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Inmigrantes VI: Teherán, Nueva Delhi, Berlín, El Cairo, Auckland
Inmigrantes VI: Teherán, Nueva Delhi, Berlín, El Cairo, Auckland
Inmigrantes VI: Teherán, Nueva Delhi, Berlín, El Cairo, Auckland
Libro electrónico361 páginas5 horas

Inmigrantes VI: Teherán, Nueva Delhi, Berlín, El Cairo, Auckland

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Teherán, Nueva Delhi, Berlín, El Cairo y Auckland son las protagonistas de este nuevo título de la colección Inmigrantes. Aquí, las voces de escritores que, en un tono personal, relatan sus experiencias de viaje. La curiosidad, la empatía y el sentido del viaje interior y exterior llegan en esta sexta entrega por vía de cinco geografías diversas y muy ricas. Autores: Martín Sarmiento, Ricardo Vargas, Catalina Gómez, Diego Rubio y Carolina Gutiérrez. Coedición digital El Peregrino Ediciones – eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento16 feb 2020
ISBN9789588911373
Inmigrantes VI: Teherán, Nueva Delhi, Berlín, El Cairo, Auckland

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    Inmigrantes VI - Varios Autores

    Inmigrantes VIInmigrantes VI

    Inmigrantes VI

    * * * * * *

    © Martín Sarmiento, Ricardo Vargas, Catalina Gómez, Diego Rubio, Carolina Gutiérrez

    © 2016, El Peregrino Ediciones

    © 2021, de la edición electrónica:

    El Peregrino Ediciones, eLibros Editorial

    El Peregrino Ediciones

    Bogotá, Colombia

    www.elpregrinoediciones.com

    eLibros Editorial

    Carrera 49A 100-41, int. 3. apto. 301

    Bogotá, Colombia

    Tel. (571) 221 0715

    www.elibros.com.co

    info@elibros.com.co

    ISBN 978-958-8911-37-3 (epub)

    Concepto editorial y edición:

    Álvaro Robledo Cadavid

    alvaro@elperegrinoediciones.com

    Juan David Correa

    juandavid@elperegrinoediciones.com

    Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra

    sin permiso expreso de los editores.

    Hecho en Colombia - Made in Colombia

    ÍNDICE

    Berlín

    Pobre pero sexy

    Martín Sarmiento

    Cairo

    La madre del mundo

    Ricardo Vargas

    Teherán

    Detrás de los muros

    Catalina Gómez

    Nueva Delhi

    En busca de Ganesha

    Diego Rubio

    Auckland

    El pueblo blanco de Oceanía

    Carolina Gutiérrez

    *

    Autores

    Títulos en coedición digital

    Berlín. Pobre pero sexy

    Pobre pero sexy…

    Martín Sarmiento

    Apoyé la cabeza en la ventanilla, cerré los ojos y apreté las manos contra los descansabrazos. Sentí un vacío como cuando me caigo de un precipicio en medio de ese maldito sueño que me ha acompañado desde niño y se repite cada tanto. Intenté tranquilizarme y abrí los ojos. Miré hacia abajo. Apenas si se notaban algunos pastizales y una que otra mancha color ladrillo de algún barrio construido a las malas y sin ninguna planificación. El resto eran techos plásticos. La verdad no pude reconocer bien cuáles eran invasiones y cuáles invernaderos de flores en los cuales cientos de mujeres y niñas destruyen sus manos con espinas y tierra por diez o doce horas diarias y sus pulmones gracias a los pesticidas baratos y malsanos que compran sus jefes para ahorrar hasta el máximo cualquier costo extra, mientras ellos viven arriba en los cerros nororientales para liberarse junto a sus esposas e hijos de la polución bogotana.

    La vista era fea: se notaba el subdesarrollo y pobreza desde allá arriba. Pero a pesar de esto y por primera vez en mucho tiempo sentí dolor de patria y una nostalgia gigante, al saber que sería la última vez que vería mi ciudad natal. A pesar de no ser nada bonita, era mía y guardaba hasta el último minuto de los veintipico de años que había vivido allí. A esa ciudad cuyo nombre ha cambiado varias veces, como si con eso lograran cambiar algo.

    Recosté la cabeza contra la ventanilla y suspiré mirando las nubes. Poco a poco se me cerraron los ojos. El cansancio y el guayabo de las últimas tres noches, llenas de despedidas, amigos, alcohol y cigarrillo, me estaban matando. Atrás quedaba mi ciudad. Chao Bogotá. Buena noche.

    ***

    Aún no habían abierto las puertas y ya me penetraba el aire helado todo el cuerpo mientras miraba a través de la ventanilla llena de escarcha. No se me quitaban las ganas de vomitar, sentía el mismo escalofrío, temblor y nauseas que me jodían cada dos o tres horas, desde hacía ya más de siete años. Pero esta vez era peor. El temor era mucho mayor. ¿A qué carajos le tenía miedo? En las casi once horas no había soltado mi morralito ni un segundo. ¿Qué me podía pasar?

    Mi vecino me miró. Apachurró los labios. Parecía una rana. Subió las cejas rítmicamente una y otra vez y suspiró expulsando el aire por la boca y llenándome de babas el buzo.

    —Suerte, mijo —me dijo—, que lo logres. Ni una palabra más ni una menos, solo eso. Al oír decírmelo sentí ganas de romperle la cara. ¿Y a este pedazo de cabrón qué le pasa?, pensé y puse el morral sobre los pies. Aunque aún no me había puesto el abrigo que me había prestado mi hermano ni la bufanda y el gorro de gnomo que había comprado en el Ley, el sudor frío en todo el cuerpo ya empezaba a oler maluco. Fresco chino, me dije, Usted está limpio y nada debe temer.

    En efecto, ni en el control de inmigración ni en el de aduana me dijeron nada especial. Solo revisaron mi pasaporte y me preguntaron dónde pensaba quedarme. Nada más. Ni mierda más. Nada de drogas o lavado de dinero. El oficial hasta me sonrió y deseó una buena estancia en la ciudad.

    Como sacado de la nada y como si no tuviera la insoportable sensación del vuelo aún en los huesos, exactamente cuarenta y cuatro minutos después de haber aterrizado, me encontraba frente a una puerta de vidrio que daba hacia la calle. Ábrete sésamo. Ante mí se deslizaban suavemente dos cristales de una puerta automática como haciéndome una venia. De esas que le hacen a uno los meseros en Usaquén cuando uno entra a un restaurante de caché, como diría mi viejita.

    Un aire similar al de una nevera de supermercado de productos congelados me saludó. Pero era un aire único: kalt und rein, helado y limpio. Hice un par de anillos con el vaho. Al respirarlo por segunda vez sentí un clic en mi cabeza. En ese instante caí en cuenta de que había dejado casi todo atrás. Aparte del morral Totto que me había regalado mi mami y mi maleta de lona llena de arequipe, tumes y achiras y un par de trapos para invierno, no me quedaba nada más. Y ese atrás a más de 11.000 kilómetros se llamaba familia, hogar, Heimat, patria. Se llamaba mamá hecha trizas por ese monstruo sin vacuna que la carcomía día a día, o hermanos a quienes siempre odié y que de repente comenzaba a querer y recordar más y más. O se llamaba sencillamente amigos de infancia y de una de las tres universidades en las que habían intentado estudiar y de las cuales me había echado por vago o por tener el pelo largo (ya ni sé).

    Sí, dejaba mis primeros veintipico de años atrás, y con ellos a mi Bogotá. Por lo menos por otros veintialgo de años.

    Este aire era totalmente diferente. Nunca antes había respirado algo así. Y desde ese día y cada vez que llego a este lugar, así sea en invierno o en otra estación, reconozco a ciegas a dónde he llegado: a mi segunda patria. In Berlin. Ese Berlín único, ese Berlín que enamora, ese Berlín que me acabó de joder los nervios y me hizo caer en una depresión que casi me lleva a otros lugares lejanos. Esa Berlín que aprendí a querer y a la que sueño regresar pronto y quizás por largo tiempo. Berlín. Deutschlands Hauptstadt, Capital de Alemania. Mi capital. La ciudad más apasionante de Europa.

    ***

    ¿Dónde estaba Milena? Ella venía a recogerme. ¿Y qué hacían Haydee y Jorge aquí?

    Después de abrazarlos les pregunté por ella.

    —Hablamos de eso más tarde mijito, me dijo Haydee.

    Jorge me echó el brazo por encima y con la mano derecha me puso la cara sobre el hombro.

    —Vámonos más bien Martín.

    Me sonrojé y miré hacia el frente aún buscándola. Ni rastros de ella…

    Frente a mis ojos había una fila de veinte o treinta Mercedes Benz color crema. Taxis Mercedes Benz. ¡Qué rumba! Haydee y Jorge soltaron una carcajada.

    —No creerá mijo que lo vamos a llevar en taxi, ¿cierto?

    Me puse aún más colorado y bajé la mirada. Pasamos por frente de la hermosa fila de taxis y arrastrando mi maleta llegamos a la estación de buses. El número 109, dirección Estación Central Zoologischer Garten. La más de media hora que duró el viaje me la pasé admirando los edificios de apartamentos antiguos e imponentes y los almacenes; restaurantes y pequeños quioscos de comida que aunque aparecían constantemente en el camino, no afectaban la armonía visual de una ciudad que había sido destruida y reconstruida y aparecía ante mis ojos como algo majestuoso: una ciudad planificada, algo que mi ciudad natal nunca ha tenido, y creo, nunca llegará a tener.

    ***

    No recuerdo a qué hora caí de narices encima de esa mesa pegachenta llena de limón y sal. Solo recuerdo que mis amigos, quienes amablemente me habían recogido en el aeropuerto, querían y, según sus propias palabras, "tenían que mostrarme su salsoteca preferida", antes de llevarme a su apartamento a dormir. La Salsa. Máximo cinco minutos, me prometieron. Aunque apenas si podía mantener los ojos abiertos, acepté la invitación. El par de minutos en ese hueco húmedo y un tris apestoso pero de excelente música se convirtieron en unas tres o cuatro horas, más de botella y media de tequila y, creo, cinco jarras de cerveza.

    Al despertar solo quería vomitar y llorar. No solo de la resaca, sino de guayabo moral al caer en cuenta dónde estaba y dónde ya no estaba más… Sentía el corazón apachurrado al no tener idea dónde me encontraba. ¿Contradictorio? Así lo pensé también. Y hasta el día de hoy lo sigo pensando.

    Paredes altísimas, sin estuco, apenas encementadas y pintadas con cal. La cama, la mesita de noche, lámparas, armario. Todo era viejo. En aquella época ya era difícil diferenciar entre querer ser hipster y comprar vejestorios de adrede y tener que comprarlos por el sencillo hecho de estar jodido económicamente.

    Me levanté dando tumbos y me senté en el marco de mármol de la ventana de la habitación. Esta daba hacia un patio. La piel se me puso de gallina, una mezcla de miedo y frío por el helado mármol sobre mis glúteos y el que se colaba por las grietas de la madera carcomida de las ventanas. Por las mismas grietas se colaba una algarabía de niños jugando balón en el patio.

    No distinguí si la opacidad de la luz correspondía al amanecer o al atardecer. Estaba solo en el apartamento y solo había un reloj de pared. Eran las seis y veinticinco. ¿De la mañana o de la tarde? Abrí la ventana. Y tuve que abrir una segunda. Ventanas dobles como aislamiento contra el frío. Sonreí recordando las ventanas de mi casa, con sus vidrios delgados pegados al marco de hierro con neme o cola. Mannomann, que frío tan cabrón. Y qué bulla la de esos niños. Apenas si logré asomar la cabeza y mirar hacia abajo para comprobar que me encontraba en un tercer piso. Divisé además tres o cuatros señoras con pañoletas que asomaban desde otros apartamentos y gritaban algo a las criaturas que lloraban y gritaban mientras pateaban el balón abajo en el patio. Un vocablo se repetía una y otra vez: ¡Anne! Lo único que sabía en ese momento era que eso que estaban gritando no era alemán. Cerré las ventanas y me devolví al sofá donde había medio curado la borrachera.

    Encendí el televisor. Noticias. Imágenes de Colombia. Ya las había visto dos semanas atrás. No entendí por qué las mostraban aún. Bueno, aún siguen hablando del Chapo después de más de dos meses de haberlo agarrado, ¿por qué no de Pablo Escobar, el duro de aquella época?

    Al ver las imágenes llegué a sentir algo de orgullo y hasta me hubiera gustado estar en el bar de la noche anterior para chicanear diciendo que el criminal de bigote echado sobre ese tejado había sido mi compatriota. ¿Sentirse orgulloso de ser compatriota de un pisco de estos? ¿Falta de patriotismo? ¿Estupidez? ¿Guayabo? ¿Inmadurez? Quizá todo junto.

    Mi primer día casi echado a la basura. Y yo aún hecho trizas por la resaca. Me partía del hambre. Y en la neverita de mi conocido solo escarcha, como en la calle. ¿A propósito de este loco, dónde carajos andaba? Trabajando o aún chupando trago. Ni modos de saberlo, eran las cinco y treinta de la noche o de la mañana, aún no lo sabía, afuera seguía oscuro.

    Encima de la mesa de la cocina encontré un sobre con una llave. Okidokis, ¡vámonos!, pensé. Tenía que salir a comer alguna cosa. Salí y eché dos vueltas a la cerradura y metí las llaves en el morral. Bajé saltando de dos en dos los escalones de la escalera de madera vieja y mohosa del edificio y pasé por el lado de los peladitos, quizás árabes o turcos, que seguían jugando y gritando hacia las ventanas de diferentes apartamentos la palabra "Anne… ¡Ay Dios!, ¿cuánto hubiera dado por estar en ese momento al lado de mi Anne" y comerme un cuchuco con espinazo, de esos que nos hacía casi todos los domingos. Cuánto la extrañaba…

    Después de atravesar tres patios internos que conectaban a los edificios de apartamentos llenos de bicicletas parqueadas alrededor de estos, me encontré afuera del edificio que da a la calle sobre un andén adoquinado ancho, tres o cuatro veces más ancho que un andén de barrio bogotano. Había carros parqueados en ambos lados de la calle y el tráfico fluía en ambas direcciones sin problema alguno. ¡Qué calle! Frondosos árboles en ambos costados y en el separador, asfalto en perfectas condiciones. Die Otto-Suhr-Alle, la Avenida Otto-Suhr, como me vine a enterar días después. De alguna manera se asemejaba a la calle 57 abajo de la Caracas. Quizá por los árboles. Pero gigante y en excelentes condiciones.

    ¿Para dónde agarro?, me pregunté. ¿Dónde es norte u occidente? No había ni una montaña para orientarme. Sentí miedo de perderme. Como era de esperar de mí, había dejado el papelito con los números telefónicos del apartamento y del trabajo de mi conocido. El estómago me crujía.

    Decidí irme en una sola dirección. Si no encontraba una tienda donde comprar algo de comer o si me perdía, solo debía devolverme derechito.

    En cada esquina había unos avisos rectangulares con los nombres de las respectivas calles que se cruzaban. Y cada casa tenía un número. Pero no como aquí. Solo un maldito número. Arrancando desde el uno, pasando por el dos y así consecutivamente. No había ninguna indicación de si la calle por la que iba era una calle o una carrera como acostumbramos en Colombia. Tiempo después conocí el famoso mapa "Falk-Plan" que tiene todas las calles con números e indicaciones, el cual era usado por absolutamente todos los alemanes para guiarse en la ciudad.

    La gente en las calles: muy diferente a la que conocía antes de llegar a esta ciudad. La mayoría grandes, pasaban los 1,90 metros sin problemas. Hoy en día la diferencia es mucho menor, la mezcla entre razas se nota muchísimo más y la sociedad se ha vuelto más heterogénea. En ese entonces se veía casi solo gente rubia y grande. Todos envueltos en capas de ropa (camisilla, camiseta, camisa, buzo, chaqueta, gabán) como cebollas cabezonas para poder lidiar con el helado invierno en las calles y el bochorno en las estaciones de metro y buses climatizados.

    En general existía un orden implícito que no lograba captar bien pero hacía ver todas las cosas ordenadas: las calles, la muchedumbre que caminaba en todas las direcciones, los autos que atravesaban los cruces rápidamente y hasta los perros con sus ancianos amos. Todos andaban estresados, pero era un estrés que me tranquilizaba. Después de unos días entendí lo que algunos amigos intentaban explicarme: la diferencia entre el estrés alemán y el bogotano agobiante y lleno de caos. Para mí era como estar un domingo caminando por los lados del Parque Nacional o el Mercedes Sierra.

    No solo las calles me gustaron. Los almacenes se veían muy bien decorados. Una papelería o una tienda de barrio, todo tenía un orden y una lógica que agradaba a la vista y me obligaba, a pesar del hambre que sentía, a parar a observar los ventanales que mostraban los productos que tenían a la venta cada uno de ellos.

    Giré la mirada a la esquina del otro lado de la calle: Burger King. Salvado. Mi dieta por muchas semanas.

    ***

    Pasaron seis semanas, yo no salía de mi segundo hogar, de La Salsa, la salsoteca a la que fui en mi primer día en este país. El dinero que me había dado mi mamá y el que conseguí por la venta de mi carrito se derretía como mantequilla. Yo seguía de rumba. Ningún cambio con mi vida en Bogotá. Hasta ese nefasto día en que me quedé sin habitación. Mi amigo se mudaba para donde su novia y entregaba el apartamento a fin de mes. Y estábamos a fin de mes. Una habitación por menos de 250 marcos era imposible de conseguir. Al contar mis ahorros (irónica expresión, esa de ahorros) me di cuenta que apenas me quedaban 130 marcos… solo 130 marquitos. Ninguno de los latinos con los que había pasado noches y noches de farra me pudo ayudar. No querían o no podían. Ya qué, daba igual. Y las jamonas rubias con la que había pasado largas maratones salseras me hicieron también el feo. Me quedé solo con el asunto.

    Me senté en la barra y pedí un tequila y un vaso de agua de grifo. Un peruano de melena azabache echaba paso en la pista de baile con una cuarentona algo ajetreada, quizás por años de largas noches de farra, cigarrillo y alcohol. Me quedé observando la escena: pequeños barriles latinoamericanos de cabello liso y largo o corto y crespo bailaban (los colombianos, venezolanos y otros procedentes de países caribeños con ganas y ritmo; los chilenos, peruanos y muchos de más al sur de nuestra América del Sur con ganas y nada más) y daban volantines a mujeres grandes y acuerpadas de cabellos claros y canosos. Parecía una danza al amor y a la esperanza: todos soñando, las unas con un hogar y con hijos y los otros con una visa. Me mandé el tequila y boté el aire con fuerza por la boca. Hora de partir y buscar algo más aparte de esta vida que estaba llevando: trabajar y estudiar, lo primero por primera vez en la vida, lo segundo por cuarta vez, pero esta vez, en serio y con ganas.

    Alguien me había comentado que por los lados de la avenida principal de Berlín del Oeste, a la altura de una iglesia que estaba rota o algo así, había un grupo de extranjeros que vendían artesanías, muchos de ellos latinos. Quién quita que tuviera suerte y alguien me diera una mano, pensé. Por primera vez en muchas semanas me levanté temprano y a eso de las 8:30 am estaba sentado en un puesto largo y trasversal de un vagón amarillo de la línea de metro U1: la línea más famosa del metro berlinés. La U1 atravesaba la ciudad de extremo a extremo. Yo viajaba en dirección Ruhleben. El metro andaba como un gusano largo y hermoso, dejando atrás la oscuridad y mostrando una luz brillante que anunciaba la llegada de la primavera. Por primera vez veía la ciudad desde arriba. Casi por cuatro o cinco estaciones, hasta llegar a Nollendorfplatz. Cada vez me gustaba más mi nueva ciudad, ya hasta me sentía un poquitín berlinés, en un metro acompañado solamente de mi mapa plegable, el Falk-Plan y viajando sin estar perdido. Sin gran idea del idioma pero con algo de cariño por esta ciudad. Un lugar que hasta el momento no me había tratado mal, ni por tener un aspecto diferente al prototipo alemán, ni por tener pelo largo y aretes. Recordé por un momento a mi profesor de Digitales 2 en la Santo Tomás de Aquino en Bogotá. Maldito cerdo acomplejado.

    Cuando el metro volvió a entrar en un túnel y por uno o dos segundos quedamos en absoluta oscuridad hasta que la luz interna automática del vagón se encendió, sentí un poco de escalofrío. Por un instante recordé los meses pasados oscuros y fríos, acompañados de alcohol, vagabundería y ante todo de soledad. Suspiré, me puse de pie y me agarré fuerte de la barra cerca de una de las puertas de salida. Un chirrido de rieles viejos me destempló los dientes. Las puertas se abrieron. El metro había arribado a Wittenbergplatz, en medio del centro de West Berlin, el verdadero Berlín democrático, el Berlín del Oeste.

    Subí los dos escaleras eléctricas que me separaban de la superficie y me encontré de frente con el paraíso Gourmet más grande de Europa: El KdW, das Kaufhaus der Welt, La Casa Comercial del Mundo. En ese instante no me impresionó casi, fue como haber visto un Falabella. Yo estaba de prisa, de afán, apurado, con hambre, no solo física sino de trabajo. Necesitaba urgentemente un trabajito, así fuera haciendo cadenas de perlitas plásticas u otra pendejada de madera o piedras falsas. Por primera vez en mi vida quería mover el trasero. Era una mezcla entre necesidad, orgullo e independencia. Ahora sí y por primera vez en mi vida estaba realmente solo. Al otro lado del globo. A miles de kilómetros de mi fea pero recordada Bogotá. Qué ansias que sentí de que la tierra se abriera, me tragara y me volviera a escupir al otro lado, en mi barrio, en la frutería de mi mamá. Para salir, abrazarla y arrodillarme y quedarme agarrado bien fuerte de su cintura y no soltarme nunca jamás. Pucha, sí que estaba asustado.

    Al voltear la mirada me topé de frente con la hermosa y en parte destruida Gedächtniskirche, La Iglesia del Recuerdo. La cúpula está rota por un bombazo que le metieron los aliados en la Segunda Guerra Mundial. La dejaron así para que a estos monos les quedara el holocausto realmente en la memoria y no lo olvidaran nunca, nunca, nunca.

    Exactamente debajo de esta iglesia, en las escalas que conducen a su entrada principal sobre la Avenida Kurfürstendamm había decenas de extranjeros y uno que otro rubio alternativo. Todos con tableros amarrados a la cintura y al cuello o con una o dos sábanas botadas sobre los escalones, llenos de artesanías típicas latinoamericanas, asiáticas o africanas, todas hechas a mano (de máquina) e importadas de Neukölln, un barrio cerca de la frontera con Ost-Berlin, Berlín del Este. Todos estos detalles me los contó mi nuevo jefe César después de echarnos diez o más cervezas. César era un caleño de contextura compacta como la mía, melena azabache como la de su sales partner alias Atahualpa y con una sonrisa de este a oeste y una energía y luz tan claras como las del sol de mi primera primavera berlinesa.

    Y así fue como lo conocí: estuve más de media hora sentado cerquita a ellos dos escuchando la cháchara que echaban. Nada especial. Que qué buen culito, que este cliente tenía cara de pelotudo, que a este otro no sería fácil tumbarlo, que qué veterana tan fea y así sucesivamente, un típico small talk entre comerciantes al detal. Y gracias a que a comienzos de los noventas el idioma español era aún exótico y el nuestro, el latinoamericano, lleno de diminutivos y hablado entre dientes, era casi imposible de entender para los alemanes. Así que los susodichos hablaban lo que quisieran y nadie se daba por enterado.

    —¡Buenas!, dije. Ambos se voltearon y dejaron por un instante de comer su almuerzo, un Döner Kebap envuelto en papel aluminio. César me saludó dejando ver restos de pan, repollo rojo y blanco y carne desmechada en sus dientes.

    —¿Y vos qué pelao, qué hacés por acá? Se te ve lo nuevo, me respondió.

    El peruano apenas levantó la cabeza y le siguió echando muela al sánduche turco. Yo sonreí y me acerque a César. Algo me hizo sentir como si lo conociera. El acento, la forma de moverse, realmente no sé. Me sentí como con un amigo mayor y de vieja data, sentí resguardo. La sangre y la tierra tira, pensé.

    Tres horas y diez cervezas después, me tenía abrazado y me juraba que a partir del otro día podría vender artesanías con su tablero de repuesto. 75/25. Yo apenas sí entendía lo que me decía, el volumen de la música en La Salsa apenas si nos dejaba conversar. ¿Setenta y cinco, veinticinco? ¡Ah, qué carajos, él sabrá lo que dice, importante trabajar en algo y hacerme unos marcos!, pensé y chupé el pedazo de limón, lamí la sal de la mano, apachurré los ojos y levanté la copa. ¡Salud, caballeros! Ya iba en el cuarto tequila de la noche. Y todo gratis. Poco después comenzó a salir el sol. En Bogotá hubiera aguantado por lo menos una hora y media más. Pero esta pendejada de amanecer a las cuatro y media me tenía el reloj biológico más que descuadrado. Es que después de vivir tantos años en un lugar de doce horas de claridad e igual número de horas de oscuridad, es jodido entender que moviendo el reloj una hora un sábado cualquiera en una noche de abril empezarán a ser los días largos y las noches cortas. Y cada día que pasa serán más cortas las noches y casi interminables los días. Cosa jodida de entender para un rolo.

    Sonó el despertador. Aunque el guayabo me estaba despedazando el cuerpo me levanté a las siete de la mañana, me duché con agua helada y salí en busca de mi primer empleo. En el metro intenté dormir un poco pero con la cantidad de mendigos vendiendo periódicos sobre mendigos, cantantes sin la más perra idea de cantar y el ruido producido por los vagones viejos y descuadrados rechinando sobre los rieles, no me dejaron pegar el ojo ni dos minutos.

    Efectivamente a las nueve en punto estaba César sentado en las escaleras de la Iglesia del Recuerdo, con dos tableros plegables llenos de cadenas, manillas, cruces, dijes y anillos. Al verlo quise devolverme. ¿Yo vendiendo artesanías? ¿¡Yo, Jesús!? ¿Hasta dónde he llegado? Las tripas me crujieron del hambre. ¡Sí, pendejo, usted, muévase más bien!, me dije. Suspiré, tragué saliva y escupí el aire de una sola bocanada. Me di la bendición y le llegué por la espalda y le di una palmadita en el hombro.

    —¿Entonces, viejo César? ¿Todo bien?

    Se volteó y apretando el puño me clavó un gato en el brazo. Estos hps colombianos no cambian nunca, pensé, mientras me sobaba el bracito.

    —Bien pelao, esperándolo. De un salto se incorporó y me señaló los tableros. —El rojo es para usted, ¿okay?

    —¡Uy, qué chimba papá!, le dije. Por dentro sentía morirme, en especial cuando César abrió el tablero y me puso la correa por el cuello para luego apoyar el tablero sobre mi panza. Al verme reflejado en las gafas de sol de César se me vino a la cabeza la Autopista Norte en Bogotá un sábado a las once de la mañana, llena de vendedores ambulantes con sus tableritos llenos de cigarrillos, bolsitas de maní caramelizado, chicles y frunas, y una que otra botella de agua amarradas con pita y colgadas del tablero. Ya qué carajos, pa’ la que sea, pensé.

    —Mire chino, esta es la lista de precios, me explicaba mi jefe mientras me mostraba un cuadernito cuadriculado lleno de garabatos y números. Según la cara del pisco, usted le multiplica el precio por cuatro, tres o dos. Y en menos del doble de lo que aparece en la lista no lo vaya a vender ni por el chiras. Obviamente si son dos turistitas rubias con español trabado y con ganas de rumbear, me llama y yo cuadro.

    —Listo César. Eso fue todo lo que dije. Apenas lograba imaginarme cómo me veía con mi tablero…

    —Ah, y entonces como acordamos anoche: 75/25.

    —¿Eh?

    —75% para mí y 25% para usted. Así que a vender a buenos precios. Soltó una carcajada, agarró su tablero y se ubicó a prudente distancia para no hacernos competencia.

    ¿¡Cómo!? ¿25%? Perro ladrón. Pero ya ni modos. A la de Dios. Ya vería cómo lo vacunaba, pensé.

    Al comienzo fue algo realmente frustrante. Sentía que todo mundo se reía de mí. Pero la realidad alemana me enseñó muy rápido que no tenía que preocuparme por el qué dirán. En esta ciudad puedes salir empeloto y a nadie le va a importar un pepino. Suena exagerado pero es así. Al berlinés le importa su cuento y nada más. Hoy en día han cambiado un poco las cosas, quizás por el hecho de que uno de cada tres ciudadanos es extranjero o es hijo de extranjero y una que otra costumbre se les ha pegado a los nativos.

    Fue así como mi comienzo como artesano fueron realmente dos comienzos: uno, que pasó rápido y en el que yo le valía mierda al prójimo y me encantaba. Y un segundo que arrancó seguidito del primero, en el cual yo le importaba menos

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