La carta perdida
Por Roberto Appratto
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La carta perdida - Roberto Appratto
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Primera parte
1
Son las nueve de la mañana de un sábado de primavera en Montevideo. En el apartamento siete de un edificio de Pocitos, antiguo pero bien conservado, un hombre está terminando de desayunar. Está solo, en el living, delante del televisor. Mientras tanto, mira, casi sin querer, los libros de la biblioteca que tiene en frente. La mirada va siempre al mismo estante, donde están los libros de poesía. El hombre se llama Ricardo Ferrari y tiene sesenta y cinco años; hace un tiempo se jubiló de un empleo público, pero sigue trabajando como periodista para un semanario en Montevideo y para otras publicaciones en Argentina, en Chile y en México. Vive en ese apartamento desde hace varios años, lo cual significa que es el único responsable del orden y la disposición de los objetos de la casa, donde hay muchos libros. En ese estante, que vuelve a mirar mientras toma un sorbo de café, ve unas hojas de papel que sobresalen de manera desprolija, pero no se levanta para acomodarlas.
El apartamento no da a la calle, sino a un pozo de aire. No se escucha ningún ruido a esa hora de la mañana; por la ventana entra un aire apenas fresco, que lo pone de buen humor, como para empezar bien el día. Cuando se despertó, hace un buen rato, tuvo la certeza de haber soñado algo desagradable, varios sueños o uno solo que volvía a empezar y agregaba imágenes, como en una reescritura de lo mismo. No puede recordar ninguna de esas imágenes, pero le quedó la sensación de ser interrogado de manera insistente por una voz que no puede identificar. Mientras mira la televisión piensa que fueron sueños muy densos, como si hubiera estado viendo una película en la cual era a la vez espectador y protagonista, y le pasaban cosas graves en lugares que no podía reconocer; la voz sabía más que él y lo llevaba a interpretar un episodio de su vida, en varios movimientos que habían durado toda la noche y de los cuales despertó tratando de recordar algo, pero las cosas se fueron desvaneciendo a toda velocidad. Cuando ya no le quedaba nada salvo esa sensación de ser perseguido por algo que tendría que identificar, se levantó para hacerse el desayuno.
Como no tiene nada urgente que hacer para el semanario, se toma su tiempo. En los años que lleva sin el otro trabajo se ha ocupado solo de lo que le gusta y sin urgencias. Un amigo le dijo una vez, cuando estaba en el punto más alto de su actividad, en la oficina y en otros lados, y su vida consistía en pasar rápidamente de una cosa a la otra, que lo más importante de todo era el tiempo, tener tiempo libre, y lo está comprobando todos los días. Se acuerda con una sonrisa de su amigo Daniel y sigue desayunando: café, un jugo de naranja, unas tostadas con queso crema y una fruta —hoy, una pera— mientras piensa en cómo aprovechar la mañana. Sigue vestido como durmió, con una camiseta azul vieja y gastada, y un short, y mira un programa de noticias y entretenimientos de los que pasan a esa hora. Lo mira, pero no le presta atención. No le interesa nada de lo que dicen los conductores, dos hombres y una mujer, todos jóvenes y dicharacheros, y le molesta el énfasis que ponen en noticias vulgares, la necesidad de reírse de cualquier cosa y hacerse bromas entre ellos. Como un programa de radio, pero con menos nivel, a los gritos. Se aburre, pero no tiene ganas de apagar la televisión ni de cambiar de canal. Le queda otra tostada. Las voces, incluso las de la publicidad, son una música de fondo para su pensamiento.
De pronto se acuerda de una frase en particular que decía la voz en off de su sueño y aparece, como si fuera otro sueño que se proyectara por detrás, el contexto en que fue dicha en la realidad. Era una caminata por el túnel del municipio con una mujer con la cual estuvo saliendo un tiempo. Ella lo increpaba duramente por su frialdad en la relación, se tomaba su tiempo para enumerar actitudes y frases que dejaban al descubierto esa frialdad, y la convertía en el rasgo principal de su carácter. «Vos no sabés lo que es querer», le decía, y lo miraba fijo, enojada (tenía ojos verdes), como esperando algún tipo de reacción. Recuerda que hacía silencio mientras la voz de la mujer retumbaba en la oscuridad del túnel y cambiaba de timbre al salir por Santiago de Chile, y que deseaba, mientras se sentía acorralado y al mismo tiempo pensaba que tenía razón, terminar el diálogo de una vez. En el sueño ese monólogo se comprimía y lo golpeaba; el espacio no era ese, sino un campo abierto, soleado, que contradecía el tono de interrogatorio en un lugar oscuro. En la realidad fue más coherente: los sonidos ahuecados de las voces y los autos en la oscuridad del túnel creaban una atmósfera enrarecida, sobre todo por la seguridad con que la mujer hablaba, como si poseyera una especie de verdad sobre él que recién en ese momento se le revelaba. Los sueños potencian los significados: por eso lo había sentido más cierto que cuando ella se lo dijo, y más amplio, como si repercutiera en muchos otros episodios antes y después de eso. La verdad acerca de no saber querer, que le impedía encarar en serio cualquier relación afectiva, había quedado ligada a ese contexto, a esa época de su vida y a esa mujer, a quien había conocido unos meses antes de ese episodio, y que recuerda, aparte de su físico, por lo mucho que hablaba, y que pretendía, como otras, meterse en su vida más de lo que él necesitaba. Le molesta haber tenido que ver con ella, haber compartido charlas sobre poesía y sobre política que derivaban siempre en cuestiones afectivas y de compromiso. La sorpresa se le va disipando. Ahora que sabe de dónde salieron las frases le queda el hecho aislado, a más de veinte años de distancia.
Ya tomó el último trago de café y se dispone a llevar los platos, los cubiertos y la taza para lavarlos. Cuando pasa al lado de la biblioteca vuelve a ver los papeles que sobresalen, que son hojas dobladas, unos apuntes que tomó alguna vez sobre el autor del libro del que sobresalen, que es Borges. Mira un instante, el tiempo suficiente como para acordarse de cuándo escribió eso, y vuelve a poner el libro en su lugar, y los papeles, horizontales, encima.
Ricardo tiene dos hijos de su primer matrimonio, Virginia y Pedro, que ya son grandes y no viven con él; hace un par de años que se divorció por segunda vez y descubrió que se siente bien solo, que no tiene, por el momento y cree que para siempre, ningún interés en convivir con nadie. Se imagina cómo sería que hubiera una mujer en la cocina o en alguna otra parte del apartamento preguntándole cómo pensaba pasar el día, qué iban a almorzar, o contándole algo cuando querría estar en silencio, y no puede evitar un gesto de fastidio.
La tele sigue prendida mientras se seca las manos, va a su cuarto y se viste para salir; simplemente se cambia de remera, se pone una campera y los championes. La ropa del día anterior está en la silla, pero en desorden, así que la acomoda. Cuando vuelve al living están entrevistando al ministro de Salud Pública acerca de una posible epidemia de dengue y lo que se está haciendo para frenarla. Cuando termina de hablar viene un informe sobre robos en la Costa de Oro. «Hablamos con nuestro corresponsal, que se trasladó a La Floresta», dice el locutor. Con las llaves en la mano, que pone en el bolsillo derecho de la campera, Ricardo se dispone a salir a caminar por la rambla, como todos los sábados, sin apuro. No puede tardar mucho, porque, según dicen, el buen tiempo no va a durar.
En realidad sí tiene algo que hacer, pero no para el semanario, sino para la revista argentina con la que colabora más o menos regularmente desde hace unos años. Pero ahora no quiere pensar en eso, sino en el aire de la rambla, que asocia a la libertad despreocupada, íntima, en la cual vive. Antes de salir apaga el televisor mientras están pasando un adelanto de la telenovela brasileña que empieza el lunes de noche.
2
Va por la escalera a paso gimnástico, casi trotando. Mientras baja, como para elevar su entusiasmo por la salida, empieza a tararear el tango «Boedo», que a su padre le gustaba mucho. Trata de cantarlo como él, pero no puede. Al llegar a la planta baja sigue tarareándolo, pero más bajo porque ya está ahí el portero, que lo mira sorprendido mientras riega las plantas de la entrada, y, cuando ve que es él, lo saluda con un murmullo. La luz, el aire, los sonidos de la calle, le llegan de golpe después de la oscuridad de los