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Calles Oscuras
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Libro electrónico243 páginas3 horas

Calles Oscuras

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Una novela hilada por los días que vive un personaje bogotano lleno de pensamientos adversos y hostiles contra los habitantes de la ciudad, pues la ve indecorosa e insensata. Calles Oscuras es un relato emotivo, dinámico y realista de la vida nocturna, es la Bogotá de calles oscuras, tan alejada a veces del ciudadano promedio, pero íntimo y compren
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2020
ISBN9789585481084
Calles Oscuras
Autor

Daniel Alejandro Páez

Daniel Alejandro Páez (1985) es psicólogo y docente universitario con experiencia en cátedras de cognición, emoción, inteligencia, lenguaje y pensamiento, así como en los campos aplicados de educación y clínica. Su carrera como escritor la inició durante su vida en la ciudad de Buenos Aires. En dos ocasiones recorrió por tierra Latinoamérica reuniendo experiencias en Bolivia, Perú, Ecuador, Argentina, y por supuesto, Colombia, que luego ordenó y publicó en el año 2019 bajo el nombre de «Fábulas de un animal». Desde el año 2015, trabajó como docente universitario en Colombia y en 2018 publicó su primera novela, llamada «Calles Oscuras», una historia de realismo sucio contextualizada en las calles de Bogotá. En 2019, decidió renunciar a la universidad y viajar a los Estados Unidos, a la ciudad de Newark del estado de Nueva Jersey donde vivió durante 6 meses mientras trabajó en un supermercado donde encontró su última historia, la cual decidió escribir en República Dominicana en marzo de 2020, lugar donde quedó atrapado durante 5 meses a raíz del cierre de fronteras a causa de la pandemia. En la actualidad, retomó su trabajo como docente universitario en la ciudad de Bogotá al tiempo que prepara su próxima historia sobre su vida encerrado en la isla.

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    Calles Oscuras - Daniel Alejandro Páez

    Página Legal

    © 2017: Daniel Alejandro Páez Acevedo

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Primera Edición Abril 2018

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

    Editor: María Fernanda Medrano Prado.

    Celular: 316 373 1419

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN: 978-958-5481-08-4

    Corrección de estilo: María Fernanda Medrano

    Maqueta de cubierta: David A. Avendaño

    Fotografía de Cubierta: Brunel Johnson

    Diseño y diagramación: David A. Avendaño

    Primera edición: Colombia 2018

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    A los caídos…

    Al prólogo se le podría llamar pararrayos.

    Lichtenberg

    Bogotá es una ciudad odiosa, llena de imperfecciones modernistas. Esta enfermedad de las ciudades occidentales que han buscado el desarrollo y aliviar sus trastornos con edificios de pañetados de hollín y calles llenas de grasa transitada a diario por millones de ciudadanos apurados para tener dos espacios en los edificios; uno para guardar la cabeza en las noches y otro para pasar el día acumulando archivos de clientes molestos o petitorios fiscales.

    Bogotá sufre todos los síntomas negativos del caos sin el beneficio de la experiencia; una inundación la colapsa, pero nunca se atienden sus causas. Es una ciudad antinatural, idealista, chovinista, apática, egoísta, vanidosa, resbalosa, frenética, alevosa, indigna, asfixiante, calurosa, lluviosa, húmeda, expectorante, radical, insensata, desadaptada, excéntrica y violenta. Y yo terminé acá, tratando de pasar inadvertido para no ser igual a ella, pero esto fue imposible, soy el resultado de nacer y vivir gran parte de mis años en esta ciudad.

    PRÓLOGO

    Pasé seis años fuera del país, en gran parte huyendo de la insensatez de sus habitantes, pero las fuerzas del azar quisieron traerme de vuelta. Llegué hace dos años y desde el principio mis pulmones supieron que habían aterrizado en Colombia.

    Vivo cerca de la avenida Ciudad de Cali, una de las más contaminadas de esta ciudad –Bogotá– pero, sobre todo, seca y sin un solo árbol en varios kilómetros. La ventana de mi cuarto da frente al paradero despavimentado de talleres mecánicos para tractomulas. El suelo es árido, arenoso y rancio por los fluidos viscosos de los motores de esas bestias rodantes. De vez en cuando, suenan esas poderosas cornetas que hacen temblar varios edificios a la redonda.

    Los mecánicos suelen reunirse en una esquina a comer la lechona y el chicharrón que venden en un viejo auto estacionado desde muy temprano. Comen con las manos negras por el aceite y se chupan los dedos saboreando el suculento sabor del arroz con cerdo lubricado con el sudor de la grasa del animal y de los motores.

    Alrededor de los talleres, se extienden los antros de cerveza de a peso y olor a nicotina de Pielroja. Las caras pálidas de mecánicos veteranos se dejan entrever detrás de varias botellas de cerveza. En una mesa, aislado, se encuentra uno tipo canoso; con su mirada demuestra la sabiduría del perro viejo, mientras los otros gritan con sus bullosas gargantas barbaridades teñidas de un somero ingenio, él silencioso observa el ambiente y su pesada mirada nos escudriña a todos.

    Mi cama está llena de tierra, huele a humo y a lubricante de motor. Tengo un mueble de madera roída, no sé de dónde salió, pero en él apiño treinta y tres libros de constante consulta. El primero tiene las marcas del dedo que suelo pasar para comprobar la polución del día.

    Se trata de un libro de aforismos del ilustrado alemán Lichtenberg que recuperé de una vieja caja de mudanza. Cuando lo leí por primera vez, envidié su forma de sintetizar en unas cuantas palabras ideas grandes, de hecho, quizá sea el único ilustrado que merece ese título, el resto, son pesados carga palabras, de paupérrimas vidas, que nos han llevado a estos dos siglos de mediocre modernidad como la que ahora se vive en esta ciudad.

    Bogotá, como ciudad occidental, adquirió los esquemas sociales de la modernidad europea y la profundidad intelectual de un jalador de discoteca.

    De pequeño viví en el Centro, cerca del barrio La Candelaria y de su Biblioteca Luis Ángel Arango, lugar que hoy asumo como el mejor lugar de la ciudad, solo rivalizado, quizá, por el Jardín botánico. Solía llegar muy temprano para pasar el día leyendo libros que a mi edad –y a mi bolsillo– estaban completamente fuera mi alcance.

    En la biblioteca aprendí a armar conversaciones en alemán que nunca tuve con quién practicar. Leí desde los 14 años los libros de Kundera y Rabahl, y, en ocasiones, pasaba la mañana en la mapoteca, conociendo el mundo a través de sus registros gráficos de ríos, montañas, lagos y fronteras. Soñaba con conocer el Planeta, soñaba con algún día ser ciudadano del mundo, pero tenía que regresar obligado a casa al medio día para poder comer, pues no me alcanzaba ni para galletas sin azúcar. La realidad me mostraba que no me podía alejar más de tres kilómetros de mi hogar o moriría de hambre: escueto, flácido e indigente.

    Solía ver a decenas de turistas por las calles admirando los bares y restaurantes de lujo. Caminaba por el Chorro de Quevedo, observaba jóvenes tomadores de chicha, masato y uno que otro porro escondido a la vista, pero no al olfato.

    En la tarde llegaban cuenteros y mimos que ambientaban el espacio con sórdidas narraciones que para los espectadores se quedaban en el humor fácil, pocas veces notaban el contenido triste que se ocultaba detrás de esas voces.

    Entraba a las tiendas que rodeaban la plaza de piedra y veía a los borrachos sentados con la mirada perdida. Olía a cebada. Detrás del mostrador, una señora de burdo maquillaje y crespos brillantes atendía lo que bien podría ser aguardiente, o en mi caso, galletas con crema, pagados con los dos centavos que solía cargar en mis bolsillos.

    Yo viví la Bogotá del centro muy joven; la viví de niño, viví la bohemia de la mañana llegando al colegio y no me resultaba excéntrica sino cotidiana.

    I

    Me puse unas viejas zapatillas, salí del cuarto polvoriento cuando aún estaba despuntando el día y empecé a correr. Logré hacer cinco kilómetros en menos de cuarenta minutos, pasando por barrios residenciales que permanecen vacíos entre semana. Había pocos jóvenes, todos estaban adiestrándose en los colegios que enseñan con firmeza a aceptar con resignación y negación que viven en un país vulgar, pero que hay que amar por encima de todas las cosas: sin critica, ni autocrítica. Cuando crecen, esos mismos jóvenes ven sus barrios creyendo que viven en un gran país y que son grandes ciudadanos porque ven a los jugadores metiendo goles luciendo una camiseta amarilla. Y, atrofiada su capacidad autocrítica, levantan a golpes a todo aquel que ose contradecirlos.

    Pasé corriendo por tiendas y casas vacías, di brincos en el pasto y salté los obstáculos que me presentaban las pequeñas calles, a veces invadidas por taxistas que las pisaban a más de sesenta kilómetros por hora.

    Me detuve en seco y me tiré sobre un pastal. El parque estaba solitario, no eran aún ni las nueve de la mañana y yo, el único en ese lugar, me quedé mirando al cielo, para luego taparme los ojos con las manos. Sentí la angustia de vivir acá y este parecía ser un oasis desolador.

    Un joven con traje pasó junto a mí apurado, con los zapatos brillantes y un corte de pelo de diez centavos, no parecía tener más de 22 años y ya estaba atrapado en la búsqueda de monedas para sostener la pobre calidad de vida que ofrece este mundo. Era muy joven pero ya estaba perdido, si no salía a correr o a escupirle a su jefe, le depararían décadas de vida indigna cuidando a hijos manipuladores y compartiendo los días con ingratos compañeros de trabajo para, al final, recibir un miserable cheque.

    Me incorporé y me quedé sentado; lo miré con desprecio, no lo oculte, no traté de disimularlo, de hecho, me gustaba que se diera cuenta, y así es, él lo notó, y extrañado siguió su camino, andando un poco más rápido. Me dio risa. Eufórico agarré una piedra y se la lancé a los zapatos. Él solo corrió.

    Regresé a mi cuarto, volví a pasar el dedo por Lichtenberg; recibí dos de sus consejos. Fui al baño y escupí la tierra que me tragué durante el trote. Mi barriga cada día lucía más flácida frente al espejo y cuando la miraba desde arriba era peor. Abrí con un alicate la ducha –siempre era igual– y salió un chorro de agua helada causándome una extrema fatiga cuando la sentí escurrir por la nuca. Con los pies, empujé los pedazos pequeños de jabón que habían estado ahí por meses. Las paredes de la bañera estaban cargadas de hongos de color negro y en los bordes incluso había musgo. La cortina estaba opaca y con una espesa capa de grasa de cientos de usos aún no pasados por cloro.

    Salí de la ducha y me sequé con una camiseta blancuzca que llevaba días en el toallero.

    En el cuarto escogí un pantalón de jean y una camisa gris pálida. Me fui a poner las medias, pero me di cuenta que las plantas de los pies ya estaban plagadas de polvo y hollín. Me tuve que sacar los terrones con la mano y ponerme unas medias cafés del estilo que usaba mi abuelo en el año 82… Creo que podrían ser las mismas.

    Fui a la cocina y serví una taza de café frío, odio el café caliente, odio el calor en mi boca. Me lo tomé en tres sorbos y salí de la casa con un par de billetes arrugados y medio rotos en el bolsillo.

    Evité mirar al celador del edificio, no me gusta que me reconozcan, no me gustaba que se supiera que vivía ahí, un día podría llegar muy ebrio y es mejor que pensaran que era un don nadie más, pero si sabían en qué apartamento vivía, llegarían con quejas y las cuentas de cobro por los daños que pudiera haber causado.

    Bajé tres cuadras hacía la avenida Ciudad de Cali, cerca al caño de la Trece. Entré a una tienda y me senté en una polvorienta mesa. Junto a mí, un mecánico obeso con mucho bigote, rastrillaba los cubiertos contra el plato, mascando con la boca abierta un sudado de pollo y arroz. Pedí un café negro a la vieja que atiende, fui insistente: no quiero azúcar, pero ella igual me trajo un pocillo sucio en su plato roto, con tres cubos de azúcar y un palillo de paleta partido al medio para batirlo. Antes de que pudiera apoyarlo en la mesa, extendí la mano, agarré el pocillo y le repetí: Sin azúcar. Ella regresó a su lugar impasible con el plato, los cubos y el palo.

    Le di tres sorbos al café como inyección rápida para el letargo y dejé que se enfriara el resto. El gordo mecánico siguió rastrillando los cubiertos y saboreando de forma suculenta la salsa del pollo que ahora le escurría por la boca y le daba brillo a sus bigotes. Se detuvo por un instante para echar la cabeza atrás y toser un arroz extraviado mientras emitía tres fuertes espasmos. Se dio un golpe en el pecho y continuó. Sus uñas estaban completamente negras. Fue dejando los pedazos de hueso ya lamidos en el plato. La vieja le trajo más jugo, y él, con un gesto, le agradeció antes de volver a toser.

    Yo seguí tomando mi café, ya estaba casi frío, pero no lo suficiente, así que le pedí a la vieja otra taza vacía para mezclarlo. Ella, impávida, me alcanzó una de plástico y empecé la tarea de enfriarlo. Me concentré completamente, me abstraje mirando el líquido en la superficie. La capa de aceite reflejaba todo tipo de colores, desde el rojo hasta el azul, al fondo, los grumos y la borra.

    Terminé y lo bebí de un solo trago.

    El viejo de al lado terminó de comer y ahora estaba rastrillando sus encías y sus dientes con un mondadientes mientras escupía pequeños restos de comida al suelo. Una niña vestida con delantal salió a recoger los platos de la mesa y luego le dio una barrida ligera a los desperdicios del señor. Él levantó los pies y siguió escarbando y botando restos mientras aliviaba su digestión con varios eructos insonoros.

    Se levantó, pidió la cuenta, pagó con dos billetes, recibió algunas monedas de cambio. Salió y se quedó parado en la esquina.

    Me acerqué con los dos pocillos al mostrador, pagué el café y salí del decadente lugar.

    Seguí en la dirección en la que venía, pasé por un colegio, algunas verdulerías y muchos antros de cerveza, tejo y música carrilera que a esa hora ya resonaban.

    Tomé un bus que me llevara al Norte, debía entregar una hoja de vida en un instituto que trabajaba previniendo el cáncer en niños. Me senté junto a la ventana, se subió una señora con dos niños, cargada de bolsas de retazos de ropa. Los niños pasaron bajo la registradora y ella extendió un billete al señor mientras decía: apuren a buscar puesto; ellos se fueron hasta al fondo del bus, pero la señora decidió sentarse a mi lado para poder vigilarlos.

    Percibí un fuerte olor a cebolla que se desprendía de ella, su pelo era liso y agarrado con un pedazo de tela verde, sus rasgos eran indígenas y parecía tener más de cuarenta años. Quédense quietos, les dijo a sus recocheros niños.

    Luego de diez minutos levantó sus bolsas y se bajaron gritando y haciendo escándalo.

    Más adelante una chica se subió, pero no pagó el pasaje, le extendió un caramelo al chofer y empezó a darnos el habitual sermón del buen saludo antes de repartir variados dulces y maníes a los siete pasajeros del bus. Hablaba del poder de dios, como si no notara que este no hacía efecto ni en su propia vida.

    Siempre se subían alabando al único ser que podía sacarlos de su situación ¡Ridículo! Si son tan trabajadores, seguro merecían algo mejor, pero su sumisión a dios los hizo resignarse a una empobrecida vida. Deberían enfrentarlo, señalarle su fe y exigirle bienaventuranzas a cambio, no que la pongan a trabajar bajo el desprecio de los bogotanos en una de las peores avenidas para ganarse tres centavos que solo alcanzan para comer papas saladas con un poco de ají en las noches. Pero su dios siempre los abandona dejando su suerte a la despreocupada voluntad de los pasajeros de un olvidado bus.

    Le devolví los dulces y el maní y seguí mirando por la ventana.

    Un señor calvo le dio un par de monedas y se guardó los dulces.

    Ella se bajó sin agradecer mucho. El chofer paró en la mitad de la avenida y ella, de un salto, llegó al andén.

    De inmediato se subió un señor, tal cual como la anterior, dando el sermón del saludo y alabando a dios. Ofrecía un juego de lápices, borrador y tajalápiz. Diciendo el éxito está a la vuelta de la esquina, pero nadie le recibió nada, no le quedó más opción que sentarse fatigado y visiblemente molesto.

    Me levanté, timbré y me bajé en la siguiente esquina.

    Entré a un lugar donde vi computadores y pedí uno prestado, acomodé mi hoja de vida y la imprimí. Quien me atendió era una niña de no más de quince años, aún tenía puesto el uniforme del colegio y dos libros de texto abiertos sobre la vitrina.

    Pagué con monedas y salí del lugar.

    Encontré la dirección del instituto, entré y la secretaria ofreció atenderme de inmediato. Me pidió que me sentara a esperar a un tal Doctorcualquier hijueputa–.

    A los diez minutos, se asomó un pelele, lo sabía por su traje cocolo, su pelo brillante y su cara a medio afeitar. Tenía una bata blanca semejando ser un doctor.

    Me llamó a su oficina.

    —Seré breve. —Me dijo—. ¿Tiene usted experiencia con niños enfermos?

    —Alguna. Siempre he estado de lado de los desgraciados, muchos de ellos lo son desde niños.

    —Ja ja. —Sonrió, no entendió que no estaba siendo irónico. —Es cierto. Pero dígame ¿Estaría dispuesto a ir a sus casas y ayudarlos con sus quehaceres?

    —¿Se refiere a limpiarles el culo? —pregunté.

    —A eso mismo, si hace falta. —Respondió con notable seguridad.

    —No, no estaría dispuesto, suelo vomitar con los malos olores, no solo no los limpiaría, sino que haría un desastre peor en el baño o donde sea que caguen, y si él es tan asquiento e intolerante a olores como yo, podría él también vomitar.

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