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La paz de los gorriones
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La paz de los gorriones
Libro electrónico169 páginas2 horas

La paz de los gorriones

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Para comprender el sentido y la trascendencia que representa este tierno ave común en todos los campos semánticos, hay que partir de la metáfora del título: La paz de los gorriones. ¿Es un símbolo moral? ¿O una dirección por los marineros? Lo descubriremos en el entramado de esta novela donde unas historias se entrelazan en una sucesión de profundas y cautivadoras reflexiones. No sólo en la breve mención que hace en una charla. En un largo viaje mental y geográfico, atravesando varios continentes, el autor nos lleva a Italia, Cuba, México, Argentina, Japón, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra. Un libro de culto donde el arte, la música, la literatura casi parecen querer sugerir una respuesta a esta metáfora.
 
Martín Guevara Duarte nació en Argentina en 1963. Se exilió con su familia en La Habana, permaneciendo durante 12 años, mientras su padre, hermano del Che Guevara, guardaba prisión política de la dictadura en Argentina donde regresó con la democracia.
Martin viaja por América Latina y Europa con frecuencia, desempeña empleos, en numerosas ocasiones en editoriales y distribuidoras de libros. Se muda a España donde forma una familia, vive entre Madrid y León, y comienza a publicar artículos en diferentes medios de internet, como en su blog homónimo, publica A la ssombra de un mito, Triángulo Guevara y Los niños del Habana Libre trabajos con los cuales recorre varios países de distintos continentes. Hizo un trabajo en colaboración con el artista plástico cubano Ascanio, residente en Italia, titulado Diarios, presentado y premiado en Milán. Tiene un fuerte vínculo emocional con la Sicilia, que recorre a pie en el proyecto Antica Trasversale Sicula.
Su estilo es crítico con los mecanismos autoritarios en cualquier modelo de sociedad y, en especial, con los totalitarismos de nuestra época.
Hoy presenta esta recopilación de cuentos intitulado La paz de los gorriones.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 may 2023
ISBN9791220141000
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    La paz de los gorriones - Martín Guevara Duarte

    ARANCINI

    En Palermo le llaman arancina mientras en Catania y resto de Sicilia es arancino, lo cierto es que esas croquetas sicilianas, en masculino o femenino están igual de buenas. Los arancini son unas croquetas de arroz en forma más de pera que de naranja, rellenos en el centro de queso mozzarella o caciocavallo, de ragú de carne, de atún, de lo que se le ocurra a los innovadores gastronómicos, pero lo que tiene que ser perfecta es la forma, el color, la textura exterior y el punto de cocción del arroz. 

    El flaco Bruno, apenas llegó al aeropuerto de Catania y salió al salón donde esperan los familiares, se fue directo al bar que está frente a la puerta automática, desde más o menos una hora antes de llegar a Sicilia, ya iba pensando en avión en los arancini que se comería, para él esa era la pauta que le decía que ya estaba en la isla, como cuando únicamente empieza el día tras tomar el café de la mañana. Y ya que estaba en situación de reencuentros, también se tomó dos cafés ristretto seguidos, tras los cuales, además de llegar a Sicilia, y para dolor de todos los separatistas, también consideraba que en ese preciso instante, había llegado a

    Italia.

    Bruno era cubano, hijo de un médico italiano nacido en la zona del Abruzzo, en Montesilvano, la zona de playa vecina de Pescara y de una periodista cubana que nunca había querido irse de la isla, más que el estricto mes que cada cuatro o cinco años empleaban en visitar a la familia del padre de Bruno, quienes insistían al borde de los ruegos que se decidiesen en ir a experimentar como sería trabajar y vivir un año en la península.

    -No tiene que ser en Pescara, puede ser en Roma, estamos relativamente cerca o donde les guste más, aquí también tenemos un mar maravilloso- 

    La madre de Bruno hacía que la mesa la presidiese un silencio tan intenso, que el padre entendía que su única opción era romperlo cambiando rotundamente de tema, usando un tono de voz que sugiriese de manera expeditiva a los abuelos de Bruno que no retomasen el tema en lo que quedaba de vacaciones. 

    Sin embargo, Bruno había ido una vez a estudiar a Rusia cuando aun era socialista y un par de veces a Italia con la intención de vivir un tiempo. Una vez muy jovencito, con los abuelos y otra con motor autopropulsado, cuando vagó de un lado a otro, primero echando de menos la manera única de emplear el tiempo en Cuba, imposible de reproducir en el resto del mundo, donde generalmente la catalogan de pérdida ¿pérdida de qué? ¿de la oportunidad de alienarse en la cadena de producción o la oficina de un trabajo odioso? ¿cómo se puede llamar pérdida al ejercicio de la comunicación en todas las dimensiones posibles? Bruno sabía que al final de la cadena alguien pagaba todo ese perfeccionamiento del alma y los ademanes aspaventosos en la esquina, ¿y qué, no se pagan guerras, no se paga para que exista la miseria, para que existan las ganas de gritar, no se paga para infligir dolor? pinga y muela. Pensaba Bruno. Yo soy bueno en ambas, pero sólo en Cuba, aquí no ríen esa gracia, así que también puedo probar a trabajar, pinga y pincha. Y entonces se fue a Francia. 

    A los amigos les hablaba de Francia en las cartas como si fuese en París donde vivía, pero no, vivía en Lyon, que estaba bien, que era linda y tenía buenos vinos, de la Costa de Rhone, museos interesantes, historia, frío en invierno y flores en verano, pero para proyectar vivir la vida, hasta por ahí nomás. Cada vez que podía se pegaba un salto a Sicilia, a Reggio Calabria donde tenía amigos, o a Bari y Brindisi, uno de los trayectos más bellos y ricos de comérselos. Él decía que Sicilia era una isla como Cuba y que en cierta forma todos los isleños de islas grandes tienen una melancolía similar. La Puglia donde no conocía a nadie, la sentía cercana por la comida y el mar, el Adriático a mitad del país donde vivían sus padres era lindo, pero aún demasiado fresco y la arena era gruesa, aunque justo Montesilvano, era el punto de inflexión del mar Adriático del lado de Italia donde se convertía en una playa decente, pero más hacia el sur se convertía en un proyecto inacabado en ciertos aspectos y muy mejorado en otros, de una Cuba europea.

    Decía que el norte de Italia le parecía muy lindo pero Lyon, ya era demasiado norte, además no tenía mar, y él quería ver el mar, el mar de poder bañarse un medio caribeño, no el del Lido de Venecia.

    Bruno no estaba casado pero tampoco era soltero, vivía con su pareja, Yesica, una mulatica de Santiago de Cuba emigrada a La Habana a pesar de la prohibición. Cuando decidieron vivir como un matrimonio, más que amor se habían jurado divertirse juntos a pesar de lo que fuese, nada los importunaba, si había pescado o pollo estaban de suerte, si había solo arroz, malanga o papas comían eso sin drama, si tenían ron bueno lo tomaban con hielo, si tenían ron Bocoy o Legendario lo tomaban a palo seco, un dedo de ron en el vaso, no más para que el aire cambiase el olor por el sabor, si había gualfarina o alcoholifán tomaban menos cantidad, ligada con algo de café para ocultar el regusto, pero la tomaban igual y salían a la calle a encontrarse con amigos.

    Vivieron dos años verdaderamente felices, al estilo ochentero, sin las preocupaciones que los cubanos de antes y de después tuvieron junto al resto del mundo. Yesica no compartía el deseo de Bruno de emigrar un par de años a Europa, para ella haber emigrado de Oriente a La Habana colmó cualquier inquietud de traslado, de movimiento para ponerse a prueba en el rodeo del destierro. Ella tenía uno de los nombres comenzados con Y que con el tiempo se convirtieron en míticos, pero no pertenecía a esa saga de cubanos, su Y responde a la pronunciación de la J en el modo original de su nombre Jessica, en la época que ella nació los nombres de moda eran los rusos, como Irina, Natacha, Natalia, o Igor, Iván, Vladimir en los hombres. Pero los amigos de la pareja les solían decir que Yesica era una precursora de las Yumisleidis y los Yosbanis, mérito que no le cabía a las Yordankas. Ni a las Yolandas.

    Yesica tuvo que hacer todo tipo de malabarismos para establecerse en La Habana antes de conocer a Bruno. Su sueño era ser bailarina de ballet, cuando estaba estudiando primaria en Santiago de Cuba de donde era original, una comisión de reclutadores de alumnos con condiciones para el ballet visitó su escuela, le tomaron unas pruebas y le dijeron que tenía la elasticidad y el cuerpo perfecto para esta disciplina. Toda la adolescencia se quedó con eso en la cabeza, puesto que de niña no vivía cerca de la escuela, y cuando la encargada de revisar los últimos aspectos físicos de los niños los citó una tarde, nadie pudo llevarla a la cita, los reclutadores no volvieron más por su escuela, y entre una cosa y la otra se quedó como un sueño trabado entre bastidores.

    Cuando llegó a La Habana se dirigió a la escuela de ballet de El Vedado, quería probarse en la misma casa de Alicia Alonso antes de emprender cualquier aventura universitaria. Antes de tomarle examen, ella explicó lo que le habían dicho años atrás en Oriente, la profesora le reveló que era muy frecuente que a aquella edad presentase todas las características para el baile, pero que en la adolescencia su cuerpo experimentase cambios en otro sentido, y que lamentablemente este parecía ser el caso, el resumen le dijo que tenía mucho pecho, una cantidad de tetas que le impedirían ser ballerina. Por un lado Yesica ya se lo había temido, pero no había tenido tiempo de desarrollar animadversión a sus senos, en varias ocasiones le proporcionaron privilegios frente a otras chicas, que de estar preparada para el ballet no habría tenido. Claro se trataba de pequeñas ventajas, nada como dedicar su vida a su sueño de la infancia, pero en la cotidianeidad de resolver ese término que los cubanos convirtieron en un vocablo que incluye todas las peripecias necesarias para poder vivir, le habían sido de gran utilidad, y casi siempre sin tener que desnudarlas.

    Alguna vez si tuvo que ofrecer ese fruto pero tampoco se arrepintió del rato pasado, era como un préstamo, una llave maestra que casi nunca tenía que sacar del llavero, excepto para su propio disfrute o la vez que debió quedarse tres meses en Ciego de Ávila porque no tenía ni dinero ni papeles para seguir camino hacia la capital, también sin duda le sirvieron para acomodarse en una habitación exterior de una casona del barrio de El Vedado, que una vez que se comprometió sentimentalmente con Bruno tuvo a bien abandonar, no sin cierto dolorcito en un rincón del alma. Pero además del deseo de convivir con su nuevo novio estaba la dificultad de abonar el inmueble de la manera establecida. Además Bruno se las chupaba con sumo delecte y delicadeza.

    Como todo cubano, el principal deseo que abordaba a Bruno ante la inminencia de un viaje a Italia era oler a nuevo, a capitalismo a variedad de cosas, a Yuma, entrar a tiendas y sobre todo jamar. Jamar mucho, pero a diferencia de la casi totalidad de cubanos, que no podían viajar fuera del país, no soñaba con una pierna de jamón, ni con una montaña de bistecs de carne de res, en su caso eran los arancini lo que le hacía la boca agua desde el mismo taisi que lo llevaba al aeropuerto os art, como rezaba el cartel luminoso que en época de apagones generales en la isla perdía el alumbrado en las letras J, e, M, í, que le habría dado su nombre original de José Martí. Su coco eran esa bolas de arroz frito sicilianas, ya fuese a Roma o a Milán las buscaba en cuanto aterrizaba. Pero como en esa ocasión viajaba directamente a Sicilia los jugos gástricos que despertaban la gula, se multiplicaron recorriendo el trayecto desde su estómago cafetero hasta el límite de la garganta con la lengua como un reflujo y entonces ahí, de un trago los obligaba a descender nuevamente al averno de las tripas, resistiendo hasta Catania.

    El plan era pasar unos días en Catania para asistir a un simposio de literatura, con el tiempo se había hecho critico literario, aunque más bien era analista de escritura. Él sentía ante todo que la crítica literaria se usaba con fines destructivos, además de que requería el conocimiento integral de lo más importante publicado en la historia de la narrativa, en cambio ser únicamente experto en la escritura, centraba su atención en el camino, la construcción de la sinopsis de las historias, tanto del trecho más conveniente para ascender la colina como de la visión de la montaña en su totalidad antes del momento de abordarla y luego las vistas desde su parte más empinada.

    La musicalidad de la palabra, el pentagrama que compone una idea plasmada en una fusión de sonidos imaginados que además de sorprender por los atajos tomados, por las asociaciones, o la inteligencia de la observación, lleven al lector a un salón de baile donde éste es protagonista a la vez que partenaire, lo opuesto a la rima. Bruno atesoraba conocimientos sobre literatura universal, adquiridos únicamente mediante la lectura, aun así presentaban cierta solidez, aunque no de modo académico, amalgamados en las esquinas menos visibles, en los costados menos expuestos, lo cual le daba a su retórica una belleza imperfecta, como esas paredes francesas que presentan un degradado en la pintura justo en el único lugar posible para resultar perfecto, que sin llegar a ruinosa presentaba aspectos decadentes, a veces incluso en la cantidad suficiente para ser considerado una genialidad.

    Pero había un inconveniente difícil de salvar, detestaba la mitad de lo consagrado como literatura, se había dado cuenta durante un trabajo de unos meses en una librería en Palermo, cuando lo seleccionaron para la suplencia pensaba que flotaría en un oasis hecho a su medida, cosa que comenzó a mellarse en la primera ocasión que le pidieron con rotundidad un ejemplar de lo que él llamaba libros Kellog’s, que podían ir desde los infinitos bodrios de Danielle Steel, Dan Brown llegando a los más disimulados de Stephen King o John Grisham, totalmente aptos para playa, sin poder dar lugar a consejos y recomendaciones, y fue incrementándose una vez que conoció a los verdaderos lectores en carne y hueso de por ejemplo, Harold Robbins, y así fue entrando en que en la más consistente de las realidades, existían los devoradores de novelas de

    Pérez Reverte, cuentos de Marco Vichi, Sandrone Dazieri con su Attenti al gorilla, o la ni fú ni fá Isabel Allende.

    Entonces comenzó a sentir cierta inseguridad en sus premisas anteriores tan bien estructuradas en su primera juventud, y desde entonces no modificadas ni siquiera revisadas, de que el boom latinoamericano había sido un engaña bobos, una especie de trampantojo para europeos, una acertada distorsión sobre los fenómenos que la miseria, la explotación, la humillación de las razas conquistadas, la brutalidad, el fetichismo, la superchería, recreada con colores vivaces, sazonada con crudeza digerible por las mentes acomodadas en su coqueteo con la sensibilidad social desde un buen sofá. Así como el blues descubrió que con la voz y guitarra de Son House nunca llegaría a las grandes masas y ofreció la representación de las mismas vicisitudes de la huida de los campos de algodón, pero suavizadas con trompetas, baterías, armónicas, guitarras y bajos en la voz de BB King, no menos conocedor de aquellas penurias. Y aún sin desconocer las grandes capacidades para la escritura, para mezclar el entretenimiento con cierta revelación de la verdad como en los cuadros de Claude Manet, sentía un muy bajo aprecio por aquel movimiento literario del que sin embargo, y sin gustarle rescataba por su pericia como escritor a Gabriel García Márquez, y excluía, reconociendo como

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