Suele suceder
Por Valeria Cornu
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Suele suceder - Valeria Cornu
Letra por letra
Hacían el amor por tercera vez esa tarde muy tarde. Ya se habían vestido para no llegar retrasados, pero al darse el último abrazo de despedida, Gerardo sintió el despertar de su sexo y no quiso esperar siete días. Así que volteó a Karla, levantó su vestido y la penetró suavemente haciendo a un lado su ropa interior. Parados frente a la puerta, disfrutaban de sus cuerpos y de esa intimidad de hacer lo que les nace en el momento que les place. Ella se paraba de puntitas mientras Gerardo arremetía el vientre contra sus nalgas y masajeaba sus senos resguardados por el brasier.
Pero esa libertad sólo existía en ese hotel junto a la carretera. Llevaban años yendo cada semana. La rutina era la misma. Karla llegaba en taxi, vestía una capa para esconder su cabellera y usaba lentes oscuros. Él, bajaba de su auto y entraba como si nada.
Ella conocía muy bien a Gerardo, y sabía cuando estaba a punto de llegar, así que se tocaba a sí misma con destreza para acelerar su ritmo y llegar al clímax al mismo tiempo. Los gémidos que él emitía le indicaron que era el momento, ambos cuerpos se erizaron y una energía renovadora los recorrió de arriba abajo hasta que… Gerardo se separó y cayó al suelo. Karla tardó en reaccionar porque estaba disfrutando tocando una a una las estrellas y alcanzó a decir:
—¿Qué haces? —creyendo que sólo era un juego.
Al abrir los ojos, vio bajo sus pies, el cuerpo inerte de su amante. Pero ella todavía no entendía lo que pasaba.
—¡Gerardo! ¡Gerardo, mi amor! —decía mientras le levantaba la cabeza. Él tenía los ojos cerrados y no volvió a abrirlos— Gerardo, por favor, amor, ¡despierta!
Ella abrió los párpados del hombre y pudo ver unas pupilas dilatadas y sin vida de quien fuera su amante por los últimos tres años. Como había caído de una forma descompuesta, ella instintivamente lo acomodó en el piso boca arriba, como pudo subió su trusa y sus pantalones y quiso escuchar su corazón, pero le fue imposible, ya que entre el temblor de las manos y los nervios, no podía concentrarse ni escuchar nada. Trató de darle respiración de boca a boca y de masajear su pecho como había aprendido en el curso de primeros auxilios, pero fue inútil, además de que no recordaba los pasos con exactitud. Lo único que sabía era que lo primero que se tiene que hacer ante cualquier emergencia es llamar al 911. Decidió que ese era un paso que debía saltarse, ya que los dos estaban casados con alguien más.
Él, era un hombre de negocios exitoso, su esposa era hija de un político muy importante y tenían cuatro hijos hermosos. Ella, estaba casada con el cuñado de Gerardo, Esteban. No tenía hijos aunque llevaba años intentándolo. Su marido no quería adoptar porque decía que sus hijos tenían que llevar su sangre y después de cinco abortos espontáneos, dejaron de buscarlo.
Karla y Gerardo se conocían desde hacía más de quince años. La primera vez que se vieron, fue en una fiesta de despedida que le hicieron a Gerardo y a su futura mujer en un restaurante del Sur de la ciudad, donde Karla fue de pareja del hermano de la novia. Como la fiesta estaba llena de altos funcionarios, los hermanos cumplían con su papel de ir de grupo en grupo a saludar a todos los invitados y fingir interés en sus pláticas, por lo que dejaron a Karla y Gerardo sentados en una mesa. Desde ese día, algo surgió entre ellos. Se comunicaban de una manera especial. Descubrieron que tenían gustos semejantes, se rieron mucho, hablaron de todo y sembraron el amor que fue germinando entre ellos hasta crecer fuerte y poderoso, tanto, que un día, a pesar de ser concuños, ya no pudieron más que abrazarlo. Pero eso sucedió una docena de años después de aquel día. Después de ser abandonados por los hermanos muchas veces.
Ambos vivían en un conjunto de mansiones que ocupaban toda una cuadra de San Ángel, eran cuatro casas que daban a diferentes calles que se unían por el enorme jardín con un salón de eventos, cancha de tenis y alberca que estaban en el centro de la propiedad. Karla se casó apenas ocho meses después que Gerardo y desde entonces fueron vecinos también.
Durante años se negaron a dar rienda suelta a lo que nació desde el primer momento que se vieron. Solían platicar mucho. Compartían sus gustos por el cine, la música y los libros que sacaban del salón. Los hermanos no veían mal la relación de sus respectivas parejas. De hecho ambos se alegraban de que se llevaran bien, ya que ellos no tenían que soportar las opiniones sobre tal o cual libro y mucho menos hablar sobre poesía.
Gerardo tuvo cuatro hijos en el transcurso de once años y a pesar de ello, su mujer jamás dejó la política. Karla bautizó a las gemelas. Así que ya no sólo eran concuños, sino que también eran compadres.
Una tarde fría de domingo que ambos leían en diferentes camastros junto a la alberca, Gerardo le dio un libro a Karla y le dijo:
—Léelo, creo que te gustará —era El Quijote de la Mancha.
—Nunca lo leí, siempre pensé que es demasiado largo —dijo apenada.
—Subrayé las partes importantes —aseguró Gerardo rozándole un segundo la mano mientras le extendía el libro.
Ella no podía sostenerle la mirada. Amaba esos ojos oscuros que brillaban como luciérnagas. Quería echarse un clavado en ellos y nadar desnuda. Pero esos sentimientos se habían mantenido así, en su interior, atrapados, porque era imposible que pudiera existir algo más que la simple relación política que los unía. Los niños corrían por ahí e interrumpieron el momento rogándole a su padre que los llevara a comer un helado.
—Pregúntenle a su tía si quiere ir con nosotros —ordenó a los niños.
—No, gracias. Tengo frío.
—Dice mi papá que el helado quita el frío, ¿verdad papá?
—Eso decía su abuelo. ¿Vienes?
—Vayan ustedes. Esteban no tarda en llegar —mintió Karla. Lo cierto es que quería ir a su cuarto, sentarse en su sillón y empezar a leer El Quijote. Por alguna extraña razón, la urgencia de leerlo la dominó. Nunca le había interesado y ese día que Gerardo se lo dio en las manos con esa mirada que la desarmaba, supo que debía comenzar cuanto antes.
Una vez en su cuarto, hojeó el libro para ver las partes subrayadas, pero no vio nada. Así que comenzó desde el principio. Primero el prólogo. Después, En un lugar de la …y la M de Mancha estaba subrayada, de cuyo nombre… la U de cuyo, y el escrito seguía… lentejas los viernes… la J, … de su hacienda… la E, el rocín…la R. MUJER, decía mujer. Y así, empezaba una carta llena de confesiones. Ella tardó varios días en descifrarla. Con lápiz en mano, iba descubriendo letra por letra y las palabras iban apareciendo en el papel como una promesa.
Durante esos días, no platicaron. Apenas y se saludaban. Gerardo estaba desconcertado por el silencio de Karla, pero no había más que hacer. Él había desnudado sus sentimientos, ahora sería ella quien decidiría si iba a jugar ese juego y a él no le quedaba otra opción que la de esperar.
Una mañana que Gerardo estaba saliendo hacia la oficina, vio a Karla en la banqueta. Él bajó el vidrio para saludarla.
—Buenos días. ¿Y tu auto?
—Está adentro. Sólo quería darte esto —le dijo dándole un libro de cuentos latinoamericanos. Él al tomarlo, tocó su mano y la apretó con fuerza.
—¿Me gustará?
—Espero que sí —terminó ella dándole la espalda.
Y de esa manera, las cartas comenzaron a llenar sus días y sus noches. Era una manera difícil de escribir, pero única y maravillosa. Podían tardar semanas en cada una y la espera los volvía locos. Su respectivas parejas ni se inmutaban, ninguno de los dos leía, y aunque lo hubieran hecho, jamás podrían invertir el tiempo ni la energía en descifrar lo que esos libros traían escondido en su interior.
El invierno volvió y con él llegó la invitación. Venía en un pequeño libro de poesía que Gerardo dejó a propósito en la mesa del jardín. Tenía el nombre del hotel, el número de habitación, fecha y hora. Nada más.
Karla regresó el libro al salón sabiendo que tenía tres días para pensarlo.
Al bajar del taxi se puso la capa, temblaba sin control. Una mascada cubría su cabeza y un par de lentes oscuros tapaban dos tercios de su cara. Entonces tocó.
Gerardo le abrió inmediatamente, al verla parada ahí, su mundo cobró sentido. La tomó de la mano, cerró la puerta, le quitó la capa y los lentes para abrazarla con fuerza. Se mantuvieron así un largo rato, sólo abrazados, escuchando la respiración del otro, oliéndose, sintiendo el calor que sus cuerpos producían. A Gerardo se le llenaron los ojos de emoción y cuando ella lo vio, se abalanzó sobre esos labios que la habían seducido por años. Esos labios de donde salían los comentarios más acertados en las reuniones familiares; y que él mordía cuando estaba nervioso o enfadado. Y entonces, se besaron. Se besaron completos. Sin decir ni una sola palabra. Ya habían dicho demasiadas.
Y así empezó esa relación que duró más de tres años.
Iban ahí cada semana, aprovechando la reunión privada que tenía su suegro con sus tres hijos todos los jueves. Por eso nadie les cuestionaba dónde pasaban esas tardes. A nadie le importaba. Ese era su día, el mejor día de la semana, el día que mientras la familia trataba los asuntos de política, ellos, que solían ser familia política, trataban sus asuntos personales.
Cada vez que Karla y Gerardo se encontraban ahí, podían dejar de fingir. Allí, eran libres y locos. Jugaban con sus fantasías, platicaban por horas, se abrazaban sin hablar. Conocían sus cuerpos y cómo se encendían con la precisión de un cirujano. Habían explorado cada rincón del otro y experimentado de muchas maneras. Ambos siempre pensando en satisfacer al otro más que a sí mismos, lo que hacía que nunca dejaran de esforzarse y los dos tenían éxito en esa tarea.
Habían sido tan regulares sus visitas a ese mismo hotel y siempre en la misma habitación, que Gerardo consiguió quedarse con las llaves para que éstas se activaran los jueves a primera hora y se desactivaran a la mañana siguiente. Pocas veces tuvieron la fortuna de quedarse a dormir toda la noche mientras que los hermanos hacían viajes de negocios, pero fueron las menos. La verdad es que las cuatro o cinco horas semanales que dedicaban a estar juntos, eran suficientes para darles la energía necesaria para seguir la vida.
Lo más difícil era fingir. Lo hacían todo el tiempo. Tanto, que a veces Esteban le reclamaba a su mujer.
—Deberías de ser más amable con Gerardo, ya sé que a veces es insoportable, pero no te olvides que es el esposo de mi hermana.
—Créeme que no lo olvido… —respondía Karla tratando de no gesticular.
Y así, pasaron tres años de encuentros maravillosos. Y aunque ya no tenían que ponerse de acuerdo en el día y el lugar, los amantes seguían enviando pequeños mensajes en los libros, en el periódico o en las revistas que había en el salón de eventos. Se volvieron expertos en comunicarse