Tras Las Huellas De Sherezade
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Una punzante reflexión sobre los tiempos difíciles.
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Tras Las Huellas De Sherezade - Carmen Dorado Vedia
TRAS LAS HUELLAS DE SHEREZADE
Carmen Dorado Vedia
A mamá, in memoriam
Influida por la literatura árabe, fascinada por su cultura, su lengua, su historia, escribí estos cuentos. Quien se acerque a ellos asistirá a narraciones fantásticas no exentas de simbolismo. De la mano de sus protagonistas recorrerá zocos y ciudades. Viajará por el desierto a través del tiempo, mientras se tejen sueños con anhelos, o donde el ruido de la guerra se impone al rumor de sedas y muselinas.
Si por un instante el lector siente estar allí, habré cumplido mi sueño.
Carmen Dorado Vedia
Amanecer
Cuando tus miedos sean tan solo recuerdos, será porque fuiste la luz que venció a la amarga oscuridad.
J. F. Amat
Mientras las sombras son tejidas con hilos de luna y el canto del almuédano recorre la ciudad, una joven avanza despacio como un murmullo.
Camina descalza. Estira las piernas e inhala el olor de la primavera. Algunos coches que circulan le proporcionan luz suficiente para iluminar sus pasos.
—Esto ha sido un aviso —le dijeron—. La próxima vez irá en serio.
Sus pies están hinchados, tiene intensos dolores de estómago y el cuello le molesta. Se apoya en una tapia para respirar, y entonces se da cuenta de que tiene compañía.
Desde hace un buen rato un perro, cojo y medio ciego, la sigue por las callejuelas.
En un poyete se sienta para descansar y atrae hacia sí al chucho.
—¡A ti también te han apaleado!
El perro se deja acariciar y restriega el hocico contra sus piernas.
—¡Vamos, aún nos queda mucho camino!
Para llegar a su casa, en el barrio cristiano, ha de atravesar los zocos, ahora vacíos y silenciosos. Dentro de unas horas las tiendas abrirán sus puertas, aunque desde hace algunos meses ha disminuido el número de visitantes y compradores.
—Como sigamos así, tendré que cerrar —había dicho un vecino.
Y es cierto, muchos comerciantes han tenido que cerrar sus tiendas, la mayoría lo ha hecho por miedo.
El miedo se huele en cualquier rincón de la ciudad, chorrea, ciega, lo impregna todo. Ya no te puedes fiar de nadie, se desconfía de vecinos y amigos, cualquiera puede pertenecer a la policía secreta. Se habla en susurros volviendo la cabeza a un lado y otro para comprobar que nadie escucha. La gente ahora es taciturna.
Esto tiene que cambiar, piensa, y de nuevo un pinchazo le golpea el estómago. Entonces se acuerda de que lleva demasiadas horas sin comer.
Si rodeo la gran Mezquita, entraré en el zoco de las especias y allí podré comprar algo de pan, ahora estarán horneándolo.
La boca se le hace agua. Pero no tiene dinero, lo poco que llevaba se lo quitaron en la comisaría. No es lo que más le duele. Se quedaron con la cámara de fotos, regalo de su padre, y una pulsera de plata, regalo de su madre.
Los ojos se le anegan, siente una opresión en el pecho. Mira hacia abajo y ve al perro que se ha detenido a lamerse una pata. Se agacha y comprueba que tiene una herida profunda.
—Cuando lleguemos a casa te curaré.
Se le han pasado las ganas de llorar y reanudan el camino. Un fuerte olor a pan recién hecho la golpea, avivan el paso. Cuando llega a la panadería ve el frenético ritmo de los horneros. Asoma la cabeza por un ventanuco, al fondo, dando órdenes, está el viejo Baraka.
Él también la ha visto y se acerca.
—Pero, chiquilla, ¿qué te han hecho?
Mariam se da cuenta de su aspecto. Su larga melena sin brillo y pegada a la cara a