Viento fresco: Antología de cuentos juveniles II
Por Varios autores
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Viento fresco - Varios autores
VIENTO FRESCO
Antología de cuentos juveniles II
Edición y diseño: equipo Edebé Chile
Ilustraciones de Fabián Rivas
© 2013 by Editorial Don Bosco S. A.
Registro de Propiedad Intelectual Nº 230.669
ISBN Edición Impresa: 978-956-18-0856-0
ISBN Edición Digital: 978-956-18-1119-5
Editorial Don Bosco S.A.
General Bulnes 35, Santiago de Chile
www.edebe.cl
docentes@edebe.cl
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
Primera edición impresa, agosto 2013
Primera edición Ebook, mayo 2018
Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos, electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.
ÍNDICE
LUCHITO · Armando Aravena
ENCANDILADA · Fernando Sáez
UN SECRETO · Fernando Sáez
EN VERANO · Fernando Sáez
LA TÍA SHONY · Luis Alberto Tamayo
LAS ZAPATILLAS DE FÚTBOL · María Teresa Espinoza
AMIGAS · María Teresa Espinoza
MIRAR VENTANAS · Gloria Alegría Ramírez
TODO POR LA MARLENE · Gloria Alegría Ramírez
LA ÚLTIMA CARTA DE PUNTA BLANCA · Jorge García Fuentealba
TEATRO DE TEMPORAL · Héctor Browne
CAMBIO CLIMÁTICO · Franco Scianca
CORREDOR AL ALBA · Franco Scianca
Armando Aravena
Armando Aravena Arellano. Profesor y escritor. Autor de cuentos, novelas, obras de teatro y guiones para cortometrajes. Columnista de los diarios La Tercera y Publimetro. Sus obras han sido premiadas y editadas en Argentina, España, Francia y Chile. Obtuvo el FONDART 2013, con su novela Espérame, llegaré en el primer tren.
LUCHITO
Hoy me encontré con Lucho, Luis… ¿Cuál era su apellido?... ¿Chacana?... Sí, creo que Luis Chacana. Yo iba por calle Compañía hacia el centro cuando lo divisé. Culebreando entre los autos detenidos ante el semáforo, ofrecía voz en cuello sus helados.
—¡Hooooola Luchito
!—, le grité emocionado.
Él se dio vuelta como un relámpago y me fijó su mirada asustada. Tardó unos segundos en reconocerme y luego se acercó presuroso. Apenas pude detenerme un instante para estirar mi mano y estrecharla con la suya.
—¿Cómo estai? —le dije con cariño, — y él tan sólo levantó los hombros y alzó las cejas—, súbete, vamos a algún lado a tomarnos una cerveza, hizo un gesto entre confundido y avergonzado.
—No puedo tomar —dijo, y se tocó el estómago, como disculpándose por tener alguna enfermedad.
En ese instante debí moverme. Tras de mí se había formado una hilera de vehículos que me increpaban con sus estridentes bocinas. Sólo nuestras miradas continuaron adheridas hasta que, finalmente, también se extraviaron entre el intenso tráfico del mediodía.
Pobre Luchito, siempre fue enclenque. Flaco, esmirriado, su nariz y sus ojos rojizos parecían decir toda la vida: me pegaron
. Al principio, cuando recién lo conocían, todos abusaban… o abusábamos de él. Sin embargo, pese a su fastidiosa timidez, su insoportable mansedumbre y su repelente servilismo, terminó haciéndose un lugar dentro del grupo.
Quizás pudo ser porque era el único del barrio cuya presencia nunca significó peligro, desafío o competencia para nadie. Todo lo contrario, siempre hubo alguien dispuesto a salir en su defensa, aunque fuese después de que el pobre hubiera recibido la primera dosis de castigo.
Nunca podré olvidar aquella tarde de verano en que apareció al fondo del callejón Arrieta, empujando apenas aquel inmenso neumático de camión. Ya habíamos pichangueado
un par de horas y tendidos sobre el pasto nos refugiábamos del sol bajo la sombra de las acacias. Conversábamos con desgano, el calor nos atontaba. Lentamente se fue aproximando al grupo, haciendo un gran esfuerzo por controlar la inmensa rueda.
—Me puedo meter adentro — dijo después de un rato al sentir que en el grupo, quizás por cansancio, por lata o por el agobiante calor, nadie se interesaba por su descomunal juguete—. Al oírlo el Pepe se puso de pie, se acercó al Luchito y sujetando el neumático le ordenó:
—Métete…
El Lucho se acomodó dentro del neumático. Su cuerpo flácido y enjuto se adhería perfectamente a la curvatura inferior de la rueda.
Todos dimos una vuelta con Luchito girando dentro del neumático. Cada cual trataba de imprimirle más velocidad o hacer pasar la rueda por algunos obstáculos que pusieran en riesgo la estabilidad del voluntario tripulante.
—Vamos a la subida del canal,— propuso alguien y todos adherimos con entusiasmo.
La subida del canal
quedaba al final de la calle Arrieta. Allí, casi en el faldeo cordillerano y tras cruzar el canal San Carlos, la calle presentaba una empinada subida de dos o tres cuadras de extensión.
—Ya cabros —dijo el Pepe cuando extenuados logramos llegar arriba—, lo vamos a