operación.

    Una breve tregua se firmó de forma tácita entre ellos durante la convalecencia en el hospital, pero, de vuelta a casa, como si el lugar los infectara de una hostilidad abyecta, continuó el maltrato mutuo.

    En un momento dado, cuando la posibilidad de la violencia física empezaba a flotar en serio en el ambiente, Roca se planteó regresar a Valencia. Ella no le detuvo, incluso dejó entrever que había conocido a otra persona. En menos de un mes desde que todo empezara a ir mal, ya con el pie apoyado en el suelo y utilizando una sola muleta, Roca sintió más alivio que tristeza mientras subía al tren de vuelta a casa. Pero aquella alimaña de desazón que había roído su interior más allá de su crisis de pareja no iba a desaparecer tan fácilmente.

    Al menos, para cuando el Passat de Gómez, un coche demasiado grande para casi todo excepto para echar un polvo o sobrevivir a un accidente, cruzó junto a un huerto de naranjos y los dos hombres divisaron a lo lejos el despliegue policial a la entrada de una enorme nave industrial, el rumor del tobillo renqueante de Roca sí se había disipado.

    Aún era temprano, pero el calor ya inflamaba el aire de la mañana en lo alto de la rampa por la que los camiones de reparto bajaban hasta el almacén subterráneo del supermercado del pueblo.

    Un solo coche, recién llegado y poco memorable, aparcó junto a la entrada del parking para los clientes. De su interior descendió pausadamente un hombrecillo abultado, medio calvo y quejumbroso, con los ojos entornados por el sol tempranero.

    Llevaba una camisa de manga corta de color granate seco, como una mancha de tomate antigua, y pantalones cortos de algodón de un beige indeterminado. Sus pantorrillas, de tan pálidas, casi centelleaban. Su rostro se arrugaba sobre dos mejillas sonrosadas y horizontales.

    Con unos pasitos bizcochones pero ágiles, plantó sus sandalias de cuero en lo alto de la rampa y comenzó a sudar y, al mismo tiempo, a descender a saltitos hacia la puerta del almacén. Los muros de piedra que encauzaban el camino, pintados con un gotelé blanco de rugosidad exagerada, fueron poco a poco alzando una fresca sombra a su paso.

    La cámara de vigilancia situada en una esquina de la puerta le apuntó con curiosidad.

    Al otro lado, en el interior del almacén, Vladimir se asomó al monitor sobre el hombro de Artem, pestañeó como si se le hubiera metido algo en el ojo y masculló entre los labios entornados, en un sibilante ruso de los alrededores de San Petersburgo:

    —Déjalo entrar.

    Artem escuchó la orden y apretó el botón de la puerta sin pensar. Su conciencia regresó a los dos segundos, en forma de pregunta.

    —¿Quién es ese tipo?

    —Cállate —le escupió Vladimir—. Hay que irse. Vamos a meternos en el baño.

    —¿Qué? ¿Por qué?

    —Te he dicho que te calles. Date prisa. Dabai, dabai.

    Los dos hombres salieron de la habitación apresuradamente. La puerta del garaje ya se había cerrado de nuevo por completo cuando el hombrecillo llegó al otro extremo, cruzando el asfalto mojado junto a varias estanterías industriales de seis alturas.

    Antes de alcanzar su destino, sorteó una carretilla eléctrica manual y varios palés con cajas de plátanos maduros que habían quedado varados a medio camino entre el camión de reparto y una de las dos rampas de acceso al interior del supermercado.

    En un recoveco de la pared del fondo, justo detrás de una columna en la que se podía leer, escrita con un rotulador rojo, la frase «Легавым отомстят родные дети», había un panel eléctrico de considerable tamaño.

    El visitante tiró de la puerta del panel, que una vez abierta formaba una especie de biombo con la superficie de la columna y el muro perpendicular a esta

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