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Secreto mío
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Libro electrónico160 páginas2 horas

Secreto mío

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Lo más delicioso de la juventus es creer en los secretos, parece decir Constanza Cousiño en este libro, su ópera prima, Secreto mío. Y el lector no puede sino preguntarse: ¿es real o un ensueño lo que le ocurre a Mía, la protagonista, una adolescente como todas o ninguna?… Sus miedos y deseos le hablan al oído, la llevan por un camino del crecimiento resolviendo un acertijo y luego otro. La amistad y el amor se confunden en sus sentimientos, como asimismo la muerte y la historia del mundo. Pero no todo ocurre en su interior: también tiene ojos para sus amigos, en los que ve reflejadas sus ansias y sus extraños impulsos hacia el fracaso o la satisfacción. Es una novela de sensaciones, pero contada de forma veraz, con una genuina ilación y el más sencillo de los humores. Sería un sacrilegio contar de «misterio», por eso ahora sólo diré que la exhuberancia del trópico venezolano -con sus calores y tupida vegetación- es el escenario ideal para esta fábula sobre las fantasías convertidas en realidad.
IdiomaEspañol
EditorialMAGO Editores
Fecha de lanzamiento7 nov 2016
ISBN9789563171273
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    Secreto mío - Constanza Cousiño

    Constanza Cousiño

    SECRETO MÍO

    © Copyright 2011, by Constanza Cousiño

    Primera edición digital: Enero 2015

    Colección Biblioteca Juvenil

    Director: Máximo G. Sáez

    editorial@magoeditores.cl

    www.magoeditores.cl

    Registro de Propiedad Intelectual Nº202.409

    ISBN: 978-956-317-127-3

    Diseño y diagramación: Freddy Cáceres Orellana

    Edición Literaria: Iván Quezada

    Ilustración portada: Ana Luisa Kaminski

    Foto de Autora: Roberto Farías

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Derechos Reservados

    PRIMERA PARTE

    El Desconocido

    I

    Se preparaba para ir a la cama, luego de lavarse los dientes y el rostro. Además del pijama, le faltaba ir en busca de su acostumbrado vaso de agua para la noche.

    Camino a la cocina se encontró en la sala con un visitante. Estaba en el sofá, muy tranquilo, como si la esperase.

    Mía fue disminuyendo el paso, hasta detenerse completamente, con su cuerpo aún dirigido a la cocina y observándolo extrañada.

    —Me llamo Andrés —la saludó.

    Vestía unos jeans desgastados y polera blanca, de la talla justa, denotándole su espalda más bien angosta y un cuerpo esbelto. Por su tronco espigado, dedujo que era más alto que ella. Se imaginó que debía de tener unos veinte años.

    Su curiosidad pudo más que sus acostumbrados desaires, y le respondió con un tímido y tajante «hola».

    No supo si hizo bien en hablarle, pero la voz le había salido espontáneamente. Sus ojos azules, almendrados, nariz perfilada y cabello rubio con ligeros risos, le provocaron una atracción que hasta entonces desconocía.

    Un silencio incómodo empezó a hacerse presente, pero el desconocido lo interrumpió con astucia.

    —Te daría la mano, pero no puedo —dijo, al tiempo que le regalaba una pícara sonrisa.

    Mía se echó a reír, sin saber si era por los nervios o la gracia que le producía: nunca antes había sentido atracción por un fantasma; de todos los que había visto en su vida, éste sin duda era el más atractivo.

    Luego de intercambiar palabras y sonrisas, ya no podía serle indiferente, ni inventarse que jamás lo vio. Miró hacia los lados para asegurarse de que no hubiese cerca ningún integrante de su familia, y, más relajada, se aproximó a él, observándolo con indisimulada curiosidad. Se detuvo al frente y se sentó a su lado.

    Andrés no podía creerlo: su plan había funcionado. Un sentimiento de felicidad y triunfo le invadió, al punto que no podía dejar de sonreír. Había logrado que Mía lo viera, lo tomara en cuenta y hablase con él.

    A sus 16 años, Mía conocía el efecto que producía en el sexo opuesto, así como su facilidad para ahuyentar a los enamorados, por su distante y desconfiada personalidad. Veía sus ojos expresivos y gran sonrisa, a la espera de sus palabras, y en medio de un nuevo silencio —del cual ahora era dueña—, no pudo aguantarse más y le preguntó lo que siempre había querido saber de los fantasmas que diariamente veía:

    —¿Por qué estás aquí?

    La sonrisa de Andrés desapareció. Nunca se imaginó que tendrían esa conversación.

    —Espero me disculpes, pero prefiero no hablar de eso.

    Estaba sorprendida por su voz cortante y la tristeza de sus ojos. Se sintió incómoda, sin saber cómo actuar. Enfocó su mirada en sus dedos y uñas, mientras se preguntaba si había hecho lo correcto al sentarse allí… ¿O mejor sería levantarse y seguir su camino como si nada hubiese pasado?

    Consciente de la pérdida de empatía, Andrés necesitó decir algo. Se sentía rodar en caída libre del paraíso, hasta que de un sobresalto volvió en sí. Con la actitud de quien quiere hacer amigos, le preguntó por lo que hacían los jóvenes de la nueva generación.

    Mía se volvió hacia él, mirándolo con extrañeza. Se percataba de que no era la única con curiosidad por la vida del otro, y sonrió. Cerciorándose una vez más de estar sola, y con la vista hacia el pasillo (por si alguno de sus hermanos, mamá o papá, aparecía), comenzó a relatarle todos los lugares que frecuentaba y la moda del momento.

    El muchacho la escuchaba atentamente, sin decir palabra, sus ojos como platos por la emoción. A los pocos minutos empezaron a empequeñecerse. El relato de ella le había provocado nostalgia por la vida, y se descubrió deprimido.

    Tardó en darse cuenta, hasta que fue evidente que ya no la oía, cuando contó una anécdota y no causó en él la más mínima respuesta. Intrigada, detuvo su monólogo y le miró. Observaba el suelo a través de sus piernas ligeramente separadas. Lamentó que sus bellos y chispeantes ojos otra vez expresaran tristeza.

    El silencio reinó nuevamente entre ellos.

    Volvió a mirarse sus dedos y uñas. Necesitaba remediar lo sucedido, y se empezó a urgir cuando cada tema que se le ocurría terminaba, en su imaginación, con el mismo resultado. De repente, pensó en algo que creyó sería lo indicado, aunque no por eso lo menos absurdo: invitarlo a ver una película en su dormitorio; así se distraería y lo haría olvidar el accidentado encuentro.

    No lo pensó más y le invitó de la manera más cordial y amistosa que pudo. Se alivió al contemplar el cambio, instantáneo, en su rostro, y luego aún más al verlo aceptar con los ojos nuevamente chispeantes y una amplia sonrisa. Le sonrió de vuelta, complacida, y se levantaron del sofá. El vaso de agua quedó en el olvido.

    Mientras avanzaban, Mía se vio envuelta en sentimientos contradictorios. No podía creer lo que acababa, continuaba y estaba a punto de hacer. Se reprochaba relacionarse con un espíritu, algo que se había prohibido cuando niña, y volvió a prometerse que, después de esa noche, jamás hablaría con él ni con ningún otro. Andrés sería el primero y el último desde aquella otra vez… Se avergonzaba por ser débil ante su hermosura, pero luego se dijo que era humana; su excusa habitual cuando requería librarse de emociones que mortificaban su conciencia.

    II

    Desde pequeña, Mía veía espíritus, aunque en un principio no supiera que lo fuesen. Solía pensar que esa gente extraña era invitada por sus padres (si eran adultos), o amigos de sus hermanos (cuando eran niños). A medida que fue creciendo, se percató de que no interactuaban con nadie, eran ignorados, y, finalmente, nadie los veía. Fue entonces, a los ocho años de edad, cuando supo que vivía entre dos mundos —a diferencia del resto, que sólo tenía uno.

    Pero no todas sus visiones las experimentó con naturalidad. Las más aterradoras, junto con pesadillas insólitas para una niña de su edad, despertaron las sospechas de sus padres de que su hija era especial.

    Su primer relato terrorífico fue en vísperas de cumplir los cinco años. Se trató de una pesadilla, el escenario era su inminente cumpleaños y había cinco invitados: su hermana mayor, Magdalena; Cristóbal, su hermano menor; dos amigas del pre-escolar, y un niño al que no conocía. Todos dispuestos alrededor de la mesa del comedor, cantando la canción del cumpleaños. Al terminar, Mía vio cómo el invitado desconocido apagaba las velas en su lugar, una a una, con la yema de los dedos.

    Despertó llorando a gritos. A su mamá le intrigó de dónde sacaría semejantes imaginaciones, qué estaría viendo en la televisión; pero se quedó sin respuestas.

    Después vinieron las visiones temerosas. La mañana siguiente de la mudanza a su nueva casa, Mía salió de su baño envuelta en llanto, por haber visto a un hombre vestido con una capa negra, agachado en un rincón de la ducha. Por esa imagen se rehusó a usar ese baño y utilizó el de sus padres por una larga temporada.

    Las pesadillas siguieron, y las referidas a guerras entre ángeles fueron las más impactantes. A los siete años, comenzó a despertar llorando porque los ángeles malos les ganaban a los buenos. Sus padres, ya angustiados, se preguntaron dónde escucharía tales historias. No era probable que en el colegio, puesto que era laico, a no ser que una compañeras fuese de una familia fanática, algo inaudito.

    Con el tiempo, Clara y Héctor tuvieron que reconocer la realidad: una de sus hijas era dueña del don o maldición familiar. Le aconsejaron que no lo hablase con nadie, ni le prestara atención, asegurándole que así desaparecería. Pero nunca ocurrió tal profecía, e igualmente no volvieron a mencionar el tema. Se había convertido en un tabú.

    Afortunadamente, a su lado siempre estuvo Javier, su mejor amigo. Él era su único confidente, quien, además, hallaba fascinantes las historias de ánimas. Constantemente le preguntaba sobre nuevas visiones o sueños extraños y Mía, feliz, se los relataba. Eran sus momentos de desahogo y protagonismo, donde su diferencia dejaba de ser rara, para convertirse en una cautivante excentricidad.

    Javier y Mía se conocieron cuando los padres de ella se mudaron a la calle de Javier. Mía entonces tenía 6 y él 8, volviéndose inseparables desde ese momento.

    Mía jamás fue de jugar con muñecas; por eso, mientras su hermana mayor se quedaba en casa con las barbies, ella salía a la calle, donde se encontraba con el Orejón (como llamaba en un comienzo a Javier). La burla que en esos primeros meses le inspiraban sus grandes orejas, pronto dejó de sentirla, al quedar aplacada por su alegre y acogedora personalidad.

    Con Javier solían verse todas las tardes, tras hacer las tareas del colegio. Andaban en bicicleta, patinaban, jugaban al «Tesoro Escondido», e incluso inventaban diversiones cuando el aburrimiento de la costumbre lo ameritaba. Mía comenzó a verlo como un gran compañero y hermano mayor. Y Javier, a su vez, la trataba como a una hermana chica, de la que dependía y tenía necesidad de verla a diario. Al pasar del tiempo, desecharon las bicicletas y patinetas, para instalarse en casa de Mía por las tardes, hacer las tareas y luego escuchar música, jugar videojuegos, ver televisión o películas.

    Como era hijo único, a Javier le encantaba la casa de su amiga. Allí siempre estaba lleno de gente, los dos hermanos de Mía eran su polo opuesto en cuanto a sociabilidad y a menudo tenían invitados. El inmueble, además, era amplio y cómodo, con más piezas que su casa, debido a las múltiples remodelaciones, que tanto les gustaban hacer a los padres de ella.

    Originalmente, la residencia adquirida por Clara y Héctor con gran sacrificio hacía diez años, era igual a otras veinte en la falda de un cerro, pertenecientes a una urbanización para la clase media de la ciudad de Valencia, en Venezuela. De tres dormitorios y dos baños, sala comedor, de estar… Parecía lo suficientemente cómoda para una familia de cinco integrantes. Sin embargo, al año siguiente, les urgió reemplazar el pasto de los patios por cerámica, debido al desastre que ocasionaban las dos perras que completaban la familia, una rottweiler y otra pastora alemán, las cuales hacían hoyos en la tierra e impedían el crecimiento de las flores. En esa misma oportunidad, aprovecharon

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