Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La mosqueta
La mosqueta
La mosqueta
Libro electrónico401 páginas5 horas

La mosqueta

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El caso de Lear, protagonista de “La mosqueta”, ha llamado la atención dadas las peculiaridades de “su” realidad. Se ha enrollado en torno a él cual serpiente cuyo cascabel resuena con melodías de The Beatles.
La influencia de haber crecido al ritmo de sus canciones lo indujo a admirarlos. Curioso, quiso conocer el mensaje transmitido en esas composiciones y, diccionario en mano, las tradujo. Por eso le resultan familiares y acompañan los sucesos de su vida, asomando en su mente pasajes de aquellas composiciones.
Ese asunto no es una excentricidad, y quizás tampoco lo sea otra de sus costumbres, llevar desde joven un diario íntimo. Ante sus treinta y cinco años de vida suman decenas de cuadernos manuscritos que atesora y conserva, pero sólo hasta el fin de esta novela.
Fuera de esos detalles y la incógnita de no saber nada sobre su padre, todo había resultado normal en la vida de Lear hasta dejar con Julia, su novia.
La soledad de sus noches de vigilia y esta circunstancia, despiertan en Lear dormidos genes heredados de su progenitor. Nuevos y extraños sucesos lo encierran en un mundo de interrogantes en el cual es difícil deducir bajo qué cubilete se encuentra su ya famosa realidad.
¿Está loco o lo que vive es real? ¿Bajo cual cubilete estará la bolilla? Como sea, algo, en la cabeza de Lear, no está funcionando bien, y tanto que llegará a evaluar asesinar a Julia.
Quizás la magia de los Beatles, extrañas alucinaciones, o mera buena fortuna, evita que la psicosis que lo afecta lo lleve a producir daños. Al contrario, esa suerte de ¿enfermedad? lo salvará, poniendo a su alcance un arma secreta para reconquistar su amor perdido.
Un nieto estrafalario llegará de la nada mediante un procedimiento novedoso que le permitirá a Lear conocer el futuro.¿Será esto posible? Quizás, pero de todos modos Lear sorteará los escollos y triunfará en la vida.
“La mosqueta” es un texto irreverente, con destellos de un humor irónico que envuelve a la ciudad de Montevideo en un entorno cuasi surrealista. La prosa es fluida y simple, de coloquial sabor rioplatense, que adquiere complejidad a medida que Lear, apremiado por el destino y quizás alimentado por su ¿dolencia?, desarrolla su personalidad.
“La mosqueta” narra aconteceres de la vida, y ésta rodea a Lear con su gran variedad de atributos. Se trata de una fantasía con toques de ciencia ficción, amor, sexo, humor y drama.
Es una novela diferente, amena, cuya lectura puede ser abordada a partir de adolescentes tardíos, abarcando un amplio espectro de lectores donde la edad y el nivel intelectual no son óbices para su disfrute.
¿Lecturas con cierto grado de aproximación? Pues, salvando distancias, algunas por estilo narrativo, otras por manejar elementos semejantes, todas por el mundo particular y la forma de razonar de sus protagonistas: “La conjura de los necios”, “El guardián en el centeno”, “Matadero cinco”, “La senda del perdedor”, “El infierno”.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 dic 2015
ISBN9781310149757
La mosqueta
Autor

Félix Acosta Fitipaldi

Nací en Montevideo en el mismo año que Ana Belén (de acuerdo a una de sus canciones) y morí de amor doce años después para ahogarme en poemas inútiles. Renacido sin corazón recién más allá de los veinte, trabajé en su reconstrucción hasta que estuvo acorazado y listo para navegar sin sufrir daño, esta vez en mares de prosa y piel tierna casi en partes iguales.Me gané la vida como pude con los medios que tuve a mi alcance, siempre en tareas alejadas de la literatura pues para ella, amiga de mi soledad, era el tiempo que el amor y el trabajo dejaba libre.Llegaron así mis hijas de la carne y mis hijos de las letras, creciendo cada uno a su manera, comiendo de mi pan y satisfaciendo mi espíritu con su mera existencia.Lo demás está allí, reposando en mi espera de nietos y unos pocos libros en oferta. Mis hijas en su buen camino. Los libros, pues, si se venden o se leen no me interesa; son tiempo ganado, tiempo sólido, lo que pude construir cuando bien podría haber perdido el tiempo. No más que eso.Ahora, aquí, están disponibles cinco de mis libros. Quizás a alguno le interese contar con algún ejemplar impreso, los cuales están disponibles en Amazon. Uno de ellos: https://www.amazon.com/-/es/F%C3%A9lix-Acosta/dp/1508716781/ref=tmm_pap_swatch_0?_encoding=UTF8&qid=&sr=

Relacionado con La mosqueta

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La mosqueta

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La mosqueta - Félix Acosta Fitipaldi

    El tonto de la colina

    Tomaba un desayuno caliente en el bar de Colonia y Minas, tal como lo venía haciendo desde mi ruptura con Julia, tres semanas atrás. Desde entonces silencio total, llamados sin respuesta y mensajes ignorados. Era esta ceremonia la que más me la recordaba, pues desayunábamos juntos en su departamento.

    "De repente no soy la mitad del hombre que solía ser, una sombra se cierne sobre mí. Ayer el amor era un juego fácil de jugar. Ahora necesito un lugar donde esconderme. (Yesterday" - Lennon-McCARTNEY)

    Apenas los recuerdos y algún nostálgico sueño me quedaban, sólo en ellos podría pasar a despertarla al terminar mi turno. Mientras se duchaba yo preparaba café y pasaba rodajas de pan por el tostador. A veces se mantenía bajo el agua aguardándome, y luego de juguetear llevábamos húmeda nuestra ansiedad hasta la cama.

    No importaba que el desayuno se enfriara ni que se le hiciera tarde, le bastaba dar unos picotones al alimento, entre sonrisas y bromas, para luego volar al instituto donde enseña literatura. Tras cerrarse la puerta, envuelto aún en la aureola de su fragancia, observaba por la mirilla hasta que se la llevaba el ascensor. Permanecía en su refugio un rato más, dedicándome a ordenar tálamo y mesa para luego sí, volver a mi casa y dormir a pata suelta.

    Aquello ocurría antes que me acosara la incertidumbre, la agonía, la desesperación; cuando lo peor era no tenerla y sobrellevar el insomnio, cuando lejos estaba de imaginar la serie de sucesos insólitos que enmarañaron mis ideas, en forma tal, que la realidad y la fantasía se tornaron difíciles de distinguir.

    Así que terminaba el desayuno esa mañana ante la Plaza de los Treinta y Tres. Lo hacía intentando evadir mi mente del acoso de su ausencia. Observaba los primeros rayos de un sol que, recién liberado por los tejados, antes de reinar en las alturas sería filtrado por las copas de árboles centenarios. De vez en cuando me traía a la realidad la letanía del informativo de la TV del bar, indicando que la ciudad iniciaba otra jornada rutinaria.

    Creo que nada diferente a la escena que se desarrollaba en la acera de enfrente hubiese podido quitarme de mi introspección y dejara de preguntarme qué mierdas hago en este mundo, pues observar los movimientos de un extraño sujeto me atrapó con inusitada curiosidad.

    Como la ridiculez jamás pasa de moda no fue su vestimenta lo que me llamó la atención sino su actitud. La posibilidad de que se tratase de un turista la deseché en forma inmediata. Ninguno de ellos se deslumbra ante nuestros edificios. Nunca ofrecen el aspecto de un ciego que recobrando la visión otea su entorno. No adelantan la nariz como pretendiendo absorber fragancias exquisitas. Tampoco giran lentamente ni observan con tanto interés ya sea un transeúnte, una columna, un perro.

    –¡Un loco! –Me dije, dispuesto a restarle mi atención, momento en el cual se le acercó un policía, quizás a preguntarle si buscaba alguna dirección o necesitaba ayuda para algo. Recuerdo que se aproximó por detrás y elevó la mano para hacerlo volverse tocándole el hombro. En el mismo momento en que la mano del policía tomaba contacto con él, ese hombre extravagante desapareció: se esfumó ante nuestros ojos.

    La sorpresa y la incredulidad atontaban el rostro azorado del policía, que miraba hacia todas partes como intentando descubrir al bromista. Estuve a punto de cruzar la calle corriendo y decirle que yo también lo había visto. No lo hice de inmediato, para mí también era demasiado y, como solía ocurrirme ante situaciones inesperadas, simplemente me congelé.

    Esa especie de alienación en la que me hallaba sumido los últimos días parecían gritarme: ¡Terminarás demente! ¡Demente ja ja ja! A veces era mi propia voz la que oía, a veces la de Julia y en otras oportunidades la de mi madre.

    Temí que lo observado fuese consecuencia de un trastorno de mi golpeada emotividad o de mi conciencia aturdida. Lleno de bronca tiré un billete sobre la mesa y corrí hacia el policía quien, subiendo por Minas, tomaba 18 de Julio hacia Plaza Independencia. Si concordábamos en que los dos vimos lo mismo estábamos cuerdos y no camino a la locura.

    El trajín peatonal y el tránsito vehicular por 18 de Julio aún eran escasos, el asunto es que el policía vio hacia atrás al advertir el sonido de mi corrida y se detuvo. Seguro de contactarlo aminoré el andar sin quitarle la vista de encima. Lo mismo hizo él, que se mantuvo esperándome cruzado de brazos y frunciendo el ceño, de forma tal que percibí con claridad su mal humor desde el par de decenas de metros que nos separaba.

    –¿Cómo lo hizo y qué pretende? –me dijo a boca de jarro apenas estuve a unos pasos.

    –No hice nada. ¡Pero lo vi! Acabo de terminar mi turno en el taxi y comía algo antes de ir a dormir cuando vi a ese hombre desaparecer bajo su mano. ¿De eso me está hablando?

    El policía dudaba, era notorio que sospechaba de mí. No supe qué cara poner, sonreír podría ser perjudicial ante alguien que supone ser víctima de una broma: –Estaba en el bar y lo vi todo por la ventana. ¡Si duda, estaba ahí, puede preguntarle a alguien más! –dije, señalando a un tipo que nos observaba desde la esquina.

    Entonces advertí al ser humano escondido bajo el uniforme de policía, una persona llena de dudas ante lo incomprensible, acaso exhausto bajo el peso del temor y la incertidumbre; alguien que como yo, duda, no sólo de sí mismo, de su capacidad y su futuro, sino de todas las convenciones sociales, éticas y religiosas que abonaron su crecimiento.

    Pretendió dar aplomo a sus palabras y restar trascendencia al episodio, fingir que no le importaba, que se reía del hecho pese a haberlo vivido:

    –¡Qué! ¿Va a decirme que era un fantasma que perdió el camino de regreso a su nicho? ¡Usted sabe algo! ¿Se trata de publicidad?

    –¡Nada que ver! Yo no lo hice. Pero si buscamos una respuesta coherente se me ocurre una –pareció interesarse y su rostro dejó entrever cierto afloje en su tensión: –Pudo haberse tratado de un holograma.

    –¿Holograma? No entiendo mucho de eso.

    Con suma paciencia le expliqué que son fenómenos visuales de rayos de luz que, presentados al mismo tiempo en un mismo lugar, generan imágenes tridimensionales. El tipo pareció aceptar mi presunción: –Si era eso estuvo muy bueno, parecía un tipo real –agregué –Lo han mostrado mucho en las películas últimamente.

    –Entonces habría que averiguar quién lo hizo y que motivos tuvo para hacerlo. ¿Supone que en este momento el autor de la hazaña está oculto en algún sitio observándonos muerto de risa? –y giraba la vista en torno cual periscopio.

    –Quizás. ¡Qué importa! –Respondí encogiéndome de hombros –Puede que sí. O como usted mismo dijo, puede tratarse de un truco publicitario. Alguien estudiando nuestras reacciones. ¡Como sea! Ya nos enteraremos por la prensa y reiremos de todo este misterio.

    –¡Mejor que sea así! –dijo. Su tono me sonó a velada advertencia.

    –Al menos luego de esta charla puedo confirmar que no estoy loco –dije, intentando cederle también a él semejante alivio. – ¿Usted temió lo mismo?

    –¡Negativo! Si estuviese loco en lugar de policía sería chofer de taxi. Me voy sospechando que todo fue la puta burla de un imbécil con tiempo para perder, otro inadaptado que odia al mundo y a la autoridad, pero que sobre todo se odia a sí mismo. ¡Puaj! –Se mandó un escupitajo. – ¡Ese tipo es un mal parido!

    Con eso de ser chofer de taxi: ¿Demostraba tener sentido del humor o me tomaba el pelo? Lo mandé a cagar con la mirada y volví sobre mis pasos. Una sola palabra prepotente más que me dijera y tendría que detenerme por desacato.

    Volví al bar pues no recordaba si había pagado mi cuenta y tras constatar que lo había hecho me despedí hasta la tarde. Hacía apenas una hora que había entregado el taxi al colega del turno diurno y necesitaba tirarme un rato en la cama aunque me costara dormir.

    Como siempre, antes de andar las siete cuadras hasta mi apartamento recorrí la acera de la casa de Julia.

    "El largo y tortuoso camino que conduce a tu puerta nunca desaparecerá. He visto ese camino antes, siempre me trae aquí, me conduce a tu puerta. (The long and winding road" - Lennon-McCARTNEY)

    Hacerlo inquietaba mi adrenalina, deseaba tener un encuentro fortuito o al menos verla a la distancia. Escrutar su mirada me permitiría descubrir en sus ojos la verdad absoluta. Tenía la esperanza de hallar en el detalle de sus gestos el breve impulso que me haría dar el brazo a torcer. Así, fingiendo una gloriosa sonrisa que disfrazara la habitual, lastimosa, podría decirle: –Está bien, muy bien, de acuerdo: ¡Casémonos! ¿Eso es todo? ¡Casémonos, que mierda!

    En cambio el balde de agua fría de lo inesperado me salió al cruce. Estaba a unos treinta metros de la puerta de su edificio cuando una pareja, entre charla y sonrisas irrumpe en la vereda y dándome la espalda toman el mismo rumbo que yo. No me vieron, ni Julia ni el hombre que la llevaba de la mano. Tales eran sus actitudes que no me hubiesen visto así se toparan conmigo de frente.

    Era todo lo que necesitaba para no cerrar un ojo. Pensé que esa noche sería una suerte si no me dormía ante el volante. Estaba amargado y se me partía la cabeza, mastiqué dos calmantes sin que siquiera me parecieran desagradables.

    Montevideo puede ser una hermosa ciudad o un chiquero infernal, y eso no depende de la propia ciudad ni de los billetes que abulten tu bolsillo, sino de contar con alguien que te acompañe y reconforte. Sólo de ese modo podemos aceptar que no estamos solos y la vida merece de nuestra parte las oportunidades necesarias.

    Por supuesto, esto ha de ocurrir con todas las ciudades del planeta siempre que uno se sienta contenido. No era mi caso, por cierto, y en cualquier otro puto sitio me sentiría la misma lata de refresco aplastada.

    Antes de acostarme me duché durante largo rato, como si pudiera con eso quitarme de encima toda la basura del mundo. La única moneda con capacidad de comprar amor es la ternura, y muy poco se usa. Eso me alarmaba, aun no tenía ni la más remota idea que podrían darse cosas peores pues no conocía a mi nieto. Sin embargo y como llegaría a saberlo tiempo después, él sí tenía sólida percepción de cuán lejos puede llegar el egoísmo y la perversión humana.

    Hombre de ninguna parte

    "Es un real hombre de ninguna parte, sentado en su tierra de ninguna parte, haciendo sus planes de ninguna parte, para nadie. No tiene un punto de vista, no sabe dónde va. ¿No es un poco como tú y yo? (Nowhere man - LENNON-McCartney)

    Conducir un taxi por la noche no es el mejor de los trabajos. Tal como lo evidenció De Niro en Taxi Driver, puede resultar alienante. Pero hay que tener algo a la mano cuando la panza pide garbanzos y el tipo del alquiler es más puntual que un reloj atómico.

    –De vivir en mi apartamento te ahorrarías el alquiler –había dicho Julia alguna vez, cuando la idea del casamiento comenzaba a germinar en su cabecita. Hacía tres años que salíamos pero en mi pasado existía una mala experiencia anterior de convivencia.

    –¡Se trataba de tu tío! –Exclamó cuando le respondí exactamente aquello –Además tampoco es cosa de juramentarnos de por vida. Podemos probar durante un tiempo y ver qué tanto nos toleramos. Es lo más normal y práctico. La semana pasada festejamos mis treinta años. ¿O te olvidaste?

    Sí, fui un imbécil. ¿Qué perdía con darle el gusto? ¿Acaso pedía algo más que ser satisfecha en forma completa en todas sus necesidades? Es que yo apenas cumpliría mis treinta y cinco en media docena de meses, me faltaba mucho mundo para experimentar antes de meterme los grilletes.

    Ella siempre me gustó demasiado, podría afirmar que la quería más que a cualquier otra cosa en el mundo, y eso es peligroso. Siempre me manejé mejor con las que poco y nada me importaban. Por lo cual dar ese paso era importante, diría que crucial. Tomar tal decisión significaba para mí algo así como entregarle el alma eterna y lo asumiría con la mayor seriedad, compromiso y responsabilidad del mundo. Si le fallaba la haría sufrir y no me lo podría perdonar nunca.

    Por supuesto, tal cosa se daría en caso de existir la armonía necesaria, no podría actuar de ese modo si ella no aportaba su contraparte. ¿Estaba ella en condiciones de entregarme su alma eterna? Allí había tenido yo una pequeña pero trascendental duda. ¡Y aun no sabía nada sobre las almas!

    Mi amigo Eugenio suele decir que soy anticuado porque tiendo a mantener relaciones estables. Es cierto, no me agrada saltar de cama en cama, prefiero involucrarme afectivamente y tener sexo pleno. ¿Se entiende? No importa, no sé si alguien hoy día podría comprenderme en forma cabal, todos están muy ocupados poniendo aquí, metiendo allá, dando en el otro lado, agotando lo que hay y pidiendo aunque no haya… Que del corazón sólo se acuerdan cuando les da un infarto.

    El caso es que cada uno es como es y se acepta y vive con eso o se suicida cada día con fuertes dosis de complejos de culpa. ¿Esa era mi circunstancia? Pues sí, lo era, y mi sentimiento de culpa y estupidez hacían que mi existencia valiera menos que un excremento de renacuajo. Comprendía que en mi vida nada sería comparable a la experiencia de vivir junto a Julia.

    Sin embargo con el tema del casamiento prefería no apresurarme, también es bueno desear las cosas un poco, por más que la idea generalizada del presente sea tenerlo todo ya, sin pérdida de tiempo, a como dé lugar y aunque sea delinquiendo. Soy diferente, lo siento así. –¡Un lírico! ¡El último romántico! –diría Eugenio en alguno de esos momentos suyos tras los cuales se señala el pecho y exclama en portugués: –Eu gênio.

    Pues tras cada uno de mis pensamientos retornaba Julia, siempre con su imagen insistiendo en mi mente; cosa que antes, sabiendo que estaríamos juntos, no me ocurría. Supongo que de no haber esgrimido el argumento de las monedas –aquello del alquiler que me ahorraría– no pesaría en la decisión un elemento espurio y definir la situación sería más sencillo.

    Leo lo que escribí entonces y no lo puedo creer. ¡Si cambiarán las personas que meses después llegaría a planear la muerte de Julia! ¿Qué distancia tan nimia existe entre la coherencia y el disparate? ¿De qué somos capaces cuando llegamos al límite? Bueno sería evaluar la posibilidad de estar loco por pensar estas cosas, y no por el novedoso delirio de ver gente disolviéndose en el aire.

    Pero ese aparecido, esa visión, aberración o espejismo... ¿Había sucedido realmente la escena, policía incluido? ¿O era el mal dormir y la insatisfacción introduciéndome en un sueño demasiado palpable durante un adormecimiento? Estaba comenzando a creer eso y dejar de preocuparme cuando volvió a ocurrir.

    Aconteció un par de días después del atardecer en que la vi a ella, muy feliz con otro del brazo, y en eso iba pensando. Recién tomaba mi turno y estaba estacionado junto a la Plaza de los Treinta y Tres pero por Magallanes. Aguardaba algún llamado de la central con grandes deseos de que no se diera y así poder martirizarme a gusto con el recuerdo de Julia.

    Tuve de pronto la sensación de ser observado y giré la cabeza hacia uno de los bancos de la plaza. Había un tipo allí sentado y la distancia no me permitía apreciar sus rasgos. Su vestimenta era normal y no parecía tener nada en común con la del sujeto que desapareció, sin embargo su figura era lo único que me llamaba la atención. Recién ahora, al transcribir esto al archivo Svengali, concluyo que en eso algo tuvo que ver la genética.

    En ese mismo instante, junto al taxi transitó una joven a la que suelo ver en aquél entorno. Ha de vivir en las proximidades pues a diario lleva a su perro a retozar y hacer sus necesidades; para lo cual y como corresponde, llega provista de una bolsa de nailon en la que religiosamente junta los excrementos para luego depositarlos en uno de los tachos de la plaza.

    Pensé que quizás conocía a Julia y hasta era posible que viviera en el mismo edificio. Ahí llegaba Julia nuevamente a mi cabeza cual cagada de paloma, negándome la distracción de observar los movimientos de la muchacha y su perro. Tenía dos planos mentales, simultáneos y superpuestos: por un lado el desarrollo de algunas de las instancias con Julia, y por otro el deambular de aquella desconocida pujando por atraer mi atención.

    Estuve así el tiempo que demoró el can en llegar junto al hombre del banco y rozarlo con su cola batiente. De inmediato la figura sedente se desdibujó, se disolvió en el aire dejando el asiento completamente vacío.

    La joven también lo vio desaparecer y detuvo su marcha al instante, su confusión resultaba evidente. Una voz trémula surgió de su garganta llamando a su mascota, miró en derredor y también yo deslicé mi vista en el entorno.

    Buscábamos a alguien, a otra persona o mejor a varias, cuyo estupor indicara que habían presenciado un hecho inusitado para luego, en corrillo, intercambiar expresiones de asombro.

    Pero la humanidad anda con prisa, la mayoría recién dejaba oficinas y comercios y sólo desean subir a un ómnibus pestilente que apretujados los deje cerca de sus hogares. Eso era comprensible, lo presenciado por la joven y yo no lo era.

    No intenté bajar del taxi y compartir nuestras interrogantes. A veces llegaba acompañada por un hombre, quizás su marido o su novio, y era posible que prefiriese no ser vista hablando con extraños. ¿Algún esposo creería a su mujer si le dijera que conversaba con un perfecto desconocido sobre un hombre que se esfumó en el aire?

    De estos pensamientos anodinos pude rescatar la certeza de que estando acompañada parecía otra, brillaba, cuanto la rodeaba se bañaba de colores más nítidos transformándola en princesa. En cambio en ese momento apenas era una muchacha asombrada caminando con un perro del lazo.

    Junto a su pareja tenía una apariencia semejante a la de Julia durante la mañana anterior, yendo con tanta normalidad del brazo de otro. ¿Se veía así de luminosa cuando iba a mi lado? ¿O en ese caso parecía como arrastrando a un perro con su correa?

    Todo seguía igual, el mundo permanecía ajeno a los sucesos imposibles que sin embargo ocurrían y la gente continuaba su trajín con total naturalidad. Se me dio por pensar en cómo serían sus historias. ¿Acaso tan aburridas, monótonas y tristes como la mía? ¿O acaso alguno tendría la facultad de perpetuar la dicha una vez obtenida?

    Me sentía perdido, tomé de la guantera el cubo de Rubik que jamás he podido solucionar e intenté en vano distraerme. Si no fuese por el aviso de la radio indicándome dónde levantar pasajeros Julia habría vuelto a instalarse tras mis ojos. – ¡Lo tomo! –dije a la operadora de la central, y partí como si hubiese cometido la picardía de dejar a Julia colgada en una cita.

    ¿Cómo lo haces?

    Dos sujetos de aspecto dudoso aguardaban en la vereda del Parque Hotel. Había ido allí por pasaje varias veces, por lo general de madrugada. Apenas verles la cara sabías si en el casino habían ganado o debieron inspeccionar cada rincón de sus bolsillos para juntar el importe del viaje. Determinar esto era importante, en el primer caso significaba que convenía ser amable pues la propina podía ser abultada, en el segundo quizás debieras oficiar de paño de lágrimas y hasta negar caballerosamente la moneda que acaso les sobrara.

    Esta vez la noche recién comenzaba y las caras de los tipos no dejaban traslucir nada. Apenas me detuve subieron con tal celeridad que me dio a sospechar si no estarían escapando luego de asaltar el casino. Tras el golpe de la puerta al cerrarse me dieron la dirección a la cual iban, quedaba en el barrio Marconi, conocida zona roja de nuestra bendita Montevideo.

    ¡También yo caí en la ruleta! –Pensé. –La de la vida y la muerte. Tuve ese instante de duda en el cual el taxista puede apelar al derecho de decir que lo lamenta, que hacia allí sólo traslada pasaje durante el día. Frases que por lo general, si se trata de delincuentes, nos dejan con el caño de un revólver contra la frente. Lo cual no difiere demasiado con llevarlos y ser asaltado en destino.

    El peligro no me importaba en lo más mínimo. No por ser valiente sino porque mi muerte era el camino inmediato para eliminar por siempre mis problemas. Así lo pensé entonces, bien lo recuerdo, y nada sabía de magnetismo genético. Lo cierto es que la inercia de mis desastres, o una deformación profesional incipiente, metió el cambio y el coche rumbeó hacia la incertidumbre.

    Pese a las recomendaciones del Ministerio del Interior en sentido contrario, casi todos mis colegas portan armas. El taxi que conduzco la tiene escondida en la cajuela, lugar hacia donde van a parar los conductores cuando no terminan en una cuneta. –No lo comenten a nadie –dijo el dueño –Si se corre la voz estamos fritos.

    En viajes similares a ese, cuando Julia todavía no había desatendido mi cuerpo ni invadido mi psique, me veía durante el trayecto siendo transportado en la valija del taxi hacia el lugar donde ocurriría mi muerte. Sentía detenerse el auto y aguardaba pistola en mano que los delincuentes levantaran la puerta del baúl.

    Dispararía, seguramente lo haría, sólo que mi imaginación no podía ir más allá de aquél baño de luz que recibía al abrirse la tapa de la cajuela. Tenía la certidumbre que aun trabajando por la noche en ese momento estaría encandilado y el tiro iría a cualquier parte.

    De momento los tipos no hablaban ni entre sí ni conmigo. Antes, cuando todo iba bien con Julia, rogaba para que el pasaje mantuviera la boca cerrada. Ahora prefería que hablasen, como se acostumbra, de cualquier tontería y porque es gratis; del tiempo por ejemplo, del fútbol, la inseguridad, la mujer de otro... Oírlos al menos significaría no volver a mis inútiles pensamientos recurrentes.

    Recordé la pistola del maletero. ¿Por qué no un celular? Esconder un móvil allí sería más efectivo que un arma. El taxista prisionero emitiría la alarma alertando a la policía, de ese modo podrían detener el vehículo antes que hubiese víctimas que lamentar. Decidí tenerlo presente para transmitírselo al dueño del coche y me sentí tan listo como Eugenio, que arma el cubo de Rubik en un par de minutos.

    Distraído con mis meditaciones casi no advierto que faltaba poco para llegar. Al hacerlo aceleré por San Martín para no perder la luz verde del semáforo de Chimborazo. Los tipos continuaban impávidos. Observarlos por el retrovisor me hizo perder un instante la atención en el camino y al volver los ojos al parabrisas vi al hombre de pie en medio de la calzada, pocos metros delante del taxi.

    Mi reacción instantánea fue pisar el freno a fondo, pero no pude evitar atravesar la silueta. El tipo surcó el parabrisas como si estuviese hecho de aire y tuve oportunidad de verle la cara bien de cerca, tanto que pareció metérseme dentro. Por eso no hubo topetazo ni más ruido que el de la frenada y el estruendo de los pasajeros al darse contra el grueso vidrio de la mampara. Detrás del taxi, las huellas negras dejadas por las inmovilizadas cubiertas quedaban de testigos.

    Descendí y miré bajo el coche: nada. Los pasajeros, algo atontados, aun no intentaban abrir las puertas. Sin pensar en lo burda que sonaría mi historia del incidente llamé al 911. Uno de los pasajeros salió fuera del taxi con terrible mal humor, limpiando con un brazo amenazante la sangre que escapaba de su maltrecha nariz: – ¿Qué hiciste, imbécil hijo de puta? –Dijo, estallando de bronca.

    En un segundo, y aunque rengueaba, el otro estuvo a su lado. Esquivé un puñetazo y en el momento en que me acertaban otro se oyeron las sirenas. Mientras yo trastabillaba y caía ambos sujetos miraron hacia la dirección de la cual provenía el sonido: –Esto no queda así –dijo uno; ambos me propinaron sendas patadas en las costillas y luego comenzaron a correr por una calle lateral rumbo al Cementerio del Norte.

    El patrullero apenas se detuvo: –Intentaron asaltarme –les dije ya sentado sobre el pavimento –se fueron por ahí. Me amenazaron de muerte.

    –No les de importancia, por lo general no pasan de bravuconadas –dijo –Deme datos, complexión, vestimenta, edades…

    Mientras el acompañante trasmitía la descripción de los tipos por la radio, y haciendo chirriar los neumáticos a lo Rápido y furioso partieron tras los fugitivos.

    Pensé en irme, pero sabía que convenía quedarse y blanquear un poco el asunto. Cuando volvió la patrulla con las manos vacías les dije que me habían pedido la recaudación, pero como iba a buena velocidad aproveché a frenar de golpe con intenciones de salir corriendo. Luego hablamos trivialidades y desistí de hacer la denuncia mientras llegaban tres patrulleros más. Allí quedaron ellos, cumpliendo con su misión.

    Durante el regreso levanté pasaje. Recuerdo que hablé mucho y sin excepciones con todos los que subieron al taxi esa noche. No es que me hubiese vuelto locuaz de repente o comenzaran a interesarme las opiniones triviales. Tampoco era mi intención evitar pensar en Julia. En realidad deseaba quitar de mi visión el rostro aquél, con su curiosa sonrisa de amabilidad viniéndoseme encima.

    Mientras esperaba para entregarle el coche a mi relevo analicé la situación de mi vida a la luz de la llegada del fantasma. Fue la primera vez que pensé en esas apariciones como fantasmagóricas, si no lo hice antes se debió a su nitidez, para nada difusas, para nada fugaces. Razonar de ese modo me dio otra óptica. Si bien era útil para descartar el inicio de una anormalidad mental, el temor a lo sobrenatural me hizo aceptar tenerla; una enfermedad podría curarse y para lo otro no hay recetas.

    Me constaba que no sólo yo lo había visto, pero luego de su sorpresiva aparición delante del taxi concluí que ese fantasma tenía alguna relación conmigo, a no ser que no se tratara siempre del mismo sino de una invasión de fantasmas.

    Pensar de ese modo me atemorizó y admití que era preferible tener obnubilada la razón, por lo cual acepté la posibilidad de estar enloqueciendo, y no tardaría en hallar argumentos para ello.

    Así como había creído ver un sujeto esfumarse en el aire también podía haber imaginado un policía tocándolo y una muchacha con un perro asombrándose de su desaparición. Luego la imagen visible de mi enajenación, en forma fortuita, evitó que me atracaran o corriera riesgo mi vida.

    Era evidente que el incidente ocurrió: frené, vino la policía, los delincuentes huyeron. Esa era una realidad concluyente. Pero lo otro, lo cuestionable, lo falso, la invención de mi mente, lo que debía ignorar, era la visión.

    Debía cerrar los ojos, ver hacia otro lado, desconocer la presencia del fantasma o lo que fuese, eso que no encajaba dentro de lo lógico. Entonces todo pasaría, seguro. Como dice Eugenio: Quien se conforma con nada todo lo tiene.

    Me apresuré a llegar a casa. Cerré todo para que la claridad del día quedara afuera, me tapé hasta las cejas y procuré en vano pensar en Julia. Lo que me hizo tardar mucho en dormirme fue aquél rostro amable que se me tiró encima mientras yo apretaba el freno, quedando grabado entre mis ojos y la realidad.

    Juntémonos

    "Aquí llega el viejo flacucho con su andar pesado y lento, los ojos desorbitados… (Come togheter" - LENNON-McCartney)

    Cuando desperté era media tarde, el sol filtrándose a través de las persianas cerradas me permitía ver todo un universo de polvo estático flotando en el aire. Tuve una extraña sensación de opresión a la que no di mayor trascendencia. Debí haber dormido varias horas pues mi ánimo era bueno y mi hambre un fastidio al que necesitaba satisfacer.

    Me duché entusiasta y jovial, como si estuviese a punto de acudir a una cita con Julia, hasta que la realidad insoslayable se interpuso entre las gotas de agua y mis ojos cerrados. Fue algo semejante a que apareciera el puñal asesino de Norman Bates para señalar la ruptura e indicarme que ella y yo no estaríamos juntos nunca más, y menos aún bajo la ducha.

    Nunca más, Poe, never more. Ha de ser la más cruel, concluyente y mezquina de todas las frases. Yo vería que lo nuestro no quedase en eso. Porque si efectivamente el destino ha determinado que no vuelva a estar entre sus brazos: ¿Cómo podría continuar existiendo?

    Hubiera ido a otro bar, hacía días que manejaba la necesidad de romper mi rutina, cambiar de aires, abandonar la liturgia de mi temporada con Julia pero no, mi estómago me apremiaba, era un ogro furioso al que sólo calmaría una adecuada dosis de alimento y terminé en el bar de siempre.

    Atacaba unas pizzas como si fuesen las últimas de mi vida y nunca más, nunca

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1