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Brújulas rotas
Brújulas rotas
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Libro electrónico195 páginas3 horas

Brújulas rotas

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Dice el autor de estas páginas que no importa cuán largo sea el viaje siempre y cuando se comprenda algo de la experiencia vivida. Juan Sebastián y Ángela, los dos protagonistas de Brújulas Rotas, viajaron durante meses para atravesar el continente americano alcanzando sus extremos norte y sur, en Alaska y la Patagonia. Con la sinceridad y las metáforas propias de la carretera, en esta novela autobiográfica se devela el amor, el camino y las peripecias de dos amantes dispuestos a alcanzar el sueño de seguir partiendo. Coedición El Peregrino Ediciones - eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento22 ene 2015
ISBN9789588911045
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    Brújulas rotas - Juan Sebastián Gaviria

    ti.

    1

    Miré el asfalto. El agua bajaba en amplios arroyos con manchas tornasoladas. Era el aceite de motor, derramado por autos y camiones en su forzoso ascenso por la cordillera, que se mezclaba con la lluvia. Luché por no inclinar demasiado la motocicleta en las curvas pendientes, pero la excesiva precaución entorpecía mis movimientos.

    Tras sólo cuatro horas de un viaje que supuestamente duraría meses, tal vez años, me pareció claro que todo había sido un error. Orillé la motocicleta a un costado del camino, junto al cobertizo de un restaurante de carretera que se encontraba cerrado. El diluvio no parecía estar cerca de amainar. Bajé de la moto y pensé en la cadena de desaciertos que me llevaron, unas semanas atrás, a creer que este viaje me haría sentir libre. Antes de partir me invadía un entusiasmo propio de los grandes exploradores, los pioneros, aquellos buzos que se hundían bajo la línea del horizonte o los osados aviadores que se elevaban sobre esta. Ahora la sublime sensación había dado lugar a un horrible sinsabor. Deseaba entender qué me había llevado a idealizar lo que ahora me hacía sentir atemorizado y miserable. El prado del otro siempre parece más verde, sí, pero en el momento yo sólo quería saber por qué el mío siempre estaba en llamas. Una vez tuviera claro eso, daría media vuelta y volvería a casa.

    La noche antes de partir, culminamos nuestros preparativos al enganchar a la motocicleta las alforjas, dos cajas de aluminio que contenían lo que en adelante conformaría la totalidad de nuestras pertenencias. La moto, del mismo amarillo de las máquinas retroexcavadoras, pedía algo con su silencio, como una piedra que ruega ser lanzada. Una vez enganchamos las alforjas me ocupé del maquillaje de guerra. Arranqué los logos de fábrica en los costados del tanque y en su lugar puse dos adhesivos: Angela, Rh: O Negativo. Juan Sebastián, Rh: AB Positivo. Por último escribí LOS BASTARDOS con un marcador indeleble sobre la lámina de fibra transparente que hacía la función de parabrisas y cementerio de insectos.

    Cómo sonaban de distintas las promesas de viaje, ahora que mi fragilidad se revelaba bajo una lluvia que derretía mi coraje como si fuera maquillaje. Un camión se detuvo ante el restaurante de carretera, y echando reversa para estacionar, golpeó el cobertizo de paja bajo el cual escampábamos. El enramado se derrumbó lentamente hacia atrás dejándome de nuevo bajo la lluvia. Es un presagio, me dije. Vuelve a casa. La vida te está diciendo que vuelvas a casa, ¡saliste hace cuatro horas y el mundo ya se está desmoronando!. Ángela me tomó del brazo. Ella también veía al camionero sostenerse la cabeza con ambas manos, ella tampoco lo podía creer, ella también estaba mojada y asediada por la duda. No estás tan solo como te sientes, cabrón, gruñí entre dientes al ver sus ojos temblorosos, y deslicé la mano bajo mi pantalón impermeable. Estaban secos. En mi bolsillo derecho tenía nueve mil doscientos dólares y una navaja con la cual defenderlos. Los nueve mil dólares con los que debíamos ir hasta Alaska y volver. En el izquierdo llevaba mi pasaporte envuelto en una bolsa y una cajetilla de cigarrillos. Ángela continuaba mirándome. Advertí que de la cintura para arriba y de las rodillas para abajo no podía estar más mojado de lo que ya estaba. De la piel para afuera no me podía ver más ridículo, y de la piel para adentro no me podía sentir más asustado. Seguía lloviendo. ¿Y por qué no?, pensé subiéndome a la moto. ¿Por qué no seguir adelante?.

    2

    Al despertar hallé a Ángela de rodillas sobre el mapa de América.

    Tenemos quince días para llegar a la frontera entre Guatemala y México, dijo sin levantar los ojos del mapa.

    ¿Cuántos kas?.

    No sé, es imposible verlo aquí, pero le pongo menos de dos mil.

    ¿Dentro de quince días se vence la visa de Guatemala?, pregunté.

    No, dentro de exactamente dieciocho, pero así en migración de Guatemala nos den permiso para permanecer noventa días, dentro de quince se vence el plazo para ingresar a México… El tiempo de permanencia lo decide migración en la frontera….

    No entiendo un carajo de cuestiones consulares, repliqué, aunque sabía que el tema no era que no comprendiera, sino que apenas Ángela comenzó a explicarse dejé de escuchar, invadido por la rabia que me despertaba el simple hecho de tener que preocuparme por los requisitos tacaños, la minuciosidad burocrática, el desmenuzamiento del aire ejercido por los cónsules y demás proxenetas de frontera. Dentro de ocho días, si son menos de dos mil kas, estamos allá, afirmé.

    Bien.

    Habíamos pasado las dos semanas anteriores de consulado en consulado. Para partir hacia Alaska, tomando el camino más corto, sin rodeos, tuvimos que pedir seis visas. Claro que yo entendía de cuestiones consulares: cuando una visa se vencía era como si el marco de una puerta se convirtiera en el riel de una guillotina.

    "¿No te parece raro eso de decir subir?", preguntó Ángela.

    De qué hablas.

    "Cuando te diriges hacia el hemisferio norte, dices subir, y cuando vas al sur dices bajar. ¿Pero si en el colegio nos mostraran el globo terráqueo con los polos a los lados, y las órbitas de los planetas, en lugar de girando horizontalmente alrededor del sol, girando verticalmente? ¿Y la vía láctea no como una franja horizontal en un fondo negro sino como una línea vertical?".

    Una veleta de detección del viento es arrancada por un huracán.

    Tienes razón. Subir no es subir, admití acuclillándome junto al mapa.

    Extendí mi dedo índice, e hice el recorrido con la yema. Comencé en Portobelo, Panamá, y de ahí ascendí: Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala... Me detuve por un segundo en la frontera de México, pero considerando que sería un mal presagio parar allí, seguí... ¿Subiendo, bajando?... Avanzando. Atravesé México con mi yemita intrépida, luego Estados Unidos, y con toda mi impaciencia, de un solo tirón crucé Canadá, entré en Alaska y me detuve en el norte del continente, a pocos pasos del océano polar ártico.

    Guau, ¡bra-vo!, Juan. El punto es que ese mapa es de escala uno a diez millones quinientos mil, y tu dedito índice está en tamaño real. ¿Entiendes? ¿Sabes cuánto te demoraste en hacer eso? Máximo, ocho segundos. Vamos a ver cuánto nos tarda hacerlo con el resto del cuerpo, pero dile a tu yema del índice derecho que no se preocupe, ella también viene. Sobre un mapa todo es fácil.

    3

    Leonardo, el capitán del velero en el que viajaríamos de Cartagena a Portobelo, Panamá, pidió que nos encontráramos con él en un muelle de Boca Grande.

    ¿Esos muelles no están cerrados?, pregunté.

    No importa. Estaciona tu moto sobre la calle, y cuando yo atraque, pongo una tabla y tú subes la moto encendida al velero, propuso, aunque visto de cierta manera, parecía más sencillo subir el velero a la moto. El velero era muy pequeño para ser un velero, y la moto era muy grande para ser una moto.

    No creo que vaya a ser tan sencillo, Leonardo. Tal vez deberíamos hacerlo de noche para no tener que trabajar tan de prisa.

    Y tal vez esa sea la peor idea que he escuchado en mi vida…, refutó. Hey, no pasa nada. Nos vemos allá en diez minutos.

    Pero, ¿por qué no la subimos en este muelle, tranquilamente?, pregunté señalando el muelle del Club Náutico.

    Porque no les voy a pagar por embarcar tu moto si en Boca Grande es gratis. Ya lo he hecho antes. No te preocupes.

    Conduje desde el Club Náutico hacia Boca Grande. Estaba asustado. No de subir la moto por un muelle cerrado, si se le podía llamar muelle a esos tres metros cuadrados de tablas resecas y pandeadas al lado de la calle que bordeaba la bahía interna de Boca Grande, sino porque sabía que una vez esa moto estuviera sobre el velero sería como si un cordón se reventara, y saldría de casa, si es que se le podía llamar así a Colombia. Aminoré la marcha, pues quería llegar cuando el velero se hallara contra el muelle y la tabla ya estuviera dispuesta. Al fin, el velero ronroneante atracó, y me dirigí lentamente al muelle. Cuando llegué, Leonardo aún no había puesto la tabla. Detuve la moto en el andén. Leí el nombre al costado del velero: Caronte. ¿Qué más quieres? Leonardo y su ayudante hasta ahora ataban las amarras al muelle, toda la operación era aparatosa y subir la moto al velero no se veía fácil. Para hacerlo todo un poquito más excitante, el celador de un edificio situado del otro lado de la calle se acercó.

    Está prohibido usar ese muelle, dijo.

    Lo ignoramos, pero volvió a hablar, esta vez más fuerte. Leonardo, quien se encontraba poniendo la tabla, un delgado listón que se rompería cuando la llanta trasera de la moto estuviera sobre ella, le contestó:

    Tu trabajo es cuidar un edificio. ¿A ti te pagan por vigilar el muelle?.

    Voy a llamar a la policía.

    Eso es todo lo que los colombianos saben decir, gruñó Leonardo. Eso y ‘le voy a decir a mi mamá’.

    ¡Leonardo! ¡Esa tabla es muy delgada!, exclamé.

    ¡Sube, mierda!.

    Y está muy inclinada, añadí y aceleré. Cuando la llanta delantera estuvo sobre el velero, el extremo de la tabla que se encontraba apoyado en el borde de la cubierta golpeó la moto por debajo, quitándole tracción a la llanta trasera y haciéndome perder el equilibrio. ¡Me voy a caer! ¡Te dije que estaba muy inclinada!, grité, pero Ángela subió de un brinco al velero, se metió en la bañera y empujó la moto, ayudándome a recobrar el equilibrio. Leonardo, ¡empuja la puta moto desde atrás!, gruñí.

    Eso hizo, y apenas vio que las dos ruedas de la moto estaban sobre el velero, soltó amarras y arrancó. Una vez lejos del muelle, acomodamos la moto en la popa, lo cual nos tardó más de una hora. Tuvimos que quitar el barandal oxidado a estribor para poder ubicarla en la parte trasera de la bañera. Luego la acostamos, la amarramos, y la cubrimos con una lona azul.

    ¿Ves? Te dije que era fácil, dijo Leonardo lanzando al mar la tabla, que se había rajado a lo largo por el medio.

    Desde el instante en que dejé de temer que mi moto se cayera al agua mientras trataba de subirla a ese velero, comencé a temer que se cayera cuando intentara bajarla. Sería lo que fuese, pero una cosa era segura, y me daba ánimo pensarlo: si se caía, no sería en aguas colombianas.

    4

    Estas fueron las palabras de dos viajeros cualquiera:

    Silencio.

    Nuestra vida será, en adelante, un intento desesperado de llegar hasta un punto negro en un mapa, dijo él mirando la palma de la mano derecha de ella. Ella misma le había dicho que las líneas de la mano, si las veías muy pero muy de cerca, hacían que la piel pareciera un vidrio roto. Seremos dos amantes en mil lugares, y eso suena bastante bien. Ignoramos qué, más que querer, tendremos que ver. Ignoramos qué, más que conocer, no sabremos esquivar. Sabemos que una vuelta a la cuadra con los ojos abiertos es una vuelta al mundo y una vuelta al mundo con los ojos cerrados es una vuelta a la cuadra.

    Silencio.

    Ella, con la solemnidad de quien bautiza a un niño o lo sacrifica:

    "Aquí termina tu paseo por los senderos del hedonismo. ¿Recuerdas cómo esos nueve años de abuso de drogas en una búsqueda desesperada por encontrar el placer te llevaron a conocer los más recónditos altares del espanto? Aquí sucede algo parecido. Y es que donde terminan las fiestas, comienzan las celebraciones. Donde se agotan los brindis y las amenas conversaciones, nacen hogueras y cantos tribales. Donde acaba el quereme de los amantes comienza el vudú entre platanales. Bienvenido a la feria del dolor: aquí lo que pesa no es la carne, sino el temblor. Aquí comienza el viaje".

    "Y después está el por qué. El por qué que debió haber estado antes. Asesiné al preguntón sobre el estrado para que el jurado entendiera que yo hablaba en serio, y lo que dejé de tener de filósofo es lo que tengo de viajero".

    Te equivocas. Lo que tienes de filósofo es lo que tienes de….

    Muñeca, te voy a follar en cada país de América.

    Y así es como la solemnidad toca tierra.

    ¿Pero no fuiste tú quien dijo que los huracanes nacen cuando todos los hombres del mundo parpadean al mismo tiempo?.

    Sí. Lo vi en un sueño.

    5

    El policía de migración en la frontera mexicana se quedó atónito cuando vio que el papel que obtuve en la embajada en Colombia dos semanas atrás era rojo.

    Rojo es para entradas aéreas, explicó. Azul es para terrestres.

    Qué raro, dije. Deben haber cometido algún error en la embajada.

    Por toda respuesta, dijo: ¡Siguiente!, mirando encima de mi hombro. Patrias… Debía admitirlo, me sentía como un mexicano parado a las puertas de Estados Unidos. Y bueno, con alguien tenían que desquitarse.

    Un mes antes de salir de Bogotá llamé al consulado de México con el fin de averiguar qué papeles debía presentar para obtener una visa. Una mujer contestó el teléfono.

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