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Transporte a la infancia
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Libro electrónico131 páginas3 horas

Transporte a la infancia

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¿Cómo se accede a un pasado lleno de violencias? ¿A quién se acude en el recuerdo cuando lo que hubo fue desprecio, negación, y un filo social que pretendía tajar lo que quien narra sentía aflorando sin demora? Aquí hay voz tierna y desolación, sensiblería aleccionadora y una mezcla implacable de memoria, documental, testimonio y literatura.
Frida Cartas hace un recuento de las escenas que le insinuaron que algo en ella no andaba bien. Pero era exactamente lo contrario. Algo afuera que no le permitió llegar a esa voz antes. Y es a través de esa voz —que va asimilando los hechos en el tiempo— y mediante un tono taimado, aparentemente calmo que diseca los discursos del derredor para afianzarse, como llegamos, al final, a la autora. Y no es que ella no estuviera antes, es que las veintiocho memorias van, una a una, paso a paso, desarraigando a la persona que se esbozó al comienzo.
En el norte del país el calor del clima se difumina entre el horror de los prejuicios. Una Frida aún sin nombre habita un territorio yermo que deja en la deriva a quien acude: su madre ganándose la vida en un trabajo sin amparo, su padre en la milicia deseando un hijo que se encamine a la milicia, sus vecinos con nombre pero sin sostén. Transporte a la infancia es un libro sobre sexualidad, sobre política, sobre la criminalización de la pobreza, pero es también un libro que sugiere que lo que hay que leer de la literatura contemporánea viene de lo que la historia ha dejado en los márgenes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 nov 2023
ISBN9786078851478

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    Transporte a la infancia - Frida Cartas

    PREFACIO

    Cinco kilos noventa gramos fue lo que pesó al nacer la protagonista de esta historia. La partera que sobaba a su madre, en el último trimestre, le dijo: Vas a tener gemelos, aquí se tientan claramente dos bebés. Pero al final nací solo yo, un sábado 17 de noviembre de 1979 a las siete y cinco de la mañana, en la latitud del paralelo 23, es decir, en Mazatlán, Sinaloa, donde se rompen las olas. Escorpio ascendente Escorpio. Chíngate esa.

    A mí me encanta decir sarcásticamente que esa fue mi primera contribución al aborto autogestivo anarcofeminista: tragarme al otro bebé. Por eso la cantidad de kilos que pesé. Y como profecía maldita, también me encanta pensar que apareciendo uno al momento del parto, al fin fuera del útero, en la vida misma, haya sido otra: la dualidad mujer-hombre, hombre-mujer, ¡qué sé yo! Me gustan las profecías malditas y las historias.

    Y este es precisamente un libro de historias. Pero no son para nada mitología, maldiciones, fantasías o ficción. Son historias verdaderas. Ciertas. Narradas al calor de los recuerdos de la autora. Recuerdos muy dispersos que no pueden encajarse en un contexto preciso de edad, fecha y tiempo, porque van y vienen en sus remembranzas. Nunca llevó un diario, ni una bitácora. Todo ha permanecido en su memoria.

    Estas historias, aunque no con una precisión de efeméride y fichas históricas anexas, están contadas con el apoyo y la segunda voz de la madre. Porque, repito: no son fantasía; sucedieron, y cuando se recuerdan se hace con la plática y la recapitulación de Lubia. A veces soltando carcajadas, divirtiéndonos, a veces quedándonos frías, sin palabras, y otras más como suspirando. De rajas, de mole y de dulce. Un combo.

    Cuando le conté a mi madre que las pondría en un libro y cuál era el objeto de hacerlo, quise decirle que lo que nos ha sucedido a nosotras juntas se asemeja al guion de una peli de Almodóvar, aunque ella no sabe quién es Pedro. Sin embargo, eso somos, una serie de historias bomba, fársicas y atípicas, que no sabemos bien cómo ocurrieron pero las protagonizamos. Y acá estamos ahora, poniéndolas en este pequeño libro. Las que recordamos y creímos convenientes. Otras, desde luego, seguirán permaneciendo solo entre los recovecos de la memoria o en nuestras amorosas pláticas en privado.

    Primera parte

    CAPÍTULO 1

    MÁTALO

    Julián siempre culpó a Lubia de que su único hijo varón fuera joto. Tú lo hiciste así, era la referencia repetida constantemente, como manda religiosa, en cada discusión marital. En cada pleito, estas palabras de una u otra forma salían a colación para terminar invariablemente culpando a mi mamá.

    Nuestra casa fue construida sobre unos terrenos de invasión, en una colonia hostil y periférica de Mazatlán, muy alejada de la postal de playa, arena y palmeras. Dado que mi papá no era un mujeriego ni borracho, mi familia fue de las primeras que logró levantar unos cuartitos de ladrillo y concreto, gracias a que él sí ahorraba sus quincenas sin vicios, y a que su trabajo de militar en el ejército era un trabajo seguro. También a que nosotros, en comparación con los vecinos, numerosos en hijos, solo éramos tres plebes (mi mamá no tuvo más hijos porque se puso buza y se hizo la salpingo falsificando la firma de mi papá que pedía el médico), por lo que nuestra familia gastaba menos. Así que teníamos casa de cemento, a diferencia de la mayoría que tenía casas de cartón o lámina negra, de esa que olía mucho a petróleo y no era fácil de romper.

    Además de tres grandes cuartos de material (es decir, de ladrillo), uno donde había literas para mis hermanas y una cama para mí, otro que era la recámara de mis papás y otro que fungía como la sala (aunque no teníamos sillones ni sofá), también teníamos en la parte trasera del terreno un cuarto bastante amplio de lámina y madera, que era la cocina-comedor y la bodeguita de cachivaches.

    En esa cocina, un verano de vacaciones largas (de las que ya no existen hoy en el calendario de la SEP), sucedió otra más de las discusiones entre Julián y Lubia. Peleaban a gritos. Julián, típico en él, volvía a reclamar (refiriéndose a mí): Ese niño es joto porque tú lo hiciste así.

    Era la cena. Apenas eran como las seis y media de la tarde, no comenzaban ni las telenovelas de la noche que solíamos sentarnos a ver juntas mi mamá, mis hermanas y yo, cuando Julián soltó su cantaleta mientras ella picaba cebolla blanca para ponerle a los frijolitos negros en caldo; la agarró con la luna en la cabeza, sin humor para sus chingaderas, como decía mi amá. Picaba y picaba con un gran cuchillo, de esos duros como de carnicero que le gustaba comprar, porque según sus palabras no se doblaban y, aunque pesaran en la mano para manejarlos, eran mejores porque no se les acababa el filo pronto.

    Picaba y picaba mientras Julián seguía repitiendo que ese chamaco era joto por su culpa. Yo estaba ahí, callada, observando y escuchando. Tendría entre cuatro y cinco años. Ya iba al kínder. Estaba presente y en medio de la discusión porque me la pasaba pegada a mi madre. La seguía hasta cuando ella salía a platicar o visitar a las vecinas, o a cualquier mandado fuera de casa. Pareces garrapata, solía decir ella.

    Estaba ahí y escuchaba, veía la escena. El pleito. Los gritos. El reclamo de Julián. Veía a Lubia que picaba la cebolla. Y algunos chiles verdes. También cilantro por si alguien quería agregarle al caldo de frijoles.

    En un instante muy rápido entre el reclamo de Julián y sin soltar ella una palabra, clavó de un golpe el cuchillo sobre la aguada mesa de aserrín, casi entre las manos recargadas de Julián que, mientras reclamaba y antes de cenar, agarraba tortillas con sal. ¡Ten! Mátalo, le dijo ella. No con un grito de lamentación o sufrimiento, sino con una voz fuerte, de hastío, que no vacilaba. Seca y directa.

    –Si tanto asco y tanto odio le tienes al chamaco, ¡mátalo! Toma y mátalo.

    Los ojos pelones de Julián, a punto de saltársele, tragando aprisa lo que acababa de echarse a la boca y la respiración de espanto, son lo que más recuerdo de la escena, quizás porque a mis pocos años me guiaba más por lo visual que por reflexionar que lo que estaban peleando era mi vida y mi habitar en el mundo, de una forma cuya violencia se iba normalizando cada vez más entre ellos y en el supuesto hogar.

    Julián no se movió ante el cuchillo clavado. Ni se levantó siquiera. Tragó saliva y pegó uno o dos suspiros cortos y agudos, a saber. Cambió su tono de voz, hablando más suave y menos golpeado. Tengo la sensación de que hasta simuló que sonreía y soltó algo así como: Ya, hombre, estás loca.

    Y entonces ella, que nunca gritó, pero desde luego mantenía una voz fuerte, sin titubear repitió: ¿Ves? No lo vas a matar, desclavando el cuchillo de la mesa para picar finalmente en cuadritos el queso fresco para los frijoles y poder cenar en familia. Mis hermanas no sé dónde estarían, quizás viendo caricaturas, haciendo una tarea o jugando afuera de casa en la banqueta. Ellas no eran garrapatas.

    –¿Ves? No lo vas a matar… Entonces deja de estar chingando porque voy a ser yo la que te clave este cuchillo a ti en el buche, méndigo desgraciado, hocicón. Me tienes harta. Deja a mi hijo en paz. Tú eres el que debería morirse–.

    Fue lo último que Lubia dijo mientras terminó de preparar la cena.

    Pero Julián no se murió, ni me mató. Acá seguimos todos en sagrada familia. Mi papá, mi mamá, mis hermanas Lizbeth, Judith y yo. Yo, por supuesto, más viva y más trans que nunca.

    CAPÍTULO 2

    DE FALDAS Y VESTIDOS

    La primera vez que tuve una falda fue a los casi cinco años. Me la dio mi madre en aras de reposar una intervención quirúrgica que me hicieron en los genitales. Una vez leí unos papeles viejos que estaban dentro de una carpeta amarillenta a punto de desmoronarse. La hallé limpiando la casa. Las hojas decían algo sobre gónadas no descendidas (aunque no recomendaban cirugía). No sé, algo me hicieron. Fue la primera de las que serían, años después, más operaciones y permanentes visitas al médico.

    Un día le pregunté a mamá por qué me había puesto esa falda y dijo que no podía traer trusa ni nada que me apretara o lastimara. Esto, supongo, mientras pasaban los días para volver a consulta con el doctor y tener otra revisión. Y pues ni modo de que anduvieras bichi, dijo ella. Por lo que, al no poder usar un pantalón, una falda no me iba a hacer daño.

    Era una falda larga, de tela delgada, la recuerdo bien, color beige con pequeñas flores rojas. Un estampado un poco parecido a las faldas de los bailables en las primarias el Día de la Revolución. Una falda de vuelo y abajo un holán de la misma tela, que formaba una capa corrugada.

    Amé la falda. No me la quería quitar. Cuando me la puso no dejaba de mirarme en el espejo y modelar, dar vueltas, ponerme de perfil y de espaldas, contemplar lo hermosa que me veía y admirarme por el gran regalo que mamá me había hecho. Con la falda corría por el patio de la casa, que era de tierra, y sentía cómo se movía y entraba el aire en mis piernas. Era mi falda. Supercómoda. Delgadita. Tan delgada que parecía no traer ropa encima. Ligera. El viento acariciando

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