Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Juegos florales
Juegos florales
Juegos florales
Libro electrónico213 páginas6 horas

Juegos florales

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Entrar en una novela de Sergio Pitol –sus lectores lo saben– significa introducirse en mundos aparentemente muy normales. Al cabo de unas cuantas páginas, sin embargo, el lector descubre que muchos personajes apenas si logran sofocar un inmenso malestar vital, malestar que poco a poco, como una iluminación creciente, se apodera totalmente de sus al
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074451597
Juegos florales
Autor

Sergio Pitol

Escritor nacido en la ciudad de Puebla en 1933. Cursó sus estudios de Derecho y Filosofía en la Ciudad de México. Es reconocido por su trayectoria intelectual, tanto en el campo de la creación literaria como en el de la difusión de la cultura, especialmente en la preservación y promoción del patrimonio artístico e histórico mexicano en el exterior. Ha vivido perpetuamente en fuga, fue estudiante en Roma, traductor en Pekín y en Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga. Galardonado con el Premio Juan Rulfo en 1999 y el Premio Cervantes en 2005, por el conjunto de su obra.

Lee más de Sergio Pitol

Relacionado con Juegos florales

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Juegos florales

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

1 clasificación1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    La trama no es sencilla. Varias historias dentro de una historia, varias posibles resoluciones. De relectura obligada.

Vista previa del libro

Juegos florales - Sergio Pitol

VII

I

Ya la primera noche, cuando después de cenar volvieron a casa de Gianni y se pusieron a hojear los viejos ejemplares de Orión, él comentó que varias veces había intentado escribir, sin lograrlo, una novela sobre Billie Upward; bueno, sobre un personaje que reproducía vicisitudes de Billie y que compartía con ella el mismo final.

—¡Una muchacha muy dulce, Billie! —fue el escueto comentario de Gianni.

—¿Dulce? ¿Billie? —respingó.

Al salir de México, él y su mujer habían decidido pasar buena parte de sus vacaciones en Sicilia. Pero, casi sin advertirlo, tuvieron que enfrentarse al hecho de que el verano estaba a punto de concluir y no habían salido de la ciudad, «ya que Roma, sabedora de todos los recursos y añagazas necesarios para atrapar a los incautos» —como habría dicho Billie la insoportable, quien en tales circunstancias se revestía de un aire de ave sapiens, un pajarraco de pescuezo largo y mirada penetrante dispuesto siempre a graznar frases lapidarias y a repartir picotazos a diestra y siniestra—, «la astuta Roma, disimulada bajo un ropaje a la vez fastuoso y provinciano, había acabado por engatusarlos». Y ellos de buen grado sucumbieron a su hechizo.

Leonor no dejaba de repetirle durante los primeros días que lo desconocía, que se había convertido en otro, en alguien más joven, más osado, un bello aventurero, un joven discípulo de Marsilio de Padua que acabara de tocar con sus dedos impuros las páginas gastadas de un supuesto texto platónico hallado en la biblioteca de un convento anodino, un ardiente condottiero al servicio de algún príncipe feroz y refinado, un hombre del sol: un pagano, y, en efecto, ese reencuentro con la ciudad parecía facilitarle de nuevo el trato con la vida. ¡Sorber otra vez la leche oscura de la vieja loba, respirar su vaho pegajoso, gozar de la contemplación de las palmeras insolentes que, recortadas a un costado de la Trinità dei Monti, sobre fachadas color sepia, solferino o de un rojo vino desteñido lanzaban ante un paisaje vuelto de pronto metafísico un alarido de procacidad y dicha, la plenitud procedente de otras tierras: «Porque Roma es la capital del Africa —había dicho un día Raúl—, como la del Oriente es Venecia» ¡Perderse gozosamente en un laberinto de callejones y pasadizos que de pronto desembocaban en plazas principescas o en algún atrio recóndito frecuentado sólo por una legión de gatos y alguna vieja escueta, bizca, bigotona: un puñado de osamenta y nervios, un bulto envuelto en una especie de arpillera negra que varias veces al día atravesaba aquel recinto para abrir y cerrar una borrosa cripta, remover flores, encender o apagar unas veladoras, quitar una hoja seca y un poco de polvo!… A veces ese espeso tejido de callejuelas podía, después de prometer el Paraíso, desvanecerse en una avenida que por anónima hacíales recordar con aprensión que su tiempo —como todos los tiempos—sufría la obsesión de emparejarlo todo: Roma, La Paz, Londres, Dallas, Bath, Samarcanda, Monterrey, Venecia.

¡Qué vergüenza el océano de palabrería que una ciudad como Roma podía producir y filtrar para fatal e impunemente anegarle a uno el alma!, se repitió mil veces ese verano. Imposible permanecer mudo ante la Sixtina, el Capitolio, el retrato de Inocencio X o la Paolina. Aun en el caso de que se viajara solo y por lo mismo pudiera uno darse el lujo de no hablar, el lugar común no dejaría de insistir, nublaría obtusamente la conciencia, entorpecería todo embrión de idea, disminuiría o pospondría cualquier razonamiento que pretendiera no quedarse sólo en la superficie como con desmayo lo supo hasta el propio Berenson apenas poner un pie en Italia. Y si, como en su caso, lo acompañaba una esposa que por primera vez tocaba Europa, el torrente de frases hechas, de asociaciones fáciles, surgía como un río desbordado para anegarlo todo: Sant Angelo y el triste fin de Tosca, la Piazza del Popolo y su mural del Caravaggio, la Fornarina y Rafael, el Pincio y el paseo fatal que deshonró a Daisy Miller, a lo que debía añadirse el aluvión sociológico, la historia de paja y a retazos, el periodismo, el cine.

Cuando Leonor, entre ruinas, intentaba recordar pasajes de algún manual de historia del arte leído con fervor antes de emprender la travesía, las imágenes que la asaltaban, ¡polvo de memorables lodos!, procedían de alguna lectura juvenil del Quo Vadis arropada con tropel de leones y turba de cristianos y un Nerón de seguro Charles Laughton, y de entre los pliegues de su memoria resucitaba con majestuosa languidez una Cleopatra Claudette Colbert, por supuesto en nada parecida a la reina que sembró Roma de obeliscos y gatos, y entonces desgranaba tal retahila de adjetivos que si la pobre tuviera posibilidades de escuchar su discurso en una cinta grabada moriría en ese mismo momento de vergüenza. Cuando lo toma del brazo, por ejemplo, y le murmura casi al oído que hay elementos en la arquitectura dioclesiana que la trastornan (él no entiende si ha dicho dioclesiana o diocesana, sólo la ve señalar con gesto vago y amplio un trozo de paisaje donde hay pinos, un arco completo, unas columnas truncas y la torre de una iglesia que surge por encima de un espeso laurel), expresa un placer tan hondo, habla con tal calidez que él se contagia y casi siente vértigo. ¡Ah, la felicidad pura y simple de contemplar esos pinos, ese arco, las columnas, el laurel y la torre y afirmar para sí, sin pronunciar palabra, que está dispuesto a amar todo elemento, sea dioclesiano o diocesano, que encuentre en su camino!

El viaje había surgido del deseo de conocer Sicilia, una de las regiones de Italia que, por habérsele escapado en la juventud, se convertiría más tarde (él no viajaba ya, a menos que lo obligara una razón profesional) en una especie de obsesión. En el último semestre había leído todo lo relacionado con Sicilia que encontró en la biblioteca de la Universidad. Pero en Roma fueron dejando que el tiempo jugara con ellos y de día en día aplazaron el viaje al sur hasta volverlo irrealizable.

Ya al comienzo de sus vacaciones había decidido no oponer su voluntad a nada, dejarse sumergir, devorar y moldear por la realidad, eximirse de toda posibilidad de opción; no elegir, que las circunstancias decidieran por él, de manera que poco antes del final de las vacaciones no sólo la isla había quedado eliminada, sino también la mayoría de los lugares prefijados, salvo las ineludibles Florencia y Venecia, que visitarían en un viaje relámpago camino a Frankfurt, donde los esperaba el avión a México; al paso de los días Leonor comenzó a jugar con la idea de también prescindir de esas ciudades. Por las mañanas amanecía con un vago remordimiento: ¿Sería posible dejar de conocer Venecia? ¡Mejor hubiera sido no salir de plano de Jalapa! ¡Irían! ¡Por supuesto que irían! Aunque sólo fuera por pasar unas horas. ¿Marcharse de Italia sin ver La tempestad del Giorgione, por ejemplo? Pero a medida que el día avanzaba sus propósitos cedían, Roma la iba ganando minuto a minuto, gangrenándole todo vestigio de voluntad.

—Sí —acababa declarando—, ¿tenía caso marcharse de ahí? Le exprimirían a la ciudad hasta la última gota. ¿Estaba de acuerdo? No sólo les faltaban sitios por conocer, sino que deseaba volver a paladear algunos de los ya explorados y, si tuviera que confesar la verdad, en el fondo sólo aspiraba a sentarse tardes enteras a un lado del Galopatoio, a la sombra de un pino, ver a los niños jugar en la arena, a los soldados cortejar a las niñeras, a la gente pasar, o, de plano, no ver nada, recibir el sol en la cara, aspirar la fragancia del lugar. Sí, lo mejor sería volar directamente a Frankfurt, no salir del aeropuerto, tomar el avión que los condujera a casa y después encerrarse a seguir pensando en los crepúsculos romanos. Sí…

Pero estaba visto que para Leonor nada resultaba fácil. A la hora de la cena, Gianni comenzaría a decir, como si quisiera desembarazarse de ellos:

—De ninguna manera pueden dejar de ver Mantua. No sólo por el palacio de los Gonzaga y los frescos de Mantegna, sino por la atmósfera del lugar. La ciudad no ha dejado de ser campesina; allí uno puede advertir lo cerca que estaban de la naturaleza las cortes renacentistas.

Y cuando no de Mantua, hablaba de Piacenza, de Bari, de Ravena, hasta de Trieste, como si deseara que se marcharan al día siguiente, tener su casa libre de mexicanos que perturbaban el flujo emocional de su mujer y la llenaban de añoranzas inconvenientes y tal vez hasta de insatisfacciones. Pero Eugenia se recostaba entonces misericordiosamente en su hombro y le pedía que los dejara en paz ya que deseaban quedarse en Roma, y ella, además, quería disfrutar del matrimonio mexicano el mayor tiempo posible, de modo que mientras menos salieran…

Leonor suspiraría por no haber vivido en esa ciudad con su marido veinte años atrás, o tal vez por no haber vivido sola allí. (¿Cómo habrían sido sus días? ¿Habría conocido a Gianni antes que Eugenia? ¿A quién habría él preferido?) Y volvería a suspirar al no contemplar oportunidad alguna para instalarse allí por una temporada larga y al escuchar las incitaciones de Gianni para lanzarlos a la legua a conocer lugares que de ninguna manera la tentaban. Ni Gianni ni Eugenia, de eso estaba convencida, sabían apreciar la belleza del crepúsculo cuando las copas de los pinos se volvían súbitamente negras y las rojas paredes ardían con un fulgor de intensidad sorprendente. ¡Vivir una temporada en Roma! ¡Qué prodigio! ¡Tenderse durante horas en una terraza para ver los techos de otras casas y el ramaje lejano de unos árboles! ¡Disfrutar de las siestas en que sin fatiga repetía juegos a los que casi se había desacostumbrado, de los paseos, las pastas, los vinos, el café y la conversación de sus anfitriones! Eugenia era la primera mujer de quien no sentía celos, no obstante saber que entre su marido y ella había existido una historia levemente amorosa durante la estancia juvenil de él en Roma.

Él la observa, adivina lo que piensa, lo inventa, seguro de que no apunta lejos del blanco, y de que sólo necesitaría ser un poco más desarticulado para reproducir el flujo de imágenes con que Leonor trata de asirse a esas vacaciones, a ese sitio donde comen, a los recuerdos que tendrá que dejarle, y durante las breves e inesperadas pausas en silencio, lanzarse a comparar las imágenes actuales con las que conserva del primer viaje, cuando tenía veintidós años y pensaba que moriría en Roma, para al cabo de unos cuantos meses, recuperar en cambio la salud y sentirse con ánimos suficientes para comerse al mundo.

¡Roma jamás volvería a ser la misma! ¡Nadie nunca, podría volver a tener veintidós años!

¡Si se hubiera quedado allí más tiempo! ¡Si no hubiera aceptado la invitación para trabajar como lector en una universidad inglesa! En principio está en contra de las lamentaciones, por eso corta de tajo cualquier autorreproche tardío. Todo pasó como debía pasar. Se fue de Italia, se dice, cuando le llegó la hora de marcharse, lo que no implica que la noche en que él y Leonor llegaron no haya dejado de sentir una especie de sed oscura cuando poco antes de acostarse hojeaba uno de los viejos Cuadernos de Orión. No lamenta tener que marcharse de Roma. Es más, hay momentos en que le urge llegar a su escritorio, buscar viejos papeles y aplicar esa corriente de energía que lo invade. Por un momento suda frío ante la idea de que pudieran no existir los borradores del relato que escribió en su juventud sobre el encuentro de una mujer con su hijo después de una larga separación, pero eso era imposible, una de sus manías es el orden. Encontraría el relato en alguna gaveta. Sería interesante ver si algo trabajado con tanta pasión durante sus primeros tiempos romanos había podido resistir el peso de los años. Había rehecho algunas páginas hasta una docena de veces. Tal vez fueran necesarias unas mínimas enmiendas para dejarlo listo.

¡Publicar un nuevo cuento! Él sería el primer sorprendido. En aquella ocasión Billie le aconsejó olvidarlo.

—Ese relato podía ser escrito, de hecho ya ha sido escrito muchas veces en Inglaterra, en Francia, en los países nórdicos, y, para ser franca, de una manera mejor. Orión debe ser otra cosa, quiere impulsar a cada uno de los participantes a volver a sus fuentes.

Lo que no logra explicarse es por qué después, en México, no había publicado nunca esa historia. Le parece que la leyó una vez al poco tiempo de instalarse en Jalapa y que volvió a sentir una enorme simpatía por su heroína; no dejaba de ser una anomalía que hubiese vuelto a sepultar aquella pequeña novela en un cajón de su escritorio. Está seguro de que volverá a trabajar en ese texto. No se detendría ahí, reharía la novela que sobre la propia Billie Upward había esbozado más tarde. Sencillamente por esas incitaciones el viaje había valido la pena.

Por eso y por tantas otras cosas. En eso convenía con Leonor. Hubiera bastado la hermosa tarde en que llegaron, cuando se dirigieron al hotel que la agencia de viajes les había indicado en México para descubrir que la reservación que suponían hecha varias semanas atrás no existía, aunque quedaron íntimamente convencidos de que el untuoso recepcionista, regordete y tristón, que tantas explicaciones daba sin sostenerles la mirada, la había anulado en favor de otros viajeros, así que tuvieron que echarse a recorrer una Roma que sumaba a sus visitantes habituales las legiones de peregrinos asistentes a una festividad eucarística, sin que, no obstante la fatiga del viaje, les preocupara mayormente que de un hotel los enviaran a otro, y, ante la misma imposibilidad de aceptarlos, los remitieran a otro más con igual carencia de resultados; porque la emoción y el placer que les proporcionó la contemplación de la ciudad a través de las ventanillas del taxi fue más intensa que su cansancio. Al fin, al anochecer, agotados los recursos, terminaron por telefonear a Gianni y a Eugenia, a quienes no pensaban anunciar su llegada sino días después, cuando hubieran asimilado las primeras impresiones y descansado de ellas y del viaje, y acabaron por hospedarse en su departamento, el mismo en que veinte años atrás vivía Raúl y a la vez contenía las oficinas de la editorial, donde Billie llegaba todas las mañanas a fin de cubrir estricta y puntualmente el horario descrito en la placa fijada en la puerta. Hubiese algo o nada que hacer ella permanecía en ese despacho las cuatro horas anunciadas porque le encantaba pregonar su seriedad, su sentido del deber y de la responsabilidad, sus hábitos estrictos de conducta. ¿No era raro que siendo Raúl y ella amantes desde hacía más de un año vivieran separados, y que sólo durante algún fin de semana, cuando viajaban a otras ciudades se alojaran en un mismo cuarto de hotel?

Que Raúl compartiera el departamento con las oficinas creó una serie ininterrumpida de equívocos. Algunas decisiones arbitrarias de Billie, su negativa a recibir a ciertos autores, el dique inevitable ante el arribo sorprendentemente copioso de manuscritos, su repudio de algunos apenas hojeados o no leídos del todo por imaginar que el tema o su tratamiento no correspondían a los principios de Orión, produjeron innumerables resentimientos contra Raúl por no limitarla de alguna manera en sus poderes. La salida de Emilio del comité editorial, el caso más notorio, que sorprendió hasta a la misma Billie, fue quizás el único que podía imputársele por entero a su amigo.

Él pasaba por allí casi todas las noches a tratar de cortejar con éxito más que precario a una Eugenia universitaria aún no casada con Gianni. En ese departamento se reunía noche tras noche un inquieto, ruidoso y a momentos bastante divertido grupo de jóvenes procedentes de varios países, con notoria abundancia de latinoamericanos; a casi todos les esperaba un futuro bastante mediocre; abundaba una especie de termitas dispuestas a devorar el tiempo, la energía y el humor de los demás, muchachos deseosos de estar reunidos con quien se les asemejara, temerosos de sí mismos y de los demás, sin recursos para vencer la soledad o imponer su presencia en un medio extraño, o, en fin, jóvenes gregarios por naturaleza, ávidos de aprender algo, de hablar, a veces sólo por el placer de oír sus palabras, de política, cine, literatura, de su vida, su pasado y sus nebulosos proyectos, entre quienes destacaban los cinco o seis responsables activos en la preparación de los hermosos Cuadernos de Orión: Raúl, Billie, Gianni, Emilio y él mismo (la salida de Emilio creó tal reacción en contra de Raúl y Billie, quien, como ya dijo, era en ese caso absolutamente inocente, que estuvo a punto de arruinar el proyecto editorial), Cuadernos que una venezolana caída del cielo, Teresa Requenes, había hecho posibles.

Apenas dejaron las maletas en casa de Gianni y Eugenia y someramente se asearon, salieron con el matrimonio a cenar al aire libre frente a los altos muros del Palacio Farnese y ahí mismo comentaron lo que muchas veces volvería a repetir después, o sea, que aunque fuera por el amplio recorrido de la tarde, el encuentro con tan buenos amigos, la espléndida cena de esa noche, la visita de la plaza y el palacio sabiamente iluminados y la vivacidad de la abigarrada multitud que desfilaba al lado de las mesas, el viaje había tenido ya sentido, tanto que si a la mañana siguiente recibieran la orden de regresar a su país se habrían dado por satisfechos y la experiencia de ese primer día les había permitido rumiar el gozo durante largo tiempo.

Curiosamente, en ese éxtasis inicial en que comenzaron a apuntar los recuerdos de su primera estancia en Roma,

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1