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Pasión por la trama
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Libro electrónico256 páginas3 horas

Pasión por la trama

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Su obra ensayística complementa la calidad excéntrica de Pitol. Tanto en este libro como en el anterior, El arte de la fuga, el orden de los géneros acaba por desvanecerse. Los ensayos están escritos y organizados como capítulos novelísticos; la preocupación del autor es compartir el placer producido por sus lecturas, sus viajes, sus aventuras con
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9786074451801
Pasión por la trama
Autor

Sergio Pitol

Escritor nacido en la ciudad de Puebla en 1933. Cursó sus estudios de Derecho y Filosofía en la Ciudad de México. Es reconocido por su trayectoria intelectual, tanto en el campo de la creación literaria como en el de la difusión de la cultura, especialmente en la preservación y promoción del patrimonio artístico e histórico mexicano en el exterior. Ha vivido perpetuamente en fuga, fue estudiante en Roma, traductor en Pekín y en Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga. Galardonado con el Premio Juan Rulfo en 1999 y el Premio Cervantes en 2005, por el conjunto de su obra.

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    Pasión por la trama - Sergio Pitol

    Sergio Pitol

    Pasión por la trama

    SERGIO PITOL


    Pasión por la trama

    Primera edición: 1998

    ISBN: 978-968-411-423-4

    Edición digital: 2013

    eISBN: 978-607-445-180-1

    DR © 2013, Ediciones Era, S. A. de C. V.

    Calle del Trabajo 31, 14269 México, D. F.

    Ninguna parte de esta publicación incluido el diseño

    de portada, puede ser reproducido, almacenado o transmitido

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    por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    This book may not be reproduced, in whole or in part,

    in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    Índice

    I

    Don Giovanni, ese dramma giocoso

    El sueño de lo real

    El soberbio Orinoco

    Walter Benjamin va al teatro en Moscú

    El viaje a Alemania

    II

    Gogol

    Chéjov nuestro contemporáneo

    Corazón de perro

    La versión de Schnitzler

    Calvino y La montaña mágica

    Andrzej Kusniewicz ante el derrumbe habsbúrguico

    Una nota: Vladimir Nabokov: Curso de literatura europea y Curso de literatura rusa

    III

    Un puñado de citas para llegar a Tabucchi

    Sostiene Pereira

    IV

    Álvaro Mutis

    José Donoso cumple setenta años

    Nuestra primera cronotopía

    Carlos Monsiváis, catequista

    V

    Grandes esperanzas

    Los papeles de Aspern

    Ivy Compton-Burnett: Criados y doncellas

    El infierno circular de Flann O’Brien

    El corazón de las tinieblas

    I

    Don Giovanni, ese dramma giocoso

    I

    Hacia el final del Don Juan de Molière, doña Elvira se ha transformado en otra:

    Ce n’est plus cette done Elvire qui faisoit des voeux contre vous, et dont l’âme irrité ne jetoit que menaces, et ne repiroit que vengeance. Le ciel a banni de mon âme toutes ces indignes ardeurs queje sentois pour vous, tous ces transports tumultueux d’un attachement criminel, tous ces honteux emportements d’un amour terrestre et grossier, et il n’a laissé dans mon coeur, pour vous, qu’une flamme épurée de tout le commerce des sens, une tendresse toute sainte, un amour détaché de tout, qui n’agit point pour soi, et en se met en peine que de votre intéret.*

    Pero, ¿qué le pasa a esa mujer?, exclamas. ¿Se ha vuelto acaso santa? Esa transformación no ocurre en el Don Giovanni, de Mozart, y a tu juicio la ópera sale ganando con eso.

    II

    Hay cuadros que te producen un placer inmediato, como también ciertos barrios de algunas ciudades, los primeros y los últimos cuartetos de Beethoven, Venecia entera, todo Matisse, las óperas de Mozart; también esas películas que una vez y otra, no importa cuántas las veas, te retrotraen a un placer adolescente inenarrable. ¡Mil noches pasarías ante El abanico de lady Windermere de Lubitsch por el mero placer de presenciar la escena final! La enumeración de todo aquello capaz de suscitarte placer sería abrumadora. Pero con las relaciones humanas siempre te ha ocurrido lo mismo: han sido sólo el presentimiento o la memoria de algo, lo que está por venir, lo que ya ha pasado. Hace ya muchos años una italiana te dijo que los instantes de placer más intensos no pueden despojarse de un grano de desesperación porque contienen ya un pregusto de la muerte. Por eso, en el fondo, no llegarás nunca a comprender el Don Giovanni. Don Juan carece de pasado y no intuye ni le interesa el futuro. Todo en él es presente. Lo mismo Cherubino, ese don Juan en ciernes. Tu diferencia con don Juan y Cherubino estriba en la capacidad de ambos para actuar, mientras que tú, si acaso sentías el presente, te mantenías ante él en actitud contemplativa.

    III

    No conoces ninguna biografía de Mozart que logre desprenderlo del aspecto arcangélico con que lo revistió su niñez prodigiosa. Hay una obstinación de los siglos en querer confinarlo a esos cuadros donde con traje de corte y peluca rizada, rebosante de encajes, lazos y hebillas, se sienta ante un clavecín y sus pies diminutos cuelgan apenas a la altura del almohadón de su asiento. Todas sus posteriores desdichas están contaminadas por sus biógrafos de ese hálito seráfico. El azar, de pronto, te lleva a leer el ensayo de un americano que insinúa que en aquel cuerpo celestial posiblemente se albergó la ubicua espiroqueta que en los dos siglos pasados diezmó al ejército de las artes, y que su muerte se atribuye a una cura mercurial inmoderada (lo que explicaría tantas circunstancias oscuras: la leyenda de su asesinato por orden de Salieri, la sospecha de una acción también criminal por parte de algunos integrantes de su logia, la lejanía final de su mujer, las frases tachadas o raspadas de sus últimas cartas, las confusas explicaciones familiares sobre su enfermedad, etcétera). La noticia te suena a profanación porque también tú eres reacio a despojar a tu héroe de una atmósfera de romanticismo blando. Pocos días después, al oír La flauta mágica te emociona pensar que aquel cuerpo corroído por los males de amor, abandonado por todos, cuyo féretro tardaría sólo unas semanas en viajar al cementerio seguido por un único amigo y un perro, haya encontrado aún fuerzas para componer ese monumento de fe en la salvación del hombre.

    IV

    Uno de los mayores aciertos de Don Giovanni es el personaje de doña Elvira, insistes, porque a diferencia de las otras mujeres que aparecen en la ópera, nada de ella se sabe. Las arias que Mozart pone en sus labios se vuelven tan enigmáticas como su presencia. Te decides a leer obras con el tema de don Juan y a sus comentaristas. Te enteras de que entre el burlador de Tirso y el don Juan de Molière hay cerca de una docena de dramas con el mismo tema, todos parecidos. La historia de la literatura no se detiene en ellos, los comentaristas los tratan como meras rarezas; con toda seguridad, ninguno los ha leído. Se sabe, eso sí, que el éxito de esas obras dependía siempre del convidado de piedra. El público se estremecía ante su ceremonioso andar y su voz grave, aún más que con las sacrílegas bravatas del burlador. Las escenas de seducción y los lamentos de las seducidas pasaban a segundo término. No logras saber si en alguna de esas obras olvidadas nació el personaje de doña Elvira. En la de Molière ella tiene el principal papel femenino: una monja exclaustrada por obra de don Juan, con quien se casa para ser abandonada poco después. La táctica del seductor es siempre la misma: rapto, matrimonio, abandono. En la ópera de Mozart no hay información sobre el pasado de doña Elvira y en su entorno no aparecen ni amigos ni parientes. Una mujer sola a la que don Juan se divierte en escarnecer vilmente. Tú la prefieres sobre las otras protagonistas. Doña Anna es el odio puro; Zerlina, una mezcla de ingenuidad y picardía. Sólo ella no representa nada, una mujer sin atributos, sencillamente una mujer. La confusión de sus sentimientos, la pérdida de rumbo te la hace sentir como un personaje trágico de nuestros días.

    V

    Quizá lo que más sugestivo te resulta en Don Giovanni sea su subtítulo de dramma giocoso. ¿Por qué giocoso?, te preguntas. ¿Es suficiente la presencia de Leporello para otorgarle al drama ese adjetivo? Pero, entonces, ¿también la de Papageno podría conferirle el carácter de giocoso a La flauta mágica? ¡De ninguna manera! Sabes que las cosas no van por ahí. Quizás lo que de verdad resulta cómico sea el hecho de que en el transcurso de la obra el libertino no haya podido seducir a ninguna de las mujeres que pretende. Si tales han sido en el pasado sus conquistas, bien podría uno imaginar que la enumeración hecha por Leporello de las conquistas del burlador sea pura fantasía elaborada por la complicidad de amo y criado. Un seductor castigado, enloquecido por ese olor a hembra que revolotea siempre en torno suyo, sin poder disfrutar de ninguna de las presas codiciadas. Hay demasiada verbosidad en su jactancia, esa palabrería innecesaria y arrogante que siempre te sugiere, cuando la encuentras en la vida real, una exagerada pretensión de virilidad. Pero no bien acabas de redactar una nota al respecto cuando adviertes que don Juan infiere a sus mujeres una herida más profunda que la mera violación corporal. Llega a poseer sus almas. Así, fantasmales, delirantes, agobiadas, aun cuando sus cuerpos permanezcan sin mancilla, doña Anna, doña Elvira y Zerlina cruzan la escena, profieren insultos, exhalan suspiros e intentan reunir voluntades que sostengan su sed de venganza.

    VI

    ¡Tu pobre sabiduría! En un reciente festival mozartiano te sorprendió la semejanza entre Cherubino y don Juan. De no ser por la lista en que Leporello enumera las galantes victorias de su amo, nada conoceríamos de su pasado. Y ese pasado se reduce a cifras: en Italia, 640; en Alemania, 231; en Turquía, 91, y en España, 1003: datos sin vida, multitud femenina carente de rostro. Don Juan convertido en máquina de fornicar y sumar. Pero, de pronto, Cherubino, ese Adonis-narciso-de-amor, te ofrece nuevas luces. He ahí al libertino joven, al don Juan adolescente enamorado únicamente del amor para el cual la condesa, Susana y Barbarina ofrecen la misma tentación, despiertan el mismo deseo, y quien, con astucia angelical solicita que le expliquen –¡ellas que lo saben!– qué cosa es el amor. Don Juan adulto ha olvidado esa fase. Al contrario de Cherubino, que procede bajo la inspiración del momento y cuyos recursos descansan exclusivamente en su encanto personal, don Juan engaña, trama, manipula y es implacable con las mujeres en quienes fija su mirada. Desea y necesita el odio de la hembra a la cual enamora. Tal vez porque en su pubertad, cuando aún se llamaba Cherubino, fue amado por ellas de una manera extraña. Las mujeres del palacio de Aguas Frescas pretenden destruir su virilidad; todas, en algún momento de la obra, desean vestirlo con prendas femeninas, convertirlo en niña, en un objeto erótico que fuera además una muñeca, hacer de su cuerpo un juguete de disfrute inofensivo. El festival de que hablas se clausuró con Don Giovanni. Y sentiste que estabas en lo cierto cuando en la cena final los músicos de don Juan le tocan aquel Non piu andrai con que en la ópera anterior Fígaro había celebrado la marcha forzada de Cherubino al ejército, lleno de regocijo ante la idea de no volver a tropezar con él por una larga temporada:

    Non piu andrai, farfallone amoroso,

    Notte e giorno d’intorno girando,

    Delle belle turbando il riposo,

    Narcisetto, Adoncino d’Amor.

    El final de don Juan está próximo. Lo espera el infierno, no el ejército, y por eso la tonada adquiere ahí un sesgo macabro. Nunca más volverá a turbar el reposo de las bellas del mundo aquel marchito Adonis. Feliz con tu descubrimiento, llegaste a tu casa dispuesto a elaborar un pequeño ensayo sobre esa relación simbiótica entre Cherubino y don Juan, volviste a oír ambas óperas, libreto en mano, abriste luego el libro de Eric Blom sobre Mozart, buscaste el capítulo dedicado a Las bodas de Fígaro, y el primer párrafo en que tus ojos se fijaron decía: Cherubino points two ways. He is at once the adolescent don Juan and… Cerraste el libro, descorazonado. ¡Eterno descubridor de Mediterráneos! Por supuesto perdiste todo entusiasmo en trabajar sobre el tema.

    VII

    Leíste en alguna parte que una representación perfecta de Don Giovanni es imposible. Por una u otra razón, ninguna versión ha logrado satisfacer del todo a sus devotos. Algunos estudiosos atribuyen ese hecho a ciertas anomalías del libreto. Dicen que Da Ponte acumuló mecánicamente escena tras escena. Las situaciones no fluyen con la misma naturalidad que en Las bodas de Fígaro. Se te ocurre que Da Ponte somete a los personajes de Don Giovanni, más que a los de sus otros libretos, a los cánones de la Comedia del Arte, que por estrechos les resultaron una verdadera prisión. Don Juan repetirá en cada escena sus cabriolas de gallito en brama. Doña Anna encarnará siempre el orgullo vejado y la sed de venganza; Leporello no dejará de ser untuoso, cobarde y servil; don Octavio, tal vez el personaje menos simpático para Mozart, se conformará con ser el leal enamorado de la obra; doña Elvira, el dolor de la pasión escarnecida. Masseto y Zerlina, rústicos, se comportarán como todos lo rústicos del siglo. Y esas siete alegorías andantes transitarán la escena, se encontrarán y desaparecerán, integrarán dúos, tercetos, cuartetos, quintetos, sin que sus frases ofrezcan ninguna variación al concepto que encarnan. Pero entonces, ¡y de ahí que Don Giovanni sea la obra maestra que es!, la música de Mozart se toma la revancha y puebla de ambigüedad, de enigmas, de contrasentidos, la conducta de esos personajes en apariencia de palo. En los momentos de mayor patetismo o de gran solemnidad irrumpe sorpresivamente un acorde burlón; cuando se espera una melodía humorística nos ofrece en cambio otra de un lirismo arrebatado. Y eso vuelve complejo al personaje, lo carga de sentido y permite que en el auditorio surjan dudas. ¿Será verdad que doña Anna desee realmente vengarse de don Juan por haber asesinado a su padre? ¿No será que lo hace por haberse escapado después de despertarla a los sentidos con una violencia que el pusilánime don Octavio ni siquiera sería capaz de imaginar? ¿Y qué hay con el tiempo? Nunca sabemos si la acción está regida por un tiempo semejante al nuestro o si ocurre en un espacio carente de tal. ¿En un tiempo sin tiempo?, te preguntas. ¿Se inicia, acaso, la obra al romper el alba para concluir en la noche del mismo día, o bien, en algún momento deberá entenderse que Cronos ha dado el tajo y entre escena y escena han pasado varios días? En el caso de que la primera suposición fuera la cierta, como a ti te lo parece, ¿a qué horas, entonces, sepultaron al Comendador e irguieron su estatua? Se lo preguntas a un amigo, que acaba de entrar a tu estudio, y él te responde con sonrisa burlona que es absurdo mantener tales escrúpulos y exigencias con la ópera. Es un género que uno adora o aborrece, refractario a toda explicación. Que por ese camino acabarías por exigirle lógica hasta a La forza del destino. Ya fin de no discutir…

    El sueño de lo real

    Regresar a los primeros textos exige del escritor adulto una activación de todas sus defensas para no sucumbir a las malas emanaciones acumuladas con el tiempo. ¡Más valdría un voto de no dirigir nunca la mirada hacia atrás! Se corre el riesgo de que esa vuelta se transforme en un acto de penitencia o expiación o, lo que es mil veces peor, se llegue uno a enternecer ante inepcias que deberían avergonzarlo. Lo que apenas puede permitirse el lector, y eso como de paso, es documentar las circunstancias que hicieron posible el nacimiento de esos escritos iniciales y comprobar, con severidad pero sin escándalo, la pobre respiración que manifiesta su lenguaje, la tiesura y el patetismo impuesto a ellos de antemano.

    Mis primeros relatos concluían irremisiblemente en una agonía que conducía a la muerte del protagonista o, en el más benigno de los casos, a la locura. Acceder a la demencia, ampararse en ella, significaba vislumbrar una última Thule, el cielo prometido, la isla de Utopía donde todas las tribulaciones, angustias y terrores quedaban para siempre abolidos.

    Estábamos en 1957 y yo tenía veinticuatro años. Me movía con regocijo en un medio de intensa excentricidad donde amigos de distintas edades, nacionalidades y profesiones convivíamos con absoluta naturalidad, aunque, como era de esperarse, prevalecíamos los jóvenes. Fuera del sector ortodoxamente excéntrico, el cual tenía ya un pie hundido en las manías y las obsesiones, a los demás nos caracterizaba el fervor por el diálogo, siempre y cuando fuera divertido e inteligente, la capacidad para la parodia, la falta de respeto a los valores prefabricados, a las glorias postizas, a la petulancia y, sobre todo, a la autocomplacencia. Al mismo tiempo, era obligatorio el acatamiento a un tácito pero rígido sistema de conducta, de modo que aunque nos introdujéramos en el corazón del esperpento no pudiésemos olvidar los buenos modales. En el fondo, y también en la forma, nuestra mejor defensa estribaba en cierto esnobismo del que no podría hoy asegurar si éramos o no conscientes.

    Un buen día advertí que mi tiempo y mi espacio se habían saturado y contaminado por el mundo exterior y que el estrépito reducía de modo lamentable dos de mis placeres mayores: la lectura y el sueño. Era, me parece, el primer anuncio de un disgusto radical, de una angustia difusa; en realidad, de un auténtico miedo. Porque había empezado a advertir que esa absorbente mundanidad, en la que mis amigos y yo aspirábamos a comportarnos como los protagonistas jóvenes del primer Evelyn Waugh, en la que cualquier situación podía desorbitarse y convertirse en un inmenso disparate y la risa constituía el más eficaz cauterio para sanear los pozos de engreimiento y solemnidad que uno pudiera almacenar inadvertidamente, comenzaba a convertirse en algo muy distinto al modelo que proponíamos. Entre los participantes de ese regocijante modo de vida comenzaron a presentarse actitudes que poco antes nos hubieran resultado inimaginables. A veces, al practicar el socorrido juego de la verdad, ése donde en el centro de un círculo de amigos sentados en el suelo se hace girar una botella para que alguien pudiese preguntar a la persona apuntada cualquier intimidad, secreto o proclividad de que se había hecho sospechosa, en lugar de resultar una experiencia divertida, se volvía repugnantemente sórdida. En vez de frases ingeniosas comenzaron a producirse imprecaciones, reclamos, llantos, obscenidades. Una carga intolerable se nos había impuesto: pasábamos del juego a la masacre, del carnaval al aullido. Un muchacho recién casado abofeteaba de repente a su mujer, una hermana insultaba soezmente a su hermano y a la novia de éste, un par de amigos íntimos rompían con escandalosa truculencia esa intimidad de muchos años. De día en día crecían las histerias, las suspicacias, los rencores. Todo mundo parecía haberse enamorado de todo el mundo y los celos se volvían una pasión colectiva. Nuestra compañía parecía alimentarse sólo de toxinas repelentes. Comenzábamos a perder el estilo.

    Era necesario huir, cambiar de marco, salir del magma. Alquilé una casa en Tepoztlán y la acondicioné para poder pasar temporadas en ella. Tepoztlán era entonces un pueblo pequeñísimo, aislado del mundo, carente hasta de luz eléctrica. El retiro ideal. Pasé allí días espléndidos; hacía largas caminatas por el campo y, sobre todo, leía. Recuerdo que en mi primera estancia me hundícon fervor en la prosa de Quevedo y en las novelas de Henry James. Por momentos parecía que la salud espiritual se aproximaba. Era como vivir en el Tíbet sin necesidad de sujetarse a disciplinas místicas. No debe haber sido tan sencillo el proceso, pero algo ocurrió que a partir de entonces me aproximó al añorado equilibrio. Una tarde comencé a escribir y no pude detenerme sino hasta el amanecer. En unas cuantas semanas escribí mis tres primeros cuentos: Victorio Ferri cuenta un cuento, Amalia Otero y Los Ferri. Cada línea atenuaba las ansiedades del pasado inmediato (el casi todavía presente) y me producía un estupor diferente a cualquier otro conocido hasta entonces. Escribía, como suele

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