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La siempre admirable condición humana
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Libro electrónico104 páginas1 hora

La siempre admirable condición humana

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Gabriel es un economista devenido en conserje al borde de la treintena. Alejado de su familia, sin amigos, sin ambiciones y sin ilusiones empieza a plantearse si no sería moralmente lícito el asesinato, ¿acaso no lo merecemos? Convertido en un cadáver nada más empezar a vivir, se despereza sorprendido por la lucidez y viveza de Cristina, una mujer adulta con poco más de veinte años. ¿Abandonará ahora Gabriel la guerra que ha declarado a la humanidad o su vida seguirá su oscuro curso?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 dic 2017
ISBN9788468502212
La siempre admirable condición humana

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    La siempre admirable condición humana - Javier Luis Peral

    © Javier Luis Peral

    © La siempre admirable condición humana

    ISBN digital: 978-84-685-0221-2

    Impreso en España

    Editado por Bubok Publishing S.L.

    Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    Tenía la costumbre Gabriel de situarse en el umbral del portal, bajo el gran voladizo que había a la entrada del edificio, y observar a las personas que pasaban por la acera: parejas de avanzada edad de paseo, chicos y chicas de su generación que trabajaban en las oficinas cercanas, extranjeros con inequívoco aspecto de turistas que se hospedaban en el hotel de enfrente, beatas que venían de oír misa en la iglesia de la manzana siguiente, alguna cuarentona vestida, como era habitual, como una adolescente -había tantas y tantas en las páginas de contactos de internet que ya se las sabía de memoria, con su terror a envejecer, su miedo a quedarse solas, su incomodidad ante las chicas jóvenes, incluso sus propias hijas, que con su sola presencia les echaban a la cara la edad que siempre ocultaban… su inconsistencia- y toda suerte de personajes atribulados, ensimismados en sus problemas y sus ambiciones. Así se entretenía y estiraba las piernas, con frecuencia acababa agotado después de pasar horas y horas leyendo o viendo películas sentado en la butaca de la portería. Llevaba desempeñando aquel trabajo desde enero del año anterior, pronto cumpliría dos años como conserje, algo que jamás se le había pasado por la cabeza. Tras un anárquico viaje de otros casi dos años llegó a Madrid dispuesto a aceptar por dinero cualquier trabajo y, accidentalmente, acabó allí. Un día paseaba por la calle Zurbano con una de las pocas personas con las que había mantenido amistad cuando vieron un pequeño cartel en una de las puertas que ahora tenía a su espalda solicitando un conserje; especificaban que se ponía a disposición del empleado un apartamento en el mismo edificio. Empezaron bromeando sobre la posibilidad de llamar al teléfono que aparecía para acabar concluyendo un rato después que, para él, en su situación, era una buena opción para unas semanas o meses, antes de que encontrara algo adecuado a su cualificación. Recordaba con frecuencia aquel día e, indefectiblemente, hacía un cálculo del tiempo que había transcurrido; en este caso eran ya casi veinte meses. Durante ese tiempo no había hecho una sola gestión para encontrar otro trabajo.

    En el edificio contiguo al suyo había una empresa que ocupaba varias plantas y en la puerta del mismo solían concentrarse empleados que salían a la calle a fumar. Desde hacía meses se encontraba con frecuencia con una pareja formada por una chica atractiva y elegante de unos veintiséis años y su novio, un hombre alto que debía tener unos dos o tres años más que Gabriel. Durante todos esos meses jamás les vio discutiendo ni mostrando la más mínima indiferencia; al contrario, siempre se les veía afectuosos, cercanos físicamente, muy cariñosos el uno con el otro. Aquel día les escuchaba mientras les echaba alguna mirada de soslayo y pensó que la escena y los personajes, ellos dos, eran muy cinematográficos, y que podrían, con algo de imaginación y talento, convertirse en literarios. Y recordó que él había comentado en varias ocasiones a su amiga Patricia que se sentía, aunque lo hiciera en tono de broma, escritor. Lo cierto era que había experimentado unos años antes el deseo de escribir o, más bien, la necesidad de hacerlo. Y escribió unos pequeños relatos -siempre cortos, muy cortos- con los cuales consiguió disipar sus inquietudes, la soledad que le despertaba la progresiva incomunicación en que se estaba sumiendo; gracias a aquellos textos se sintió mejor, mucho mejor, daba la impresión de que tenía la necesidad de gritar, que no le bastaba con la lectura de los gritos que daban otros escribiendo. Pero no había vuelto a hacerlo, aunque en muchas ocasiones, después de tanto leer, pensaba que no sería mala idea escribir algo de vez en cuando, algo corto y sencillo, algo que le permitiera expeler alguna de las ideas que se le pasaban por la cabeza; tenía dos relatos en mente, sobre los cuales había hecho unas pocas anotaciones en no sabía qué archivo de qué carpeta en su ordenador, pero ahí se había quedado. En esta ocasión hablaban, apasionadamente, de sus proyectos, que eran casi un único proyecto, dando por hecho que nada iba a cambiar, pero no próximamente, sino ni siquiera mucho más adelante. Le sorprendía esta forma ingenua de mirar al futuro, especialmente en él, que era un hombre que probablemente pasaba los treinta años, que era mayor que él, que habría vivido una serie de experiencias muy similares a las suyas, casi se podría decir que idénticas y que, sin embargo, le habían moldeado de una forma tan diferente a como lo habían hecho con él. El caso de ella no le generaba la misma sorpresa, apenas depositaba expectativas en las mujeres, consideraba que eran demasiado emocionales como para poder esperar algo notable de ellas. Se situaban ya viviendo juntos y convenían que tendrían dos hijos, dos niños, a los que llamarían -y aquí es donde milagrosamente no estaban de acuerdo- Javier y Lucas si se ajustaban a los deseos de ella o Javier y Pablo si fuera a los de él. Gabriel, al escucharles hablar así, sacudió la cabeza y se metió en el portal. Qué pensarían los dos cuando, ya alejados, tiempo después -puede que años o tan solo semanas- recordaran esas conversaciones?, se pondrían rojos de vergüenza?, se habrían distanciado antes de que todo se deteriorara demasiado y habrían tenido la suerte de pasar tan solo por una fuerte antipatía o, como es habitual, habrían pasado rápidamente del amor al odio con una efímera parada en la incomodidad?.

    Nada más meterse en el portal entró en el edificio el señor que vivía en la quinta planta, Antonio Mora, un hombre que después de obtener una cátedra en Química había aceptado una oferta de una multinacional farmacéutica suiza para formar parte de su departamento de investigación que le llevó a cobrar alrededor de doce veces lo que ganaba en la universidad. Estaba casado y tenía dos hijos gemelos de once años: Mario y Alejandro. De las familias que vivían en el edificio -las plantas primera y segunda estaban vacías- era ésta, sin duda, la que más le gustaba. Le saludó cordialmente, como era habitual en él, y se dirigió a su casa. Mientras le veía tomar el ascensor entró en el portal un repartidor de publicidad con la intención de meterla en los buzones, a lo que Gabriel se negó rogándole que abandonara el edificio. Cuando salió se quedó pensando en su fisonomía, había alguien que era muy parecido al hombre que acababa de irse, casi idéntico, pero no lograba recordar quién. Lo más probable, a juzgar por los rasgos, es que se tratara de alguien que hubiera conocido o tratado en Sudamérica, concretamente en Lima donde, accidentalmente, había vivido casi un año. De quién se trataba?, no podía ser uno de sus alumnos porque este señor superaba la edad universitaria, así que tendría que ejercitar la memoria para localizarle. Comenzó por el edificio donde vivió aquellos diez meses, en la calle Bolívar, en el distrito -municipalidad lo llamaban allí- de Miraflores y empezó a recapitular el vecindario comenzando por aquella cuarentona de pechos descomunales y aspecto de putón que vivía en la primera planta. Y nada más recordar aquello se le olvidó que lo que buscaba era a aquél que tenía una cara parecida a la del hombre que acababa de irse. Como era habitual en su todavía corta existencia todo había resultado azaroso: había llegado a Lima de casualidad y, paseando por la calle Larco se encontró de casualidad a un antiguo profesor suyo que había recalado en una universidad privada limeña después de quedarse sin trabajo en Madrid por la crisis y, tomando un café rápido le comentó que, casualmente, necesitaban un profesor de Macroeconomía. Como la ciudad le había causado muy buena impresión -llegó a ella con muy pocas expectativas-, decidió aceptar y allí vivió desde marzo hasta diciembre de

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