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Inmigrantes IV: París, Siberia, Caracas, México D.F., Cartagena
Inmigrantes IV: París, Siberia, Caracas, México D.F., Cartagena
Inmigrantes IV: París, Siberia, Caracas, México D.F., Cartagena
Libro electrónico373 páginas4 horas

Inmigrantes IV: París, Siberia, Caracas, México D.F., Cartagena

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Si hace un cuarto de siglo América Latina miraba a Europa o a Estados Unidos, hoy países como Colombia reciben cientos de viajeros quienes, como lo muestra la crónica sobre Cartagena de Indias, han decidido invertir los tópicos más comunes. Así, un músico viaja a Ufá, en Siberia; un bumangués conoce de primera mano la experiencia del extranjero en París; un catalán relata sus escarceos en Caracas y un periodista bogotano mira con ojos desorbitados al D.F., esa ciudad que es el mundo entero. Autores: Ricardo Abdahllah, Ikaro Valderrama, Marc Caellas, Santiago Torrado y Rainbow Nelson. Coedición digital El Peregrino Ediciones - eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento16 jun 2020
ISBN9789588911366
Inmigrantes IV: París, Siberia, Caracas, México D.F., Cartagena

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    Inmigrantes IV - Varios Autores

    Inmigrantes IV

    * * * * * *

    © Ricardo Abdahllah, Ikaro Valderrama, Marc Caellas,

    Santiago Torrado, Rainbow Nelson

    © 2014, El Peregrino Ediciones

    © 2020, de la edición electrónica:

    El Peregrino Ediciones, eLibros Editorial

    Bogotá, Colombia

    www.elpregrinoediciones.com

    Carrera 49A 100-41, int. 3. apto. 301

    Bogotá, Colombia

    Tel. (571) 221 0715

    www.elibros.com.co

    info@elibros.com.co

    ISBN 978-958-8911-36-6 (epub)

    Concepto editorial y edición:

    Álvaro Robledo Cadavid

    alvaro@elperegrinoediciones.com

    Juan David Correa

    juandavid@elperegrinoediciones.com

    Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra

    sin permiso expreso de los editores.

    Hecho en Colombia - Made in Colombia

    ÍNDICE

    París

    Esa famosa torre

    Ricardo Abdahllah

    Siberia

    Siberia en tus ojos

    Ikaro Valderrama

    Caracas

    Caracaos

    Marc Caellas

    México D.F.

    Una Vistoria entre jacarandas

    Santiago Torrado

    Cartagena

    Getsemaní

    Rainbow Nelson

    *

    Autores

    Títulos en coedición digital

    Esa famosa torre

    Ricardo Abdahllah

    1. Aquella famosa torre

    Bogotá-París

    Yo

    Junio

    2007

    Lo segundo que uno ve de París cuando regresa es aquella famosa torre. Antes, pasan por las ventanillas del RER una sucesión de edificios rectangulares (con el tiempo dirá cités), interrumpida por iglesias y fábricas, por baldíos y basureros junto a los cuales se levantan tugurios. Lo primero es el RER, sus jóvenes fumando porro, las mujeres que dejan en cada puesto un papelito en el que explican: cinco hijos, ningún dinero; sus músicos gitanos. El RER que se detiene porque hay una señal dañada o una huelga o un accidente grave de pasajero, que es una manera de decir que alguien no aguantó más esa ciudad a la que uno va llegando, esa París de ASSEDIC, CAF, RATP, CRS, RIB, SAMU, ANPE, SMIC, SNCF y PMU, y saltó a las vías en el momento preciso.

    Basurero, potrero, cité, tugurio.

    Aquella famosa torre.

    Aquella famosa torre es blanca con ventanas que forman líneas grises verticales. Un poco más ancha en la parte baja, con un letrero en letras verdes que dice SIEMENS y debe su belleza a su vocación de faro. Uno va llegando a buen puerto. Eso basta para que la busque y sonría cuando la veo aparecer.

    Dos años atrás, cuando llegué por primera vez, no la había visto. El yo de esa época era un aspirante a asistente de español que había logrado convencer entre cervezas a una colega de marcar París entre las opciones. ...Pero en otros lugares el prof’ de español es muy querido, dijo. Habló de gente que había vivido en Bretaña o Aquitania, como cada noche una familia los invitaba a comer y el colegio les pagaba el alojamiento. Pero es París, dije. Y es solo un año.

    Ella aún vive en París, se casó con un tunecino y se ha convertido al islam. Yo regresé a Colombia por Luz, con quien vivía antes de mi aventura como asistente, y descubrí que Bogotá es la ciudad más jodida del mundo. Al mes, Luz fue admitida en la Escuela de Minas de París. Los trámites para obtener mi visa de corresponsal tomaron el año que duraban sus estudios.

    En mi época de asistente ya había descubierto que si Europa no ha progresado es porque aquí toman agua y no jugo de frutas con la comida. Ya había visitado el Louvre cada viernes cuando era gratis para los menores de 26. No que Carolina Resoagli o yo lo fuéramos, pero lo parecíamos. En cambio al novio de Carolina, mi amigo Carlos, se le notaba la edad. Así que no nos acompañaba mientras nos buscábamos de Egipto a Babilonia, de Grecia al Imperio Napoleónico.

    Cuando llegué a Bogotá había perdido TODOS los cd que contenían las fotos de esa temporada.

    Gare du Nord. Invitamos a todos los pasajeros a bajar del tren. Desde la plataforma aún puede verse la Torre Siemens. Tenía que atravesar toda la ciudad para llegar hasta Billancourt, donde Luz vivía con Angélica, pero no resistí las ganas de sentir otra vez la ciudad como un golpe. Salí de la Gare mirando hacia arriba. Ni yo mismo me tenía fe el día de Junio del 2009 cuando me llamaron de la embajada para decirme que todo estaba en regla y podía irme.

    Es decir, volver.

    Volvía. Así Luz hubiera dicho: Sabes que terminé los estudios, que solo puedo quedarme un par de meses más.

    Entonces compré flores.

    2. Más allá de la Muralla

    Boulogne-Billancourt

    Angélica Simbaqueba

    Julio

    2007

    Billancourt es la penúltima estación de la Línea 9, dos más allá de Porte de Saint-Cloud. Lo de puerta (porte) es literal: París siempre ha estado encerrada por puertas y esas puertas unidas por murallas. La primera fue la de Felipe Augusto, de la que aún queda un tramo en el Marais. Siguieron la de Charles V, la de los fermiers généraux y la de Thiers, que encerró once pueblitos entre ellos Belleville, Montmartre y La Chapelle. Sobre sus ruinas se construyó el Bulevar Periférico. La muralla última y definitiva.

    Más allá del periph’ está la banlieue. El resto del mundo.

    Angélica Simbaqueba vivía en el undécimo piso de una de las torres de la cité de Pont de Sèvres. El último reducto obrero de Billancourt que aún no se había tragado la burguesa Boulogne. El apartamento de interés social se lo había cedido el señor Domette, un marinero viudo que se había ido a vivir con otra viuda. Para justificar la presencia de Angélica, decíamos que el señor Domette estaba en alta mar y Angélica era la hija que un medio hermano suyo había dejado en Colombia. Aquí comenzaba la historia real: Angélica salió de la Universidad Pedagógica, viajó a Bretaña como asistente de español y de ahí a París donde estudiaba algo como antropología urbana y semiología cultural. Cuando a Luz se le acabó la beca, vino a vivir con ella. Allí llegué, con mis flores en la mano y el morral marca El Refugio. Era el 11 de julio del 2007. Es la fecha que aparecerá cada año en el titre de séjour, el certificado de que uno puede quedarse un año más.

    El piso y las paredes del apartamento estaban descascarados y una extraña conexión hacía que el agua del lavaplatos y de la lavadora buscara la libertad por un lavavajillas que nunca utilizamos, pero había tres ventanales. Por el del cuarto de Angélica se veían los otros edificios de la cité, una muestra de lo excéntricos que pueden ser los arquitectos; el de la sala daba a la antigua fábrica de Renault (el carro, no el cantante), más allá de la cual podían verse las barcazas que recorrían el Sena. El tercer ventanal daba a París. Era más bien una ventanita, pero todas las personas que visitaron esa casa se tomaron una foto en esa ventanita que parecía un afiche de la ciudad. Mi primer 14 de julio, ni había acabado de desempacar, tomé desde allí fotos de los fuegos artificiales. Al desfile no fui nunca y nunca entendí por qué había gente que se felicitaba ese día, y menos colombianos que eran capaces de volver a felicitarse seis días después.

    En la sala podían acomodarse amigos de paso y organizar fiestas que, ya que el alcohol es bueno para la memoria, tengo presentes. Las hubo temáticas: de películas de terror, libros y religiones del mundo; novenas y navidades con ajiaco bajo la supervisión telefónica de la mamá de Angélica a ocho mil kilómetros de distancia. El día que cumplí treinta me organizaron en esa sala una izada de bandera. En ella estaban Angélica, Patricia, Andrés Pastrán. También Mario y Cristina que eran dos de los refugiados que se quedaron a vivir un tiempo en la sala del apartamento de Billancourt. No sé si para esa fiesta Mario aún vivía con nosotros porque esas temporadas se alternan en las que Mario vivía con la novia, y aquellas en las que, luego de regresar sin avisar, dormía en la sala hasta que Angélica lo obligaba a levantarse para almorzar con el argumento de que había que almorzar aunque Mario hubiera trabajado hasta las seis de la mañana como recepcionista en un hostal por la avenida de Les Gobelins.

    Cristina Leca era de Moldavia, uno de esos países de cuya existencia nunca hubiera sabido si no fuera por París. La conocí un 31 de diciembre. Llevaba un abrigo rojo. Había perdido su alojamiento y su trabajo. Natalia Méndez (que un mardi gras dijo: Me quiero disfrazar de crayola, y se envolvió en un pliego de cartulina y con otro pliego se hizo un sombrero-punta) le había dicho "el día que me quedé sin casa y sin trabajo seguí la recomendación de Marcela que me dijo que el día en el que se quedó sin casa y sin trabajo se fue a vivir donde Angélica y Ricardo".

    Amélie Nothomb comienza su libro Barbe Bleue diciendo "La collocataire es la mujer perfecta". No podría estar más de acuerdo. Angélica leía a Amélie y quienes la conocieron en esa época dirían que había un look Nothomb en el personaje Simbaqueba. Cuando volví a París, trabajaba como cajera en BHV, un almacén de lujo frente al ayuntamiento. Luz aún no tenía trabajo y yo apenas hacía mis primeros artículos, así que el mercado que consumíamos en la casa venía sobre todo de su sueldo. Luz y yo sumábamos latas de atún y champú que sacábamos de Monoprix en los bolsillos del abrigo. Nunca hicimos cuentas. Cada quien compraba lo que podía, y así siguió siendo cuando empezaron a pagarme mis artículos y Luz consiguió un trabajo como recepcionista en una oficina en la que no entraba nadie y se leía casi una novela de Nothomb por día.

    La Nothomb obsesionaba también a Marianne Ponsford a quien yo no conocía, como a la mayoría de los editores con los que trabajaba desde París tratando de hacerme un lugar como corresponsal, así que entrevistarla era un reto personal que además me permitiría ganar algo de dinero. Aunque escribí decenas de correos, no tuve respuesta hasta que en la Feria del Libro me la encontré de frente y le dije: Quiero entrevistarla. Ella dijo: Bueno, así nada más. Luz y Angélica me vieron desde entonces leyendo sus novelas y llenando de esquemas los pliegos que pegaba en las paredes. Lo mismo pasó cuando Mario Jursich y Camilo Jiménez aceptaron que buscara a Dominique Lapierre y cuando Fernando Gómez, me encargó una crónica del tras bambalinas del Moulin Rouge. Cuestión de presupuesto, yo llegaba a las entrevistas con los jefes de cocina lo más temprano posible, para que me brindaran alguito. El último día conseguí que nos invitaran a los tres al espectáculo central. Tuvimos una cena de cien euros y echamos el pan en los bolsillos para el día siguiente.

    Durante su año como estudiante, Luz había andado con grafiteros y outsiders varios y se negaba, en caso de recesión económica personal, a gastar en transporte lo de la comida. En otras ciudades, basta el descaro para viajar sin pagar; en París se necesita un cierto nivel de gimnasia para saltar los pórticos o de valentía para decirle a alguien: ¿Puedo pasar detrás?. Nadie dice que no, es el último gesto de cortesía de la civilización occidental, pero yo, pura timidez, me dediqué a identificar los torniquetes más fáciles de saltar y las puertas que no cerraban.

    Así evitaba los controleurs, que tenían una chaqueta verde militar, parecida a la que yo usaba en mis primeros inviernos. La había heredado de mi padre y según todas las posibilidades, la llevaba puesta el día que me concibió, cuando él era subteniente del Ejército de Colombia. A veces, atravesando los túneles cubiertos de lozas de porcelana, alguien, que seguro no llevaba billete, se ponía pálido imaginando la multa que yo le pondría. A veces yo me ponía pálido cuando los veía de lejos y de un salto volvía a entrar al metro con la esperanza de que no hubiera otro controleur pendiente de los que retrocedían. Yo era un mal ejemplo porque mientras que mis dos mejores amigas parisinas, Agnès y Marie, jamás tienen pasaje, la mayoría de los extranjeros pagan juiciosos su pase NaviGO.

    ***

    Luz había recibido su primer sueldo como recepcionista; a mí me habían pagado un par de artículos. Sabíamos que no podíamos dejar de robar atún, pero al menos podríamos pagarnos una cerveza. Fuimos al Bastide. Tomamos una pinte cada uno. Las cosas iban por tan buen camino que compramos un tiquete de metro. Con ese pasamos los dos. En Bastilla siempre hay controleurs. Alegamos que no sabíamos, no entendíamos y luego suplicamos que nos la dejara bajita.

    Empezaba el mes y ya teníamos deudas, otra vez.

    Luz empezó a pasar más y más tiempo con una amiga chilena que yo no conocía; para mí no tenía tanta importancia, porque yo había tenido una amiga argentina cuando había venido a París. Antes del final del año, Luz encontró trabajo en una compañía francesa que la envió a Níger. Un día me llamó para decirme que estaba en la ciudad, pero ya no vendría a quedarse en Billancourt.

    Los teléfonos fijos de la última época en la historia de la civilización humana en la que existieron se desbarataban con una increíble facilidad.

    Caminé hasta tarde. Pasé la noche donde Cristina que ahora trabajaba como niñera en Versalles.

    Luz, Federico y yo pensábamos que te habías tirado al Sena dijo Angélica cuando volví.

    París tiene 37 puentes. El del Alma donde se mató la Lady Di suprema de todas las leydidis del universo; el Pont-au-Change adonde yo llevaba a mis amigos para mostrarles que París era la ciudad más linda del mundo; el de Sully junto al cual amarraban la Peniche, esa suerte de barcaza que recorre el Sena, Henjo, y donde dormí una noche con habitantes de la calle porque pensaba que para entender una situación bastaba experimentarla. El de las Artes, antes de que la gente creyera que el amor puede simbolizarse con un candado, la pasarela Simone de Beauvoir que llegó en barco por el río, ya armadita y que vimos levantar con Carolina por esa época en la que vine a saber qué era la primavera y la pasarela Léopold-Sédar-Senghor donde, gracias a un artículo que yo escribía, comimos con Ana el Paris-Brest de Philippe Conticini, el campeón de la pastelería parisina. El Alexander III donde por casualidad encontramos a Federico Catalano, un argentino peronista, con la novia que lo echaría días después. El puente de Austerlitz que cada mañana y cada tarde atravesaba Marie con su morral fucsia en el que llevaba materiales para dibujar. El Pont Neuf, que es el más viejo, donde Cortázar se tomó una célebre foto, donde en una borrachera con Julián rompimos la bicicleta de Juan Pablo. El puente de Mirabeau del cual saltó Paul Celan, quien era, al menos en parte, rumano como Ana.

    Si uno quiere saltar al Sena no faltan opciones.

    ¿No te vas a botar, cierto?

    Angélica lo decía a medias como broma, a medias como regaño y a medias (lo que hace tres medias) con la voz quebrada. Nunca sentí tanto que a alguien le dolería si yo saltara de uno de esos puentes.

    Angélica y yo atravesamos amantes y divorcios, deadlines académicos y periodísticos. Fuimos siempre al desfile anual de Ganesh y al festival budista en la pagoda de Vincennes y en la noche del siete al ocho de diciembre hacíamos una fiesta que mezclaba la Noche de las velitas y un homenaje a John Lennon. Los sábados la esperaba a la salida del BHV. No era el Mcdo, la pesadilla de los estudiantes que buscan trabajo, pero tenía que atender clientes que gastaban en una compra lo que a nosotros nos duraría para el mercado de tres meses o presenciar que ante el infarto de un anciano, el gerente se preocupaba sobre todo por la imagen de la empresa y del tiempo=dinero que se perdería con una caja cerrada mientras llegaban paramédicos.

    De BHV íbamos a ver una película. En París existe una tarjeta que permite ver tantas películas como uno quiera por algo menos de veinte euros al mes, buen negocio cuando una sola entrada vale diez. En esa época en la que Luz no volvía más yo pasaba días enteros en cine, a veces con Beatriz, la novia de Mario. A veces solo, muchas veces con Angélica. La ley obliga a que la tarjeta incluya las salas de cine arte, pero éramos menos radicales en ese entonces y entrábamos a cualquier película en el multiplex UGC de Les Halles. Del cine volvíamos en la línea 9, pasando por debajo de la gente que se iba de fiesta en los Grandes Bulevares, de los bancos a esa hora desocupados, de la Ópera y Trocadero donde aún habría turistas tomándose fotos, del muy burgués barrio de Passy, del estadio del Parque de los Príncipes. Al final estaba nuestra cité. En el día las madres haciendo tertulia en kabyl o en haussa junto a sus carritos de mercado llenados en el Carrefour de la esquina. Más tarde salían los hermanos mayores: argelinos de corazón que solo han estado en Argelia de vacaciones. Algún dealer en moto. Tres jóvenes negros improvisando un rap para seguir la tradición del barrio del que salieron Booba y LIL. Quejándose en rima de que la policía pasa siempre y aunque ya los conozca y sepa que son bien franceses les pide papeles, despotricando de un sistema que los oprime, minutos antes de que sus madres salgan por las ventanas a gritarles que ya es hora de entrarse a la casa.

    3. París aún era una fiesta

    El IV, el XI

    Juan Pablo Gutiérrez-Julián Rodríguez

    Melissa Serrato-Talula Lutecia-Paula Fontanilla

    (cada) Agosto

    2010-2014

    La gente lee en el metro. Lee los periódicos que regalan a la entrada. Lee Le Parisien y Charlie Hebdo y el Canard Enchainé que es como los programas de Jaime Garzón (¿Quac, el noticero vendría de ese pato?). Lee a Houellebecq y al que haya ganado el último premio Goncourt. En una época todo mundo leía a Steig Larsson. Otros se sumergen en el teléfono o son capaces de sobrevivir al recorrido de Ballard a Créteil sin hacer nada. Una vez vi una mujer altísima, pelirroja, crespa en minifalda que leía la monumental edición de En busca del tiempo perdido en un tomo único. Por cosas como esa, Pennac, a quien también leen, decía que el metro de París es la biblioteca más grande del mundo.

    Habría que decir también que los quais de la Seine son el bar más grande del mundo. En febrero, uno mira el río decidiendo si se bota o no, pero París, que es una ciudad a la que uno recuerda de un gris compacto, enloquece con los rayos de sol que llegan desde Marsella. En agosto todos los negocios ponen a la entrada un letrero escrito a mano que dice vacaciones anuales y los que pueden huyen a España o Grecia. Son las siete de la noche, uno avanza en el artículo para las páginas internacionales de El Espectador o en un capítulo de la novela. Entonces llega un mensaje. La gente se comunica por mensajes de texto como quien dice: Si le interesa conteste, si no, todo bien. Puede ser Marie que organiza un apéro, Inna que propone piquenique al que llegará a la hora ucraniana que es más tardía que la hora colombiana, Mario que dice: "¿Qué hace mon pote?, o Agnés para una cerveza en terraza". Pueden ser el astrofísico —pero yo le digo astrólogo— Julián Rodríguez o Juan Pablo Gutiérrez, un fotógrafo al que conocí cuando la policía lo detuvo por error y ante sus protestas en la comisaría de la Goutte d’Or, un agente lo golpeó como saben golpear los policías de todo el mundo. Así perdió la audición del lado izquierdo.

    Fue poco antes de las elecciones presidenciales del 2010. Yo debía cubrir las dos campañas, pero en París no había santistas. O estaban tan viejos que si les daba el sol se resquebrajaban. Las reuniones de los que iban por Mockus, en cambio, terminaban con vino en el río. En una de esas manifestaciones me robé un lápiz de cartón de dos metros de largo. Salí en bicicleta y aunque terminé en Barbés a las cinco de la mañana (y hay que ver como se burla la gente de un mercado cuando ve un borracho pasar en bicicleta con un lápiz gigante) llegué a casa completo.

    —¿Qué es eso?—preguntó Ana.

    —Un lápiz verde gigante.

    —Otra vez andabas con Juan Pablo, ¿cierto?

    Con Juan Pablo y Julián y Talula Lutecia nos sentábamos en la punta occidental de la Isla de San Luis. De ahí veíamos, al otro lado del río, los círculos de baile que se forman abajo del Instituto del Mundo Árabe: uno de salsa, uno de tango, uno de rock, uno de danzas bretonas. Allí empinábamos las botellas de rosé, que es el vino que se toma de mayo a septiembre, y siempre me pregunté cómo a pesar de que la actividad era casi diaria, Talula crió dos hijos que son los dos adolescentes más inteligentes que me he cruzado en la vida, Juan Pablo se convirtió en un fotógrafo estrella de la Unicef, y Julián en fotógrafo de estrellas (es una figura retórica un poco inexacta) para la Agencia Espacial Europea. Algún día, cuando escriba sobre París, revelaré que decidimos escalar desde el río hasta la placita íntima de la parte alta (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo) que queda cinco metros más arriba. Cada vez que volvemos le contamos a la gente la historia diciendo: No, eso no se puede subir, pero lo subimos. Mi peor caída fue allí, una noche en la que estaba también Maxime, que no le decía que no a un apéro de río, es decir a una soirée sur les quais es decir un piquenique. No sé cuánto había tomado, pero al momento de inclinarme a coger una botella, mi cabeza continuó en picada contra los adoquines.

    —¿Qué es eso?—preguntó Ana.

    —Un chichón, pero en español le decimos un huevo.

    —Otra vez andabas con Juan Pablo, ¿cierto?

    Juan Pablo tenía una bicicleta con la que demostró mil veces que en París se llega más rápido en cicla que en metro y un tuk-tuk coloreado a lo hippie que le encantaba a Ana. Habíamos tomado vodsky, es decir, cunchos de vodka revueltos con cunchos de whisky, o tal vez vincă, es decir, cunchos de vino con cunchos de ese țuică mortal —que la abuela de Ana prepara en Oltenia, el día que Juan Pablo, logró robar un letrero de la fortaleza más temida e impenetrable de la ciudad, el sueño de Kafka y Orwell: la Prefectura de Policía.

    Cinco de la mañana. Hace días no salgo, tengo nauseas, duermo mal. Ana dice: Todo saldrá bien. Es el mismo mensaje que le envío a Mario o a Bea o a Maxime o a Inna una vez por año.

    Es el día de la Prefectura.

    El día del Titre de Séjour. Hay mucho de temporal en la palabra séjour. Un recuerdo de que usted está de paso. Hay que demostrar que uno tiene dónde y con qué vivir y una razón para estar en Francia: estudios, trabajo, familia o en el peor de los casos, una corresponsalía. En París había un funcionario calvo que a punta de chistes lograba relajar el ambiente, lo que cuenta cuando uno sabe que cualquier problema significa que no podrá trabajar o que recibirá la cordial invitación a dejar el territorio. A Inna le correspondía la temida prefectura de Bobigny, donde había que hacer fila desde las diez de la noche. La pesadilla de los estudiantes era: Usted ya ha estudiado demasiado. La de los casados: No hay pruebas de que el matrimonio sea real. Un refugiado podía escuchar: La situación en su país no es peligrosa. Regrésese. Y un asalariado: La empresa no demostró que ese cargo no hubiera podido ser ocupado por un europeo.

    —Señorita, pero su contrato de trabajo termina en dos meses.

    —Sí, me lo renuevan cuando lleve el titre de séjour

    —Qué pena, pero el contrato de trabajo es requisito.

    ***

    Juan Pablo fue el primero que obtuvo la naturalización junto a la convocatoria en la que le ofrecían afrancesar su nombre. Podría ser Juan-Pablo, Jean Pablo o Jean Paul. Fue así como Juan Pablo Gutiérrez, el mismo

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