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El hombre a ambos lados de la pared
El hombre a ambos lados de la pared
El hombre a ambos lados de la pared
Libro electrónico272 páginas4 horas

El hombre a ambos lados de la pared

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Información de este libro electrónico

La novela "El hombre a ambos lados de la pared" de Zorko Simčič se publicó por primera vez en 1957 en Buenos Aires, Argentina, la ciudad en la que Simčič vivió entre 1948 y 1994. Sin embargo, la novela no se publicó en Eslovenia hasta 1991, es decir, después de la independización y la democratización del país. Hoy en día, "El hombre a ambos lados de la pared" se considera como una de las obras fundamentales del modernismo esloveno. En el prólogo a la edición, Matevž Kos escribe: "El argumento de la novela de Simčič agudiza y radicaliza la condición de extranjero en sí. Y de tal forma que sobre la base de una historia de vida concreta narra una historia de expatriación como destino universal del hombre moderno. Y su fuga, así como cualquier otra fuga, es al mismo tiempo una búsqueda. Digamos que esta búsqueda es la búsqueda de la patria perdida, tanto geográfica como espiritual. La lucha por reconocer la patria es también la lucha por el autorreconocimiento, el intento de situarse a sí mismo y a su mundo en un lugar adecuado, reconciliarse con el pasado, arreglar la relación con el prójimo y consigo mismo y, después, vivir el presente plenamente [...]."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ago 2017
ISBN9789616547888
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    El hombre a ambos lados de la pared - Zorko Simčič

    2/2013/LI/136

    Društvo slovenskih pisateljev, Slovenski center PEN, Društvo slovenskih književnih prevajalcev

    Slovene Writers’ Association, Slovenian PEN Centre, Slovenian Literary Translators' Association

    Esta colección se publica sin interrupción desde mayo de 1963 (entre 1963 y 1990 bajo el nombre de Le Livre Slovène y desde 1991 bajo el nombre de Litteræ Slovenicæ).

    Zorko Simčič

    El hombre a ambos lados de la pared

    Título original: Človek na obeh straneh stene

    Traducción

    Marjeta Drobnič

    Presentación

    Matevž Kos

    Revisión del texto en castellano

    Matías Escalera Cordero

    Editado por Društvo slovenskih pisateljev,

    Asociación de Escritores Eslovenos, Ljubljana

    © Zorko Simčič

    © Traducción: Marjeta Drobnič

    Editor general y presidente

    Veno Taufer

    Editoras responsables de Litterae Slovenicae

    Tina Kozin, Tanja Petrič

    E-Book

    Ljubljana, 2014

    El libro ha sido subvencionado por la Agencia Pública del Libro de la República de Eslovenia.

    CIP - Kataložni zapis o publikaciji

    Narodna in univerzitetna knjižnica, Ljubljana

    821.163.6-311.2(0.034.2)

    821.163.6.09Simčič Z.(0.034.2)

    SIMČIČ, Zorko

    El hombre a ambos lados de la pared [Elektronski vir] / Zorko Simčič ; traducción Marjeta Drobnič ; presentación Matevž Kos. - El. knjiga. - Ljubljana : Društvo slovenskih pisateljev = Asociación de Escritores Eslovenos, 2014

    Prevod dela: Človek na obeh straneh stene

    978-961-6547-88-8 (ePub)

    277303296

    Zorko Simčič

    El hombre a ambos lados de la pared

    Traducción del esloveno Marjeta Drobnič

    Presentación de Matevž Kos

    Asociación de escritores eslovenos

    Slovene Writers’ Association

    Ljubljana, 2013

    El hombre a ambos lados de la pared

    I

    Es sábado. Sofocante, como todos los sábados de verano en Buenos Aires. Por la tarde regresaba del trabajo completamente aturdido por el calor y el camino de vuelta le parecía muy diferente al de siempre: más bello y, sobre todo, más triste. Le ocurría lo mismo en todas partes, sin falta, cuando volvía del trabajo por última vez antes de marcharse para siempre a otro lugar.

    Desde el umbral echa con cansancio un vistazo a sus maletas, hechas desde hace una semana.

    ¿O sea, que se va mañana?, pregunta la patrona desde la puerta del otro lado del estrecho pasillo, secándose las gotas de sudor con un delantal.

    Mañana, sí. Le sonríe y sigue como para sus adentros: Antes de que puedan darme a entender que soy demasiado viejo para este trabajo...

    La verdad es que ustedes, los emigrantes, son gente feliz. Abandonan un lugar como si no les importara nada. Él sólo asiente con la cabeza. Qué pena, me gustaría conocer a su esposa, continúa la patrona. María... ¿Recuerda que una vez me dijo que su nombre no le gustaba porque, en Europa, María es el nombre de pila de la mitad de las mujeres?

    Atajando su vergüenza, la patrona se apresura:

    ¡Pobrecita! Dios sabe lo que le habrá tocado sufrir sin usted. Ahora se lo cobrará, de todas formas, bromea con picardía, es usted bastante fuerte aún...

    A lo mejor la traigo aquí alguna vez, así la conoce.

    ¡Con mucho gusto! La patrona subraya la penúltima palabra y se nota en su cara que piensa en la mujer extranjera. Por la mañana le prepararé aún el desayuno...

    Asiente y se retira de la puerta sin mediar palabra para que ella no pueda verlo y se le haga más fácil cortar la conversación. Por la mañana le prepararé aún el desayuno… Por la mañana aún... Aún... Una sola palabra es suficiente para arrastrarlo con rudeza al mundo real. Todo está en este mundo real: la despedida, la espera a despedirse y, lo más duro, la espera sola.

    Siempre había deseado abandonar Buenos Aires y ahora es el momento. No pasaré ni un solo día más en esta ciudad, se dice, y se acuerda, al rato, de su esposa. Volverá a verla después de casi cinco años.

    Su mirada flota por la habitación ordenada y, cuando ve las almohadas altas en la cama, le parece como si hubiese pasado una o dos noches en algún hotel abandonado y no que lleva un año y medio viviendo en este cuarto. Se dirige a la ventana. Sus ojos se deslizan por las paredes vacías y, entonces, levanta las cejas. Un calendario cuelga de la puerta.

    Y esto, dice con él en una mano. Casi se me olvida. Saca la hoja de enero que, hace unos días, metió por la hendidura al otro lado del cartón, y al dejar el calendario sobre la maleta, sonríe. Mil novecientos cincuenta. Estamos ya a mediados de febrero y es la primera vez que nadie menciona que este año sí, que este año seguro que volveremos a casa. A continuación eleva las cejas como preguntándose meditabundo. A casa...

    Pasando por delante de la puerta, la patrona arrastra otra vez sus zapatillas por el pavimento basto del pasillo. Le gustaría hablar con él, pero él está tan lejos. Se queda quieto para que ella no pueda oír ningún movimiento suyo. Ni siquiera levanta la mano para detener el sudor que se desliza por sus cejas. Lo que hace no es correcto, pero le molesta malgastar palabras.

    La patrona siempre quería saber todo acerca de su esposa, pero es una mujer sencilla y para él no resultaba complicado desviar la conversación. Aún no había perdido el miedo a hablar del pasado, aún le invadía la desagradable sensación que se había apoderado de él en los días de la guerra en Yugoslavia y que no le abandonó ni siquiera luego, cuando deambulaba libre por Europa. No quería hablar ni de sí mismo ni de sus seres cercanos y, cuando conocía a extranjeros, siempre tenía preparados un nombre ficticio y una dirección falsa.

    ¡Y aunque quisiera contarle! ¿Podría ella entender algo? Si le contara que su mujer no podía obtener el permiso para irse a Argentina, pero que logró escaparse al final, que atravesó una cuarta parte del mundo para llegar a un lugar cercano al río, a una zona de la frontera norte de Argentina, para esperarlo allí; que le está esperando en este mismo momento para que se la lleve y para que, juntos, en un rincón apartado de este país, continúen la vida desde el punto en que tuvieron que interrumpirla un año después de casarse... Excepto los hechos, los movimientos y las grandes distancias, ¿qué más podría entender?

    De todas formas, nunca le ha gustado conversar con ella, salvo durante las primeras semanas después de volver de Misiones, cuando, al regreso, estaba feliz por haber traído algo de dinero y por encontrar, en esta ciudad alargada de varios millones de habitantes, un trabajo más tranquilo y una habitación cerca. Entonces estaba más animado y le apetecía con frecuencia quedarse charlando durante un rato en el pasillo. Sobre todo cuando se dio cuenta de que ella se ocupaba de él más de lo que uno podía esperar. Y, también, porque se le ocurrió que, antes o después, tendría que producirse un acercamiento entre ellos.

    Cuando la ve ahora, a medio asear, y piensa en todas las palabras vanas que han intercambiado durante el último año, no puede creer que alguna vez fuese capaz de pensar en cosas ajenas a este viaje de ahora, un viaje urgente si de verdad deseaba emprender una nueva vida.

    Dobla el calendario varias veces examinando las maletas y las cajas a ver dónde podría meterlo. Entonces hace dos meses que pasó su última Nochebuena en esta calurosa ciudad. ¡Dios mío! En la iglesia subterránea de Belgrano se había apretado, todo sudoroso, contra gente desconocida, como en las dos ocasiones anteriores que había pasado la Nochebuena aquí, entre sus paisanos. Quería acercarse a uno de los pilares para sentir el frescor en las manos, pero no podía mover los pies. Desde la parte delantera llegaban flotando, por encima de las cabezas sudadas, los cantos de los villancicos antiguos; apretaba los ojos y pensaba en la nieve. El sudor se deslizaba por los cuellos y, al secarse la frente, los hombres también se secaban los ojos. ¡Pero no importaba! Después de la misa del gallo, uno compensaba todo el líquido evaporado del cuerpo con varias jarras de cerveza. Pero que no le servían, sin embargo, para compensar las lágrimas...

    Hace calor. En el camino hará un calor infernal, pero, después, allí arriba, en el norte de Argentina, todo será diferente. Allí, el calor es seco, se dice acordándose del viejo Grondona.

    II

    De aquello apenas han pasado dos años. Era una mañana fría y soleada cuando bajó al muelle desde un pequeño barco de vapor. Durante la noche había una niebla tan densa sobre el río Paraná que el capitán mandó anclar el barco en un lugar junto a la orilla. Se enfadó con el capitán porque tenía prisa: hacía nueve días desde que el barco había salido de Buenos Aires y hacía dos días que deberían haber arribado a Puerto Iguazú. Pero pasaron las tres últimas noches anclados en medio de la selva, esperando el amanecer para seguir navegando.

    Miró hacia el ancho río. Sus ojos se hundieron en la selva tupida y densa, respiró hondo y se dijo: Ya estoy aquí. Si al menos supiera que hago lo correcto.

    La niebla se levantaba aún desde las aguas cuando le dio la espalda al río y se dirigió cuesta arriba. No había nadie; dos o tres rostros quemados, rodeados de pelo rubio, que se mezclaban con los rostros de los negros y criollos a lo largo de la carretera, sólo arriba, donde la carretera grasienta y roja se desviaba hacia las primeras casas, se agolpaba un grupo de personas. Antes, cuando arribaban y el barco de vapor pitaba, los niños echaron un vistazo fugaz hacia el puerto y le pareció que no tenían ningún interés en los pasajeros junto a la baranda.

    Caminaba lento cuesta arriba. Le faltaban unos pasos para llegar al grupo cuando se detuvo para sacar la hoja con una dirección de su bolsillo. Después agarró otra vez las maletas, pero antes de levantarlas del todo, las volvió a dejar en el suelo. En medio del grupo casi inmóvil vio un cuerpo muerto descomunal, tendido en la tierra.

    Por la mañana apareció en la orilla, le dijo alguien que se había apartado del racimo de personas cuando vio su ropa de extranjero. Apenas pudo entender su habla.

    El gran volumen del muerto le dejó horrorizado. Aquella mole jamás podría haber andado, se dijo. No es posible que anduviese a dos patas... Por un momento parecía que lo que yacía en el suelo delante de él era un pez gato; el agua lo había expulsado a la orilla. Ni siquiera el agua lo soportaba... Dudo que haya sido sensato haberle dado la razón a mi mujer y haber llegado hasta aquí...

    Un hombre espaldudo se apartó el grupo. Él se le acercó mostrándole la hoja con la dirección.

    San Antonio.

    El hombre lo examinó sin contestar. Sólo después, cuando volvió a dirigirse a él preguntando, esta vez en italiano, de dónde salía el autobús desde el puerto, el hombre rió y negó con la cabeza. Le devolvió la hoja y se dio la vuelta. Después de dar varios pasos, se volvió señalando con la cabeza una casa rojiza entre los árboles, desde donde llegaba el brillo de una botella de chapa enorme.

    ¡No hay autobuses! El mundo termina aquí... ¡Pregunte allí! Allí comen los chóferes. A lo mejor alguno de ellos sale a cargar los troncos...

    El camión traqueteaba por la tierra roja. El conductor manejaba con pereza el volante y miraba de tanto en tanto al extranjero que, asombrado, observaba el entorno por las ventanillas medio bajadas. La carretera se estrechaba cada vez más, las ruedas chocaban contra los helechos gigantes cada vez con más frecuencia, y los bambúes apretaban el camino con más fuerza.

    Tuvo suerte. Esta semana nadie más viajará hasta arriba. Ni siquiera esos endemoniados brasileños conducen ya. Lloverá y todos temen desperdiciar una semana en medio de la maleza.

    ¿Y las serpientes?, preguntó para decir algo.

    ¡No, señor! Este ‘señor’ no era una muestra de respeto sino un nombre que se pone a la persona que no entiende nada. Ahora duermen. Desvió intrigado su mirada de la carretera. No le gustan, ¿eh?

    Sólo negó con la cabeza.

    El conductor se echó a reír, mostrando una boca casi desdentada. Así son casi todos ustedes de allí, señaló hacia el sur. A nadie le gusta ir de viaje en estos días porque tiene miedo de quedarse estancado en el barro. ¡Ya verá cómo es esta tierra cuando se pone a llover! Hasta una semana después de despejarse el cielo, las ruedas siguen sin moverse. El que sabe leer puede apañárselas en esos días, pero si no… ¡eh, eh...!

    Llevo años entrando y saliendo de un país a otro. Si la casa de los familiares de mi mujer es tal como me la describieron en sus cartas, a lo mejor un día de estos terminan estas andanzas, reflexiona mientras el conductor descarga el camión.

    Mi situación es diferente. Tengo que hacer el viaje porque estoy sin blanca. Llevo tres meses sin conducir. Quedó a la espera, a ver si el extranjero preguntaba algo, pero como la pregunta no llegaba, volvió a dirigirse a él sin más. Levantó las manos del volante y las cruzó a la altura de las muñecas. ¡Tres meses! Con una sonrisa extraña se volvió hacia su compañero de viaje, aclarando: ¡Mujeres!

    Dejaron de lado las cataratas estrepitosas del Iguazú. No las veía, pero podía oír la más cercana rugiendo justo detrás de la primera fila de árboles a lo largo del camino. Había neblinas dispersas en el cielo y el conductor le explicó que se acumulaban precisamente por encima de las fauces de cada catarata. Después, el estrépito fue quedando atrás.

    El camión atravesaba el bosque con un ruido monótono. A veces pasaban por debajo de los árboles y era como si una oscuridad súbita hubiera cubierto la tierra y las lianas oscilaban por delante de las ventanillas. Parecía que querían envolver el vehículo para pararlo. Las clemátides anchas que había en ambos lados del camino rojo golpeaban los faros.

    Estaba cansado, pero temía quedarse dormido. Al principio intercambiaron algunas palabras: le contó al conductor que hacía apenas dos semanas que había llegado en barco desde Europa, que en seguida tomó el camino al norte porque tenía que llegar a casa de su cuñado, hermano de su mujer, quien había cruzado el océano hacía ya veinte años y vivía ahora con su hija en San Antonio.

    ¿Sabe en qué zona viven? preguntó el conductor.

    No. Sólo sé que tengo que llegar hasta San Antonio y encontrar la taberna de un tal Grondona. Desde allí me mandarán, después, a la hacienda de mi cuñado...

    ¿Cómo se llama la familia?

    Marinič.

    El conductor negó con la cabeza de modo desdeñoso como diciendo que el nombre no le sonaba. Después quedó callado durante más de media hora, lo cual había hecho ya en varias ocasiones, pero reanudaba siempre la conversación con lo mismo: Anoche me acosté tarde. Sólo cuando el extranjero se inclinaba de manera evidente por la ventanilla, asombrado por las salvajes orquídeas gigantescas, extrañas flores amarillas y de color de sangre, o cuando tenía que defenderse con ambas manos ante las nubes de mariposas de color azul claro brillante, se dirigía a él con desdén:

    Allí abajo, en Buenos Aires, no hay nada… Estuve una vez, pero me robaron en el lugar donde pasé la noche. Sinceramente: allí no hay nada interesante... Dentro de tres horas llegamos a San Antonio.

    Se terminaron las curvas y el vehículo tomó velocidad en la recta de la carretera que se perdía entre los árboles.

    Le entraron ganas de dormitar. El chófer le ofreció unos plátanos pequeños, dulces, y se los comió medio dormido. Después sintió que el hombre al volante le explicaba algo y que, a continuación, le preguntaba:

    ¿Tiene la intención de quedarse a vivir en esta tierra?

    No lo sé. Ni siquiera sé adónde voy...

    Conviene comprar. Hay que trabajar duro si se quiere ganar, pero merece la pena. Aunque usted ya tiene sus años como para empezar a labrar la tierra.

    ¿Ya tiene sus años? Se sentía fuerte aún y el comentario le molestó; pero no respondió nada. Volvió a fijarse en las copas frondosas de los árboles, deteniendo su mirada en los troncos entrecruzados, cubiertos a medias por las yedras y las trepadoras de color claro con espinas. ¿Quién se habría imaginado, estando aún en Trieste, justo antes de salir para América del Sur, que recorrería alguna vez estas carreteras sanguíneas, trazadas a través de la densidad de los brezos y de la oscura selva? Ni siquiera después de la última carta de su mujer, en la que le enviaba la dirección de su hermano, se le ocurrió que podía haber un fin del mundo perdido en un lugar tan dejado de Dios. Mi hermano es viudo, hace años se murió su mujer, así que él y su hija siempre esperan con alegría a que aparezca algún paisano, no digamos tú mismo...

    Queda un poco fuera del camino, le había dicho el conductor, pero, a pesar de todo, le dejaré donde el viejo Grondona. Creo que conozco a Grondona, no estoy seguro. Si tuviera un vehículo de cargo, como los que tienen los brasileños que transportan la madera, llegaríamos hacia las diez… Si se queda aquí, conocerá a algún brasileño, sin duda. ¡Tenga cuidado! Tienen una astucia... Ni a misa con un brasileño, ¿entiende? ¡Ni a misa!

    Hizo una mueca de orgullo: ¿Un brasileño? Flexionó la muñeca y se puso a barrer con el dorso de la mano en el aire como si empujara a una persona invisible hacia una distancia adecuada, repitiendo: ¡Aire! ¡Aire!

    Se oyó otra vez sólo el ruido del motor.

    Observaba al resentido conductor, diciendo para sus adentros: Ya estamos cerca de la frontera... Ya se odian...

    Pero así..., prosiguió el conductor sin que el leve orgullo desapareciera de los rasgos alrededor de su boca, pero así se hará tarde, y esta noche no le conviene obstinarse en seguir el camino. Grondona u otra persona lo llevará a la chacra mañana mismo...

    Sobre la medianoche, las primeras luces tenues aparecieron entre los árboles. San Antonio. El viejo, peliblanco Grondona, propietario de una taberna medio caduca, situada en un camino solitario algo alejado ya del pueblo, les recibió amodorrado. Sólo cuando el conductor le contó que traía a un extranjero, se espabiló.

    Busca a su cuñado que vive con su hija en alguna parte aquí cerca, empezó el conductor para señalar después al hombre que se acercaba desde donde habían dejado el vehículo, como diciendo que lo explicaría él por su cuenta.

    El viejo Grondona intercambió miradas confusas con la muchacha que había salido apresurada de la cocina al umbral, y, después, entró en el cuarto y sacó unas tambaleantes sillas de mimbre.

    Siéntense.

    ¿Viven lejos?, preguntó el conductor observando de reojo a la muchacha.

    El tabernero sólo dijo algo entre dientes y se dirigió al extranjero. ¿Cuándo fue la última vez que recibió la carta de su cuñado?

    Yo nunca. Pero mi mujer hace unos cuatro, cinco meses... Seis, a lo mejor...

    La muchacha junto al tabernero lo miraba a los ojos y se mordía los labios, como en apuro.

    Sintió vergüenza. De repente le dieron miedo toda aquella gente y la terrible oscuridad que empezaba en medio de la carretera allí junto a la casa. ¿Qué pasa?, preguntó al conductor. Este sólo se encogió de hombros y, a continuación, hizo un movimiento con la cabeza dirigiéndose a la muchacha y arrugando su frente de modo inquisitorio.

    No, tú no lo conocías, le respondió ella. Pero después, cuando se volvió hacia el extranjero, que seguía parado en medio de la habitación de techo bajo, le temblaron los labios y se echó a llorar quedamente.

    El conductor miró al extranjero que desvió con brusquedad su mirada hacia el suelo como si quisiera cerciorarse de que sus dos maletas seguían a su lado. Levantó sus brazos y se agarró de una gruesa viga transversal. No pronunció ni una palabra. Al rato dejó caer sus brazos como muertos a los costados del cuerpo para, después, levantar sus manos y limpiarse la cal seca que se había desprendido de la madera... El viejo Grondona sólo pudo asirlo por los hombros y apretárselos. Todos estamos siempre a punto de tomar el mismo camino. No somos nada... Después respiró hondo. ¡Anda, trae agua para el señor!, exclamó con una voz que atravesó la pared de madera pintada hacia un lugar del fondo de la desmedrada cabaña.

    ¡Fue terrible! La muchacha, sobrina de Grondona, ajustó la lumbre de una lámpara de petróleo, y así los platos azulados volvieron a aparecer en la mesa. Ella no quería ir siquiera al funeral de su padre. Estaba montada en el vehículo de carga, allí mismo, en la carretera de detrás del cementerio, justo detrás del seto vivo, y en cuanto a Marinič lo metieron en la fosa, ella y su brasileño desaparecieron. Él es chófer...

    ¡Los brasileños llevan el diablo en la sangre!, dijo el conductor entre dientes.

    ¡Y ella, ella!, asentía el viejo Grondona. ¡Anda, quita los platos! Cuando la muchacha desapareció detrás de las blancas tablas de madera, se quedó observando al extranjero durante un largo rato. Cuando le vi, pensaba que había venido a vender algo..., y guiñó un ojo. Cuando vio que el hombre no se movía, se dirigió al conductor. "Ella, ella llevaba el diablo en la

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