Hogar del transeúnte
Por Felipe Sérvulo
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UNA pareja se besa en una esquina del Raval. La noche se deshace sin apenas ruido, mientras, lejos,tintinea una madrugada que tarda demasiado. Al fin y al cabo, la noche es un paisaje del que solo soy un triste espectador asomado al brocal de los sentimientos.—¿Tienes fuego? Sus pupilas son mil esquinas de hielo, palabras sin sentido y abrazos a tantos euros el minuto.«Esta noche la luz del amor está en tus ojos, pero ¿aún me amarás mañana?», decía Carole King. Sé que tú lo preguntas cada noche.
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Hogar del transeúnte - Felipe Sérvulo
Felipe Sérvulo
Hogar del transeúnte
Crónicas mínimas
©Felipe Sérvulo
©Los Libros del Baix Llobregat
Narrativa de Hoy
Ilustración cubierta © Brigitte Werner
Dirige la colección F. González Villar
Primera edición, agosto de 2022
Derechos de edición reservados
Independently published
ISBN: 9781790981168
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunica- ción pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excep-ción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Groucho: Vamos, Ravelli, ande un poco más rápido.
Chico: ¿Y para qué tanta prisa, jefe? No vamos a ninguna parte.
Groucho: En ese caso, corramos y acabemos de una vez con esto.
Los Hermanos Marx, Groucho y Chico, abogados. 1934.
A modo de justificación
En la mayoría de los relatos que muestro aquí he sido un simple testigo y solo he tenido que levantar acta de lo que presenciaba. Otros son apenas el eco de un sentimiento. Algunos me los han contado, pero en ese caso siempre era el testimonio presencial del narrador y yo he alterado, a veces, el espacio, los personajes y el tiempo como licencia literaria.
De esta manera, el cronista se torna un mero escribidor que usa la historia oral a modo de recurso para pergeñar estas sencillas narraciones que he dado en llamar «Crónicas mínimas» con las que me he cobijado en el «Hogar del Transeúnte», el lugar al que van los desheredados en cuanto anochece.
Vecindario
DÓNDE la calle que lleva tu nombre, la casa de las buenas noticias, muebles antiguos, ennoblecidos. Y Serrat, Celia, Brassens.
¡Excelso Louis Armstrong, What a wonderful world!
Preludio
Una pareja se besa en una esquina del Raval.
La noche se va sin apenas ruido, mientras, lejos, tintinea una madrugada que tarda demasiado.
Al fin y al cabo, la noche es un paisaje del que solo soy un triste espectador asomado al brocal de los sentimientos.
—¿Tienes fuego?
Sus pupilas son mil aceras de hielo, palabras sin sentido y abrazos a tantos euros el minuto.
—Esta noche la luz del amor está en tus ojos, pero ¿aún me amarás mañana? Cantaba Carole King en otro encuentro fugaz.
Sé que tú lo preguntas cada noche.
Son begonias, Felipe
Estaba en una cafetería repasando mi último poemario y de pronto han caído cuatro gotas. He levantado la vista y he reparado en la sencilla geometría de una ventana. En el alféizar, una maceta espectacular de flores rojas, que manos amorosas han hecho florecer.
—Begoña, ¿qué tipo de flores son?
—Son begonias, Felipe.
He sonreído y ella me ha guiñado un ojo y, entonces, he recordado el refrán que dice: «De la mujer que no ama las flores, no te enamores». Pero Begoña sí que ama las flores.
Inesperadamente, me ha llegado ese enigmático olor que emana del útero de la tierra cuando llueve.
Sin querer he pensado en los amigos que marcharon prematuramente: Josep Lluís, Roser, Enrique, Domingo, Montserrat… También en mi madre, que murió con 99 años. Ahora, atemperado el dolor, pienso que es una cifra bonita. La tierra y su olor. Las begonias, la lluvia, Begoña, tantos ausentes me están indicando dónde está el camino.
Todos los recuerdos son surcos de lágrimas
Hace unos días, mis pasos me llevaron a un lugar donde la edad va velando los recuerdos. Era una de esas tardes de otoño que se ponen tristonas cuando caen los primeros fríos y la lluvia te sorprende con las defensas bajas debido a un amor mal curado.
Se callan los pájaros / porque llueve mucho. / Y porque sigue lloviendo, / está la calle triste. / De tristeza, cierran / las cafeterías, / se apaga el rumor del mar / y se abaten las persianas / de la pasión.
Y es que en otro tiempo en que todo era hermoso, nos reuníamos un grupo de amigos para tomar unas cervezas en un bar cercano a la estación de Castelldefels.
Siempre los trenes han tenido un gran atractivo para mí, aunque ahora las estaciones han perdido su toque soñador y semejan las salas de espera de cualquier hospital público. Los apeaderos aún me parecen más feos e impersonales. Ahora, con la indulgencia que pone el tiempo, ya puedo confesarlo: muchas veces íbamos al bar para encontrarnos con la camarera.
Lucía tenía un atractivo de lo más normal. Ese tipo de bellezas que calan porque son cercanas y naturales, como cercano y natural es cuanto sucede al amanecer, la vida o un afecto. Nunca me han gustado esas modelos perfectamente cinceladas con todo tan bien puesto que parecen de serie.
Además, Lucía era una gran conversadora, pero siempre mantenía una sutil distancia con nosotros, incluso marcando límites, hacía que te sintieras acogido.
Un año, al volver de mis vacaciones de verano, encontré el bar cerrado, lo comenté con mis amigos y ninguno supo darme razón. Varias veces regresé, inútilmente, para hallar alguna nota en la puerta que explicara su ausencia; tampoco los vecinos supieron decirme el motivo del cierre. Ya no volví a ver a Lucía.
Ha pasado media vida y Lucía, casualmente, se ha mudado a un piso cercano al que vivo. La veo desde la ventana de la habitación donde pergeño estas croniquillas, y el lugar en el que algún día espero que la poesía se apiade de mí y venga a verme.
Ella vive con un hijo grandón de unos treinta y tantos años, del que no sé mucho más, ni siquiera su nombre, pero debe tener una enfermedad mental que desconozco. El muchacho pasa algunos ratos a solas, a veces grita, canta, come con avidez y en soledad.
Lucía siempre regresa por la tarde, y muchas veces en su balcón, sobre todo cuando hace buen tiempo, baila con el chico, abrazados los dos, durante mucho rato. Los veo y hoy al anochecer he oído un bolero.
Cuando llegó la noche, / apareció la luna / y entró por la ventana, / qué cosa más bonita / cuando la luz del cielo / acarició tu cara.
Al muchacho se lo ve feliz y Lucía sigue estando naturalmente guapa.
Reconozco que la poesía, magnánima, ha venido a visitarme durante muchos crepúsculos, aunque ahora, para mi desgracia, resulta que mis torpes palabras no saben interpretarla.
Epílogo
Hace mucho tiempo —quizás demasiado— que no veo al hijo de Lucía en el balcón, tampoco a ella, cuando la tarde desde su bulevar poniente derrama amarillos, naranjas y algún púrpura.
Un silencio agobiante ha inundado el patio de vecinos, solo el ruido destemplado y sin alma de una obra cercana rompe la monotonía de unos días bochornosos, en los que el verano asoma atemorizado por esta pandemia que no cesa y que juega con nosotros de forma macabra.
Observo las puertas y las persianas cerradas, puede que la ausencia sea definitiva. De pronto, caigo en la cuenta de que es la segunda vez que desaparece, pero ahora tal vez sea para siempre y temo que no haya otra media vida para encontrarla.
Anoche, mientras miraba su balcón, ya sin abrazos ni boleros, recordé una frase que escuché en la película 2046 en la que un escritor que creía escribir sobre el futuro, en realidad estaba describiendo el pasado. Todos los que marchan hacia 2046 —el futuro—comparten el mismo objetivo, quieren recuperar la memoria perdida. «Todos los recuerdos son surcos de lágrimas» fue una frase que me cautivó en ese film.
Su director, Wong Kar-wai nos hace reflexionar, con una puesta en escena de belleza desbordante y arrolladora, que el viaje de la vida nos lleva al lugar donde los recuerdos permanecen inmutables, esclavizándonos emocionalmente muchas veces, mientras nuestro cuerpo se consume y ya nunca encontraremos el amor que pudo haber sido.
El vecino de la calle Iglesia
La calle de la Iglesia de Castelldefels es peatonal, hay demasiados bares, muchas panaderías, ningún quiosco y ninguna librería, como en tantas de tantas ciudades españolas.
También hay un vecino grueso, de aspecto bonachón, jubilado de Correos que cada mañana pasea a una mujer en silla de ruedas. Ella apenas se mueve, pero a veces se le marca en cara un rictus de desagrado por algo que le debe doler y que manifiesta como malamente puede.
El hombre la lleva por el barrio durante un buen rato y cuando vuelven, se sientan en un bar donde los observo con discreción. Pide una Coca-Cola para ella y un café para él. Le da de beber con una cañita, le limpia los labios con delicadeza, le coge la mano y le habla sin obtener nunca respuesta. A veces, el hombre sonríe.
Siempre que lo veo pienso que es un esposo ejemplar, por la