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El Secreto Que Hizo Realidad Un Sueño
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El Secreto Que Hizo Realidad Un Sueño
Libro electrónico292 páginas4 horas

El Secreto Que Hizo Realidad Un Sueño

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Este libro fue escrito en homenaje a todos aquellos nios de alrededor del mundo que afectados por la pobreza, intolerancia e incomprensin se ven obligados a hacerse cargo de sus propias vidas y quienes creen que difcilmente los sueos se hacen realidad.
Es la historia de un nio, que naci y creci en medio de una familia disfuncional. Su abuelo, un hombre de carcter dbil pero el nico que le demostraba cario, le confes, que haba un secreto en su vida, pero cual? El nio abandon su casa a muy corta edad y se fue a vivir a las fras calles Bogotanas donde hizo amistad con otros dos nios quienes se convirtieron en su familia y con los que vivi muchas aventuras. Al pasar algunos aos, regres a casa con la intencin de ver a su hermanita. Al llegar encontr muchos cambios. El menor de sus hermanos viva con personas extraas. Qu haba pasado con su abuela y su ta? Dnde estaban su mam y sus hermanos? Qu pas con su hermanita?
A raz de esto se comienza a descubrir el misterio. La historia tiene un final sorprendente e inesperado.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento21 ago 2012
ISBN9781463337087
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    Vista previa del libro

    El Secreto Que Hizo Realidad Un Sueño - Mercedes Contreras

    Copyright © 2012 por Mercedes Contreras.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:    2012914837

    ISBN:    Tapa Dura                       978-1-4633-3710-0

                 Tapa Blanda                     978-1-4633-3709-4

                 Libro Electrónico             978-1-4633-3708-7

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

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    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

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    Llamadas internacionales +1.812.671.9757

    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    401258

    Eran cerca de las cinco de la tarde. Enrique se encontraba sentado en el banco de un parque, con la cabeza entre las manos y bajo una suave llovizna. Recordando a su abuelo, se había sumido en sus pensamientos, olvidando que se encontraba en un lugar muy familiar para él. Era una fría tarde de noviembre y la lluvia golpeaba sobre su espalda empapando paulatinamente su ropa. Pero él estaba tan concentrado en sus pensamientos que no se percató de esto.

    Su abuelo fue la única persona que en su infancia lo había mirado con amor y quien cariñosamente le había enseñado los valores que habían hecho de él un hombre de bien. Solo él le enseñó cómo darle gracias a Dios, a ser fiel a su palabra, a cumplir sus promesas, a no dejarse vencer por la adversidad y a creer en sí mismo.

    —¿Por qué me quieres tanto, abuelo? —le preguntó un día.

    —Porque eres un niño muy especial, inteligente y agradecido —contestó el abuelo.

    —¿Por qué no quieres en igual forma a mis hermanos? —replicó Enrique.

    —Yo los quiero, y mucho. Solo que tú eres especial.

    —¿Qué me hace especial? ¿Qué me hace diferente a mis hermanos?

    —No eres diferente, solo eres especial —solía decir el abuelo.

    Enrique creció sabiendo que era alguien especial para su abuelo, pero para el resto de la familia no. Ahora llegaban a su mente recuerdos tristes: su abuelo yacía en el lecho de enfermo y él escuchaba atentamente las palabras que habían inquietado su corazón: «Algún día tendrás que enfrentar una dolorosa verdad. Desafortunadamente no tengo suficiente tiempo para ayudarte a descubrirla, enfrentarla y resistirla».

    Enrique contaba con tan solo seis años en ese entonces, y a pesar de su corta edad, entendía que su abuelo estaba viviendo sus últimos días y que tenía en su corazón una dolorosa herida. Pero lo que no alcanzaba a entender era qué misteriosa historia había golpeado tan fuerte a su abuelo que había logrado herirlo tan gravemente que lo estaba llevando… y, eventualmente, lo llevó a la muerte.

    El abuelo se fue, pero no se llevó el secreto. Este rondaba entre la familia, y Enrique, en medio de su maltratada inocencia de niño, simulaba ignorar la existencia de una misteriosa historia.

    Enrique vivió su niñez en medio de una familia conflictiva. Una madre alcohólica, llena de rencor; una abuela deprimida e introvertida, quien rara vez hablaba con alguien y cuando lo hacía solo mencionaba su vida triste, el mal esposo que escogió y los ingratos hijos que parió. Compartía una pequeña habitación con tres hermanos y una hermana, todos menores que él. Los dos hermanos que le seguían en edad eran gemelos, dieciocho meses menores. El otro hermano tenía problemas de motricidad, ya que por descuido no había sido vacunado a tiempo y lo había atacado la poliomielitis; la niña era una hermosa muñequita que él quería mucho y protegía contra los eventuales ataques morbosos de sus hermanos gemelos. También compartía con ellos una tía, hermana de su madre, quien explotaba frecuentemente en ataques de ira, golpeándolos e insultándolos la mayoría de las veces sin control. En ocasiones, llegaba a producirles heridas que sangraban, las cuales eran curadas únicamente con agua y vendas mal manejadas, dando origen a infecciones que deterioraban la salud de los niños. Todo eso, sumado a la mala alimentación, terminó por convertirlos en niños pálidos, flacos, débiles y asustadizos, ansiosos por abandonar un mal llamado «hogar», que nunca les proporcionó nada diferente a lo indeseado. Nunca se gozó de una cena armoniosa y completa, ni una caricia, ni palabras de estímulo. Nunca hubo una palabra tierna, ni una canción de cuna, ni un regalo de navidad, ni siquiera lo más básico, como una atención médica o una mediana educación escolar, ni siquiera una regular alimentación.

    Enrique siempre soñaba que algún día se descubriría aquella verdad de la que el abuelo le había hablado alguna vez, e ignorante de cuál era, imaginaba que esta no era su verdadera familia; fantaseaba que siendo recién nacido lo habían raptado y que su familia verdadera lo estaba buscando angustiosamente. Soñaba que un día cualquiera llegaba a la puerta de su humilde vivienda una hermosa mujer, más o menos de la edad de su madre, vestida elegantemente, con una suave sonrisa que decoraba su lindo rostro y una mirada dulce con la luz de unos hermosos ojos azules iguales a los suyos —los cuales no había heredado de su madre, seguramente sí de su padre, al que no conocía—, apretando contra su pecho firme una carpeta llena de papeles, los cuales comprobaban su legítima maternidad. Con esas pruebas y la alegría de haberlo encontrado, iba dispuesta a reclamar lo que era suyo. Pero como Enrique hasta ese momento había creído que quien lo había «criado» era su mamá, imaginaba que su recién llegada madre no la denunciaba a la policía por su supuesta fechoría. Más bien se imaginaba abrazando a su madre y permitiendo que ella lo llenara de besos, lo subiera a un hermoso auto rojo convertible y lo alejara del lugar que fue su casa, su barrio y su pesadilla. Después de un largo recorrido, durante el cual habría muchas expresiones de amor y algarabía por la nueva situación, explicaciones innecesarias y grandes promesas, llegaban a una hermosa casa en las afueras de la ciudad, donde los esperaba su padre amoroso y sus cuatro hermanitos, entre ellos una niña que revivía el amor por su hermanita, o… mejor variaba esta situación imaginando que su hermanita también era su hermana real y que mamá iba por los dos. Siempre en este punto se estrellaba contra una barrera de sentimientos encontrados que le hacían perder su concentración y lo traían a la realidad.

    Salpicado de tanta injusticia y golpeado tan fuertemente por la vida, un día decidió irse de la casa. Sabía que no tenía otro lugar a dónde ir, ningún otro familiar que le tendiera la mano y que esa madre imaginaria nunca iba a aparecer. Así que se llenó de valor y, a sus escasos diez años, se lanzó al mundo sin saber qué iba a encontrar allí. Caminó solitario durante varias horas llevando una sola dirección: iría hacia el norte, llevara a donde lo llevara esa ruta. Él solo pensaba en alejarse, pero antes de partir le prometió a su hermanita que algún día volvería por ella, la sacaría de allí y le daría la vida que la misma vida le había negado. Cansado ya de caminar y entrada la noche, buscó refugio en un parque aparentemente solitario. El miedo invadió su cuerpo, y con los ojos llenos de lágrimas —que nunca llegaron a rodar por sus pálidas mejillas— se acurrucó entre las raíces de un frondoso árbol, encogió sus piernas hasta tocar con las rodillas sus temblorosas mejillas y queriéndose alejar de esa cruel realidad de hambre, frío y soledad, se hundió en sus pensamientos recordando el llanto de su hermanita al despedirse y esos ruegos llenos de amor y angustia a la vez, mientras trataba de convencerlo de que la llevara con él… pero eso no podía ser.

    —No, Susan, no te puedo llevar conmigo.

    —Por favor, Kike, no me dejes sola.

    —Es que no sé a dónde iré, ni qué encontraré.

    —Por favor, Kike, ¡por favor!

    —Mira, yo te prometo que volveré por ti. En algún lugar alguien me ha de ayudar, y cuando eso suceda, volveré por ti. ¡Te lo prometo!

    Dándole un beso en la mejilla, como sellando esa promesa… partió. No quiso mirar atrás. No tuvo valor para ver a su hermanita, pero podía imaginar su mirada suplicante y el azul de sus ojos inundados con lágrimas de dolor. Ahora, aquí, en el frío de la noche, no sabía si alegrarse de no haberla traído, o arrepentirse de haberla dejado. Todo era confusión en su cabeza y se dio cuenta de que estos recuerdos no lo alejaban de la realidad y que el hambre y el frío lo golpeaban cada vez más fuerte. Decidió enmascarar su realidad trayendo a su mente esa historia que él había inventado… imaginaba a una hermosa mujer que venía a su encuentro demostrando que era su verdadera madre… así dio rienda suelta a toda su imaginación hasta que el cansancio lo venció y se sumió en un profundo sueño.

    La algarabía de una nueva mañana lo despertó. Aún no amanecía, pero unas risas agitadas y el bullicio de dos muchachos lo alertaron. De pronto: silencio; interrumpido casi enseguida por unos pasos rápidos y pesados.

    —Malditos muchachos —dijo una voz grave llena de furia—, ¿dónde se han metido?

    En ese instante, su mirada se encontró con la mirada de uno de los muchachos, más o menos de su misma edad, quienes se encontraban escondidos entre unos matorrales no muy lejos de él. De pronto, sintió que lo tiraban bruscamente del cuello de su camisa.

    —¡Aquí estás ladronzuelo!

    —¿De qué habla, señor? —replicó Enrique.

    —¿Dónde está tu compañero?

    —No sé de qué me habla, yo estoy solo.

    —Sí, claro. Vamos, pagarás por tu fechoría —dijo la voz furiosa.

    —¿Vamos? ¿A dónde?

    —¿Realmente creíste que te saldrías con la tuya? ¿Dónde está tu compañero? ¿Él se llevó el paquete, verdad?

    —No sé de qué me habla, señor. Yo no he hecho nada —respondió el niño.

    —¿Sí?, pues díselo a la policía.

    En ese momento, se presentaron a una prudente distancia los dos muchachos, quienes en actitud desafiante, frotaban sus estómagos en alusión de llenura, y pasando la lengua por sus labios, cantaban en armonioso coro: «Qué rico panecito, estaba delicioso». El señor soltó a Enrique y corrió presuroso tratando de alcanzar a los muchachos que, en ágil carrera, desaparecieron prontamente de su vista en diferentes direcciones. Enrique aprovechó la oportunidad y corrió velozmente en dirección contraria. Ya agotado, y siguiendo el ejemplo de los dos muchachos, se escondió entre unos matorrales del mismo parque. Se quedó muy quietecito por un largo rato, envidiando al par de pilluelos que ya habían desayunado, mientras que su estómago protestaba bulliciosamente.

    —Tengo que salir a buscar algo de comer —se dijo.

    Se vistió de valor, abandonó su escondite con cautela y caminó sin prisa por el empedrado que conducía a la alborotada cuidad. De pronto, al mismo tiempo que sentía la presión de un brazo sobre su cuello, escuchó:

    —¡Aquí estás! —era el muchacho con quien había encontrado su mirada entre los matorrales.

    —Gracias, amigo —le dijo.

    —¿Gracias? ¿Por qué?

    —¿Cómo que por qué? Por no delatarnos.

    —No, gracias a ustedes —dijo dirigiendo su mirada al otro muchacho—, por liberarme de ese hombre.

    —Te guardamos un poco de pan y podrás tomar agua de la fuente del parque.

    —Gracias por la invitación —dijo, y se dejó guiar de nuevo al parque.

    El segundo muchacho sacó un buen trozo de pan de la bolsa de papel que cargaba bajo su brazo, y ofreciéndoselo a Enrique, le dio una firme palmada en la espalda.

    —Te lo mereces —le dijo—, ya nos las arreglaremos para el almuerzo.

    Sentados sobre el prado de un oculto rincón del parque, se presentaron.

    —Yo soy Pipe —dijo el primero.

    —Y yo Juan —dijo el segundo.

    —Yo soy Enrique, pero me pueden decir Kike —dijo con voz apagada.

    —Pero levanta ese ánimo —dijo Pipe—. ¿Por qué de repente te entristeces?

    —Bueno —dijo Enrique—, es que solamente mi hermanita me llama Kike, y aunque no hace mucho que la abandoné, ya la extraño.

    —¿Cuánto hace?

    —Ayer.

    —Hombre, pero si la acabas de dejar —dijo Juan, aterrado.

    —Sí, no la pude traer conmigo. Yo sé que hice bien, pero me duele haberlo hecho.

    —¿Haber hecho qué? —preguntó Pipe—, ¿haberla dejado o haberte escapado?

    —Haberla dejado —dijo firmemente—, por nada del mundo me arrepiento de haberme escapado.

    —Ya somos tres —dijo Pipe.

    —Sí —confirmó Juan.

    —Pero bueno, la vida solo es una y hay que vivirla —dijo Pipe, con su habitual entusiasmo—. Vamos, tenemos que trabajar.

    Y echando su brazo derecho sobre los hombros de su nuevo amigo Kike, y el izquierdo sobre su viejo amigo, les dijo:

    —Hay que buscar el almuerzo.

    Durante toda la mañana caminaron por el centro de la ciudad, pidiendo a todo cuanto cristiano veían: «Una monedita para almorzar». Entre moneda y moneda, recogieron lo suficiente para comprar tres gaseosas, tres panes y tres pedazos de salchichón. Definitivamente, había sido un buen día, no se podían quejar ya que a veces no recogían ni para un pan.

    —Nos has traído buena suerte —dijo Pipe.

    —Es cierto, hacía mucho que no almorzábamos tan bien —confirmó Juan.

    —Sí —dijo Kike—, hacía mucho que no almorzaba tan bien.

    Y pensó en su hermanita. Sabía a ciencia cierta que ella no estaría almorzando. Si bien le había ido, estaba seguro de que a esta hora estaría con una taza de agua de panela simple, (una bebida muy popular en Colombia originada en la caña de azúcar), y un pedazo de pan no muy fresco, porque el señor de la tienda les vendía el pan que ya estaba un poco viejo a un mejor precio, y eso era lo que la tía acostumbraba a comprar para el desayuno. El agua de panela era simple pues había que hacer rendir la panela para el día siguiente.

    —Arriba ese ánimo, Kike —dijo Pipe, interrumpiendo bruscamente sus pensamientos—. Tenemos toda la tarde para divertirnos, antes de ir a buscar la cena.

    Pipe y Juan corrieron hacia la fuente del parque, y Kike los seguía en actitud menos bochinchera. No quería separarse de sus nuevos amigos, no sabría qué hacer al llegar la noche y pensó que posiblemente dormiría donde ellos lo hicieran. Por ahora, se había dispuesto a divertirse tanto como pudiera, al fin y al cabo, era libre, no tenía que pedirle permiso a nadie, no tenía ninguna otra responsabilidad que no fuera pasarla bien con sus amigos. La tarde era calurosa y los niños de la calle retozaban, gritaban y agitaban el agua de la fuente que decoraba el centro del parque. Sabían que su dicha duraría lo que tardara en pasar por allí un vigilante o un policía, así que no perdían tiempo, solo jugaban y reían. Cuando el vigilante llegó, ellos ya se disponían a abandonar su juego, por lo que apuraron su huida después de haber pasado dos grandiosas horas de diversión. Pero el hambre los acosaba, entonces se apresuraron a buscar algo para comer y, guiados por el olor, llegaron hasta un asadero de pollos muy concurrido. Se pararon en la entrada y con actitud lastimera pedían a todos los que entraban: «Una monedita para este pobre hambriento». Pero nadie les dio nada. Solo miradas de desprecio algunos, y de temor o de pesar otros. Entonces, decidieron retirarse de allí, ya que ese delicioso olor a comida, no solo les producía más hambre, sino que los iba enfureciendo contra una sociedad que los miraba únicamente como un estorbo. Mientras sus amigos caminaban adelante, Kike los seguía sumido en sus reflexiones.

    —Tanta gente entró en ese asadero y ninguno se detuvo ni siquiera a pensar si habíamos comido algo hoy —reflexionó—. Y esas miradas eran iguales a las que nos hacía mi tía cuando le decíamos que teníamos hambre. Ella nos miraba con desprecio y nos decía que ese no era su problema, que le pidiéramos a mamá; pero mi madre, ahogada en alcohol, solo nos miraba con indiferencia.

    —Apresúrate Kike —gritó Pipe—, ya casi es hora de que la gente comience a salir de los teatros.

    —¿Y qué? —dijo Kike, apresurando su marcha.

    —Llegó la hora de cantar —dijo Juan.

    —¿Cantar? No entiendo.

    —Sí, ¡cantar, hombre! —confirmó Pipe, echándole el brazo—. Así que afina tu voz, porque a esta hora nos convertimos en artistas.

    —Sí, de talla mundial —dijo Juan, burlonamente.

    Llegaron frente al teatro más grande de la ciudad en el momento justo en que se abrían las puertas para que el público saliera. Al aparecer las primeras personas, Juan comenzó a cantar. Su voz era aceptable, pero no excelente, y Pipe lo acompañaba con un pequeño tambor, hecho con un tarro de galletas que llevaba siempre consigo, lo llamaba «el tarro multiusos». Kike no sabía qué hacer, así que solo los miraba desde lejos.

    Cuando terminó de salir la gente, habían recogido algunas monedas, pero no las suficientes como para saciar su hambre.

    —Vamos, Kike —le gritaron a coro—. Tenemos que llegar al otro lado del teatro. Hay mucha gente esperando para entrar.

    Kike corrió tras ellos, aún sin saber qué hacer. Aunque le gustaba cantar, nunca lo había hecho en público. Además, no quería alterar la rutina que sus amigos ya tenían establecida. Al final del día, ya habían recogido lo suficiente como para comprarle a la señora de la esquina tres panes y una gaseosa, que compartirían entre los tres. A pesar de que Kike no colaboró activamente en la tarea, recibió igual porción. ¡Sus nuevos amigos lo aceptaban! Eso significaba mucho para Kike. ¡Nunca nadie le había dado algo a cambio de nada! ¡Kike se sentía feliz!

    Recogidos entre unos matorrales del parque, se dispusieron a dormir. La noche era fría y para soportarla se cubrieron con cartones que lograron sacar de entre la basura de una fábrica. No sentían hambre pero sí mucho sueño, y pronto sus amigos quedaron profundamente dormidos. Kike no se durmió inmediatamente, él sabía que en alguna parte había un Dios que lo amaba y que escuchaba sus oraciones. Así que oró. Pidió por su hermanita, también por sus hermanos, por su mamá y hasta por su tía, y especialmente por sus dos nuevos amigos. Después dejó que su imaginación volara y repasó su historia, la de una madre que venía por él para rescatarlo de esa vida que llevaba… hasta quedar profundamente dormido.

    Habían pasado ya tres años y compartido muchas aventuras con sus amigos. Habían pedido, robado, sufrido, disfrutado y también habían aprendido mucho. En algunas ocasiones, llegaban unos amiguitos de Pipe, y él, misteriosamente, se iba con ellos durante unas horas —llevando consigo su «tarro multiusos»—, pero siempre volvía antes del anochecer, para la presentación fuera de los teatros. A veces, sus dos amigos compartían un rato con ellos. Eran muy amigables y muy dispuestos a colaborar con Pipe. Después de un tiempo, sus visitas se fueron haciendo cada vez más escasas. Siempre que se despedían, uno de los amigos le decía: «Deberías ir» o «Por qué no vas». A lo que Pipe siempre respondía: «Mañana». Nunca les quiso aclarar de qué se trataba, así que ni Juan ni Kike insistían y siempre dejaban en el olvido la misteriosa relación de Pipe con sus dos intermitentes amigos. En alguna ocasión, después de regresar de haber estado con sus amigos, Pipe llegó muy triste y les contó que se trataba de un anciano amigo de él que estaba muy enfermo y le pedía, por intermedio de sus amigos, que fuera a verlo. En dos oportunidades había intentado ir, pero el anciano vivía con dos personas muy malas y si llegaban a descubrir que lo visitaba, podrían matarlo. Juan y Kike pensaron que eran exageraciones de él, y casi enseguida les dijo: «Bueno, la vida solo es una y hay que vivirla… ¡A trabajar!». Durante esos tres años, Kike nunca había vuelto a su casa. Nunca se había enterado si su madre o sus hermanos lo habrían extrañado y buscado. ¿Qué pasaría con su tía? Estaba seguro de que ella sí nunca se había preocupado por él, es más, se atrevía a pensar que hasta se había alegrado al saber que él se había ido de la casa. Pero Susan… ¿Qué habría sido de ella? ¿Cómo estaría? ¿Aún se acordaría de él? ¡Dios mío, le había hecho una promesa y tenía que cumplirla! Pero… ¿qué le podría ofrecer, si nada tenía que le pudiera dar? Él, lo único que tenía, y en abundancia, era libertad. Podía ir y venir cuando quisiera, con quien quisiera y por donde quisiera, nadie ni nada lo detenía; podía ir al fin del mundo si así lo deseara, incluso había ido a otras ciudades, pero siempre volvía, porque era consciente de

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