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El biciclista suicida 2: TransÁndalus
El biciclista suicida 2: TransÁndalus
El biciclista suicida 2: TransÁndalus
Libro electrónico269 páginas3 horas

El biciclista suicida 2: TransÁndalus

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Información de este libro electrónico

Segunda entrega de Las extraordinarias aventuras del Pollo Guerrero, con nuevos personajes e insólitas peripecias.
Descubre la razón de la personalidad de este singular personaje: sus orígenes, su historia y su nueva y sorprendente misión. También a sus nuevos compañeros de viaje, inverosímiles pero entrañables.
Disfruta de sus nuevas aventuras recorriendo el parque nacional de Doñana en el sur de España.
Y prepárate para reir, porque si el primero te gustó, este te va a encantar.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 feb 2016
ISBN9781311446855
El biciclista suicida 2: TransÁndalus
Autor

El Pollo Guerrero

Me compré una bicicleta y comencé a viajar sin dinero, sin destino y sin maleta. Y en todo el mundo comenzó a conocérseme como «El biciclista suicida».

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    El biciclista suicida 2 - El Pollo Guerrero

    TRANSÁNDALUS

    El biciclista suicida

    TRANSÁNDALUS – El biciclista suicida

    Año de publicación: 2015

    Copyright © 2015 El Pollo Guerrero

    Todos los derechos reservados. Este libro está protegido por leyes de copyright y tratados internacionales. No puede ser reproducido entero o en parte sin permiso expreso del autor de la obra.

    Diseño de portada: Dragan Bilic - Pixel Droid Design Studio. dragan74@gmail.com

    ISBN-13: 978-1311492616

    ISBN-10: 1311492616

    ED: ESSW04_20160821

    http://www.elpolloguerrero.com

    mailto:elpolloguerrero@gmail.com

    https://www.facebook.com/CronicasDelPolloGuerrero

    https://twitter.com/ElPolguer

    «Nunca pertenecería a un club

    que admitiera como socio a alguien como yo.»

    Groucho Marx

    Prefacio

    TransÁndalus es la segunda entrega de Las extraordinarias aventuras del Pollo Guerrero, con nuevos personajes e insólitas peripecias.

    Descubre la razón de la increíble personalidad de este singular personaje: sus orígenes, su historia y su nueva y sorprendente misión. También a sus nuevos compañeros, inverosímiles pero entrañables. Disfruta de sus nuevas aventuras recorriendo el parque nacional de Doñana en el sur de España.

    Los lugares, personajes y hechos que aparecen en este libro están inspirados en la realidad, aunque cualquier parecido con ella es pura coincidencia. No deben por tanto atribuirse conductas, acciones o palabras a ninguna persona existente o que haya existido.

    A mis compañeros de ruta,

    Ruthán, Joseko y Zenguelio.

    PRIMERA PARTE:

    Retorno

    La misión

    «Creemos que todo es inmutable y ello nos lleva a vivir en una realidad en verdad efímera».

    Eso me confesó un biciclista que conocí en Tembleque, un pueblo de Toledo, poco antes de que nos ventilásemos la primera caja de botellines de cerveza en el bar de la plaza del pueblo. Poniendo mucho de mi parte y en un arrebato de sinceridad y compañerismo, le confesé mientras lo abrazaba que una vez había participado en un intercambio de parejas, dándolo todo. Ante su rictus silencioso a mandíbula desencajada y ojos fuera de las órbitas —tanto que el derecho se le salió yendo a parar al plato de paella que nos habían puesto de tapa—, le pregunté que si lo había entendido. Me respondió que sí, que él y todo el bar. Así que nos marchamos al minuto sin poder terminar la ronda ante la inquisitiva mirada de los lugareños, no sin antes de que mi amigo recogiera su ojo de cristal y lo guardara en el bolsillo envuelto en una servilleta de papel. Le aclaré a la salida que el intercambio de parejas era mixto y había igual número de mujeres que de hombres. Asintió mientras chupaba el ojo y se lo colocaba de nuevo, dando por soslayada la anécdota. No me atreví entonces a advertirle, para evitar agravios, que se había colocado el ojo al revés —con el iris hacia adentro— y que de esa manera no iba a ver ni torta, pero debía de ser ciego de ese lado porque no pareció darse cuenta. Nos metimos en el bar contiguo y, en un momento, cogimos otra vez carrerilla con las rubias dando rienda suelta a una narrativa locuaz e improvisada sobre la que cabalgaron interminables anécdotas hasta la hora de cierre del establecimiento, o hasta que se acabaron las cervezas frías, no tengo claro el momento. A ver si un día hago memoria y me acuerdo de cuál era la marca de cerveza que bebimos en aquel instante, del que guardo grabadas a fuego imperecederas sensaciones, aunque no por la memorable, contundente e instructiva afirmación de mi compañero respecto a nuestro perecedero credo, sino por el desagradable ardor y póstuma resaca de tan deleznable fermento. Por fortuna existe el chocolate y no hay nada que no se cure con un par de onzas o una docena.

    Pocos meses antes, después de regresar a mi casa habiendo recorrido en bicicleta un tramo del Camino de Santiago —desde León hasta Santiago de Compostela—, recibí una jeroglífica llamada de teléfono en la que un misterioso personaje me comunicaba algo en un idioma que creí identificar como latín. Al no tener libreta a mano, anoté a lapicero y en la pared, lo poco que entendí.

    «tuelectuse»

    Como no aprendí mucho latín en el instituto, en la época en que impartía las doctas enseñanzas de tan arcaica lengua el emérito Don Marcelino Cifuentes, que Dios tenga en su Gloria —apodado «vetacerpuñetas» por su afán permanente en enviarnos a tan ubicua localización cuando le despertábamos mientras impartía su asignatura—, busqué durante interminables horas en Internet el significado de dicha expresión sin resultados aclaratorios. Al poco, recordé que tenía un amigo filólogo y marqué su teléfono como última y gratuita alternativa:

    —Hola Ramón. Soy Polguer. ¿Cómo estás? ¿Tú sabías latín no?

    —Ni soy Ramón ni sé latín. Váyase usted a la mierda idiota.

    —Perdón, creo que me he equivocado... —y me colgó el teléfono.

    Segundo intento:

    —Hola Ramón. Soy Polguer. ¿Te acuerdas de mí?

    —Cómo no voy a acordarme de ti Polguer. No eres fácil de olvidar.

    —Gracias. Lo tomaré como un cumplido. Oye, una cosa: ¿tú sabías latín no?

    —¿Para qué me llamas? ¿Necesitas dinero? ¿Te has metido en algún lio otra vez?

    —¡No… no, en serio! No quiero nada. Solo te llamo para pedirte que me digas que significa una frase en latín, que tú eres filólogo y de los que atendía en clase. Ayúdame por favor.

    —Pues tengo el latín un poco oxidado. Pero venga, dispara.

    —Si alguien te dice «tuelectuse», ¿qué ha querido decir?

    —Mmmm…. Espera un momento —se escucharon lejanos clics de teclas de ordenador. A los pocos segundos respondió—. Significa algo así como que debes de ser tú, o que eres el elegido.

    —¡No digas tonterías Ramón! ¿Estás seguro? No me vaciles.

    —Casi seguro. Eso que dices literalmente podría ser en realidad la expresión latina «tu electus es», y entre lo que pone en el traductor en línea de Internet y lo poco que recuerdo de latín, dice más o menos eso; que te ha tocado vamos. ¿Para qué te han elegido? Espero que no sea para trabajar, porque conociéndote…

    —Eres muy gracioso ¿sabes? Bueno venga, gracias. Un abrazo fuerte tío. Adiós.

    —Lo mismo digo. Que te den.

    —Y a ti con la misma herramienta.

    Al colgar el teléfono escribí en la pared, junto a la literalmente transcrita, la frase correcta: «tu electus es». Releyendo la dichosa frase, pensé:

    En mi vida escuché semejante tontería. ¿A quién cojones se le ocurre elegirme a mí para nada? Cualquiera que me conozca un poco no me escoge ni para repartir mierda. Espero que la elección no incluya responsabilidades, porque no estoy ahora mismo para nada ni para nadie. Tiene cojones la cosa.

    Regresaron entonces a mi cabeza las palabras de Simón, el hombre que conocí en la Encomienda Templaria de Manjarín durante mi reciente peregrinaje a Santiago de Compostela. Mantuvimos un corto encuentro que en la Plaza del Obradoiro, frente a la Catedral de Santiago de Compostela, y me dijo algo así:

    «Escucha con atención Polguer: No te conozco de nada, pero sé que eres una pieza en el tablero y debo advertirte. En tu periplo por el Camino de Santiago no has pasado desapercibido para algunas personas. Has de saber que pronto se pondrán en contacto contigo y no quiero que los tomes a broma. Solo pretendo advertirte que si llegas a algún acuerdo con ellos, entrarás en un juego muy peligroso que pondrá en riesgo tu vida y la de otras personas que te rodean, quizás tus seres queridos. Esta gente no se anda con chiquitas. No deben vernos juntos. No deben relacionarme contigo. Ahora sigue tu camino y no contactes conmigo, salvo en caso de extrema necesidad».

    Mientras hablaba, introdujo sibilino en mi bolsillo un papel en el que había una dirección de correo electrónico anotada a mano. No entendía nada. ¿Qué tenía que ver Simón y su estrafalario atuendo templario en todo esto? ¿Qué conocía él que pudiera servirme de ayuda? ¿Quiénes eran las personas que se habían fijado en mí? ¿De qué acuerdos hablaba? ¿Por qué no me podían relacionar con él? ¿Eran personas peligrosas? Para colmo, recordé el sueño que tuve en Ruitelán durante el Camino de Santiago: Me encontraba en una estancia del castillo de Ponferrada, vestido de templario, blandiendo una espada caliente que no podía soltar y que acababa abrasando mis manos. ¿Me estaba volviendo loco?

    En esta situación, con la cabeza plagada de incógnitas, agobiado por la una desconocida responsabilidad sobrevenida y en un intento por buscar mi verdadera identidad o mi fatal destino, perreé durante meses por los innumerables caminos y tabernas de la provincia de Toledo, entre ellas el bar de la plaza del pueblo de Tembleque donde conocí al biciclista antes referido. No muy pronto o tal vez demasiado tarde, tomé conciencia de mis peligrosos derroteros, más por el temor a que me partieran la cara en cualquier esquina que al de caer alcoholizado, aunque ambas cosas sucedieran a la postre por desgracia. Exhausto por tanto deambular sin sentido y tras una larga jornada de meditación y abstinencia, fui víctima de una importante revelación sentado al sol en la fuente de la plaza de Mora de Toledo: tenía que dejar de beber o iba a acabar arrojado en cualquier cuneta, semienterrado a cuatro patas y mostrando mi culo a modo de mobiliario urbano para aparcar bicicletas. Además se me había acabado el dinero, así que llamé a mi amigo Javier para que me recogiese con su coche y me llevase a casa.

    A los pocos días me encontraba matando el tiempo en el patio de mi casa, quemando un nido de avispas, cuando golpearon la puerta. Salí para abrir pero afuera no había nadie. Del buzón asomaba un pequeño sobre de color sepia. Miré a derecha e izquierda para ver si encontraba algún indicio que me indicara quién había llamado, pero no había ni rastro de vida inteligente en la calle: sólo mi vecino Telesforo que observaba apacible desde la puerta de su casa como su enorme perro cagaba en medio de la acera, dejando el humeante regalo disponible para ser aplastado por el zapato del primer pardillo que pasara despistado. Tampoco vi moverse ningún vehículo u objeto volador no identificado. Con toda probabilidad, el sobre había sido tele-transportado hasta allí por medio de modernas y complejas tecnologías. Lo que no me explico es como llamaron a la puerta; ¿tele-transportarían también alguna entidad física con dedos articulados y nudillos para hacerlo? ¿Y por qué no llamaron al timbre?.... Cogí el sobre del buzón y volví al interior de la vivienda para abrirlo. Dentro había una nota hecha con una máquina de escribir antigua, que contenía la siguiente información:

    FAC ITER AD MERIDIEM

    Omnis virtus probatio est

    Fides: eam suspicatur

    Spes: 37°12'27.3N 6°55'34.1W

    Caritas: 37°23'03.1N 5°59'45.0W

    Iustitia: 37°26'54.3N 6°21'55.6W

    Prudentia: 36°46'41.0N 6°21'13.4W

    Fortituto: eam suspicatur

    Temperatio: eam suspicatur

    Pluria nuntia in itinere

    Esta vez, eché mano de un traductor en internet, pero los resultados eran del todo incongruentes. Como no sacaba nada en claro, entró de nuevo en acción mi amigo Ramón el filólogo, al que llamé otra vez para que resolviera el jeroglífico, prometiéndole en falso que le pagaría unas cervezas algún día. Accedió a revelarme la solución y, durante un buen rato, deletreé al teléfono las palabras y escribí en un papel —en la pared ya no cabía— la traducción que Ramón me hacía. Cuando concluimos, colgué sin decir ni gracias para no dar opción a que me pidiera algo más a cambio del favor.

    Me dijo que las dos primeras líneas significaban algo así como:

    VIAJA HACIA EL SUR

    Toda virtud es una prueba

    Las líneas que había más abajo, hacían referencia a lo que según la teología católica se denominan las tres virtudes teologales —Fe, Esperanza y Caridad— y las cuatro cardinales —Justicia, Prudencia, Fortaleza y Templanza—. Cada una de ellas venía seguida por lo que parecía ser una localización geo-referenciada, excepto tres: la Fe, la Fortaleza y la Templanza. Tras estas últimas aparecía la expresión «eam suspicatur», que significaba algo así como «se le supone». Cerraba el documento una frase que significaba «pronto recibirá más información».

    Con avidez, encendí mi ordenador y busqué la primera geo-referencia. El resultado fue sorprendente: Monasterio de la Rábida en Palos de la Frontera, Huelva. El segundo era: Sevilla, Hospital de la Caridad. Repetí la operación con las otras dos ubicaciones y todas resultaron estar al sur de España, para ser exacto en Andalucía occidental.

    Reflexioné largo y profundo sobre todo ello y sobre los hechos que acababan de acontecer, llegando a una importante conclusión: mi vecino Telesforo es un cerdo malnacido y algún día tendré que denunciarlo o quemar su casa y que parezca un accidente.

    Cansado, me senté en mi sillón favorito y cerré los ojos. De nuevo medité durante largo rato y me vi sumido en profundas reflexiones, intentando hallar un nexo de unión entre la información que acababa de recibir y los acontecimientos vividos en las últimas semanas y en el camino de Santiago. A los dos minutos ya me había dormido. Media hora más tarde desperté con el cuello quebrado y un dolor cervical agudo. Entonces me fui a la cocina y, mientras preparaba a modo de analgésico un bocadillo de mortadela con aceitunas e ibuprofeno espolvoreado encima de una tira de onzas de chocolate, hilvané recuerdos y deduje la posibilidad de que todos los misterios pudieran tener alguna relación y de que las personas de las que me habló Simón pudieran ser las mismas que acababan de enviarme la enigmática misiva. Entonces, apareció como por arte de magia en mi mente una compleja afirmación que activó todo mi sistema cognitivo en una fracción de segundo y levantó todos los vellos de mi cuerpo:

    Ve al sur y busca algo en los sitios que te indican,

    idiota.

    La selección

    Esa misma tarde, después de comerme una tableta de chocolate con esencias de naranja amarga que me revitalizó una barbaridad, recibí varios mensajes en el móvil con información más precisa sobre el objetivo de la misión y comencé a hacer planes para el viaje. Me extrañó mucho no recibir ninguna información referente a las pruebas de la fe, fortaleza y templanza —las que decía «se le supone»—, pero pensé que llegarían más adelante. Tampoco recibí información de cómo ni cuanto iban a pagarme por realizar las encomiendas. Tampoco me importó mucho. En la situación en la que me encontraba era más importante para mí el simple hecho de pasar a la acción que la recompensa. De modo que no le di muchas vueltas y me puse manos a la obra.

    Lo primero que pensé fue que necesitaba una tapadera para no levantar sospechas acerca de mis movimientos por el mapa, por lo que decidí, al igual que en mi anterior experiencia, hacer una ruta en bicicleta. Pirateándole la WIFI a mi vecino Telesforo Perrocagón, localicé algunas bibliotecas online y otras fuentes de documentación gratuitas. Estudié con profundidad el latín, ya que sin duda era el lenguaje en el que preferían comunicarse mis misteriosos preceptores, y recordé otra vez a mi profesor Don Marcelino —si me viera ahora lo iba a flipar—. Me dediqué durante semanas a devorar libros, artículos y documentales sobre la Orden de los Caballeros del Temple, aprendí datos sobre su fundación, sus objetivos, sus normas y su misteriosa y contundente desaparición. Consulté infinidad de mapas y planos, tracé rutas, busqué horarios e hice decenas de llamadas telefónicas. Anoté en mi cuaderno de viaje un montón de datos, memoricé otros tantos y.... olvidé la mayoría. Así, fijé el destino y el objeto de mi viaje. Después lo planifiqué durante días, marcando las estrategias y los planes B, prediciendo las posibles rutas cerca de los puntos calientes, para aproximarme sin llamar la atención en exceso a posibles merodeadores, si es que existían, y esfumarme si aparecían complicaciones.

    Advertí que necesitaría algo de dinero para la aventura y busqué recursos económicos. Tras un largo rato intentando forzar la raja de mi hucha-cerdito de arcilla, la estampé contra el suelo, conté las monedas y llegué a la conclusión de que no había ahorrado mucho en los últimos tiempos: 12,50 euros en monedas de 10 y 5 céntimos. Era evidente que necesitaba financiación. Buscaré compañía, me dije. Intuí que sería bueno contar con un guía y un guardaespaldas. No me pregunten qué sentido tiene, pues se me ocurrió así de repente: puestos a pedir es mejor no quedarse corto. Les implicaría en el proyecto con la vieja argucia de montar un negocio juntos y después repartir los beneficios. Cavilé, pergeñé y al final hallé un argumento creíble: el falso motivo del viaje era «Realizar una vuelta en bici por Doñana, hacer un reportaje fotográfico y venderlo después a los medios de comunicación y agencias de Turismo Activo». Habida cuenta de mi experiencia en el sector turístico, sería una buena coartada cargada de argumentos y nadie sospecharía. Además, yo aportaría la idea y ellos correrían con los gastos —amén de trabajar sin honorarios—. En cuanto a los beneficios después de gastos, los repartiríamos al 40% para mí y el 20% para cada uno de ellos. Como aval de confianza, inventaría un contrato con National Geographic y les firmaría a cuenta un pagaré a 90 días. Además presumiría de solvencia dejándoles ver con sutileza una cartera cargada con tarjetas de crédito y billetes de pega.

    Con todo pensado y repensado, publiqué múltiples anuncios en revistas especializadas y de segunda mano, requiriendo personas que tuvieran el perfil adecuado, con alta disponibilidad y prestancia amén de un intachable currículum y, por supuesto, vehículo propio y algunos fondos en el banco. Al cabo de dos semanas me habían llamado un buen puñado de candidatos: cuatro, para ser más exacto. Revisé sus currículos y realicé alguna pesquisa a través de unos contactos que mantengo en el MIT —Mando de Inteligencia Toledana—. Así, seleccioné a las tres personas con los perfiles idóneos para llevar a buen fin mi misión: individuos perseguidos por la justicia, sin nada que hacer y sin nada que perder.

    Al primero que llamé fue al guardaespaldas. Era el único que poseía vehículo a motor propio, cámara de fotos profesional y además el que más cerca vivía; Parla, aunque era natural de Getxo, Bizkaia, en el País Vasco. Su nombre es Joseko: fornido biciclista dispuesto a adentrarse sin temor en misteriosos e inescrutables parajes. Adora la fotografía, la música y el pacharán. «Los piñones de la bici los invento un quejica aburguesado», me dijo por teléfono cuando le pregunté por las características de su biciclo. Para demostrar sus convicciones soldó el plato grande y el piñón pequeño, dejando inutilizados los accionadores del cambio. Omitiré sus apellidos por petición expresa, ya que es un ex convicto condenado por múltiples delitos menores, casi todos peleas callejeras con agravamiento por amontonamiento de agredidos en contenedores de basura e insultos vejatorios a la autoridad, al clero y, en general, a todo ser animado a menos de cien metros a la redonda en el momento de su captura. Tiene amplia experiencia trabajando como portero raso de discotecas y clubs de alterne. Aunque sólo levanta 178 centímetros, tiene una planta impresionante y un careto que acojona desde el primer momento. Se ha presentado doce veces a las oposiciones para policía local de Parla y vigilante de seguridad en el aeropuerto o en el bar, sin éxito. Quedé con él para que me recogiera en la estación de cercanías de Parla y como siempre, le hice esperar aproximadamente media hora. Al darme la mano, me sacudió de tal manera que me crujieron todas las articulaciones del cuerpo, menos las rodillas y el espacio intervertebral L5–S1. Tiene unas manazas que parecen manojos de pollas y una fuerza impresionante. Después de conocernos y conversar un rato sobre el destino de la expedición y por la cría, apareamiento y recolección de las aves migratorias —dice que en el pueblo de una novia que tuvo

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