El golpe
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"He leído con entusiasmo El golpe porque es una novela que apasiona y desvela. La he leído como un lector común que es atrapado por la trama y las conductas singulares de sus personajes, y me decía a cada rato: "¡Qué buena! ¡Qué bien escrita!". Me prometen un golpe, el golpe, y a medida que avanza la historia lo espero con mayor interés. Nada me interesa más que ese golpe. ¿Hasta dónde llegan los delirios del Griego? ¿Qué función cumplen los animales robados y los hombres que viajan en ese disparatado avión? ¿Cómo van a hacerlo? Leo muchas novelas y El golpe es realmente muy buena, los lectores van a enamorarse de este relato" (Orlando van Bredam, Escritor, ensayista y docente argentino).
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El golpe - Alejandro Dellacaminá
Alejandro Dallacaminá
El golpe
Metrópolis LibrosNARRATIVAS
Dallacaminá, Alejandro
El golpe / Alejandro Dallacaminá. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2024.
Libro digital, EPUB (Narrativas)
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-631-6505-77-4
1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. 3. Novelas Policiales. I. Título.
CDD A860
© 2024, Alejandro Dallacaminá
Primera edición, mayo 2024
Dirección comercial
Sol Echegoyen
Dirección editorial
Julieta Mortati
Asistencia editorial
Eleonora Centelles
Coordinadora de ediciones
Jacqueline Golbert
Jefa de corrección
María Nochteff Avendaño
Corrección
Renata Prati y Patricia Jitric
Diseño y diagramación
Lara Melamet
Foto de cubierta
Mario Luna
Conversión a formato digital
Estudio eBook
Hecho el depósito que establece la ley 11.723.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.
Metrópolis LibrosEditorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina
info@pampublicaciones.com.ar
www.pampublicaciones.com.ar
Dios existe, pero no es Dios.
FERNANDO PESSOA
PRIMERA PARTE
Según el Griego
Al principio era un secreto, pero esta ciudad no se calla nunca. Hace apenas unos meses les conté a los muchachos la idea del golpe y recién, hace un instante, dando el paso necesario, acaba de entrar a mi negocio el amigo Cornelio con su mejor cara de póker para fingir la casualidad.
—Soy Cornelio —me dijo Cornelio estirando la mano, lo cual es un gesto bastante común de este y otros Cornelios cuando saludan.
Antes, en una pésima actuación, preguntó algunos precios al azar, siguió con el inagotable tema del clima y por último comentó no sé qué pavadas de un músico argentino que está de gira en el exterior. El Chelo lo estaba atendiendo y yo los miraba desde mi oficina en el monitor del circuito cerrado mientras pedaleaba en la bicicleta fija. Delante del espejo me sequé la transpiración de la cara que en el acto volvió a aparecer. Me sequé de vuelta y salí hasta el mostrador. Con la peor de mis camisetas toda chivada me quedé duro frente a mi amigo sin decir nada, disfrutando la incomodidad del silencio.
—El señor es el dueño —dijo el Chelo como para justificar mi mirada.
—Mucho gusto —respondió Cornelio. Y ahí fue cuando agregó—: Soy Cornelio —Y luego—: ¿Griego? ¿Sos vos?
¡Por Dios, qué berreta!
Hace algunos años Cornelio fue el mejor amigo que tuve, el que más me entendía, sin duda un chanta como yo. El tiempo nos alejó sin detenerse y, como una rata que camina por la alcantarilla con el hocico pegado a la mierda, Cornelio llegó hasta aquí olfateando mis planes.
—Así es. Pasan diez años, entrás a comprar un repuesto en cualquier negocio sucio y al otro lado del mostrador… estoy yo.
—Ni siquiera sabía que estabas en el rubro. Pensé que lo tuyo era la noche.
—Vamos, Cornelio…
En este tiempo sin vernos ni hablarnos los dos supimos qué era de la vida del otro. Poco después del robo al banco, Cornelio agarró su parte de la guita y viajó al interior, se escondió en un pueblo de Tucumán que no me acuerdo cómo se llama. Supongo que fue una estrategia para dedicarse a la vida sana: hay vicios que no se satisfacen en cualquier lado todos los días. Creo que compró campos para sembrar cañas de azúcar. ¡Azúcar, por Dios!
—En serio, Griego, no sabía que vendías heladeras y lavarropas. Lo bueno es que seguís con la línea blanca.
—Siempre tan ocurrente. ¿Y vos? ¿Te aburriste de la zafra?
—Che, es buen partido la caña: azúcar, papel, alcohol, jugo, miel.
—Entonces, ¿por qué volviste?
—No volví, todavía estoy allá. En las próximas elecciones me voy a candidatear para intendente de Monteros.
—¡Qué hijo de puta!
—No, Griego, cambié. Estoy comprometido con ese pueblo. La gente es diferente allá, de verdad quiero ayudarlos a progresar, a salir adelante. Soy un hombre nuevo… hasta me casé.
Cornelio casado, eso era de esperarse. Su debilidad siempre fue la soledad, por eso se tomaba el amor muy en serio, se enamoraba, les preguntaba a las minas: ¿querés ser mi novia?, paseaba de la mano por el centro, les compraba regalos, hacía todo lo que se debe hacer para convertirse en el candidato perfecto sin serlo. Más de una vez vi cómo le chorreaba la grasa del romanticismo.
Tal vez fue por eso que la noche me dejó en el papel del amante sin prejuicios, del hombre descartable, y no fueron pocas las mujeres de Cornelio que tuve en mi cama. Yo las llevaba a los mismos lugares a los que solía ir solo: al pool, a los asados con truco, a cuanto bolichón caliente conocía. Nunca me preocupé demasiado por ellas, la caballerosidad es un invento machista para limpiar conciencias, y yo, conciencia, nunca tuve.
Después de todos estos años, ahora que lo tengo enfrente con su carita de nuevo, solo puedo pensar en Mariana. Cornelio, para variar, estaba enamorado, se los veía felices incluso aquella noche del cumpleaños. Fue en un bar donde solíamos ir antes del golpe al banco a emborracharnos y pelearnos, aunque no siempre en ese orden. Yo estaba meando en el baño de mujeres cuando entró Mariana. Creo que me puteó y yo también dije algunas cosas de más. Habíamos tomado tanto. Ella tenía un jean color humo y su boca también sabor a humo. Fue uno de los mejores polvos de mi vida, sin embargo, nunca puedo recordar su cuerpo. Por culpa de ese juego de espejos del baño de mujeres solo me veo a mí mismo de espalda: mi camisa pasada de moda, mis pantalones a medio caer entre mis piernas tensas y el slip azul torcido, porque solo lo bajé de un lado, y una de mis nalgas quedó cubierta y la otra, desnuda, vibrando en cada embestida.
Dos semanas más tarde yo la quería a Mariana más que Cornelio, más que cualquiera. Estábamos a días del golpe más grande de nuestras vidas y nos desconfiábamos como chicos, éramos chicos.
No voy a negar que las mujeres de Cornelio siempre me excitaron, que hacía todo lo posible para que me dieran bola aunque solo fuera quince minutos en una vereda donde ya amanecía. Era la forma de sacar de adentro al animal que siempre quise ser. Así que cuando Cornelio dijo hasta me casé, algo dentro mío sonrió como un sabueso hambriento.
—¿Y qué te trae por aquí? ¿Tu esposa te mandó a comprar un multiprocesador?
—No. Me dijeron que mi amigo el Griego está haciendo planes a lo grande y me está dejando afuera.
—¡Ay, Cornelio! Cómo creés cada rumor barato que te venden.
—¿Es otro banco?
—Yo también cambié, estoy viejo para esas cosas.
—¿Alguna empresa? ¿Un museo?
—Viste que yo no soy mucho del arte.
—No me digas que vas por algo más grande. ¿Te vas a robar a Europa?
—¡Qué hijo de puta que sos!
—¡Epa! Parece que son ciertos los rumores que se dicen en Buenos Aires. Vas por todo.
—¡No me jodás!
—Dale, Griego, estoy acá porque quiero entrar, por qué más va a ser.
—Uh, qué pena, justo ayer cerramos las audiciones para inútiles.
—Escuchame, que te parió…
—¡Pará, pará, pará, Cornelio! Escuchame vos primero. Pensá bien lo que vas a decir porque ya no somos dos pendejos. ¡Acá y ahora: yo soy el jefe!
Cornelio respira hondo antes de hablar, eso me gusta. El Chelo hace rato que está nervioso y trata de manotear un chumbo, un martillo, cualquier cosa que le dé seguridad a su mano derecha.
—Lo que de verdad hice estos años —empieza a decir Cornelio sin apuro— fue armar una red en el exterior. Tengo gente de confianza en Europa, hombres y mujeres legales que llevan una vida desapercibida, hablan sus idiomas, comen sus comidas, mandan a sus hijos a sus escuelas, algunos hasta votan, como el orto, pero votan. Creéme, Griego, tengo gente que conoce Europa como vos Argentina y están dispuestos a todo.
—Bueno, veo que no perdiste tu tiempo.
—Y además me dedico a la caña de azúcar y a la corrupción tucumana. Ah, y me casé.
Según Cornelio
Treinta y uno. Treinta y dos. Treinta y tres. ¡Qué número de mierda! Hay treinta y tres cuadras desde el negocio hediondo del Griego hasta mi casa. Para peor mi cochera queda en el tercer subsuelo y es la número 13, lo dice en un letrero grande y redondo. Como un gualicho me persigue ese número tan primo y tan impar.
En el ascensor aprieto el 25 que no es mucho mejor. La gallina es un animal cagón, lo único que sabe hacer es comer y cagar, y asustarse de todo y de nada, su vida sería una porquería si no fuera por el huevo. Cómo me harta ese dilema de frases hechas: sin el huevo la gallina no existe. ¡Sin huevos no hay nada!
La ciudad se achica mientras subo: los porteños se vuelven gallinas y luego hormigas y luego nada. El Puente de la Mujer se vuelve un escarbadientes sobre un charco y el Río de la Plata… el río se vuelve… En realidad nunca fue gran cosa este río. Tiene tres letras pero nunca va a llegar a ser mar.
Cuando se abre el ascensor escucho las rimas forzadas de un reguetón a todo volumen que salen de mi casa. Entro y me dejo llevar por los dibujos que el parqué hace en el piso, sigo las rectas hasta el dormitorio y, antes de que las maderas se pierdan bajo el zócalo, aparecen un par de botas negras, altas, brillosas, con un cierre que se acaba de cerrar.
—¿Cómo te fue?
—Te dije mil veces que abrás la ventana para fumar. Y esa porquería está muy fuerte.
Botas arriba veo los muslos tensos de mi mujer, el vestido que apenas le tapa el culo y se le pega al cuerpo como otra piel. Ya en la espalda, el vestido se abre en una gran U y deja al aire los triángulos de sus omóplatos, las alas inmaduras de mi esposa.
—Entra demasiado viento —me contesta sin darse vuelta, pero espiándome en el reflejo del vidrio con la benemérita Ciudad Autónoma de Buenos Aires de fondo.
—La primera vez que vine a Buenos Aires dormí ahí, en la Plaza Roma —le digo estirando el índice—. No se la ve por culpa de los edificios y porque está hecha mierda, pero está por ahí, a la vuelta del Luna Park.
—¡Mirá cuánta casualidad!
—Casualidad mis pelotas, todo se da por algo.
—Ah, ¿sí?
—Sí, fue un viaje revelador, vinimos a curtirnos, no queríamos ser más los matacos del norte y eso fue lo que hicimos: curtirnos. —Apoyo las manos en sus hombros antes de agregar—: En una semana el Bajo era nuestro.
—Escuchame, dueño del Bajo. —Recién ahí Paloma se da vuelta: está preciosa, maquillada apenas con delineador, tiene la sien afeitada del lado derecho y el resto de su pelo parece peinado por el viento que entró a través de una ventana cerrada. Su culo, sus ojos apenas delineados y su pelo revuelto me gustaron desde la primera vez que la vi, y eso fue solo el principio, porque después descubrí que esa mujer tenía muchos más encantos. Ella es un enigma que se revela de a poco: yo la voy conociendo dando pasos, como quien camina una ciudad y, como en cualquier ciudad, fui haciéndome el hábito de tomar ciertas calles, de elegir siempre la misma vereda del sol que me lleva siempre por las mismas plazas, por eso, el resto del mapa, aunque esté a dos pasos de distancia, desaparece, se oculta sin dejar de existir. Así es Paloma—. ¿Yo tenía razón?
—Sí. Tenías razón.
—¿Ya estamos adentro?
—Es cuestión de días. El Griego me va a recibir con alfombra roja.
—Genial —me dice Paloma y me da un beso con sabor a humo pegando su cuerpo contra el mío. Hace todo a la vez: me muerde el labio inferior, lo estira como un chicle Bazooka mientras sonríe, mientras dice Genial, mientras ata más cabos sueltos en el aire encerrado de un piso 25 al ritmo del reguetón. Y agrega—: ¿Cómo encontraste a tu amigo?
—Sigue siendo el mismo boludo de siempre, solo que más viejo y más torpe y más ambicioso.
—Ah, no sabía que tenías un hermano mellizo.
—Qué graciosa: yo al menos no estoy loco. Conozco mis límites y sé laburar en equipo. Él está más egoísta que nunca, más fanfarrón que la mierda. Es de esa gente que tiene baja autoestima y se le pudre la mente, ¿viste? Desde que yo lo dejé le importa más el circo que la guita.
—¿Y este golpe lo hace por la guita o por el circo?
—No lo sé todavía, para mí es puro chamuyo.
—Mucho mejor. Que él se preocupe de su fama y nosotros nos encargamos de lo importante.
—Yo tengo mis motivos también.
—¿Motivos personales de esa parte de tu vida que yo no puedo conocer?
—No, no empecés. Son motivos espirituales que nunca querés entender.
—Ah. ¿La Virgen María y toda esa historia?
Mi vieja no tuvo nada que ver: mi bautismo lo decidió mi abuela, lo cual incluyó mi nombre, y mi internación la decidió mi abuelo que no era mi abuelo, lo cual incluyó mi destino. La primera decisión que yo tomé en mi vida fue recién a los once años, cuando me harté de ver la imagen de Cristo en la cruz todos los días y me escapé sin saber que la ciudad también estaba llena de iglesias, de cruces, de sotanas blancas, marrones y negras. Dios estaba por todos lados y yo siempre fui un imán para los fanáticos. Mi vieja no tuvo nada que ver: ni siquiera sabía que yo estaba vivo. Pero yo estaba vivo y también muerto, según el día o la noche, según el hambre y el clima y la soledad. No se puede sobrevivir solo en una ciudad, ni siquiera en Salta. Por suerte me di cuenta a tiempo y el aguacero del verano me llevó bajo un puente donde me esperaban amontonados mis nuevos amigos. Ahí fue que aprendí a insultar y a callarme cuando no era mi turno, a aguantarme que me cagaran a piñas y me escupieran hasta que me aceptaron como uno más. Sin importar de dónde venía ni cómo me llamaba, yo siempre sería el Nuevo. Eran pocos los changos de mi edad, la mayoría eran viejos linyeras, chupines sin dientes preocupadísimos durante el día por conseguir un tetra para pasar la noche. Ellos me enseñaron a lustrar, a mendigar, a dar lástima en una esquina de la Plaza 9 de Julio frente a la Catedral. A robar no me enseñó nadie, aprendí solo, como pude, mi vieja no tuvo nada que ver: ella solo fue la gallina.
—Sí, la Virgen María y toda esa historia.
—Todos tenemos derecho a algunos secretos —me dice Paloma aplastando la colilla del cigarrillo en un cenicero de bronce y luego va perreando hasta el parlante y apaga también la música, si es que eso puede llamarse música—. ¿Conocés alguna disco que esté buena un miércoles a la noche?
—Comamos algo antes —le digo—, hay un lugar en Palermo que quiero que conozcás.
Desandamos el camino: el olor a humo y las maderas del parqué del piso 25, el ascensor desde donde se ve el Puente de la Mujer y el Río de la Plata. La Plaza Roma que no se deja ver. El tercer subsuelo. Mi auto estacionado delante del número 13.
Hechos
Antes de despedirse, el Griego y Cornelio recordaron anécdotas teñidas de exageración nombrándose con apodos viejos que nadie dijo antes. El Chelo oyó en silencio esas fábulas que quizá no sucedieron tan así pero ellos insistieron en afirmarlas con la complicidad de la risa, estallando en carcajadas ahogadas de tan profundas. Se recordaron de changuitos robando juntos por primera vez un supermercado y corriendo cuadras enteras sin mirar hacia atrás. Recordaron sus puños golpeando sobre la palma abierta para que un piedra, papel o tijera definiera quién cogía primero con la Tuti en las tardes que ponían fin