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La tarde de los sucesos definitivos
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Libro electrónico83 páginas1 hora

La tarde de los sucesos definitivos

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La ópera prima de Carlos Manuel Álvarez es una colección de siete cuentos que se integran para componer una geografía sensible de La Habana, donde las historias de sus personajes se entrecruzan en las calles estrechas, el Malecón o la beca (el internado donde viven los estudiantes). Lejos del encantamiento, este es un mapa descarnado de migraciones, relaciones quebradas y deslizamientos. Aunque se cuelan por ahí el escritor chileno Enrique Lihn y el poeta cubano Ángel Escobar —quien aparentemente no se ha suicidado sino que puso una librería en algún mundo paralelo o invisible—, este libro no pisa sobre la huella de las generaciones anteriores sino que anda su propio camino, el de la Cuba contemporánea, el de los nacidos en los 90. La tarde de los sucesos definitivos no vacila a la hora de ser experimental, pero al mismo tiempo y aun mejor: no teme proponer una prosa instalada en el realismo y llevarla adelante con la naturalidad de quien confía en su talento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ene 2015
ISBN9789974863378
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    La tarde de los sucesos definitivos - Carlos Manuel Álvarez

    Índice

    Cubierta

    Dedicatoria

    Detrás de la ventana

    Disgrace

    Los desastres de la guerra

    La tarde de los sucesos definitivos

    Primera cita

    Días de paz

    Muerte en La Habana

    Créditos

    Contratapa

    A Rosa Miriam Elizalde y Michel Contreras.

    Para ambos —y que Salinger me perdone—

    con amor y escualidez.

    Hojas negras, hojas negras,

    hojas negras están cayendo…

    PATTI SMITH

    Detrás de la ventana

    No puede dormir. Es Guillermo Navas y no puede dormir. Todo el mundo lo conoce y no puede dormir. Ha dedicado su vida a la literatura, o a lo que se entiende por tal, y no puede dormir. Lleva en la cama media hora, dando vueltas, desvelado, porque ya no puede dormir y tampoco despertar. Se mantiene en ese estado intermedio, en el sopor. Siempre ha sido un hombre correcto, que respeta los límites, pero se le va agotando la paciencia. Lo percibe. Se sabe viejo para esos alardes, para esas gratuidades repentinas. Tiene sesenta y ocho años. Su exmujer, unos cuarenta y nueve. De algún modo se las arreglaban para aparentar menos diferencia. Guillermo, despiértate, le decía, vamos tarde. Pero Guillermo no le respondía. Daba una vuelta hacia la izquierda, buscaba el reloj encima de la mesa de noche, bajo la lámpara de cristal transparente, y miraba la hora. Demoraba unos minutos, y cuando volvían a llamarlo, entonces se levantaba.

    Mientras estuvieron casados la amó. Sería difícil decir cuándo dejó de hacerlo. No fue un día. Ni fue un hecho. Ni un incidente. Supone que siempre sucede de ese modo, paulatino, hasta que algún detalle te revela que algo ha cambiado y que el estado de desgracia en que has caído es irreversible. A Guillermo le sucedió con el acento, se percató de que no le cautivaba. Resulta que Isabel es chilena. Y el acento de los chilenos siempre le encantó. Con Isabel, por supuesto, no fue distinto. Le gustó su cara y le gustó su manera de conversar. La música de sus palabras, la soltura de su acento: un acento rápido, en cursiva, como llevado por el viento o por la premura. Era 1984. 29 de octubre de 1984. Isabel venía a La Habana y Guillermo debía esperarla. Isabel quería conocer el país y Guillermo debía enseñárselo. Isabel necesitaba un guía y esa exactamente fue la función de Guillermo, la de guía o lazarillo o confesor de sus penas. Enrique Lihn le había escrito. Isabel era prima segunda de Enrique y el gran poeta chileno —que ya había vivido en Cuba entre 1967 y 1968, luego de haber ganado el Casa de las Américas con, si no le falla la memoria, su cuaderno Poesía de paso— le pidió ayuda, le dijo que le enseñara La Habana y de ser posible la socorriera, la ayudara por un tiempo. Aceptó con gusto. Uno porque a Enrique era imposible resistírsele; a su amigo, a su hermano Enrique no podía decirle que no. Y dos porque siempre cabía la posibilidad de que Isabel fuera bonita y a Guillermo, que no era ningún santo, le gustara. Llevaba cinco años de soltero y una latinoamericana de veintidós era precisamente lo que necesitaba.

    La esperó en el aeropuerto. Vino desde Buenos Aires, tras siete meses de exilio, huyendo de Pinochet. Por aquella época todo sucedía de ese modo, a un ritmo inaudito, frenético, un ritmo compulsado por la desmesura y con el riesgo detrás, pisándole los talones. Los chilenos iban para Paraguay, los paraguayos para Brasil, los brasileños para Argentina y los argentinos para Uruguay o Chile. Sudamérica era un nido de muerte, y lo mejor que podía hacerse era cambiar de lugar, de un país a otro. Cruzar, temporalmente, un río, una selva, una frontera, siempre con la vista puesta en Europa. España o Francia, quizás Bélgica o Austria, sitios más fríos, más europeos, pero menos estruendosos, y solo en casos de extrema hidalguía, algunos de los exiliados, fieles a sus existencias y a sus amistades o a lo que en cualquier caso les quedara de ambas, decidían venir para Cuba (que ya no era desmesurada, sino apacible).

    Isabel usaba un vestido azul, ajustado al cuerpo, con vuelos en la cintura, el cual, después lo supo, no le sumaba belleza, pero tampoco le restaba. Era lo que se dice un vestido neutral. Guillermo llevaba un cartel colgado al cuello. Buscaba con la vista, inquieto, iba de un lado a otro entre el tumulto de personas, apoyándose en los hombros y en las espaldas de otros. Después notó que no tenía razón para tanta ansiedad, que tamaña inquietud era injustificada y que lo atinado sería alejarse y hacer visible el cartel. No sabía su nombre, por eso puso, bien grande, con letras redondas y rojas: ENRIQUE LIHN.

    —¿Guillermo?

    Asintió con la cabeza.

    —Soy Isabel —le agregó luego, y extendió la mano. Sudada, pero firme.

    Ojos enormes, demasiado expresivos. Una nariz redonda y pequeña. Unos labios también pequeños y muy pálidos, aunque a las claras se veía que sus labios no eran pálidos, es decir, que esa, la palidez, no era la naturaleza de sus labios, sino que habían adquirido tal color o tal estado debido a las circunstancias de los últimos meses, quizás del último año.

    Tomaron un taxi y la llevó a su casa. En el ochenta y cuatro, Guillermo todavía vivía en Centro Habana, por Belascoaín y Neptuno. Durante el camino no cruzaron palabras. Guillermo iba leyendo, o haciendo como que leía un libro de Vattimo que recién le habían regalado, pero en verdad espiaba a Isabel, de reojo, detallando su cara; imperturbable, las luces de la ciudad le golpeaban el rostro y no movía un músculo, no hacía una pregunta, no averiguaba por este o aquel edificio, por algún detalle digno de atención, como si ella, Isabel Lihn, fuera una cubana que después de muchos años regresaba a su ciudad, o como si el simple hecho de haber estado en Santiago de Chile y en Buenos Aires, y quién sabe si en Asunción o Montevideo, le permitiese conocer de antemano todo lo que La Habana pudiera depararle. Pero no fue así. Después de darse un baño, Isabel se sentó a su lado en el sofá de la sala y preguntó que cuándo saldrían a pasear. La miró sorprendido y le dijo cuando quieras, princesa, por supuesto.

    —No me llames princesa, por favor.

    —¿Por qué?

    —Que no me llames princesa, solo eso.

    —Como prefieras —dijo—. ¿Quieres tomar algo?

    —No, gracias.

    Respiró aliviado. Solo tenía ron. Podía salir y comprar dos cervezas, pero dudó de que Isabel tomara cerveza, mucho menos ron. Se equivocó. Isabel tomaba cerveza y ron y

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