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Omóplatos de buey: Asuntos literarios
Omóplatos de buey: Asuntos literarios
Omóplatos de buey: Asuntos literarios
Libro electrónico95 páginas1 hora

Omóplatos de buey: Asuntos literarios

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«La selección de frases fue el motor de mi afición literaria; afición en sí misma nada novedosa: ya en la Grecia clásica y en la sociedad romana las personas recopilaban máximas y sentencias, para colecciones privadas o para ofrecer como regalo.»

Al entrar en cada una de las piezas que integran esta primera obra de Guillermo Agdamus, escucharemos resonar palabras de filósofos y escritores, repensadas por otros, citadas en prólogos y críticas, recuperadas entre papeles cuya presencia depende del azar. Biografías, la Grecia antigua, traducciones dudosas, el silencio de las hemerotecas, la soledad del lector.

Con la modestia precisa, Agdamus comparte lo que probablemente alguna vez hayan sido notas al margen y ahora, al poblar estas páginas, si bien pueden parecer independientes unas de otras, no son otra cosa que ideas enlazadas en torno a una misma afición: la lectura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2022
ISBN9789878924151
Omóplatos de buey: Asuntos literarios

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    Omóplatos de buey - Guillermo Agdamus

    Enojos temperamentales

    La noche de fin de año de 2012, en medio de la turbulencia de los fuegos artificiales y, si mis recuerdos no me engañan, parado frente a la ventana de mi departamento del Once, tuve un propósito que me pareció digno de ser celebrado. Consistía en permanecer todo el año lejos de las maquinitas y la ruleta electrónica del hipódromo de Palermo.

    La cosa no duró. En el carnaval siguiente, ya estaba Luchi esperándome en la entrada de Avenida del Libertador, con los brazos abiertos, dejando oír su voz ronca de fumador.

    Maldito seas, Palermo, / me tenés seco y enfermo, / mal vestido y sin morfar.

    —Hoy es mi noche —dije—. Vine con plata.

    —Buena, máster —se alegró Luchi.

    Si bien nos conocíamos de antes, desde la época de juventud en Villa Devoto, recién habíamos vuelto a encontrarnos el uno con el otro tras habernos visto tantas veces en la poderosa mole que supo ser el antiguo hipódromo de Palermo y que, entre nosotros, llamábamos El Hacherísimo, siguiendo un código similar al de los burreros de antaño, que lo llamaban el Hache Nacional, durante el auge del turf.

    Aquel viernes, feriado de carnaval y fin de semana largo, yo había llenado el día durmiendo la siesta, había cantado unos tangos bajo la ducha mientras estaba afeitándome. Había hecho todo eso, además, ligado a la tranquilidad de haber sacado en la semana un préstamo bancario previendo una noche auspiciosa, por lo que llevaba encima una buena cantidad de dinero para apostar fuerte, sin angustiarme pensando de dónde iba a sacar más para seguir jugando.

    El hipódromo estaba repleto como cada viernes. Los apostadores pululaban por el laberinto de maquinitas. Con Luchi no tuvimos problema para esquivar a la gente, a los supervisores vestidos de traje gris y a las muchachas de blazer rojo que parecían imponer respeto cada vez que hacían tintinear en el bolsillo un manojo de llaves con el que abrían las maquinitas ante algún desperfecto.

    Subimos por la escalera mecánica hacia el área reservada para fumadores. Luchi se instaló en su máquina favorita. Sacó de su billetera unos cuantos billetes de cien y los fue metiendo por la ranura.

    —Hoy la reviento, máster. La destrozo.

    —Yo me voy a la ruleta —dije.

    —Pará, quedate un rato. Vas a ver que la reviento.

    Dio un golpe a su paquete de cigarrillos para sacar uno y me lo pasó. Lo rechacé con un gesto.

    —Dame fuego —pidió Luchi con el cigarrillo en la boca.

    Le pasé el encendedor y Luchi lo prendió, se quedó con el encendedor en la mano izquierda y el cigarrillo en la boca, mientras con el índice de la mano derecha apretaba el botón de la maquinita. Lo hizo varias veces seguidas.

    —Vas a ver. La destrozo.

    —Dame el encendedor.

    —Ah, sí, tomá.

    —Chau, me voy a la rula.

    Por fin pasé de largo el bullicio de las maquinitas y subí por otra escalera mecánica rumbo al salón de ruletas electrónicas. Se trataba de un salón compuesto por seis mesas largas que imitaban el paño verde original, con el cilindro en el centro de cada mesa y los jugadores sentados en sillas alrededor, cada uno pulsando las apuestas en su pantalla individual, hasta que la voz femenina de la máquina electrónica anunciaba no va más y comenzaba el procedimiento igual que en torno a las mesas de paño verde.

    Llegué a la mesa que me gustaba en el momento en que el tipo sentado en la silla que me gustaba, en un extremo de la segunda mesa, se levantaba y dejaba libre el lugar. Me senté, puse unos cuantos billetes de cien, prendí un cigarrillo y empecé a jugar.

    Fue un tiempo elástico en el que no quise más nada, salvo fumar y apostar. El pálpito me caía de golpe y coronaba un número que salía, con esa manera peculiar que tienen de presentarse a la mente ciertos presagios. Sentía los aciertos por acto reflejo. Bastaba que un par de estas visiones anticipadas se hubieran cumplido para posicionarme en un plano superior con respecto a las personas que rodeaban la mesa de juego.

    Tan favorable aparecía la buena suerte que, si era intranquilizado por el pensamiento de perderlo todo, lo desalojaba rápidamente, prescindiendo de signos desfavorables y considerando que yo sería lo bastante astuto para calibrar la situación y retirarme a tiempo.

    Pocas jugadas después, aquel aire engañoso se disipó. Y cuando Luchi apareció para preguntar cómo me estaba yendo, me encontraba muy en desventaja. Perdía por todos lados, sin ningún tipo de disciplina, de la forma en que, entre nosotros, llamábamos La gran Luchi, porque Luchi era propenso a manejarse por impulsos, creyendo que debía seguirlos.

    —Es terrible esa máquina —dijo Luchi—. ¿Podés prestarme algo? Si gano, te lo traigo ahora.

    De mala gana, saqué unos billetes y se los di.

    —Es todo, no me queda más —mentí con descaro.

    Luchi guardó el dinero en la billetera y se escabulló hacia el sector de maquinitas.

    Prendí otro cigarrillo. Una bocanada de humo me hizo arder los ojos y tuve el pensamiento de que durante los próximos tiros prevalecerían los números que yo no habría jugado. Enseguida el presentimiento se convirtió en certidumbre.

    —No pego una —era mi rezongo en voz baja.

    Los tiros a favor cesaron por completo junto con los pocos billetes que me quedaban. Me levanté de la mesa y bajé del sector ruletas en dirección a la zona de maquinitas. Tenía la intención de encontrar a Luchi ganando para que me devolviera la plata.

    Estaba parado detrás de un hombre corpulento y sudoroso que había ocupado su lugar en la maquinita. Los dos fumaban y hablaban de combinaciones relativas a los tiros ya pasados o a punto de producirse.

    —Pero mirá vos, faltó un wild —exclamó Luchi.

    En el momento en que me vio parado a su lado, me convidó un cigarrillo. Lo rechacé moviendo la cabeza.

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