La trampa del pajonal
Por Enrique Amorim
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La trampa del pajonal - Enrique Amorim
La trampa del pajonal
Copyright © 1928, 2021 SAGA Egmont
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ISBN: 9788726682564
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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DIARIAMENTE
Encendióse la luz del comedor. Alguien, en voz alta, enteró a la familia que la comida estaba servida. Se oyeron dos sonidos simultáneos de sillas arañando el pavimento. En seguida, pasos desde los extremos de la casa. El rechinar de un picaporte, menudo sonar de vajilla, un timbre, y comenzó la comida.
En la mesa se halla el matrimonio y sus tres hijos. El mayor, una niña de quince años, rubia, blanca, grave, en la cabecera, frente al padre, un hombre canoso, de cejas pobladas, negras; ojos vivos, y cansada boca sensual. A su derecha, su mujer, hermosa, sana, rozagante, enérgica, con los ojos inyectados en sangre, por el llanto de horas y días pasados. No obstante, sonríe plácidamente a sus hijos, con el ánimo preparado, a fin de que su marido halle en su rostro suavidad y disculpas. Premeditados sus ademanes, aparenta tranquilidad.
A la derecha de la madre, los otros dos vástagos, varones ambos.
La criada sirve, enterada del estado de ánimo de los amos. Por esa razón, su cariño manso y acentuado de criada comprensiva, irrita al dueño de casa.
La criada suaviza sus ademanes, pasa los platos con delicadeza, se acerca a los niños y les dice menudas palabras de cariño, al servirles. Hay en ella un cuidado propio de quien tiene consideración, lástima, ternura. Un aire de amable componedora, irritante.
El amo comprende. La criada se ha enterado de todo, lo sabe todo. Se ha ventilado una vez más, entre los cónyuges, la histórica infidelidad del señor. Una vez más, él, el perdonado, sentía el peso de un nuevo eslabón en su cadena. El primero, cuando la hora del perdón. Y, diariamente, uno más. . .
Se le toleraba como perdonado. El, el amo, pasaba a ser un esclavo. Por una causa u otra, con o sin razón, diariamente la palabra perdón. . .
La criada lo sabe. Los niños lo sospechan. . . El hombre sorbe cucharada tras cucharada su sopa humeante. Piensa en la carta, en la imprudencia, en los anónimos.
Es un chocar de lozas, cucharitas, tenedores, cuchillos, copas. . . El silencio duerme bajo la mesa, como un perro lanudo, hosco y fiero. El tic - tac del reloj les llama la atención. Los niños están silenciosos. Es sospechosa la actitud de la niña. ¿Juzga? ¿Recapacita? ¿Qué sabe? De pronto, guiña un ojo a su hermano que le sigue. El padre la sorprende y suspira. Quiere hablar la madre y no puede. Dice al rato algo sin sentido, una tontería. El menor de los niños toma la palabra, y padre y madre sonríen. ¡Cuánto les cuesta! Pero la conversación se anima. La criada también sonríe; siente como si se le hubiera desatado un nudo en la garganta.
Ríen los niños. La conversación se hace ágil, interesante. El señor enciende un cigarro. Sacude alegremente el fósforo para apagarlo en el aire. Sorbe café, echa la cabeza para atrás, satisfecho, en una bocanada de humo. Quédase luego mirando el humo entrar en la lámpara. Al bajar la vista da con los ojos de su mujer. Parece que ella le espiase. Le espía, seguramente. Hay recelo, desconfianza. . .
La charla de los niños anda lejos del lugar, por el campo, por los caminos. La madre los mira uno a uno y suspira. Aquello quiere decir: abnegación, sacrificio, perdón. . .
El amo se levanta, besa la frente de cada uno de sus hijos, luego a su mujer en los labios y camina hacia el hall
. Toma el bastón y el sombrero. Se da vuelta y ve a su mujer, en el umbral, con encendidos ojos de reproche.
Diariamente así. . . ¿Vencedora en el hogar? ¿Víctima en él?. . . No se puede saber. . .
En la calle el hombre suspira hondamente, libre de la cadena. La mujer, feliz en el fondo, si fuese una bestia, lamería a sus hijuelos, largamente. Los acaricia, los besa y, contenta de su triunfo verdadero, final, rotundo, se torna triste, para no aburrirse. Al día siguiente. . . ¿Para qué repetir la historia? Diariamente. . . diariamente. . .
FARIAS Y MIRANDA,
AVESTRUCEROS
I
Acodado en la ventana del cuarto de huéspedes, el avestrucero Pedro Farías contemplaba el amanecer. A medida que el sol iba saliendo, se dejaba estar en aquella cómoda posición. Medía con sus ojos las pampas y cerrilladas de Ñapindá, en donde habría de extender el galope de su caballo. Era el día señalado para la arriada y desplume de los avestruces. Asomaba su delgada faz, curtida por el sol. El acicalado corte de su cabello delataba sus frecuentes y largas estadas en la ciudad.
Al hallarle en aquella actitud, el peón casero, que volvía al tambo con un balde de leche en cada mano, los dejó en tierra y se puso a contemplarle. Aparentaba descansar, a la vera del sendero bordeado de naranjos.
Solamente a un recién llegado –pueblero por más señas– se le podía ocurrir la idea de acodarse en una ventana, a mirar vagamente el amanecer. Aparte de esto, algo debía tener metido en la cabeza aquel forastero, para estarse absorto en tan singular actitud.
Con una sonrisa, que precedió un par de escupitajos en las manos, el peón casero alzó los baldes y continuó su camino.
El avestrucero Pedro Farías acababa de ser juzgado. .