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Entre dos primaveras
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Libro electrónico136 páginas2 horas

Entre dos primaveras

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Entre dos primaveras es la quinta obra de Acisclo Manuel Ruiz Torrero, en ella retrata, mediante su estilo descriptivo, incisivo, cercano y emocional, diferentes temáticas a lo largo de trece relatos. Historias variadas que hablan sobre el día a día, sobre problemas sociales, sobre el paso del tiempo o las relaciones interpersonales (amor, amistad…), entre otras. Siempre desde una retrospectiva analítica y crítica, conjugando lo narrativo y lo poético, con la intención de sumergir al lector en cada relato.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 mar 2024
ISBN9788410682771
Entre dos primaveras

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    Entre dos primaveras - Acisclo Manuel Ruiz Torrero

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Acisclo Manuel Ruiz Torrero

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-277-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Exilio interior

    Corrían malos tiempos para casi todo, aunque pensar, seguramente, era lo que estaba altamente penado. Para erradicar cualquier mala hierba, ya existían segadores profesionales que se ocupaban de cortarlas de raíz.

    Evaristo se sentía encarcelado en sí mismo; él pensaba, como todo ser humano, pero lo hacía en silencio, como casi todo ser humano en aquellos años sesenta que parecían no pasar nunca en el calendario. Posiblemente, había salido a su padre; sin embargo, ya se ocupó su madre de educarlo bajo el manto de la cautela, del miedo y, sobre todo, del silencio. No quería, bajo ningún concepto, que le ocurriese lo mismo que a su marido, al que tuvo que ver cómo lo detenían para que se pudriese en la cárcel, tras dos intentos de ejecución que milagrosamente no se llevaron a cabo. A la postre, lo mataron igual, la única diferencia fue la forma y el tiempo; no fue una bala, sino las penurias; no fue a los pocos días, fue a los pocos años.

    El motivo: razonar, pensar diferente, pensar en alto; algo inaceptable en la época que les tocó vivir. Su único hijo, Evaristo, había sido un niño inteligente a quien no supuso mucho esfuerzo que aprendiese a leer y escribir a muy temprana edad. Orgullo de su padre, quien le culturizó desde bien pequeño en el arte del pensamiento. «Que nadie, nunca, decida por ti», fue la frase que grabó en la mente de su hijo.

    Sus padres tenían planes para él, para el resto de los hijos que no les dio tiempo a tener. Sería una persona culta, quizá maestro, quizá médico o ingeniero, lo que hubiese querido ser; unos sueños que se vieron truncados por la guerra, después por la dictadura y, finalmente, por la muerte de su padre.

    El niño, que prometía ser alguien importante, dejó su inocencia de forma prematura para ejercer trabajos que solían realizar hombres. Lo justo de alto, delgado como un palo, pero con una seriedad que le hacía aparentar ser mayor de lo que era. Cuando les dejaban, visitaban a su padre a la cárcel —medio muerto, pero aun en pie—, aparentando ser lo que no eran, usando un lenguaje propio de gente inculta para no levantar las sospechas de aquellos guardianes ignorantes, los mismos que creían estar por encima de ellos por tener la fuerza de su lado.

    Por la noche, en una minúscula casa que habían podido preservar por no tener ningún valor económico, su madre le daba lecciones de literatura, de matemáticas, todo bajo un estricto silencio y una consigna clara: jamás demostrar sus conocimientos de forma pública, pues la cultura no estaba hecha para el pueblo llano. El silencio era su aliado. Vivían observados; fuera, esperaban con cualquier excusa para caer sobre la mujer del rebelde o el hijo de este. Evaristo aprendió a vivir de esa manera, a sentirse preso de su propia mente, a ver a su madre viva por él, a escuchar sus lágrimas mudas; simplemente, aprendió a sobrevivir.

    Cuando su padre falleció, decidieron trasladarse a Madrid. Ya nada les retenía allí, salvo miradas acusadoras de los que un día, no hacía mucho, les saludaban al pasear por la calle o les pedían ayuda para que intercediesen con algún cacique del pueblo.

    Sentados en el destartalado autocar, Evaristo rodeaba con el brazo a su madre mientras veía alejarse el pueblo que lo vio nacer. Aquel chico de poco más de doce años se había convertido en un anticipado hombre. Taciturno y extremadamente responsable, reflexionaba sobre lo injusto de sus vidas, sobre lo cambiante que podía llegar a ser de un día para otro. Con rabia contenida, pensaba en su padre; una buena persona cuyo único delito había sido ser inteligente, luchar por un ideal sin doblegarse a la agresiva y sanguinaria ignorancia. Pensaba en su madre, en cómo se había transformado en mediocre para protegerle a él y así evitar ofender con sus conocimientos a los que voceaban como papagayos. Les habían destrozado la vida y tocaba intentar pegar cada trozo roto; una empresa cada vez más difícil de gestionar a medida que se iba haciendo mayor.

    Durante los siguientes años trabajó en todo lo que le salía; trabajos precarios, de corta duración, pero que, junto a lo poco que ganaba su madre limpiando o sirviendo, les permitían ir tirando. Lo justo para pagar el alquiler del pisito donde vivían y poder comer; a veces, podían permitirse algún capricho como ir al cine, a pesar de las quejas de su madre: «Jamás tendrás novia si siempre te acompaño al cine», le recriminaba constantemente. Evaristo se reía sin darle la menor importancia; se veía muy joven para esos menesteres, aunque era cierto que se relacionaba poco; como mucho, al salir de trabajar, se tomaba de forma esporádica un chato con algún compañero. No necesitaba relacionarse con mucha gente; desde pequeño, se había vuelto desconfiado, algo que a su madre le dolía profundamente, pues era consciente de su culpabilidad, en buena parte, por haber forjado ese carácter introvertido y discreto.

    Cada vez que tenía ocasión, le animaba para que saliera a dar una vuelta por el retiro o para que asistiera a alguna de las verbenas populares. Se podría decir que era un chico atractivo, de unos modales exquisitos, educado y limpio; rasgos que no pasaban desapercibidos entre las chicas de su entorno. Su madre se había dado cuenta de cómo se dirigían a él cuando le acompañaba a comprar al mercado, ya fuese la dependienta de la fruta o la chica que trabajaba en la panadería. Fue esta —una chica guapa, muy discreta y bastante tímida— la que le preguntó si iría a la verbena del barrio. Quizá se aventuró al verla diariamente y haber adquirido cierta confianza al ser ambos muy parecidos en carácter, pero Evaristo se prestó a acompañarla con las mejillas rojas, al igual que ella.

    Desde ese día, se hicieron inseparables, congeniaron a la perfección y no tardaron en ennoviarse. Eran bastante jóvenes para pensar en matrimonio, teniendo en cuenta que Evaristo estaba en puertas de ir al servicio militar y, sobre todo, porque no tenía un trabajo estable. A pesar de ello, hacían planes de forma optimista, viéndose con un futuro esperanzador, aislándose en sus sueños de la situación social tan deprimente que reinaba a su alrededor.

    María se convirtió en su confidente; solo a ella le hablaba de sus pensamientos más profundos, de sus frustraciones, sorprendiéndola en más de una ocasión con el nivel intelectual del que gozaba. A su novia le encantaba escucharlo; aunque sabía leer y escribir, tuvo que dejar muy pronto la escuela para ponerse a trabajar, a pesar de demostrar ganas y talento para el aprendizaje. Le pedía que la enseñara; muchas tardes, las pasaban en casa de Evaristo, ante la insistencia de María para que le diese lecciones de matemáticas, lengua o cualquier asignatura que, con mucho placer, él le impartía, a veces con la supervisión de su propia madre. Había momentos que, más que una casa, parecía una escuela; una escuela especial, pues había ratos que se hablaban temas o se citaban obras y autores prohibidos, con puntos de vista inimaginables en cualquier colegio.

    Eran momentos de melancolía en los que su madre maldecía los libros que le quitaron, en los que afloraban los días que se enseñaba libremente; pero, sobre todo, eran momentos en los que ella y su hijo añoraban al padre del chico. Solo le quedaba la satisfacción de haber pasado a su hijo su memoria, versos de los grandes poetas, párrafos de ilustres escritores o teorías aniquiladas en los libros de texto. Nada de eso consiguieron borrar.

    El ingreso a filas llegó, con preocupación y tristeza. Se despidió de su novia y de su madre. De nada sirvió que su madre lo tranquilizara; para él suponía dejar de aportar el poco dinero que entraba en casa y no dejaba de darle vueltas a la cabeza sobre cómo sobreviviría sin su ayuda económica.

    El mundo del Ejército no iba con él, sin embargo, desde el primer momento, hizo lo que mejor sabía hacer: pasar desapercibido, obedecer órdenes sin rechistar y que pasase el periodo lo más rápido posible. No estuvo mucho tiempo; al ser hijo único y huérfano de padre, su estancia como militar se redujo notablemente, lo suficiente para que un sargento se encariñase con él y le facilitase, a través de un conocido, un trabajo fijo.

    En pocos meses, dejó el uniforme militar y pasó a usar el uniforme de barrendero municipal. Aunque no tenía un sueldo alto, aquel empleo le garantizaba un salario estable y la posibilidad de realizar trabajos por la tarde, lo que despejaba ampliamente su perspectiva de futuro. No tardaron en buscar una vivienda más amplia donde poder vivir los tres, tras contraer matrimonio, pese a las reticencias de su madre para ir a vivir junto a la pareja. Fue María quien logró convencerla, ya que para ella se había convertido en una persona muy importante y, prácticamente, en su segunda madre.

    Los años fueron pasando; se podría decir que eran relativamente felices, una felicidad que se basaba en el amor que se tenían, a pesar de no tener hijos. Por mucho que lo intentaran o de la ilusión que les haría, seguían sin tener descendencia.

    Evaristo, con su característica personalidad, día tras día, recorría con su carro las zonas asignadas sin hacerse notar, a pesar de ser testigo, a veces directo, de los cambios sociales que se estaban produciendo en ciertos ámbitos de la capital. Fue consciente de ello cuando lo cambiaron de zona de trabajo, próximo a la universidad, donde observaba las constantes revueltas que allí se producían.

    A veces, tenía que apartarse para no ser arrollado por los estudiantes que huían de las cargas policiales o, incluso, de los propios policías, ya fuesen a pie o a caballo. Su uniforme de trabajador municipal le evitó —en alguna ocasión— ser víctima de algún policía de testosterona alta. Cuando la tormenta pasaba, se dedicaba a recoger todo tipo de material prohibido (pasquines, carteles, etc.), casi siempre bajo la atenta mirada de los agentes, asegurándose de que todo quedaba recogido y depositado en el cubo de

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