Bolaño antes de Bolaño. Diario de una residencia en México: Bolaño antes de Bolaño. Diario de una residencia en México
Por Jaime Quezada
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Bolaño antes de Bolaño. Diario de una residencia en México - Jaime Quezada
COMPLEMENTARIAS
Palabras liminares
Bolaño antes de Bolaño
Nosotros, que fuimos muchachos,
hoy somos épocas.
(Octavio Paz)
El tal Bolaño saltó –y solito saltó– todas las fronteras de modos y modas del oficio de escritor que desde muy joven se propuso e impuso. Me conozco el caso Bolaño –porque es un caso– desde sus orígenes. De alguna halagadora manera tengo un temprano acercamiento al dramaturgo, al poeta, al narrador Bolaño que fue. Pero, por sobre todo, al muchacho-joven Roberto Bolaño Ávalos en permanente crecimiento.
Casi dos años (1971-1972) viví en su casa, es decir, la casa de sus padres, en Ciudad de México, calle Samuel 27, una callecita de barrio de la colonia Guadalupe Tepeyac, muy cerca de la Villa, el corazón religioso guadalupano. Entonces él era un muchacho de 18, 19 años, que se había venido muy niño, y con sus padres, desde Chile varios años antes del Golpe Militar del 73, y que ahora abandonaba la enseñanza secundaria sistemática, que se estaba día y noche leyendo y releyendo (de Kafka a Eliot, de Proust a Joyce, de Borges a Paz, de Cortázar a García Márquez), y fumando y fumando, y bebiendo tazones de té con leche, y enojado siempre contra sí mismo o contra el otro (que era acaso yo) o contra el mundo, de un enojo que no se avenía con su blanquísimo rostro barbilampiño o su atenta mirada de precoz intelectual. Un geniecito mañoso
, lo habría llamado buenamente Gabriela Mistral.
Un Gaspar Hauser este Roberto (a imagen y semejanza del protagonista de la novela de Jacob Wassermann), que no salía de su habitación-sala-comedor sino para ir al retrete o comentar en voz alta, tirándose los pelos de su amplia cabellera, algún pasaje del libro que estaba leyendo. O para acompañarme pacientemente –él, un paciente e impaciente lector– a la fuente de soda de la esquina, mientras yo me bebía una cerveza Superior y él, un licuado de guayaba. O salir conmigo a la vivencialidad cotidiana y plural de un México revelador de historia y vida más allá de Un domingo en la Alameda, el vivísimo e iluminador mural de Diego Rivera.
Yo entones escribía (los jueves) comentarios de política internacional (en especial el proceso chileno del gobierno del presidente Allende) en el diario El Universal y, a su vez (los domingos), artículos literarios para la Revista Mexicana de Cultura, suplemento dominical del diario El Nacional. El bueno de Juan Rejano (un español republicano exiliado en México y amigo de Neruda) me había abierto generosamente las puertas del periódico invitándome a colaborar en dichas páginas. Y colaboré durante todo ese tiempo mexicano tan mío.
El Premio Nobel a Pablo Neruda (1971) me sorprendió en México y tuve entonces materia y lectura para varios meses. Y Roberto se entusiasmó y se motivó al verme teclear todas las mañanas en la única máquina de escribir –una Royal portátil– que había en su casa. Y, entonces, nos hicimos un horario. Por las mañanas, yo. Y por las tardes él ocupaba esa pequeña máquina de escribir.
Tengo ganas de escribir una obra de teatro
, me dijo un día. Y la escribió en menos de tres semanas. Una obra más gestual que textual, más mímica que parlamento. Con un sólo personaje, un personaje monologante que se burlaba de Carroll, de Kafka, de Joyce. ¡Y ya se estaba leyendo a Joyce –Retrato del artista adolescente–, y comentándolo! ("Tengo que leerme el Ulises", repetía varias veces). La obrita la envió a un concurso literario de La Habana, yo mismo lo acompañé a la Embajada de Cuba. No pasó nada. Pero por allí andaba la rejunta tácita de su futura escritura. El divino botón, diría Cortázar. Cómo lamento hoy, sin embargo, no conservar esa pieza, tal vez el único intento de dramaturgia en la obra de Bolaño.
Y después, hacia finales de 1972, yo regresé a Chile... Y Bolaño siguió en su México de la región más transparente
escribiendo, ahora, poemas y cuentos y capítulos que serían después tema para sus novelas. Y continuando él una relación (o coincidencias temperamentales) de acercamiento y de amistad con aquellos amigos poetas y escritores que yo había conocido en el México de mi tiempo y de mi residencia. Y de ahí, de ése su México –diciendo adiós a sus padres, si es que les dijo adiós–, a Barcelona, siempre solo, a ganarse la vida y la literatura. Y se la ganó.
Y con una narrativa en búsqueda de un lenguaje, ya no único, sino múltiple. Haciendo así cierta la frase de Margo Glantz: "La literatura puede servir como ensayo para aprender a desleer un mundo o como ensayo verbal para ordenarlo. La preocupación de escribir bien tiene ahora una oposición: la de aquellos que no creen más en los ceremoniales literarios".
Desde muy temprano, entonces, sabía yo que estaba en presencia de un escritor fuera de serie, de un talento nato, de un intelectual impúribus. Le tuve admiración y aprecio y fe desde un principio, a pesar de nuestras siempre contradictorias relaciones de amistad y de literatura. Aun así, algo y mucho de afecto y de ternura rodeó siempre esa mutua relación de amistad. Me respetaba, sin duda, como su hermano, su compañero, su amigo.
La distancia del país de Chile y su lucidez de sismógrafo le permitieron ser el irreverente y el iconoclasta que fue en relación con las gentes y la literatura de su país natal, y de otras literaturas y latitudes. No muchos se salvaban de la guillotina verbal o escrita, del gesto iracundo o irónico de Bolaño. Tampoco se salvaba la realidad o irrealidad del Chile post Golpe Militar. Tenía sus razones, el hombre. Aunque Bolaño no vivió in situ la sociedad chilena, muchos antecedentes y datos, que luego serían temas para sus novelas e invenciones creativas, le llegaban más bien de oídas o de informantes a veces desinformados. En fin, ahora: un romper de lanzas y un quemar de inciensos.
En agosto-septiembre de 1973, unas semanas antes del Golpe Militar, vino de México a Chile siguiendo la misma ruta que yo había hecho en sentido inverso (Santiago-México) un par de años antes. Esa mañana del 11 de septiembre, y en este Santiago de Chile, se me vino de golpe, y en todo su dramatismo e intensidad, el premonitorio sueño que Roberto me había contado meses antes en el México de su/mi residencia: En el cielo había una espada azul. Una gran espada azul sobrevolando los tejados marrones y rojos de Quilpué.
Sólo que Quilpué era ahora todo Chile. Y sólo esa mañana, también, vine a interpretar en toda su dimensión ese sueño tan de vertiginosa espada cierta.
Aquí, en Santiago, se quedó en mi casa (comuna de La Cisterna) durante aquellos dramáticos y salvajes días, hasta que pudo regresar de nuevo al México de aquella vivencialidad callejera de esos años primeros de la década del setenta. Y cuando Roberto Bolaño estaba lejos –la estrella distante– de ser el narrador que a cabalidad llegaría a ser veintitrés años después. Pero era ya el talentoso muchacho desencantado y encantado con la literatura: Bolaño antes de Bolaño.
En ese México vivencial del 71, del 72, y con la siempre viva emotividad de un Chile muy actual y muy presente, y en todo su suceder y circunstancia de lo contingente-ciudadano, se escribieron cotidianamente estas verosímiles y nada de inventivas páginas. Varia materia en sus intimidades y pluralidades: notas, frases, apuntes, reflexiones, entrevistas, conversaciones, cartas, motivos, diálogos, discursos, artículos de prensa y, en fin, textos que se escribieron en la misma casa familiar de Bolaño, en la misma mesa, en la misma máquina Royal, en el mismo tiempo mexicano que me viví y nos vivimos.
Materia toda que da origen a este muy personal libro-testimonio en su pluralidad de tiempo, memoria, época. O a este diario mío en mí, en sus anotaciones de viaje y errancia. O a este cuaderno de vida-vida, que eso viene a ser en definitiva, viviéndome o desviviéndome una vida como si fuese un libro, y viceversa. Homenaje fraternal, y literario también, a un Roberto Bolaño que conocí en su muchachez (antes de su estirón), y sigo admirativamente conociendo a pesar de su inquietante y desafiante frase: En el centro del texto está la lepra.
J. Q.
Santiago de Chile, y junio de 2007
BOLAÑO ANTES DE BOLAÑO
Diario de una residencia en México
(1971 – 1972)
De tu fementido en lejanías
recibe estas historias del palacio
que ardió en cristal de villanías
y su correr tornó despacio
R.
Visión de Anáhuac. Lo primero que veo en la gran ciudad, entrando de golpe en las formas y los colores de la meseta mexicana, es un mural de Diego Rivera –Un domingo en la Alameda– en la amplia antesala del Hotel Alameda de la multánime Avenida Juárez en la mismísima festiva Alameda. Y toda la región más transparente del aire
, según una frase de Alfonso Reyes –el maestro esencial del idioma, en una frase también esencial de Neruda–ponderando aquella bellamente ondulante meseta del Anáhuac, aunque Humboldt, el naturalista y geógrafo alemán, la diría también en un pasado de viajes y expediciones por el alto Valle de México.
Y en lo mejor de este siglo veinte La región más transparente será título para una de las novelas consagratorias de Carlos Fuentes, o la biografía de una ciudad
como la llama representativamente el mismo autor.
Y a su vez, el propio Diego Rivera, tan real y tan mitológico, retratándose así mismo muy niño en un extremo de este amplio mural. Ese niño, todo asombro, todo mito, elegantemente vestido de traje dominguero, con una alegórica serpiente emplumada a manera de collar cubriendo su menudo cuello, pareciera estar ahí observando la historia, la geografía, las gentes (las vivas y las muertas), las costumbres, el fervor, la música, el aire todo, en fin, el paisaje más allá de infinitos campos de milpas y de magueyes.
Quisiera yo mismo ser ahora ese niño –y lo soy– en el asombro y el remirar un México antiguo y mágico, nuevo y permanente, florido y maravilloso. Ya lo escribió con su eterna caligrafía Neruda, no en tu prodigioso mural, Diego Rivera, sino en los portentosos muros de tu México: Aquí te dejo mi amor por libre y por profundo
.
*
Canción para quebrar la piñata. Cumpleaños de Roberto Bolaño. María Victoria, su madre, llega por la tarde con una vistosa piñata para celebrar los 18 años del querido y malcriado hijo. No hay cumpleaños sin piñata, se dice en México. Y sin algarabías, cantos, sonidos de tambores. Una festiva tradición, un juego lúdico, un desear suertes, parabienes y felicidades al festejado. Y no sólo al niño, niño; al niño hombre también. Menores y mayores en un rito-fiesta-cumpleaños de alegres saludos. Toda una fantasía popular, de feria, de fiesta, de tradición que se prolonga y reaparece.
En el pequeño patio de la casa y desde la rama de un árbol de fresno la piñata cuelga luciendo todos sus colores. Tiene la imagen y semejanza de una cabeza olmeca, toda hecha de cartón-piedra y revestida de serpentinos dibujos y coloreadas cintas de papel. Bella y atrayente pieza de artesanía, más bien. Cabeza olmeca que fue