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Inmigrantes V: Melbourne, Lincoln, Puebla, San Francisco, London
Inmigrantes V: Melbourne, Lincoln, Puebla, San Francisco, London
Inmigrantes V: Melbourne, Lincoln, Puebla, San Francisco, London
Libro electrónico334 páginas5 horas

Inmigrantes V: Melbourne, Lincoln, Puebla, San Francisco, London

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Aunque la globalización ha pretendido la caída de los puntos cardinales, estas historias demuestran que no hay nada como mirar lo local con curiosidad y emoción, para comprobar que la tierra no es plana como la pantalla de un computador. Los viajes incluidos en esta entrega que celebra cinco años de la colección Inmigrantes demuestran cuán particular puede ser la experiencia aun cuando creamos que el mundo cada vez es más uniforme. Melbourne, Lincoln, Puebla, San Francisco, London. Autores: Christopher Tibble, María Antonia García de la Torre, Paola Caballero Daza, Mauricio Montes y Andrea Cadelo. Coedición digital El Peregrino Ediciones – eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento10 sept 2020
ISBN9789588911397
Inmigrantes V: Melbourne, Lincoln, Puebla, San Francisco, London

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    Inmigrantes V - Varios Autores

    Inmigrantes V

    * * * * * *

    © Christopher Tibble, María Antonia García de la Torre, Paola Caballero Daza, Mauricio Montes, Andrea Cadelo

    © 2015, El Peregrino Ediciones

    © 2020, de la edición electrónica:

    El Peregrino Ediciones, eLibros Editorial

    Bogotá, Colombia

    www.elpregrinoediciones.com

    Carrera 49A 100-41, int. 3. apto. 301

    Bogotá, Colombia

    Tel. (571) 221 0715

    www.elibros.com.co

    info@elibros.com.co

    ISBN 978-958-8911-39-7 (epub)

    Concepto editorial y edición:

    Álvaro Robledo Cadavid

    alvaro@elperegrinoediciones.com

    Juan David Correa

    juandavid@elperegrinoediciones.com

    Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra

    sin permiso expreso de los editores.

    Hecho en Colombia - Made in Colombia

    ÍNDICE

    Melbourne

    Cuatro ensayos de hogar

    Christopher Tibble

    Lincoln

    Campos de pop corn

    María Antonia García de la Torre

    Puebla

    Voy y vengo

    Paola Caballero Daza

    San Francisco

    Desde la vergüenza

    Mauricio Montes

    London

    Genealogía

    Andrea Cadelo

    *

    Autores

    Títulos en coedición digital

    Cuatro ensayos

    de hogar

    Christopher Tibble

    Preludio

    Recién había cumplido 20 años cuando decidí viajar a Australia. Se trató de una decisión improvista, carente de planeación, tomada con base en un único criterio: la distancia. Bastaba con mirar un mapa. Un océano entero me separaría de mi fracaso universitario, un semestre de filosofía desperdiciado en la Universidad de los Andes, así como de una enmarañada dinámica familiar. De ese continente conocía apenas las palabras de mi hermana, quien había vivido en Sídney. Prefería, de todas formas, imaginar: perenne sol y una silueta de arena blanca. Un mapa inexplorado para trazar a mi antojo. Quería, entonces, reivindicar mi presencia en el mundo. Amoblar un cuarto, establecer una rutina. Estudiar cine y literatura, trabajar como escritor.

    El día de mi partida mi familia me acompañó al antiguo aeropuerto de Bogotá. Caía la noche. Mi mamá, enruanada, me frotaba la espalda. También se encontraba mi hermana, en segundo plano, y mi padrastro, borroso en la distancia. Maleta en mano, nos dirigimos entre los andamios y vallas de construcción hacia el terminal (poco después inaugurarían el nuevo aeropuerto). Me sentía nervioso, pero la inminente realidad del viaje aplacaba mi ansiedad. Después de dejar la maleta, nos fumamos un cigarrillo en silencio. Luego nos dirigimos a la sala de embarque. En tres años estaría de vuelta. Así trataba de calmar a mi mamá, quien sentía desazón. El síndrome del nido vacío, repetía. En un último gesto de cariño, con voz entrecortada y manos trémulas, me entregó una pastilla de seroquel, un fármaco antipsicótico atípico. Era del tamaño de una lenteja, su color un amarillo poroso. Nos dimos un abrazo. Nos miramos. Cómete un cuarto cuando te subas al avión en Los Ángeles —chasqueó, sonrisa esbozada—: y te levantas en Australia.

    Aturdido por los efectos de la pepa, que me había sumido en un estupor catatónico durante las 13 horas del vuelo, apenas discerní las palabras del oficial de aduanas cuando me pidió que me hiciera en una fila aparte. Menos aún entendí su reclamo. Al parecer había encontrado residuos de cocaína en mi maleta y quería una explicación. Me encontraba en un estado tan alterado que no reaccioné. Despacio, empecé a gesticular una respuesta cuando el policía alzó la mano: Hold it right there. Just tell me. Do you have any cocaine on you right now? Separé los labios y fruncí el ceño, cuando de repente imaginé, con nacientes punzadas de horror, las posibles repercusiones. ¿Cocaína? Sacudí la cabeza. El oficial me miró de arriba abajo y apuntó algo en su libreta. Volvió a inspeccionar la maleta y me palpó la ropa. Soltó un bufido. Parecía decepcionado. OK, you may go. Todavía no había asimilado la experiencia cuando salí del aeropuerto y me golpeó una ola de calor. Feliz —y mareado—, prendí un cigarrillo. Recién empezaba el verano.

    Un lugar destartalado

    La primera semana en Australia dormí en un motel de carretera, el Carnegie Motor Inn, a tres cuadras de mi universidad. Pintado de rosa, tenía un jardín de pasto artificial con una piscina, un tobogán y la vista a una autopista de seis carriles. Parecía el set de una película de John Waters. Su dueño, como muchos de los australianos que conocí, se llamaba Peter. Era un anciano y vivía en el segundo piso del edificio, en la cima de su pequeño reino. Cobraba 82 dólares la noche. Desde la autopista se alcanzaba a ver la silueta de Melbourne, un peñasco azul en la distancia. Una de las mejores ciudades para vivir en el mundo, como afirmaban las encuestas, se veía —y se sentía— lejos: la luz de mi baño no funcionaba y en la habitación contigua una pareja no dejaba de pelear. Fueron, sin embargo, unos primeros días sosegados, de tránsito cultural, en los que apenas me desplacé. Como todavía no había empezado clases, pasaba horas leyendo en una asoleadora de plástico o en un cine que quedaba al otro lado de la calle. Conocí, también, las inmediaciones: un desangelado centro comercial donde compré un celular y abrí una cuenta bancaria, así como un puñado de terrenos baldíos, barajados entre residencias y supermercados coreanos.

    Un día, camino a la universidad, y ante el afán de salir del motel, me topé con una casa que ya había visto en Gumtree, una página para conseguir cuartos. No era muy atractiva. De hecho, me aterraba un poco. Tenía la fachada resquebrajada y una boscosa maleza, con un gnomo rojo y roído, hacía las veces de patio delantero. Un remedo prefabricado sin cimientos y drywall. Me detuve frente a la reja. Parecía una pocilga de heroinómanos. Me quedé mirando la casa y pensé: esto sí sería distinto. Así que, a pesar de un repentino espasmo, golpeé la puerta. A los pocos segundos me abrió un nuevo Peter, flácido y mantecoso, quien poco después me aseguró, no sin orgullo, que trabajaba como obrero. Dócil, como si se acabara de levantar —eran las cuatro de la tarde—, me dio la mano y con un ademán dejado me pidió que entrara. Las planchas de madera crujían con su peso. La casa era grande, de techos altos y al fondo tenía un jardín copado de maquinaria oxidada, un trampolín ahuecado, una caseta, y un arbolado de eucaliptos en la distancia. Ese jardín, me enteré poco después, era el epicentro de la casa. Su joya: una salita de sofás y asientos tipo Rimax. Y fue ahí donde Peter prendió, cuando salimos durante esa primera visita, un enorme porro envuelto en papel de habano.

    Peter inhaló, retuvo hasta toser el humo en sus pulmones, y movió su mano en mi dirección. Yo quería dar una buena primera impresión. Así que sacudí mi cabeza y levanté la palma de la mano. No, thank you. Peter se sentó en el sofá de la mitad, cuyos cojines rasgados dejaban entrever su espumoso interior. Fumó un tiempo en silencio y empezó a arremolinar su dedo índice entre los pelos de su ombligo. Regó la ceniza en un cenicero de porcelana y con los ojos crispados prosiguió a contarme los pormenores del arriendo: la casa tenía cinco habitaciones, una cocina con televisión, lavadora, se hacían fiestas; vivía gente de todo el mundo y yo tenía que compartir habitación con John, un modelo de 30 años. Me sentía como en una entrevista para entrar a una fraternidad de desahuciados. Peter se excusó, fue a la cocina y regresó con dos Victoria Bitter. Con la mirada ausente, como atrofiada, destapó las botellas con un encendedor. La cerveza fría heló mi boca y mi garganta. Me relajé. Peter puso sus pies sobre la mesa y acomodó sus brazos detrás de su nuca. You can move whenever you want, mate. Esa misma tarde empaqué mi maleta y me despedí del primer Peter. Cuando llegué a la casa, mi nuevo amigo se encontraba en la salita con un compañero de cara emaciada y sudadera gris. Otro obrero, me explicó. Veinte botellas de cerveza reposaban sobre la mesa.

    ***

    A Melbourne la empecé a conocer por tandas. Había tres formas de llegar al centro. Podía ir en el acompasado tranvía, que me hacía pensar en la Bogotá de comienzos del siglo XX; en taxi, casi siempre conducido por un indio; o en tren, que si bien no se trataba de la alternativa más rápida me gustaba por cómo los vagones fluctuaban entre la velocidad y la quietud de los suburbios. Y también porque conseguía el diario amarillista llamado mX que contenía, además de noticias extrañas y el listado de las películas de esa noche, confesiones de amantes o detalles de sus fantasías. Un adolescente anónimo revelaba que llevaba dos meses acostándose con la mejor amiga de su novia. Una señora de cuarenta años empezaba a gustarle su hijastro de veinte y no sabía qué hacer. Asimismo había una sección de cartas de amor cortazariano: pasajeros describían a alguien que les había gustado en el tren y anotaban en la parte inferior sus datos personales. Y otra en la que se publicaban conversaciones privadas de transeúntes, una dosis de combustible voyerista para la cotidianidad. Ahora, mientras escribo estas líneas, me entero de que mX dejó de circular el 12 de junio de 2015, por culpa de los celulares y las tabletas. No era la mejor publicación, sin duda, pero en su amarillismo parecía comprender más de la condición humana que la mayoría de las revistas y los periódicos. No había espacio para las guerras ajenas. Pero sí para el drama humano. Veinte páginas de fotografías burdas y horóscopos, crisis sentimentales y remordimientos de consciencia.

    La mayoría de los trenes convergían en Flinders Street Station, el corazón del sistema ferroviario. La estación había sido inaugurada el 12 de septiembre de 1854, diecinueve años después de que el ganadero y explorador John Batman, miembro de una empresa de banqueros de Tasmania, erigiera con sus propias manos una de las primera casas del asentamiento que luego se convertiría en Melbourne. Batman, quien moriría poco después a causa de sífilis, a los 38 años, había arrendado la tierra que circundaba el río Yarra, donde empezaría a crecer la ciudad, a los nativos de la zona a cambio de proveerles cada año 40 sábanas, 30 hachas, 30 espejos, 200 pañuelos, 100 libras de harina y 6 camisetas. El intercambio, al año invalidado por un juez, y hoy un hito de la historia australiana, confirmaba el carácter sagaz de Batman, un vaquero que durante años lideró cacerías de aborígenes en las montañas de Tasmania. También denotaba su racismo, hasta hoy el principal problema de las urbes australianas. Muchos aborígenes, antaño en comunión con la naturaleza, ahora son mendigos borrachos, cargados de un resentimiento que a menudo desemboca en riñas callejeras. Más adelante, diez nativos atacaron a un amigo a las afueras de una discoteca y lo dejaron desangrándose en un parque.

    A mi ojos de recién llegado, Flinders no solo simbolizaba el epicentro de la ciudad. También su pasado y, en cierta medida, su futuro. Con desembocar en esa mole de concreto ornamentada de arabescos victorianos, una lánguida torre de reloj y un domo verdoso, entre las más de 100.000 personas que transitan sus plataformas a diario, me bastaba con unos minutos, con un cigarrillo, para entrever en lo que se había convertido Melbourne en 180 años de historia: la metrópoli modelo de un hipotético mundo funcional. Ajuiciada por las costumbres anglosajonas, como el orden y la diligencia, con un tamaño razonable —cuatro millones de habitantes—, y a pesar de los problemas raciales, que de todas formas palidecían en comparación con los de otros países, Melbourne cristalizaba las más ambiciosas proyecciones del multiculturalismo: un amasijo de diásporas y caminos cruzados, inmigrantes griegos, rusos, italianos, musulmanes chiitas, sunís, sudamericanos, asiáticos, africanos, filipinos, judíos. Una maqueta transcultural que ejemplificaba el potencial de Australia, un país de apenas 23 millones de habitantes con una superficie dos veces el tamaño de la India. Una isla desértica en un rincón apartado del mundo, que apenas sintió los efectos de la crisis económica de 2008 y que no daba indicios de desacelerar su crecimiento. En fin, el nuevo sueño americano: el sueño australiano.

    Al salir de la estación de tren, la ciudad se desparramaba hacia todas las direcciones. Hacia el sur, después de cruzar el Princes Bridge, se encontraban los jardines botánicos, tan grandes que albergaban una laguna, y el Victoria National Gallery, el museo más importante de la región, donde cada tanto había una exposición de un maestro modernista o un impresionista decimonónico; hacia el norte se llegaba al downtown, un rectángulo delimitado por vidriosos rascacielos, a todas luces un parque recreacional de restaurantes, tiendas de ropa de segunda, cafés, oficinistas, librerías, un Chinatown, universidades y callejones grafiteados por la gobernación para darle una estética más cool a la ciudad. Y justo frente a Flinders quedaba Federation Square, un complejo cultural de 3,2 hectáreas que albergaba la Cinemateca, donde cada mes se llevaban a cabo ciclos de maestros del cine.

    Ahí entré en contacto con la obra de cineastas como Andréi Tarkovski, Akira Kurosawa y Agnés Varda. Aprendí el placer de ver cine a solas y de ver comedias en salas llenas, cuando la risa se convierte en una especie de onda que recorre los asientos en tandas esporádicas. Cuando primero surge asilada y luego se disemina por toda la habitación. Sentí eso por primera vez al ver Amarcord, de Federico Fellini, una sátira de un pueblo italiano. La risa no solo me contagió, sino que la misma risa de otros hacía reír a todo el público, al punto que la experiencia se volvía en una catarsis de humor colectiva. Más adelante le mostraría la película a dos amigos y para mi sorpresa no nos reímos ni una sola vez. El club de la Cinemateca, al que asistí todos los miércoles durante mi primer año, me propiciaba un espacio propio. Cada semana veía las funciones de las seis y de las ocho. Oía atento a los interlocutores y me leía los panfletos. Lo hacía con disciplina, incluso con fervor. Pero también lo hacía para oxigenarme de mi situación residencial, para alejarme de Peter y de los demás miembros de la casa. En especial de John, mi compañero de habitación. El tarado de John.

    ***

    La situación de mi cuarto no era óptima. Mi cama, un barrote oxidado, consistía de un colchón manchado y de un juego de sábanas usado, de consistencia grumosa, que por pereza apenas lavaba. El olor de la funda, una mezcla entre humedad y detergente barato. Y ocupaba, como yo, apenas una fracción del espacio. El resto era de John: un closet que triplicaba al mío en tamaño y una queen size bed, en constante desarreglo, además de un ventilador rosado que traqueaba todas las noches. John dormía gran parte del día y cuando se levantaba, siempre sin camisa, repetía lo mismo, como si se le hubiera reiniciado la memoria: frente a un espejo ovalado, con una risa torpe, y mientras se ajustaba unos pantalones ceñidos de color rosado, afirmaba que se parecía a James Dean. Me recomendaba una película de gangsters al estilo de Donnie Brasco o Casino y me mostraba el diploma que lo certificaba como modelo profesional.

    John medía dos metros, tenía la quijada afilada y el pelo rubio. Había nacido en un pueblo australiano y recién se había mudado a Melbourne. Antes había pasado una temporada en Sídney, donde según me contó se había acostado con la modelo Miranda Kerr, pero que el sexo le había decepcionado. John no trabajaba y cuando se aburría me pedía, a menudo con la insistencia de un niño, que dijera la frase ‘soy un computador’ en inglés para burlarse de mi acento. Una vez, incluso, me grabó desprevenido y pasó horas echado en la cama repitiendo el mensaje, estúpido y feliz. A veces se detenía frente a mi barrote, en boxers o recién salido de la ducha, los músculos ceñidos y un aire de satisfacción en sus ojos de pescado, y me preguntaba por Colombia. Cabeza ladeada y boca entreabierta, me oía atento, una mueca de terror en las comisuras de sus labios. Pero su interés se consumía al instante y se dirigía a su cama o al espejo. Su situación con los demás inquilinos había empezado a decaer. Más de uno lo acusaba de robar comida. Pero a John no parecía importarle. Estaba convencido de que su paso por la casa era temporal. You’ll see me one day on TV, mate. Entonces reía. Quería conseguir un préstamo bancario para tomar unos cursos de modelaje especializados.

    Las dos personas que más desagrado sentían hacia John eran Ajay, un diminuto y fornido chef indio, y el dueño de la residencia, quizá el personaje más aterrador que he visto en mi vida. Un calvo tatuado y esculpido, casi nunca se dejaba ver y vivía en la caseta del jardín, de donde a todas horas salía un atronador heavy metal y de vez en cuando una sumisa y delgada tailandesa, presuntamente su novia, que no sabía una palabra de inglés y que parecía más su esclava sexual que su compañera sentimental. Ajay, por su lado, tenía una personalidad afable, pero se desesperaba cuando sus ingredientes desaparecían. Golpeaba las puertas de las habitaciones en busca de respuestas. Había llegado a la conclusión de que el responsable tenía que ser John. Era el único que no trabajaba y que se quedaba todo el día en la casa. Además, él no lo negaba. En cambio, cuando Ajay lo confrontaba le pedía pruebas. Una vez casi se revientan a golpes, después de una acalorada discusión que explotó cuando John, entre risas, se puso a imitar su acento y caminado en el jardín. Ajay se arrojó sobre él y alcanzó a soplarle un puño cerca de la quijada, pero este lo contuvo entre sus brazos. La trifulca no duró ni treinta segundos. El dueño de la casa los separó y cacheteó a John por haber armado la pelea. John solo bajó la mirada y se fue a nuestro cuarto. No solo porque se trataba de su arrendatario, sino porque le tenía miedo. El propietario, de unos 35 años, sentía un desdén general hacia él y cuando salía de su caseta lo humillaba en público. Le pedía que lavara sus platos o que sacara la basura. Y John, sumiso, accedía.

    Entre los habitantes de la casa se encontraban Jake, un inglés con quien compartía el gusto por el Manchester United, y su novia Denise, una británica de ascendencia china. Fueron quizá mis únicos amigos durante esos extraños meses. Salíamos a comer o a ver los partidos de fútbol en el bar de la esquina. Un fin de semana viajamos en un destartalado Renault 12 al Great Ocean Road, una autopista paralela al mar. Nos acompañaron un amigo mío de la universidad y un holandés de 18 años. El paseo, de pretensiones turísticas, tenía como fin conocer Los doce apóstoles, un agrupamiento de agujas de piedra caliza erigidos sobre el mar. La excursión, más allá de la ineludible y decepcionante foto, fue un fiasco. A la devuelta nos varamos en medio de la carretera y mi amigo, desesperado con los comentarios imbéciles del holandés, quien no dejaba de hablar de su país y de su ex novia, cruzó la calle y se montó en el carro de un desconocido que se dirigía de vuelta a Melbourne. Yo sentía que no podía abandonarlos. Así que los cuatro esperamos seis horas a que llegara la grúa y terminamos estancados en el taller de un mecánico en un pueblo cualquiera. El holandés insistía en aliviar la situación y no dejaba de tomar fotos. Nos aseguraba que por este tipo de experiencias había decidido viajar a Australia. Pudimos, eso sí, conocer una cascada que nos entretuvo hasta que el mecánico arregló el carro. Cansados, emprendimos en silencio el viaje de regreso a la casa.

    Aunque ya había empezado la universidad, y le dedicaba bastante tiempo a mis clases de cine y literatura, pasaba la mayor parte del tiempo en el jardín de la casa. Las altas temperaturas del verano empezaban a multiplicar el tedio. El sol se demoraba en transitar el cielo y la ropa se ceñía empalagosa sobre el cuerpo. Por las mañanas, a menudo la humedad no tardaba en recubrir la piel de gotas saladas. Así que tomábamos. Vino blanco de caja con hielo. Vino tinto enfriado en la nevera. Heladas latas de cerveza Foster’s o Victoria Bitter. Sobre todo cuando, a los tres meses de haberme mudado, corrió el rumor de que el distrito derrumbaría la casa para construir un condominio familiar. El chef, el burro, la pareja, en todos los residentes surgió, incluso en John, una prerrogativa hedonista. Pasar las tardes bajo el cobertizo de la salita con música y alcohol. Liar cigarrillos y recostarse en los sofás. Sentíamos que la demolición de la casa traería el final de una época de permisividad, como si mudarnos significara retomar nuestras responsabilidades. Así que nos dejamos llevar por una concupiscencia etílica, resueltos en procrastinar lo inevitable.

    Por esas fechas empecé a pasar más tiempo con Peter. A veces cocinábamos en la barbacoa o caminábamos al mercado para comprar carne y cerveza. A veces, cuando llegaba de la universidad, hablábamos mientras él arreglaba una gaveta o el sifón de la cocina. Sin terminar el colegio, había abandonado su casa a los 16 años y llevaba una década entre hoteles, residencias y apartamentos en la periferia de la ciudad. Vagaba por el mundo sin itinerario o método, como resignado a existir a partir de experiencias encontradas. Así se sentía cómodo. Tranquilo. Solo trabajaba en construcción para sobrevivir. Cada obra, me explicaba, era distinta: una mansión, un restaurante, algún templo o centro comercial. Eso le gustaba. Además de trabajar y cocinar, se consideraba un músico y aún tenía una banda de punk con amigos del colegio. Cuando se emborrachaba, y se sentía cómodo, ponía a sonar sus canciones en el computador. Sonaba entonces un punk industrial, de garaje, con unos arreglos crudos y monótonos, además de una voz incomprensible, pesada, desesperada. Era la suya.

    Hacia el final de mi estadía vi a Peter pasar noches desvelado, deambulando por el corredor con el rostro sudado. Sus dedos de salchicha tensos y aquejado por una risa nerviosa que saciaba con pintas de lager y cigarrillos Rothmans. De vez en cuando yo me levantaba en medio de la noche apresado de un súbito e incomprensible pánico. Salía a fumar y encontraba a Peter a oscuras en el sofá, una silueta apenas discernible que identificaba por la luz de su cigarrillo. Las noches de verano eran húmedas y cálidas y en el jardín solo se oían los carros de la autopista y el susurro constante de las hojas de los eucaliptos. Nos servíamos una cerveza y hablábamos. Con voz quejumbrosa, Peter me contaba historias. Me recreaba sus experiencias con ácido y como, sentado ahí mismo, una vez sintió que los arboles se desdoblaban. También me hablaba de sus ensayos de música y de sus amigos. Uno de ellos, me explicó una noche, había heredado hace poco cien mil dólares de una tía abuela. La semana después del entierro había invitado a sus amigos a su casa para contarles una noticia apremiante. Al parecer, había decidido invertir su herencia en un maletín de metanfetamina. Cien mil dólares de metanfetamina pura. Y quería compartirla con ellos. Cuando Peter me contó, entendí el por qué de sus paseos por los corredores a medianoche. Peter, siempre frágil, se había vuelto adicto al meth.

    Por las tardes a menudo llovía. Unos aguaceros esporádicos y húmedos. El agua retumbaba en los faldones de zinc de la azotea y desde toda la casa se oía como la lluvia caliente se gorgoteaba por las cañerías del desagüe. Un día, durante una sesión de estudio, me quedé absorto escuchando ese peculiar sonido cuando de repente sentí una ola de terror. Contemplé, como aturdido, a mi alrededor. Peter recién empezaba a deambular por los pasillos y la casa, que hasta ese momento no me había inquietado en lo más mínimo, me empezó a generar cierto repudio. Caí en cuenta de que vivía en la pocilga que tanto escozor me había producido cuando la vi por primera vez. Que llevaba cuatro meses compartiendo con diez personas la misma ducha, una peluda tina blanca en un diminuto baño de cenefa rosada, ¡y al comienzo sin sandalias! Que dormía en un colchón posiblemente infecto, arrinconado en un cuarto con un modelo de treinta años. Contemplé por un segundo la posibilidad de mudarme, pero algún rincón en mí protestó: si me había metido en estas debería tener las pelotas para soportar por lo menos 6 meses. ¿Si ellos podían vivir así, yo por qué no? Decidí entonces refugiarme en la universidad, en particular en la biblioteca, una colmena de estudiantes asiáticos, sobre todo chinos que no hablaban inglés. Me refugié en los estudios para solventar mi increpante ansiedad. En los estudios y en la comida, en especial en un Kentucky Fried Chicken junto al campus que vendía una caja de nuggets, papas fritas y gaseosa por el módico precio de 2 dólares y 50 centavos.

    En una de mis últimas noches en mi primer hogar australiano decidí fumar marihuana. La había dejado hace meses por culpa de que me hacía sentir nervioso, como aprehendido por una sentimiento de desesperanza y bajo la ilusión de ser observado. Inhalé con precaución. Nos encontrábamos cuatro o cinco en el jardín. Ya me había tomado varias cervezas y se me ocurrió que como mi situación ya se había ido al desmadre, la cosa no podía empeorar. Y así fue. Justo cuando

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