Temas de amor
Por Enrique Amorim
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Temas de amor - Enrique Amorim
Temas de amor
Copyright © 1960, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726682540
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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LA TESTIGO
Escucha a Cuperin. Se diría que está lloviendo, pero no cae agua del cielo. Hay algo así como una lluvia interior que moja la hora evocativa. Cuperin le hace oir palabras que una sola vez en su vida le fueron dichas. Palabras irreales pero de una amante real, latente, palpitante. Acercando el rostro hasta sus labios le dijo muchas veces: ¡Ah, mis uvitas, mis queridas uvitas! Y parecía paladear uvas verdes de un racimo prohibido. Luego la besaba mirando fijo sus ojos. Cuando se estampan intimidades siempre resultan un poco cursis. Y es que el amor es cursi muchas veces o casi siempre. Los diminutivos tienen una envoltura sedosa que no admite la poesía. ¿Uvitas? Llamarle uvitas a los ojos estúpidos de un hombre enamorado. Al transvasar la intimidad al lector es muy difícil que éste sepa aceptarla, aunque súbitamente se dirija a su propia amada en términos de tan poca jerarquía. Los poetas omiten la intimidad o la descartan para sólo valerse de términos consagrados por la buena literatura. Vale decir que nada tiene que ver el amor íntimo e intransferible con la estética. Inconvenientes de la retórica
, piensa él. Como está lloviendo en su alma y hay vientos invernales en la música de Cuperin el hombre nostalgioso pretende transformar en literatura aquello que nunca fue literatura. Fue amor, amor de verdad. Y oye a su amante que le murmura casi devorándole los ojos: Mis uvitas
. Pero con qué voz sabrosa y honda lo decía ella cuando le quería de veras, cuando se perdía por él. Ahora es necesario que abandone el sofá donde reposa, deje de lado la música de Cuperin y vaya en busca de aquella mujer. No importa que hayan pasado muchos años. El necesita una testigo de que alguna vez fue dichoso. No podría morir sin esta certeza. Es decir, podría morir tranquilo si diese con la testigo de sus días esplendorosos. Esos días de que ninguna literatura podrá rendir cuentas, ni música alguna satisfacerla. El se pone de pie. Ya no llueve. Afuera hace un día espléndido. Imagina la sombra que proyectan los árboles de la Recoleta. Conoce palmo a palmo, desde el bárbaro
higuerón hasta la puerta del Cementerio, cómo juegan las sombras a esa hora. Nada le es ajeno de aquel ambiente mientras pasaban veloces y lujosos automóviles de gente conocida hacia San Isidro y Olivos. Cuando era un adolescente besó a más de una muchacha en el atardecer, al tiempo que empezaban a dormirse las grandes construcciones de cemento de los alrededores. Los andamios iniciaban el sueño nocturno.
Sale a la calle. Necesita una testigo, la testigo, la única que sabe que él fue feliz, totalmente feliz. ¿Acaso se va a negar a testimoniar su dicha? No, ella con su sola presencia va a conformar ese capricho antes de su muerte. Ella va a decir: Sí, andábamos por la calle como tomados por la cintura sin utilizar nuestros brazos. Adelantábamos con igual movimiento. Llegábamos a un punto exacto donde nos besábamos. Eramos una armonía. Eramos la perfección. Eramos eso que no se encuentra en las novelas ni en los poemas. Eramos el Amor con mayúscula
.
Sale a buscarla. La encuentra muy pronto. Ha pasado mucho tiempo. La encuentra decidida, dispuesta. Concierta la cita. Se ven. Han pasado muchos años pero tienen que ser los mismos. El habla de cosas corrientes. Ella responde futilezas. Acaso le está mirando los ojos con la misma mirada de antaño. Ella debe escuchar las palabras de entonces porque sonríe. ¡Vaya ocurrencia! Verse de golpe así, porque sí, después de tanto tiempo. El cita a Cuperin, a una llovizna helada o echa mano a argumentaciones anodinas que más parecen temas de sueño. Ella lo está mirando. Lo mira sin cesar y sonríe. Le toma una mano. Le acaricia una mano, le ordena el vello de su mano caprina. Se quedan silenciosos un instante quizá demasiado largo. Como no hay nadie en aquel lugar solitario las sombras ciñen la cintura de ella. Tú, Manuel, siempre fuiste un poco raro
. Manuel no contesta, no se defiende. ¿Para qué, si él sabe que no ha sido como los demás? Ella vuelve a mirarle