De Ciudadela a la Luna
Por Mario Bonavota
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De Ciudadela a la Luna - Mario Bonavota
Agradecimientos
Este libro es el resultado de un sueño que tuve desde niño: viajar de Ciudadela a la luna, y de allí a otros mundos imaginarios. Un sueño que no hubiera podido cumplir sin el amor y el aliento de las personas que más quiero.
En primer lugar, quiero agradecer a mis padres Angelita y Antonio, a mis hermanos, Estela y Oscar, que ya no están conmigo, pero que siempre me acompañan en mi corazón. Ellos fueron los que me formaron como persona y me transmitieron el amor por la lectura y la escritura. Aunque no pudieron leer mis cuentos, estoy seguro de que me hubieran apoyado y alentado. A ellos les dedico este libro con todo mi amor y mi eterna gratitud.
En segundo lugar, quiero agradecer a mis hijos Daniela y Nicolás de quienes estoy orgulloso y son sin dudas el más grande logro de mi vida. A mis sobrinos Leandro y Laura, Javier, Mauro y Andrea, Marco, Exequiel, Andrea y Raúl , que me apoyaron en este proyecto desde el principio. Ellos fueron los primeros en escuchar mis historias y en darme sus opiniones y sugerencias. A ellos les dedico este libro con todo mi cariño y respeto.
Y en tercer lugar, quiero agradecer a Jazmín, mi compañera de vida, que me ha dado su amor incondicional y su paciencia infinita. Ella fue la primera en creer en mí y en impulsarme a publicar este libro. A ella le dedico este libro con toda mi pasión y mi amor.
#1 - El galponcito del fondo
¡¡¡Osvaldo, otra vez!!! Trajiste más de estas cosas, a ver cuándo vas a parar con esa manía de juntar basura, estoy harta de que el fondo esté lleno de chatarra, tengo que estar viendo por dónde pasar sin hacerme un tajo con estas porquerías
. Así le gritó Silvia, que estaba en el fondo de la casa tratando de tender la ropa, a Osvaldo, que estaba en la cocina intentando sacar una pieza de un viejo microondas en desuso. Él no hizo caso a los gritos de su mujer, ya estaba acostumbrado a escuchar sus quejas. Osvaldo era un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto y flaco pero fuerte, que trabajaba en un taller de reparación de camiones a cinco cuadras de su casa. Había llegado del campo hacía más de quince años, escapando de las tareas rurales que hacía con su padre, y allí se quedó como aprendiz en el taller del pueblo; después conoció a Silvia en el club, en unos carnavales, y hacía cinco años se había casado con ella. Silvia, una maestra de primaria, era algunos años menor que él, robusta y linda de cara, con ojos claros y vivaces. Los dos se fueron a vivir a la vieja casa de los abuelos de Silvia, una casa antigua tipo chorizo en el centro del pueblo, de techos altos y en mal estado, con un terreno atrás. En el fondo, sobre la medianera de atrás, Osvaldo había levantado un galpón de madera y chapa, donde se pasaba horas cuando volvía del trabajo y también los fines de semana, tratando de reparar todo lo que encontraba con la intención de volverlo útil nuevamente y ganarse algún mango extra.
Siempre que Silvia le recriminaba que esa porquería de galpón era lo único que había hecho en la casa, Osvaldo le contestaba que de ahí iba a salir la solución para huir de ese pueblo de mierda
, como él lo llamaba.
Ella quería tener hijos desde el principio, pero él no, decía que primero se tenían que ir del pueblo; además, le decía: Estás rodeada de pibes todo el día, ¿para qué querés más?
. Esto enfurecía tanto a Silvia que a veces no le volvía a hablar en todo el día. Hacía tiempo que había una guerra entre ellos sobre este tema, una guerra silenciosa, fría, sin gritos ni discusiones, en la que cada uno trataba de llevar a cabo su plan sin contar con el otro. Silvia a veces olvidaba
tomar las pastillas anticonceptivas por un par de días cuando se enteraba de que Osvaldo tenía asadito el sábado con los muchachos del taller, porque sabía que generalmente esos sábados volvía alegre, con alguna copa de más y ganas de tener sexo. Osvaldo tenía su propia táctica: nunca consumaba el acto dentro de Silvia; tenían sexo, sí, claro, pero él se las arreglaba para disimular un orgasmo y después lo consumaba en el baño, solo. Silvia se daba cuenta y se enojaba casi hasta las lágrimas, pero no lo confrontaba por la culpa que sentía por no haberse cuidado.
Durante el último mes y medio, Silvia pasaba por la casa de Facundo todos los viernes, cuando salía del colegio. Facundo era un alumnito de ella que no estaba yendo a la escuela por un problema de salud que tenía. Los riñones del chico no funcionaban bien desde su nacimiento, pero su salud se había resentido mucho más con la pérdida de su mamá. La primera etapa de la pandemia se había llevado a Graciela, una amiga de la infancia de Silvia con la que había ido al colegio, el mismo en el que ahora Silvia daba clases. Estuvieron algo distanciadas durante años, todo lo distanciadas que se puede estar en un pueblo de dos mil habitantes en el medio de La Pampa. Se saludaban, pero no pasaba de ahí. El tema fue que Graciela se había juntado con Alberto (Tito le decían los amigos), un muchacho divertido y extrovertido que hacía reír a toda la clase con sus chistes. Silvia y él habían sido novios en la adolescencia, pero él se fue a probar suerte como actor a Buenos Aires cuando tenía veinte años. No le fue muy bien, así que volvió al pueblo, a la casa de los padres, y lo único que se trajo Tito de aquella experiencia fueron algunas anécdotas difíciles de validar y un par de adicciones que lo complicaron y aún lo complicaban de vez en cuando.
Silvia nunca le perdonó a Graciela que se hubiera metido con Tito. Ella era su mejor amiga y sabía perfectamente lo que había sufrido y lo que sintió cuando Tito la dejó y se fue a la capital. Además, Silvia estaba convencida de que ellos habían tenido algo antes de que él se fuera, de otra manera, no comprendía cómo apenas llegado de Buenos Aires había empezado a salir con Graciela.
Pero todo aquello ya era historia para Silvia. La muerte temprana y casi inexplicable de Graciela fue el resultado de un virus desconocido combinado con una —desgraciadamente— muy conocida desidia estatal, que no proveyó al precario hospitalito del pueblo los medios necesarios para salvarle la vida a una mujer de treinta y ocho años.
Así quedaron las cosas, Tito cuidando a Facundo, viviendo en la pequeña casa que le dejaron los padres cuando decidieron irse a vivir a la ciudad de Santa Rosa con su otra hija Ana, la odontóloga. Tito tenía una relación tensa con sus padres, como resultado de los efectos secundarios de las drogas que alguna vez consumió. Ahora estaba aprendiendo a los golpes a ser papá, tenía un pequeño negocio de celulares que a duras penas le permitía vivir, en el localcito de adelante, donde antes Marta, su mamá, había tenido la peluquería.
Silvia le llevaba la tarea a Facu (le quedaba de pasada cuando volvía de la escuela) y también le explicaba algunas cosas. Era un momento esperado por el nene, ya que lo entretenía y seguramente también lo ayudaba a llenar el enorme vacío que había dejado la partida temprana de su mamá. Era como un ritual: Silvia llegaba, entraba por el negocio de Tito, se saludaban con un beso frío y tenso, como evitando el contacto entre dos pieles que tienen memoria pero no razonamiento y que alguna vez tuvieron mucho más que un beso en la mejilla; después entraban, ella abrazaba cálidamente a Facu mientras Tito ponía la pava y batía el café, Silvia le contaba qué habían hecho ese día y algunas cosas de sus compañeros. Ellos trataban de no mirarse demasiado, aunque Tito no podía evitar mirarla con ternura cuando abrazaba a su hijo ni ella podía evitar mirarlo con el rabillo de ojo cuando él ponía la