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Las calles interminables
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Libro electrónico413 páginas6 horas

Las calles interminables

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A finales de los años 80 del siglo XX, los diferentes movimientos juveniles responden al cambio político. Algunos asumen el lema sexo, droga y rock and roll como los principios de su sistema de valores. La novela Las calles interminables retrata a la juventud de aquella época, en una especie de alegoría agridulce del felipismo. En sus páginas, se manifiesta de qué modo afectaba a la sociedad el fenómeno del terrorismo, tanto de ETA como del GAL. En este sentido, el autor busca enriquecer el debate sobre el relato del conflicto vasco o, mejor dicho, vasco-navarro. Asimismo, aborda el tema de la pobreza, de la precariedad laboral y de los sistemas de protección y bienestar social de aquellos años. Todo ello en el contexto del fin de la Guerra Fría, la perestroika y la inminente caída del Muro de Berlín, elementos que explican en parte el comportamiento de un sector importante de la juventud. Así, aparecen rockeros, hippies, punkies, yonquis... una diversa fauna urbana que, en cierto modo, se ha visto recompensada en nuestros días por la concesión del Premio Nobel a Bob Dylan, uno de los máximos exponentes de la contracultura. A la vez, las figuras e imágenes de las consecuencias del maltrato escolar o bullying y de la presencia de adolescentes con alta capacidad intelectual se muestran como problemas que la sociedad no sabía tratar ni resolver. Mientras tanto, la Universidad Pública recibe un enorme impulso y surgen las primeras generaciones de universitarios de origen proletario. En este contexto social, Antton, un muchacho de apenas dieciséis años, simpatizante abertzale y aficionado al rock duro, se adentra por las calles más peligrosas de su ciudad, localidad indeterminada de la Zona Media de Navarra.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 abr 2024
ISBN9798224885503
Las calles interminables
Autor

Ediciones Ibarrola

Alberto Ibarrola Oyón (Bilbao, 1972) es licenciado en Filología española por la UNED, premio al mejor expediente. En 1993 ingresó en la Brigada Paracaidista y participó en la misión de paz de la Guerra de los Balcanes. Ha publicado unos catorce libros y ha recibido diversos galardones literarios. En 2016 y 2019 recibió felicitaciones del Arzobispado de Pamplona y Obispado de Tudela por sus letras y por su trayectoria, que se pueden leer en http://misticadeibarrola.blogspot.com/.

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    Las calles interminables - Ediciones Ibarrola

    Alberto Ibarrola Oyón

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, compren­didos la reprogra­fía y el tratamiento informático, y la distribución de ejem­plares, me­diante alquiler o préstamo públicos.

    1ª edición: 2017 Ediciones Eunate

    2ª edición: 2019

    3ª edición (digital): abril de 2024 Ediciones Ibarrola

    © Ediciones IBARROLA

    e-mail: edicionesibarrola@gmail.com

    Teléfono: 699590369

    © Alberto Ibarrola

    Honrarás a tu padre y a tu madre

    IV mandamiento

    A mi amadísima madre, Aurora,

    que me inculcó el Amor a la Justicia.

    Capítulo I

    Encaminó sus pasos hacia el Casco Viejo. No disponía de dinero; del piso de sus padres se había llevado apenas una maleta de cuero negro, donde guardó parte de su vestuario. Antes de salir de su barrio, se cruzó por la calle con Ismael, su tutor en la escuela. El maestro le preguntó sonriendo a dónde se dirigía. Antton le contestó que su padre le había echado de casa. El adulto torció enojado el gesto, con expresión de incredu­lidad; le recomendó que no hiciese ton­terías y que volvie­se al lado de su familia. El chico siguió su camino sin decir nada más. Se adentró por las calles de la parte vieja y entró a una casa abandonada y se­miderruida. El primer piso estaba ocupado en su parte habita­ble por un joven de otra ciudad y que mantenía una relación sentimental con una chica a la que había conoci­do en las últimas fiestas. El chico admiraba su imagen: en la cima de su cabeza lucía una cresta y los late­rales de la misma los mantenía rapados; vestía siempre de negro y calzaba botas militares. En tanto ascendía el pri­mer tramo de las esca­leras, se lo encontró. Le preguntó si le dejaría compartir con él la vivienda y el joven le res­pondió con una negativa. Le pidió permiso para dejar allí la maleta y se lo concedió, pero tendría que ser en el segundo piso. La escondió en una habita­ción cuyo sue­lo estaba repleto de jeringuillas usadas.

    Se dirigió al instituto público donde estudiaba la mayor parte de sus amistades. Él también comenzó allí el bachillerato, pero solamente había permanecido como alumno hasta las navidades del primer curso, pues, ante la ristra de suspensos coleccionada en la primera evalua­ción, su padre le había pues­to a trabajar a su lado como ayudante de fontanero. El edificio gozaba de gran solera y antigüedad. En las paredes sobresalía un escudo representati­vo de la dictadura franquista. Entró a la sala del alumnado y estuvo esperando a que apareciese alguno de sus amigos. Re­cor­dó que en una clase, mientras los alumnos realizaban los ejercicios por escrito, uno de los profesores, senta­do sobre su mesa, entonó El cara al sol, el himno de La Falange. Lo hacía mostrando en su faz cierta expresión de guasa, y Antton pro­testó en voz alta ante lo que conside­ró una apología del fas­cismo. El profesor le contestó riéndose que no era para tanto, que había que tener sen­tido del humor. Aquel docente era concejal del Ayunta­miento por el PSOE y Antton no lo podía entender.

    Pasado un rato, Virginia, la chica con la que mante­nía una relación sentimental, hizo su aparición junto a dos compañeras de clase, le vio, se acercó a él y le preguntó por qué no estaba trabajando. El resto de estudiantes fue sentándose en derre­dor. El chico le contó que había teni­do que marcharse de casa. Ella expresó un disgusto y un fastidio enormes. Una chica exclamó que Antton no estaba bien de la cabeza. Otra comenzó a reírse y un chi­co meneaba la cabeza a ambos lados en señal de reproba­ción. Su amiga decidió no retomar las cla­ses de la mañana y acompañarle hasta la hora de comer. Kol­do, uno de sus amigos, también le saludó. Al enterarse de su situación, le aconsejó que regresase a la casa de sus padres aquel mismo día. Por su parte, tras fumarse un cigarrillo, re­tor­nó a las clases.

    Virginia y Antton anduvieron hasta el paseo de la Ala­meda, recorrido paralelo al río cuyo cauce atraviesa la ciudad de parte a parte. Esta especie de vergel era el ver­dadero pul­món de la localidad, una zona verde repleta de árboles, arbus­tos, hierba y justamente en la ribera del río, maleza, juncos y cañaverales. Los jóvenes lo solían fre­cuentar y se sentaban en la hierba a leer, descansar o simplemente a conversar. Lo cru­zaba un sendero em­breado que recorrían los transeún­tes, los monopati­nes y las bicicletas. El caudaloso río, seña de identidad de la ciudad, generaba una exuberante fertilidad, principalmente, en los primeros metros de la ribera. Ant­ton le explicó a Virginia que no tenía la menor intención de regresar a casa y cuando esta le preguntó la razón, le respondió que sus padres le maltrataban y le explota­ban labo­ralmente, algo que ella no acababa de ver claro pensando que solamente quería divertirse. Antton se preguntó en voz alta cómo haría para sacar dinero y a la chica se le ocurrió que podrían organizar una lotería en­tre sus amistades. La iniciativa no tomó cuerpo, pero sir­vió para que el muchacho cobrase nuevas esperanzas so­bre el futuro.

    Salieron de la Alameda y fueron acercándose a la plaza consistorial, donde la familia de Virginia tenía su pi­so. Se sen­taron en un banco a fumar juntos el último ci­garrillo de la ma­ñana y entonces el hermano de ella, Federico, pasó por su lado y se detuvo a hablar con la pareja. Virginia le puso en antecedentes y el joven, estupefacto y atónito, tildó de loco a Antton y le instigó a que volviese a la casa de sus padres en el acto. Este le contestó lo mismo que a su hermana, que sus padres no le trataban bien y que le obligaban a trabajar a cam­bio de nada. Virginia y su hermano subieron al piso familiar y Antton se fue al bar Ametsa, en la calle Gurpila, donde en aquellos momentos sonaba la canción Enamora­do de la muerte, del grupo vasco RIP. Había estado en algu­na ocasión con Koldo y este le había presentado a Luis, que regentaba el local, propiedad de sus padres, y a más amigos que gustaban de pasar juntos el tiempo libre escuchando la música que allí se pinchaba, principal­mente punk. Le pidió una cerveza y un cigarrillo. Luis le dijo que al cigarrillo le invitaba. Una vez servida la caña, Antton le confesó que no tenía dinero para pagársela y el hostelero se la apuntó, pero le advirtió que sería la última vez que le fiaba. Antton le pidió trabajo como camarero y el otro le preguntó si le estaba vacilando.

    Salió del bar y estuvo deambulando por las calles de la parte vieja. Tenía hambre, atravesó la plaza consistorial y, a pesar de que no tenía dinero, entró en el único supermer­cado del Casco Viejo. En esto, vio pegado al cristal de la puerta un anuncio en el que se demandaba un mozo de alma­cén. Solicitó entrevistarse con el jefe de personal. Le conduje­ron a donde estaba el encargado. Era un hombre de mediana edad y de aspecto fornido. Le trató con bastante respeto y se mostró muy interesado en que comenzase a trabajar el lunes a la mañana de la semana siguiente. No hablaron en ningún mo­mento de un seguro laboral, lo que le convenía, ya que debido a su edad, le restaban unos pocos meses para cumplir los die­ciséis años, límite legal que se había retrasado hacía poco, to­davía no lo podía tener legalmente, algo que conocía por ha­berlo leído en los periódicos. Para no delatarse, apenas habló.

    Mientras el encargado del supermercado le enseña­ba el almacén y le explicaba cuáles serían sus tareas, re­cordó que hacía escasos meses un inspector de trabajo había visitado el tajo de su padre y había preguntado por su edad. Él había es­perado que aquel inspector decidiese que era demasiado joven para estar trabajando, pero no fue así. Cuando su padre le preguntó si había algún pro­blema, le contestó que con su hijo podía hacer lo que quisiera. Antton no entendía cómo con un gobierno so­cialista aquel inspector había dejado pasar que no tenía la edad legal para trabajar. Sin embargo, aquel, al escu­char que era hijo del patrón, valoró que no se estaba infrin­giendo ninguna normativa.

    Salió a la calle entusiasmado ante la idea de tener un trabajo. Pensó que su sueño de vivir solo, de forma inde­pendiente, en un apartamento en alquiler y, al mismo tiempo, con un empleo digno se cumpliría. Entonces sería libre como un pájaro, sin las coacciones y restricciones que pensaba había sufrido junto a sus padres. Esperaba no tener que regresar nunca al piso familiar. No quería ni violen­cia, ni discusiones, ni peleas, ni ri­ñas, ni voces unas más altas que otras. Imaginó que la nueva etapa que se le presentaba sería estable y duradera y se convenció de que su vida ante­rior había finalizado.

    Estaba seguro de que su padre había sido un tirano con su madre, con su hermano y con él mismo. Mientras caminaba sin rumbo fijo, recordó que cuando cursaba sexto curso de la EGB y su hermano Lorenzo primero de BUP, su padre deci­dió llevarles durante las dos semanas de vacaciones de Navi­dad a trabajar. Tenía entonces once años y Lorenzo había cumplido ya los catorce. Estuvieron juntos preparando el ma­terial y subiéndolo desde la fur­goneta al piso donde su padre preparaba y montaba los conductos del agua. Allí se lo sumi­nistraban junto con las herramientas, le ayudaban en sus tareas y, de paso, aprendían algunas técnicas del oficio de fontanería. Lo­renzo, cuando su padre no les veía, le invitaba a tabaco. Le pidieron unos guantes a su padre y este se negó res­pondiéndoles: Gato con guantes no caza. En las vaca­ciones de Semana Santa, les llevó nuevamente como ayu­dantes y, después, todo el verano. Tanto su madre como su padre esta­ban de acuerdo en que los hijos debían cooperar en la eco­nomía familiar y sus familiares, amista­des y vecinos les alababan por iniciar a los chicos en el trabajo.

    Paseaba por la Alameda imbuido en sus pensamien­tos cuando divisó a Koldo sentado con la espalda apoyada en el tronco de un árbol y con un cuaderno de láminas y un lapice­ro en la mano, realizando un esbozo sobre un paisaje que des­pués le serviría para pintar un cuadro. Ya había comido con su familia y había salido a dar un paseo y a dibujar. Se acercó y se saludaron. Se sentó a su lado y comenzó a lanzar piedras al río para conseguir que se formasen ondas en el agua. Le contó que había encontrado un trabajo y Koldo le dio la enhora­buena. Le confesó también que pasaba hambre y que sen­tía una gran incertidumbre por lo que pudiese sobreve­nirle durante los próximos días, ya que no cobraría su primera paga hasta el viernes de la semana siguiente. Kol­do le sugirió que fuesen juntos al bar Ametsa. Allí pacta­ron con Luis que podría comer a cuenta todos los boca­dillos que quisiese y que le pa­garía en cuanto cobrase su primer salario. Mientras sonaba la canción Escupe del gru­po vasco Cicatriz, aprovechó para co­mer uno de tortilla de patata y aliviar así su acuciante hambre.

    Al reencontrarse con Virginia a la tarde, se apresuró a contarle que había conseguido un empleo. Al contrario de lo que había imaginado, su amiga no se mostró especial­mente entu­siasta y le pareció que no se alegraba por él. Había habla­do con su familia sobre el problema de Antton y habían llega­do a la conclusión de que necesitaba un buen psiquiatra. Ella se sentía enamorada, pero le daba la razón a su hermano sobre que las últimas decisiones de su amigo eran erráticas. No obs­tante, le pidió que dejara dormir al chico en la bajera de su cuadrilla. Federi­co accedió y le entregó una copia de la llave de la puerta. Al encontrarse a la tarde con él, se la prestó mientras le pedía que cuidase el local. Antton sintió una grata y profunda emoción. Recordó que su abuelo materno siempre le decía que no debía confiar en nadie, excepto en las personas de su parentela, que en la vida no hay amigos, y aquel acto de generosidad venía a con­firmarle lo que él siempre pensaba: que la amistad y el amor de una chica estaban por encima de todo. Virginia se fue a su casa y Antton encaminó sus pa­sos hacia la calle Gurpila.

    En el bar Ametsa estuvo mirando cómo sus amigos juga­ban a una máquina de videojuego, a la que tenían que echar veinticinco pesetas para iniciar la partida. Le pidió cien pesetas prestadas a Koldo y anunció que se marcha­ba al bar Gurpila. Este, conocedor de que sus clientes también consumían dro­gas duras, es decir, cocaína y he­roína, había llegado a la con­clusión de que era un sitio peligroso y, aunque él también seguía entrando, aun­que mucho menos, le advirtió que a ese bar no debía ir solo porque era un local para mayores. Antton no entendió lo que le que­ría decir e interpretó que su amigo se refería a que toda­vía no había cumplido los dieciséis años y a que la ley so­lamente permitía servir alcohol a quienes habían rebasado esta edad. Pero ya había entrado antes, desde los catorce años muchas veces, y le habían servido vino y cerveza sin pregun­tarle la edad. No veía la diferencia entre el bar Gurpila y otros locales como, por ejemplo, el Ametsa. También en este con­sumían vino, cerveza y calimocho, y fumaban porros a diario y esnifaban speed e, incluso, algu­nos habían tomado LSD, pensó. Luis se lo permitía a toda la clientela, lo mismo que en otros locales donde se podía escuchar rock and roll.

    Subió por la calle Gurpila y entró al local del mis­mo nombre. Miró el escudo nacionalista, el Zazpi bat[1], coloca­do en un lugar destacado. Recordó en ese momen­to que la primera vez que entró a aquel local fue en com­pañía de Koldo, que este se lo había presentado como un local adscrito a la ideología abertzale que ambos compar­tían y se preguntó sin obtener respuesta por qué su ami­go le había recomendado ahora que no entrase; no lo entendía. Se sentó a una mesa tras pedir un vaso de vino tinto. Sonaba un disco del grupo británico de heavy metal Judas Priest. En la barra estaba traba­jando Raúl, uno de los dos hermanos que regentaban el local. Su melena mo­rena le bajaba hasta la espalda y lucía barba y bigote, además de una extensiva calva en medio del cogote. Su tripa era enorme. Vestía una camisa negra de seda y un panta­lón vaquero del mismo color. Calzaba unas especta­culares botas negras muy puntiagudas con espuelas pla­teadas. Tenía unos treinta años de edad. En aquel mo­mento le comentaba a un cliente que de su bar no se echaba a nadie que hubiese pa­gado su consumición, a menos que adoptase una actitud vio­lenta o se encontrase demasiado borracho.

    Mientras la trepidante música aislaba sus sentidos de la realidad, estuvo recordando escenas familiares. A la edad de diez años, estaba en el salón viendo en la televi­sión un partido de baloncesto. La selección española ju­gaba un partido oficial. Iba ganando el partido y los juga­dores de la otra selección cometían muchas personales y faltas. Su padre entró al salón y Antton comentó el mal perder de estos. El adulto prorrumpió en injurias contra los miembros de la selección extranjera. Exclamó iracun­do que les tendrían que cortar el cuello. Ter­minado el partido, el niño se sentó a la mesa a jugar con su colec­ción de cromos de fútbol y su padre, al terminar de asearse, antes de salir de casa para dar la ronda diaria por los bares del barrio, le preguntó si iba a estudiar. Le con­testó que no porque no tenía tarea. Entonces le ordenó que saliera a la calle y buscase a sus amigos porque no le parecía bien que estuviese en casa solo y, aun con fasti­dio, le obedeció.

    Recordó también que aquella misma tarde, una vez en la calle, se juntó con un amigo de la escuela y que fue­ron a ob­servar el tráfico de la carretera principal, que dejaba la ciudad a un lado. Se les ocurrió tirar piedras a los coches y un con­ductor tuvo que parar porque una de ellas impactó en la cha­pa. Vio a los dos niños correr, dejó el coche a un lado, en el arcén, entró al bar más próximo y llamó a la policía. Al día siguiente, el equipo docente, informado por la policía, inició una ronda de interrogato­rios y el compañero de Antton de­claró su culpabilidad y la de este último. La directora del cen­tro habló con sus padres y cuando llegó a casa, su padre le abroncó por ello y le pegó con los puños dos golpes en los hombros. Ant­ton se sorprendió; no esperaba que su padre le pegase, pero le acusaba de haber estado a punto de matar a un hombre.

    Recordó también cómo en una ocasión su padre en­tró a su cuarto mientras realizaba las tareas escolares. Se puso a su espalda y le mandó que escribiese con letra más grande. Ant­ton lo intentó, pero el adulto no se quedaba conforme con su caligrafía y le dio un capón en la cabeza. Le ordenó que se le­vantase de la silla y mirándole fija­mente a los ojos, le estuvo reprendiendo porque no era lo suficientemente obediente. A Antton le surgió una sonrisa y su padre le acusó de haberse reído por ser ma­lo. Ahora recordaba aquellos hechos con rencor y con el convencimiento de haber sido víctima de ma­los tratos. Creía que eso justificaba su salida del hogar y que sus amigos le daban la razón.

    Cogió el periódico abertzale Egin y se dispuso a leer­lo. Se detuvo en la sección de política in­ter­nacional. Casi todas las noticias de la misma hacían referen­cia a la Guerra Fría entre el bloque comunista y el capitalista. Leyó que un multimillonario estadounidense había mandado construir un refugio nuclear, un búnker subterráneo, pagando una suma de dinero desorbitada para preservar su vida y la de su familia de un posible ho­locausto nuclear. Sin embargo, el periódico destacaba que Gorbachov, el líder de la Unión So­viética, había comen­zado una política: la perestroika y la glasnot, que había de­vuelto la esperanza a la humanidad de que habría paz en el mundo y que las conversaciones con el presidente de USA Ronald Reagan seguían por buen camino. El riesgo de que se desencadenase la III Guerra Mundial, con la consiguiente posibilidad de que terminase la vida en el planeta Tierra, había disminuido considerablemente desde el inicio de aquellas ne­gociaciones entre los mandatarios de las dos superpotencias.

    Cuando la luz del día ya había dejado paso a las sombras en las calles, decidió que era el momento de conocer la bajera que Virginia y su hermano habían pues­to a su disposición. Al hacer funcionar la llave y localizar a un lado de la puerta el interruptor de la luz, comprobó que era un espacio reducido, con el techo bajo. Un frigo­rífico, cuyo contorno estaba rodea­do por una cadena con un candado que impedía abrir la puer­ta, se situaba colo­cado junto a la pared del fondo. Aparecía un sofá pegado a la pared de la izquierda, una mesa en el centro e, in­crustada en el tabique derecho, una fregadera. Distinguió una estufa al lado de la mesa. En un principio, pensó no le sería de gran utilidad en aquellas fechas primaverales. Discurría la primera semana del mes de mayo. Encima de la mesa, un reloj despertador de campana sobresalía en­tre otros objetos como un cenicero, un posavasos y un abrelatas. Se conmovió imagi­nando que su chica lo había dejado ahí para que el lunes pudie­se acudir puntualmente a su puesto de trabajo. Le fastidió dar­se cuenta de que no había mantas y se resignó a encender con grado mínimo la estufa, acercándola a su posición. Apagó la luz y se ten­dió sobre el sofá, al que notó como un lecho mullido; se durmió pensando que se hallaba en la senda correcta, que tenía la razón en la disputa con su familia y que, por lo tanto, el futuro le mostraría una cara favorable y próspera, aunque hallase entremedio multitud de obstáculos.

    Soñó que conseguía elevarse y recorría los aires en ine­fable vuelo, del mismo modo que algunos de los su­perhéroes de los comics que leyó en la infancia. Una sen­sación de plena libertad le acompañaba y disfrutaba enormemente de la expe­riencia. Se despertó en la ma­drugada; le costó com­prender que no volaba y sintió una gran decepción que le hizo sentirse triste y abatido. Consiguió dor­mir de nuevo. Tuvo un segundo sueño. Se aproximaba al borde de un abismo y caía por él despertando con gran sobre­salto justo en el momento en que iba a estrellarse contra el suelo. En la oscuridad de aquella bajera, se preguntó por qué su men­te no había podido continuar soñando, resistir la im­pre­sión del choque y experimentar su muerte. Recordó que ya no vivía con sus padres y sintió por ello alivio y una sensa­ción de liber­tad muy acusada, aunque también cierto vértigo e incer­tidumbre acerca de su futuro.

    Le costó volver a conciliar el sueño. Los pensamien­tos bullían en su interior. La noche anterior había sucedi­do algo que cambiaba su vida por completo. Ya hacía más de veinticua­tro horas que había mantenido aquella acalo­rada discusión con sus padres. Le había comunicado a su padre al llegar del traba­jo a casa que buscaría un empleo por su cuenta y que no iría más con él, que no quería ser fontanero ni trabajar a su lado. Su padre le preguntó qué iba a hacer a partir de entonces. Le contestó que su pri­mer paso sería pedir trabajo de camarero en algún bar, pero que primero tendría que cumplir los dieci­séis años y que hasta no hacerlo se quedaría en casa leyendo los nu­merosos libros que su madre compraba. El hombre no quiso abordar la cuestión en aquel momento y salió a la calle. Mientras tanto, él se había quedado releyendo la novela del escritor ruso Máximo Gorki La madre. Tras volver a leer algu­nos pasajes de este libro de la literatura socialista, fue a la co­cina para comentarle a su madre la reflexión que le había sus­citado. Le dijo así:

    —Ama[2], yo también soy comunista, pero creo en la liber­tad.

    —Yo también creo en la libertad, hijo— le contestó su madre—. Pero la libertad sin tener las necesidades cubier­tas no es libertad. Todas las personas tenemos que tener derecho a poder estudiar. Antes los pobres y los obreros no podíamos estudiar, pero ahora con el PSOE los jóvenes sí podéis. A mí me gustaría más que ganase el PCE, pero ahora esta­mos mucho mejor que antes. ¡No se puede comparar lo que hay ahora con lo que teníamos con Franco!

    —Pero lo que pasa en nuestro país es una injusticia. Eus­kadi tendría que poder independizarse del Estado si así lo de­cidimos los vascos.

    —¿Separarse para qué?

    —Es que somos un pueblo, tenemos apellidos distin­tos, hablamos otro idioma...

    —¿Qué idioma hablas tú?

    —Yo no sé euskera, es verdad, pero ¿quién tiene la cul­pa? ¡El Estado! A mí ya me hubiera gustado estudiar euskera en la escuela, pero aquí en Nafarroa no se puede.

    —¿Por qué no lo estudias por tu cuenta o te apuntas a una academia? — le preguntó su madre—. Ya te la pagaría yo.

    —Yo no estoy hablando de eso. Me refiero a que la lucha armada...

    —Matar está mal —le contestó tajante su madre—. No hay que matar a nadie.

    —Ya, pero es que los pueblos tienen derecho a de­fenderse. Además, el trabajo está muy mal, los obreros sufri­mos condiciones laborales injustas, tenemos acciden­tes labora­les, estamos explotados...

    —A ti nadie te explota —le contestó su madre—. Tra­bajas con tu padre porque no has querido estudiar y algo tienes que hacer. No se puede estar sin hacer nada.

    —¡Tú siempre nos has enseñado que hay que hacer la re­volución! —exclamó el adolescente.

    —Yo lo que digo es lo que nos decía don Patricio, que los obreros tenemos derechos y que todos tenemos que te­ner las mismas oportunidades.

    —¡Ya estás con ese cura otra vez! ¡Yo paso de curas!

    —Don Patricio era un hombre muy inteligente. Nos decía que el comunismo es bueno, que todo tiene que ponerse en común.

    —Pues no es eso lo que suelen decir los demás cu­ras.

    —Hay de todo. Yo cuando más feliz he sido, ha sido cuando tenía fe.

    —¿Y ahora no tienes? ¿No crees en Dios?

    —Ni creo ni dejo de creer. Soy agnóstica.

    Su padre llegó a la hora habitual de la cena. Sin em­bargo, en vez de entrar en la cocina como todos los días para que su esposa le friese un par de huevos, fue a la sala de estar, donde Antton se hallaba viendo la televisión. Le dijo que había llegado el momento de hablar, pero el chi­co le acusó de estar borra­cho. Se enfadó mucho al escuchar tal cosa, se abalanzó sobre el chico e intentó pegarle. Este se defendió como pudo aunque se propuso no agredir a su progenitor, algo que man­tuvo todo el tiempo. Las discusiones en los últimos meses habían lle­gado a ser constantes, más de una vez su padre había uti­lizado la fuerza física para corregirle y el chico nunca le había devuelto los golpes.

    Su madre, alertada por los ruidos de la discusión, acudió a la sala y contempló una escena en la que Antton sujetaba a su padre por las muñecas. Interpretó que el hijo pegaba al pa­dre y se abalanzó a separarles lanzando improperios contra el primero. Este no entendía por qué su madre no le daba la ra­zón y sintió gran dolor en su corazón, pensó que estaba siendo traicionado por la per­sona que más quería en el mun­do. En eso, su padre le agarró de un brazo y le condujo por el pasillo hasta el vestíbulo. Abrió la puerta del piso y, señalando el rellano, le ordenó que se marchase inmediatamente de allí. Ant­ton no le hizo caso, se zafó de sus brazos, entró en el ba­ño y echó el pestillo por dentro. Se sentó en el retrete con los pantalones bajados y comenzó a llorar. Luego se acostó y, al despertarse a la mañana siguiente, extrañado porque su padre no le hubiese llamado para ir a trabajar, se levantó y desayunó. Mientras tomaba el café con leche, decidió marcharse de su casa para siempre.

    Ahora, echado en aquel sofá, sentía que su vida era muy desgraciada, mucho más que la de sus amigos. Una enorme pena le atenazaba. Al mismo tiempo, se sentía agradecido por que el hermano de Virginia le hubiese ce­dido aquel local. Se decía que a partir de entonces todo cambiaría, que conseguiría ser feliz y disfrutar de su exis­tencia, que tenía toda la vida por delante y que por fin había cogido él las riendas de su destino. Pensó en sí mismo como en alguien diferente y que su sino difería del común de los mortales.

    Capítulo II

    Antton volvió al instituto a la hora del recreo. Se encon­tró de nuevo con Virginia; fueron a la cafetería, jun­to a dos compañeras de clase. Estas ya conocían las últi­mas novedades de la vida del chico y, como no entendían por qué se compor­taba de aquella manera, Virginia sentía cierta vergüenza por­que les relacionasen. Antton se sentó entre ellas y cuando decía algo, se extrañaba de que le contestasen con tan poco respeto. Una de ellas se reía en son de burla y la otra apenas le miraba y tampoco le ha­blaba y cuando lo hacía, le mostraba cierto desprecio. Observaron a través del ventanal cómo un indigente se aprestaba a recoger en un saco los restos de los bocadi­llos que los estudiantes habían arrojado al suelo. Virginia le sugirió:

    —Tú podrías hacer lo mismo.

    —¿Por qué? No veo la necesidad. Yo tengo un curre­lo —le contestó picado el chico.

    —¿Y por qué no estás trabajando, pues? —le preguntó una de las chicas.

    —Porque no empiezo hasta el lunes.

    —¿Es eso verdad, Virginia? —le preguntó la otra chica.

    —Que lo diga él. Se basta y se sobra para decir lo que quiere.

    —Claro que es verdad —contestó Antton—. ¿Qué os creéis? Pero si yo llevo currando desde los once años...

    —Sí, es que tú eres ya un hombre...—ironizó una de las chicas.

    —Lo puedes comprobar cuando quieras —contestó Ant­ton con arrogancia.

    —¿Por qué sales con él? —le preguntaron. Y Virginia guar­dando un espeso silencio se encogió de hombros con el ros­tro rojo como la grana. 

    Las chicas volvieron a clase y Antton se dispuso a marcharse. Entonces observó que su madre se hallaba en la puerta de entrada al edificio, como si estuviese es­perando a alguien. Se vieron, se miraron, el chico se alejó aprisa del lugar y ella empezó a llamarle reiteradamente, sin obtener una res­puesta. La mujer tenía una entrevista con la psicóloga del cen­tro. A pesar de que Antton no había sido alumno aquel año en el centro educativo de secundaria, como su expediente per­manecía en los archi­vos, aquella había accedido a recibirla al exponerle la ma­dre la gravedad de la situación. Le refi­rió que su segundo hijo se había marchado de casa volunta­riamen­te, que era menor de edad y que no sabían qué hacer. La profesional le preguntó si el chico sufría malos tratos y ella le contestó que en absoluto, que el problema real de su hijo era que consumía drogas. Le confesó an­gustiada que no quería estudiar. La psicóloga, que conocía a Antton, le pre­guntó el motivo de que no quisiese hacer­lo. La madre le con­testó que no lo sabía, que por lo visto no era tan inteligente como habían pensado. La psicóloga le respondió que Antton era muy inteligente y que la ra­zón había que buscarla en otra parte. La madre adujo, pues, que desconocía el motivo. Vol­vieron al tema de su ausencia de casa. La madre le preguntó de nuevo qué po­dían hacer. La licenciada, como conclusión, le dijo que si el deseo de aquel adolescente era vivir alejado e indepen­diente de su familia, nada ni nadie le podía retener en el hogar.

    Cuando Antton entró en el bar Gurpila, sonaba la can­ción de Lou Red Walk on the Wild Side. Observó que allí se hallaba su hermano Lorenzo quien, al parecer, había ido a bus­carle. Se acercó a él y le saludó. El mayor le em­plazó a que se sentasen a una mesa para conversar. Le preguntó por qué se había escapado de casa. Antton le contestó que padre le pega­ba y le obligaba a trabajar a cambio de nada. Lorenzo le con­minó a que volviese al hogar en aquel mismo momento; le avisó que de no ha­cerlo, se atuviese a las consecuencias. Acto seguido, le advirtió que padre no iba a hacer nada para que regresa­ra, que tendría que ser él quien volviese por propia vo­luntad. Opinaban que lo único que quería era llamar la aten­ción. El chico respondió que no necesitaba que fue­ran a bus­carle porque su intención era fijar su lugar de residencia en la parte vieja de la ciudad y, en cualquier caso, lejos de sus pa­dres. Se quejó de nuevo y amarga­mente de que su progenitor le pegase y le recordó que a él también le había pegado. Lo­renzo le contestó que tam­poco lo había hecho demasiado y que, de todas formas, había sido para corregirles y enmendar­les. Antton se le­vantó de la silla; Lorenzo también; la conver­sación entre los dos hermanos finalizó y se separaron, yendo cada uno por su lado.

    Koldo era muy aficionado a la pintura. No descarta­ba ir a la Universidad en un futuro no muy lejano, pero lo más im­portante para él, según repetía muy a menudo, no eran los títulos académicos, sino la naturalidad en el ser humano y en las relaciones con los demás. Antton y Kol­do se hicieron ami­gos tras protagonizar un debate en cla­se de Ética y Moral. Koldo afirmaba que el arte debe cumplir una función solidaria. Antton le rebatió esta idea argumentando que la sensibilidad se encuentra en el inte­rior de la persona y que difiere en cada artista. Koldo opinó que el arte es patrimonio de la humanidad y que se compone de las diferentes manifestaciones existentes en cada cultura y en las sociedades. Antton arguyó que el ar­tista y su personalidad eran el origen del arte y puso como ejemplo al compositor de las letras de las cancio­nes de La Po­lla Records, señalando a Evaristo como el alma mater de la formación musical y del éxito por ella obtenida.

    Koldo no entendía por qué Antton, aunque conocía las malas notas que este había obtenido, había dejado de asistir a las clases del instituto para ponerse a trabajar, pero, a pesar de eso, seguía pensando que era un joven inteligente; se basa­ba para esa apreciación en lo que le escuchaba hablar y en cierta agilidad mental que no pasa­ba desapercibida para casi nadie. Además, compartían una misma ideología: ambos se declaraban partidarios de una revolución social y de la inde­pendencia de Euskal Herria.

    Era viernes y quedaron en ir a lo viejo a tomar unas ca­ñas en cuanto anocheciese. Tras haber permanecido bebiendo cerveza y fumando hachís en el bar Ametsa durante la tarde, Koldo se fue al piso familiar a cenar y cuando se reunieron de nuevo, entraron al bar Gurpila. Se apostaron en la barra, pidieron una ronda al camarero y estuvieron unos minutos sin hablar y escu­chando la música blues que sonaba a gran volumen. Las voces graves, roncas, evocaban un espíritu de salvación para los oprimidos y se dejaban acompañar por un mane­jo magistral de los instrumentos, entre los que la gui­tarra eléctrica ocupaba un lugar destacado, de cuyas notas se extraía una sublimación de la misma esencia de la libertad. Un compañero de clase de Koldo se juntó con ellos y, tras saludar a ambos, sacó una nueva ronda de cerveza para los tres. Tam­bién se acercó una chica, otra compa­ñera de clase. Mientras Koldo hablaba con la chica, Ant­ton le comentaba al otro joven una cuestión que se le había planteado poco antes de salir de la casa de sus pa­dres. El verano anterior, durante las fiestas, había sufrido un accidente de tráfico montado en un coche que condu­cía Adolfo, el mejor amigo de su hermano. Este ha­bía es­tado bebiendo cerveza y whisky, pisaba el acelerador más de lo permitido y se salieron de la calzada chocando con­tra un contenedor de basura. A instancias de la compañía de seguros, se celebraría un juicio un poco más adelante y co­mentó que tenía la posibilidad de ganar una elevada suma de dinero. Solamente tenía que responder a la cues­tión de si el conductor iba ebrio en el momento del si­niestro. El otro chi­co le estuvo animando a que también exagerase secuelas. Le dijo:

    —Si te pagan una pasta, tendrás muchos colegas.

    —Ya tengo muchos colegas —contestó Antton—, pero practico menos sexo del que me molaría. Lo que necesito son amigas más liberadas.

    Antton no padecía ninguna lesión física a causa del accidente. Cuando el médico le

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