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Niña De Tijuana: Novela
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Niña De Tijuana: Novela
Libro electrónico347 páginas5 horas

Niña De Tijuana: Novela

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NIA de TIJUANA: una novela divertida y emocionante desde la primera pgina. El ingenio e imaginacin del autor no lleva de una aventura a otra acompaando a los protagonistas, sin poder evitarlo. En su reconocida narrativa Javier DUHART nos regala con pasajes sorprendentes de gran emocin y suspenso. El desparpajo con que maneja el modo de habar de los jvenes
de TIJUANA, nos sita con precisin en esa ciudad fronteriza de Baja California, Mxico.

Setecientos treinta y seis mil dlares, encontrados en un lujoso automvil que choca conducido por un hombre herido de bala; Javier, el joven protagonista, casualmente presencia el accidente
ocurrido por la madrugada en su hora de ejercicio. Con intensin de prestarle ayuda al herido lo lleva a un hospital y queda en custodia de los dlares, el lujoso automvil, un fino reloj de oro y una pistola de ltima tecnologa con cuatro cargadores. Bienes que trata de devolver a la esposa del herido, (encantadora norteamericana, pelirroja) que no puede salir del coma en que cae
a causa de las heridas y finalmente muere, precisamente cuando Javier acaba de hacer el amor con la hermosa mujer que ha quedado viuda. Resultando esta una de muchas otras aventuras que
corre el protagonista.

En compaa de su primo Marco Tulio se ven envueltos en guerra entre narcotraficantes, carreras de caballos, peleas de gallos. Conquistan mujeres a quienes hacen el amor narrado con el ms puro erotismo.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento3 may 2011
ISBN9781617648236
Niña De Tijuana: Novela
Autor

Javier Duhart

ARQUITECTO DE PROFESIÓN, ESCRITOR POR CONTAGIO, PINTOR POR AÑADIDURA Y POETA, ESTOS CALIFICATIVOS SON LO PRIMERO QUE SE PUEDE DECIR DEL ESCRITOR JAVIER DUHART QUIEN EN EFECTO HACE SUS ESTUDIOS EN LA U.N.A.M. DE DONDE OBTIENE SU LICENCIATURA DE LA FACULTAD DE ARQUITECTURA... EL CONTACTO CON AMIGOS ESCRITORES DE LA TALLA DE JOSE AGUSTÍN Y DE RENE AVILES FABILA DESDE MUY JOVEN, LE HAN CONTAGIADO EL AMOR POR LAS LETRAS. MANTENIENDO A LA INQUIETUD QUE SIEMPRE TUVO POR ESCRIBIR INICIANDO SU CARRERA DE ESCRITOR EN EL AÑO DE 2005. -"SIEMPRE SUPE QUE TENÍA LA CHISPA PARA CONTAR HISTORIAS PORQUE NO DECIRLO" -DECLARA EL PROPIO AUTOR- ESTO ME HA LLEGADO COMO UN PLUS, UN PREMIO POR ALGO QUE HICE BIEN, LAS LETRAS ME SATISFACEN POR COMPLETO, ESCRIBO A DIARIO. A LA FECHA CUENTA YA CON 23 LIBROS PUBLICADOS: SUEÑO DE VIDA, NIÑA DE TIJUANA, NOVELA QUE SE ESTA PREPARANDO PARA HACERSE PELÍCULA. ROGELIO Y OTILIA, EL BASTÓN, LA HUIDA, EL ESTUDIO, LOS MUCHACHOS DE ATLIXCO I LOS MUCHACHOS DE ATLIXCO II, LOS MUCHACHOS DE ATLIXCO III. AÑOS DE JUVENTUD, CUENTOS QUE CUENTO, QUE TE CUENTO, DOSIS DE GOZOS Y LAMENTOS (POESÍA) PARTE 1, POESÍA 2, POEMAS CON ALMA SENCILLA (TOMO,1,2,3,4,5,6,7,8,9) SIMPLES PALABRAS QUE ENCANTAN,

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    Niña De Tijuana - Javier Duhart

    NIÑA DE TIJUANA

    Novela

    Javier Duhart

    Copyright © 2011 por Javier Duhart.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso: 2011927968

    ISBN:                             Tapa Dura                       978-1-6176-4824-3

                                           Tapa Blanda                    978-1-6176-4822-9

                                           Libro Electrónico            978-1-6176-4823-6

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para ordenar copias adicionales de este libro, contactar:

    Palibrio

    1-877-407-5847

    www.Palibrio.com

    ordenes@palibrio.com

    341931

    ÍNDICE

    HALLAZGO AL AMANECER SECRETO COMPARTIDO

    LAS ARAS FAMILIARES LA MITAD DE LA VERDAD AL TÍO

    ENFERMERO CONFUNDIDO SENTIR EL PODER IMELDA

    EL JOCKEY CONCERTAR LA CARRERA PAREJERA HACER LIMPIEZA EN EL HOSPITAL

    LA CARRERA, NUESTRAS APUESTAS SUEÑO CON IMELDA FUGA DE AMIGO INFLUYENTE INFRACTOR PRIMER CONTACTO CON EL TÍO: JEFE NARCO GUERRA DESATADA EN CASA DEL TÍO

    RESCATADOS PRESOS POR SETENTA Y DOS HORAS IMELDA PLANTADA EN SU CUMPLEAÑOS LA PRIMERA VEZ… , RECUERDO GRATO PUESTOS EN LIBERTAD

    LIBERADOS, LOS GALLOS SE ROMPE MI CORAZÓN, PIERDO A IMELDA EXPERIENCIA CON LA MARIHUANA CONTACTO CON NANCY LAS PELEAS DE GALLOS

    REGRESAR PERTENENCIAS CONFESIÓN DE UN ASESINATO CATARSIS POR PARTIDA DOBLE NUEVO ROMANCE

    TOMA DE DECISIÓN CONFESIÓN DE SUFRIR UN ABUSO

    REGRESO A TIJUANA BUSCANDO A IMELDA: ESPERANZA COCAÍNA

    PESADILLA REENCUENTRO CON IMELDA

    BRUTALES ACONTECIMIENTOS

    A la memoria de mi padre y madre

    A Yolanda porque de nuestro amor nació Talina

    A Ulises y Tania, mis hijos queridos

    A mi hermano Miguel por el recuerdo grato

    de nuestra infancia

    Especialmente a René Avilés y José Agustín,

    entrañables amigos que me contagiaron el

    amor a las letras.

    HALLAZGO AL AMANECER SECRETO COMPARTIDO

    ¡Setecientos treinta y seis mil dólares! . . . Los había contado por segunda vez, dentro del carro estacionado en el yonkee. Las sumas no coincidieron. Sudaba copiosamente a pesar de ser una madrugada de pleno invierno. Incómodo, en el asiento posterior del auto, de pronto me encontré rodeado de fajos de billetes verdes de distintas denominaciones y me resultó imposible hacer un conteo preciso del varo americano.

    Dólares más, dólares menos, ¡qué más da! De cualquier manera ¡es una fortuna! —pensé.

    Decidí guardar los billetes dentro de la misma bolsa negra donde los había encontrado, justamente ahí, en el asiento trasero del lujoso automóvil. Intentaba acomodarlos para poder cerrar las cremalleras. Continuamente alzaba la mirada con el fin de asegurarme que nadie se aproximara y pudiera sorprenderme con las manos en la masa, es decir, en los dólares.

    Hasta ese momento todo iba bien, nadie me había visto llegar. Entré por la parte trasera del yonkee aproximadamente a las cuatro de la mañana conduciendo el auto muy despacio para evitar el ruido del motor. Apenas se escuchaba el rodamiento de las llantas sobre la grava suelta que los empleados del yonkee, han colocado sobre la tierra para evitar charcos y lodazales en tiempo de aguas. Iba atento al camino porque sabía del desorden con que trabajan los mecánicos: al desbaratar un carro en búsqueda de piezas útiles dejan tolvas, láminas o llantas en el sendero. No quería chocar con algo que me impidiera llegar a un lugar seguro.

    Con las luces del auto apagadas avancé cauteloso, flanqueado por cerros de viejos automóviles encimados. Focos colgados de polines clavados al piso alumbraban apenas el camino. Finalmente, estacioné aquí, donde me encuentro, cerca de la oficina del taller de mi primo…

    Miré el fino reloj Rolex de oro que había colgado en mi muñeca horas antes y supe que tardé más de sesenta minutos en contar los billetes verdes. Todavía ocupado en retacar los fajos de dólares en la bolsa, volví a levantar la vista y advertí el inicio de las actividades en el yonkee. Algunos empleados se saludaban, hacían bromas, se comunicaban con albures y terminaban riendo como idiotas. Otros, ya con el equipo de herramientas, comenzaban a trabajar sobre algún carro.

    Observé cuando llegó mi primo Marco con una taza de café humeante en la mano. Se arrimó a dos trabajadores y habló con ellos, parecía que les daba instrucciones para las labores del día. Él maneja su yonkee: compra autos desechados y vende las piezas, y también atiende el equipado taller mecánico. Caminó hacia donde me encontraba estacionado, junto a una pila de carros cerca del acceso a la oficina. Traté de terminar con mi tarea de acomodar los billetes y cerrar la bolsa antes que él se acercara. No era oportuno comentar qué había pasado, no por el momento. Primero tenía que aclarar mis pensamientos, recapacitar bien las cosas para decidir qué hacer. Los dólares entraban por un lado y salían por otro como burlándose de mi esfuerzo por mantenerlos dentro de la bolsa para lograr cerrarla. Marco se acercaba… Puse la bolsa en el piso del auto, salí de éste, cerré la puerta y me aproximé a mi primo.

    Quihubo, primo —le dije, mientras lo tomé del brazo y lo jalé rumbo al taller mecánico—, quiero que repares éste —señalé el auto que había quedado atrás.

    Quihubo, loco, ¿qué haces aquí tan tempranito? —contestó volteando a ver el auto— y ¡trayendo este carrazo!, ¿de quién es?, ¿a quién se lo robaste?, ¿cómo lo conseguiste?, ¡no!, ¡y ya le diste en la madre! —exclamó al notar las abolladuras en el frente.

    — ¿En qué rollos andas güey—preguntó con cara de ya ni la chingas— No llegaste a dormir y te apareces con este animalón chocado. Anoche hablé a casa de tu novia y me dijo que no sabía de ti, que no habías estado con ella, ¡cuéntame!, ¿qué hiciste? Mi jefe también preguntó por ti… a ver qué le dices. Pero a mí dime la verdad —dijo esto y se aproximó al carro para revisar el golpe.

    Supe que sería imposible ocultarle lo sucedido. Pensándolo bien me tranquilizaría hablar con él. Marco Tulio es mi primo, en realidad es como si fuera mi hermano, le tengo confianza y es el único que puede ayudarme a tomar una decisión.

    —Primo, ven. Necesito contarte qué me está pasando…

    —Espera, dame las llaves. Quiero entrar en la nave para ver si abre el cofre. Pienso que no es tan grave, ¿está funcionando bien el motor?

    —Creo que sí. Manejé el carro durante varias horas y de no ser porque sale vapor del cofre y se calienta, todo lo demás marcha bien. Pero ven, quiero platicarte sobre lo que ocurrió.

    —¡Qué maje eres!, pudiste haberlo desbielado, dame las llaves —insistió.

    Marco había tratado de abrir el auto antes de pedirme las llaves. Estaba frente a la puerta del conductor cuando volteó a verme con cara de asombro. Acto seguido se asomó a la parte posterior…

    — ¡Pero!, ¿qué es esto?, ¿qué has hecho?, ¿mataste a alguien?, hay sangre en el carro y dólares… Pinche Javo, ¿qué hiciste?

    Creí que al colocar la bolsa en el piso del auto los dólares permanecerían ocultos. Pero varios fajos habían caído en el asiento y Marco los acababa de ver.

    — ¿Dólares?, ¿dónde? —me hice el sorprendido, pero me ganaba la risa.

    —Aquí en el asiento trasero, ¡no te hagas pendejo! —Me jaló para que observara hacia el interior del vehículo—, ¿los ves?

    — ¡Ah!, esos fajos, seguramente se cayeron de la bolsa, ya no cabían —contesté a la sazón riendo francamente.

    — ¿Bolsa?, ¿de qué te ríes?, ¿qué bolsa?

    Ahora fui yo quien lo empinó sobre la ventana trasera para que pudiera ver la bolsa negra en el piso del carro.

    — Esa bolsa, ¿la ves?, está llena de lo mismo que se cayó sobre el asiento —liberé los seguros de las puertas con el aparatito de control remoto y pudimos acceder a la bolsa repleta de billetes, tomé los fajos que se habían caído y los guardé, unos en las bolsas del pantalón y otros entre el cinturón y el abdomen.

    —Ven primo, ayúdame a llevar esto a tu oficina, allá te cuento.

    Marco movía la cabeza en señal de desaprobación, aunque de pronto tomó una de las agarraderas de la mentada bolsa, yo sujeté la otra y sin ponernos de acuerdo comenzamos a caminar con rapidez. La angosta escalera de caracol hecha de herrería, ya muy desvencijada, se quejó de nuestro ascenso, crujía en cada peldaño y amenazaba con desprenderse y caer, ¡pero no!, aguantó una vez más y logramos llegar al pequeño descanso frente a la puerta cerrada de la oficina. Marco quitó el candado y, finalmente, entramos.

    La bolsa fue a parar sobre una mesa que funciona como escritorio, y además se usa para comer, ocasionalmente para hacer mecánica, para espulgar y forjar mota, para servir bebidas, para jugar ajedrez o damas y también para jugar con las damas, cuando no quieres que se lastimen con los resortes salidos del inmundo sillón que está junto a la única ventana del cuarto desde donde Marco vigila su negocio.

    — ¡Cierra la boca, babotas! —dije a mi primo que estaba absorto cuando puse los billetes sobre la mesa, incluidos los que había guardado en el pantalón y también los del cinto.

    — ¿Cómo obtuviste este dinero Javier?, ¿quién te lo dio? y ¿el carro? ¿cuánto habrá aquí?

    — ¡Calma toro, calma!, voy a contestar todas tus preguntas. Pero calma, son más de setecientos mil grandes —dije tranquilamente mientras tomaba un fajo de billetes de cien que estaba por caer de la mesa para colocarlo en el centro de ésta, junto a los demás.

    —Pinche primo, ¡somos ricos güey! y vamos a poder apostar un chingo de dólares en la parejera del domingo. ¿Ya sabes que va a correr el Tostón contra el Flama? . . . .

    Mi primo hablaba de una carrera de caballos, una parejera como le llaman, la cual estaba concertada entre los dos caballos que mencionó: el Tostón de la cuadra de mi tío y el Flama del rancho de los Nemesio.

    — ¿Somos? . . . ¡Soy rico!, a ti te voy a dar una feria para que te compres un traje de charro.

    —Ya, no mames cabrón y cuéntame cómo estuvo todo desde el principio —dijo Marco ansioso dejándose caer en el deteriorado sillón.

    —Esto sucedió ayer en la madrugada. Salí, como siempre, a correr por calles de Tijuana, a esa hora desiertas. Al llegar a una esquina, desde lejos lo vi zigzaguear e ir a estamparse contra un poste de alumbrado que a las 5:40 de la mañana tenía la lámpara encendida.

    Comentaba esto a mi primo, al tiempo que corría la cortina para observar por la ventana. Debía estar pendiente, tal vez alguien pudiera llegar a interrumpir. Tomé la bolsa con los dólares y la puse a resguardo detrás del sillón donde finalmente nos acomodamos Marco Tulio y yo. Antes nos dimos a la tarea de contar, esta vez con exactitud y acomodar los billetes. Esto nos permitió cerrar la bolsa y correr las cremalleras sin dificultad.

    — ¿Y, luego, que pasó? —preguntó con entusiasmo, frotando sus manos con rapidez y acomodándose de la mejor manera posible entre los resortes salidos del mugroso sillón.

    —El poste se tambaleó con fuerza, aunque no cayó, quedó inclinado como a 30° y la luz de la lámpara fosforescente siguió encendida, después de un breve chisporroteo de corto circuito. Corrí hasta encontrarme a unos pasos del lujoso Audi, último modelo, color azul, con placas americanas.

    —Ya lo vi primo. Lo vamos a dejar como nuevo. ¡Está de poca madre!

    —En realidad no está muy dañado, aunque al llegar noté que salía humo o vapor del cofre. Pensé que el radiador estaría averiado por el impacto… Un hombre sobre el volante yacía sin moverse, golpeé la ventana del auto con las manos abiertas tratando de que reaccionara, pero siguió inmóvil. Quise abrir la puerta para prestarle ayuda. No fue posible, estaba asegurada. Intenté abrir las demás y tuve el mismo impedimento. Miré hacia todos lados. No había un alma en esas calles con pendientes pronunciadas… ya sabes, ahí en la colonia que está pegada a la línea. ¿Cómo se llama?

    — ¿Cuál güey?

    —Acá atrás, por donde estuvimos montando el sábado pasado Luis, tú y yo. ¿Te acuerdas?

    — ¡Ah, sí!, es esta misma colonia, animal, la Puerta Blanca, sólo que por allá donde dices están las casotas de los meros jefes de jefes.

    —Algunos nomás, otros son políticos —aclaré.

    —Por eso loco, es lo mismo, ¿o no? . . . Bueno, y después ¿qué pedo?, ¿cuándo lo degollaste?

    — ¡No!, no mames. Yo no me aventaría un tiro así.

    — ¿Entonces?, ¿qué hiciste?

    —Ya no interrumpas, ¡chingá!

    — ¡Fuiste tú!, que no sabes ni en qué colonia estás viviendo.

    Ok, no sabía qué hacer. Esas mansiones están resguardadas por bardas altas y si tocas uno de los portones de acero sale gente armada, mal encarada y violenta que luego, luego te quieren apabullar, más a esa hora de la madrugada, hasta podían soltarme un plomazo, así que deseché la idea de pedir ayuda en esa zona… El hombre parecía estar muy mal, por un instante pensé en regresar a la casa, llamar a alguna ambulancia, a la Cruz Roja, o a la policía.

    — ¿Por qué no me llamaste a mí? Ya sabes que conozco personal pesado y semipesado que te desafanan de cualquier bronca si yo se los pido.

    —Si, lo pensé. No quería inmiscuirte precisamente porque sé que tú hablarías con algún gatillero o segundo. Por supuesto que ellos se hubieran hecho cargo, pero haciéndonos a un lado. Entonces no tendríamos ni el dinero, ni el carro, ni nada.

    —Pues sí, aunque tampoco tendrías esta bronca que no sé en qué va a derivar. Desconocemos quién es el tipo. Puede ser comprador de un cártel del otro lado o, más seguro, algún cabeza que quiso pasarse de listo, trajo droga de otro estado para hacer su negocio aquí, lo descubrieron y…

    —Sí, y se está muriendo, ¡pobre güey! Pero mira, yo hice lo correcto. Si el tipo es jefe, o por lo menos es pesado como dices, me va a agradecer porque le salvé la vida al llevarlo al hospital. Si es que se recupera, claro…

    — ¿Y si no?

    —Bueno, si se pela, su gente va a saber que alguien trató de alivianarlo. No creo que se vayan contra la persona que le dio ayuda.

    —Eres muy ingenuo primo.

    — ¿Por qué, cabrón? ¿Acaso tú lo hubieras dejado con todo ese dinero y baleado como lo encontré?

    Ok, primo, no te esponjes conmigo —hizo una pausa mientras accionaba su encendedor Dunhill de oro y laca para prender un cigarrillo que se había puesto en la boca desde que terminamos de contar el dinero—. Mira —aspiró la primera fumada y continuó expresándose con tono aleccionador—, sin duda los hombres que lo balearon están buscándolo porque no tienen la seguridad de haberlo herido. Él pudo escapar con el dinero. Si lo hubieran capturado lo despojan de todo, le dan el tiro de gracia y lo botan por ahí, en cualquier callejón… Tuvo suerte de que tú lo encontraras primero —dio otra larga fumada—. Además, la gente de este camarada también lo va a buscar, averiguará qué pasó e irá contra los agresores. Así se producen las guerras entre pandillas o cárteles. Son los famosos ajustes de cuentas donde finalmente mueren muchos cabrones de ambos lados

    —Pues sí, pero nosotros no pertenecemos ni a un bando ni al otro, estamos fuera, quedamos ajenos a la guerra.

    —No sé, primo —dijo rascándose la cabeza—. Tenemos que ser cautelosos y averiguar qué están haciendo los de aquí. Pero eso déjamelo a mí. No hay que preguntar, sólo debemos escuchar. Seguramente alguien hará cierto comentario al respecto, y en esa actitud seguiremos hasta saber cómo se está moviendo el estiércol y qué hacer en consecuencia. ¿Ok?

    —De acuerdo —acepté el plan de Marco—. Pero mientras hay que guardar bien el billete y ¿qué hacemos con el carro?

    — ¡El billete y el carro!, ¿qué hacer? Habrá que ocultarlos, creo que es lo más sensato. Pero vamos a echarle una pensada y decidimos más tarde. Primero quiero que termines de relatar todo lo que has hecho.

    — ¿En qué estaba?, ¿qué te decía?

    — Que ibas a llamar a la policía o a la Cruz Roja…

    — ¡No!, también renuncié a esa idea. Decidí arriesgarme y enfilé hacia la residencia más próxima para pedir que hicieran las llamadas necesarias. Apreté varias veces el botón del interfón y nadie respondió. Mientras, al otro lado, los perros ladraban. Ya sabes, causando un escandalazo del demonio. El siguiente portón se encontraba a una cuadra de distancia. Sin pensarlo, recogí un pedazo de guarnición de banqueta que se había desprendido por el choque, y destrocé el vidrio de la ventana del auto ubicada en el lado opuesto del conductor. Quité el seguro, abrí inmediatamente, me introduje en el vehículo, enderecé al sujeto para recargarlo en el respaldo y poder percatarme de su estado. El carro seguía con el motor encendido. Moví la palanca de la caja automática a la posición de neutral y, en ese instante, el hombre volvió a caer pesadamente, ahora sobre mí. Traté de sentir si tenía pulso en la yugular… De pronto se movió, balbuceó algo en inglés que no entendí, levantó la mano derecha y señaló hacia el asiento trasero del auto. Ahí vi por primera vez la bolsa negra. No le di importancia. Pensé que podría contener ropa y cosas deportivas.

    Tenía que actuar con rapidez. Me quité de encima el pesado cuerpo del sujeto, como pude lo acomodé fuera del asiento del conductor al mismo tiempo que salí del carro. Me pareció que había vuelto a desmayarse. Cerré la puerta y caminé dando la vuelta al coche para subir del otro lado. Pero, ¡sorpresa!, la puerta de ese flanco seguía cerrada…

    —¡Ay no mames!

    —¡Me lleva la chingada!, ¡no interrumpas! Regresé, desandando el camino, abrí nuevamente la puerta, me encaramé encima del cuerpo y alcancé el botón que liberó los seguros de las puertas. Con los nervios exaltados corrí alrededor del auto, y esta vez abrí sin dificultad. De un brinco me puse al volante, aceleré un poco para comprobar que el motor respondía. Sudaba como caballo después de una parejera… Puse la palanca de velocidades en reversa, moví el coche con lentitud, oí sonar las tolvas de lámina al despegarse del poste que se quedó balanceando… .

    —Cómo la haces de emoción, cabrón. Pero sigue, me gusta cómo platicas la hazaña, parece sacada de una novela de misterio. ¡Échale más crema!

    Hice caso omiso del comentario y continué con mi relato.

    —Conduje el auto sin problemas aunque también sin rumbo. No sabía a dónde llevar al herido para que trataran de salvarlo. Me detuve un momento para ver qué me estorbaba en los pies. Era una botella de agua sin abrir, de envase de plástico. Hasta entonces me di cuenta que el asiento y el piso estaban ensangrentados. Abrí la botella y tomé unos tragos que aliviaron la resequedad de mi garganta. Repetí la operación sin importarme que el recipiente estuviera embadurnado de sangre… El individuo se movió y de nuevo murmuró en inglés. Trataba de incorporarse, lo tomé por los hombros y lo levanté recargándolo en el respaldo. Con una mano pude detenerlo y con la otra busqué a tientas los controles del asiento. A un costado de éste encontré varias palanquitas y las accioné: una subía y bajaba el nivel, otra lo hacía para adelante y para atrás, la última inclinó el respaldo casi hasta ponerlo horizontal. El hombre quedó acostado. En esa posición pude examinarlo. Tenía entre cuarenta y cincuenta y cinco años, complexión robusta, era blanco, de uno ochenta a uno noventa metros de altura y vestía ropa fina. Hice a los lados el saco y le quité la corbata. La camisa blanca estaba roja de sangre en el costado derecho, sangre que bajaba empapando también el pantalón. Le quité el saco. Traté de hacer lo mismo con la camisa pero terminé arrancándosela. Con la corbata limpié la parte donde escurría la sangre y descubrí dos orificios a la altura del hígado. Trocé la camisa, con los retazos hice un envoltorio que coloqué sobre las heridas y la corbata me sirvió para amarrarlo. El hombre estaba muy pálido y no lo oía respirar. Volví a checar el pulso, esta vez lo tomé en la muñeca de la mano izquierda, y allí encontré este Rolex —comenté a Marco mientras le aproximaba mi brazo para que alcanzara a verlo.

    —Déjame echarle un vistazo.

    Me quité el reloj y se lo extendí a mi primo.

    —Sí, es un Rolex DAY-DATE, con extensible Presidente también de oro, está súper y vale un billetote. Ni se te ocurra andar con esto, es demasiado ostentoso. Si mi jefe lo ve, luego, luego te va a cachar y ya sabes, te hará un interrogatorio hasta que te saque la sopa. Así que aguas… Definitivamente este güey debe ser un gallón de algún cártel, lo digo por el carro, el reloj y el montón de dólares. ¡Vamos con mucho cuidado primo!, puedes estar en medio de un ajuste de cuentas… . ¿Finalmente, qué hiciste con el sujeto? —preguntó mientras me regresaba el reloj.

    —Lo llevé al hospital.

    —¡Ah bien!, ¿a cuál?

    —Al Memorial, en donde estuvo tu jefe. Fui allí porque conocía el camino. Varias veces asistí a ese lugar a visitar a mi tío, después de la operación de hernia que le practicaron.

    —¿Y lo recibieron? . . . .

    —Pues, ¡a huevo! Pero deja, te cuento cómo estuvo.

    —Después que le puse la compresa que improvisé con los pedazos de camisa y la corbata con el fin de frenar la hemorragia, lo revisé para saber si tenía alguna otra herida. Al mismo tiempo, mis manos rápidamente hurgaron en los bolsillos del saco y ¡sorpresa!, en uno de ellos encontré su cartera. Sin abrirla la guardé en la bolsa de mi pantalón, pensando en revisarla más tarde. En ese momento urgía poner al hombre en manos médicas y ya sin más me dirigí al Memorial Hospital. En tramos de la ciudad que no presentaban tránsito manejé el auto acelerando a fondo.

    —A ver la cartera —interrumpió Marco.

    —Aquí está —la saqué para mostrársela—, no encontré identificación, sólo más dinero y este retrato de mujer.

    Marco espulgó bien todos los compartimentos de la cartera y no halló nada más. Luego se quedó mirando la fotografía de la dama, como queriendo reconocerla.

    —Esta guapísima, ¿quién será? No la conozco, ¿y tú? —preguntó.

    —Tampoco. Parece gabacha… Atrás de la foto está apuntado un número, quizá sea su número telefónico.

    —Vamos marcándole primo, a ver si nos puede decir algo… .

    —No, ¿para que? Hay que razonar un poco antes de hacer algo que pueda ser pista para dar con nosotros. Tú sabes, las llamadas quedan registradas y es fácil rastrearlas.

    —Sale, tienes razón, luego le llamamos de un teléfono público. ¿Qué más?

    —Llegué al hospital. Para entrar hay un control automático que expide una tarjeta, después de tomarla levanta la pluma que permite el paso. ¿Te acuerdas? Todo el proceso es muy lento… Había varios policías tragándose unas tortotas de tamal y quemándose el gañote con el atole que vende la señora del puesto que se pone junto al acceso. ¡Nomás imagínate! El carro chocado, muy caliente, echando un chingo de vapor. Adentro, el moribundo ensangrentado y la maleta con dólares. En ese momento no sabía qué había dentro de la bolsa. Pero si me paraban, seguramente la iban a checar.

    —Entonces, ¿no te pararon?

    —¡No! Si lo hubieran hecho estaría tras las rejas o por lo menos declarando ante el Ministerio Público. Me la jugué primo, cuando los vi, pensé en no detenerme. Pero luego la malicié: una camionetota estaba por entrar, me puse atrás de ella muy pegadito y medio me tapó. Afortunadamente, el hombre había quedado acostado en el asiento extendido y no se veía, al menos que se acercaran a observar el interior. Por suerte, esto no sucedió. En el instante que la máquina me daba el ticket los espié por el retrovisor y sí, uno de ellos me señaló, comentó algo con sus colegas. Era imposible pasar inadvertido con ese carro a todo vapor. Pero ya la pluma se levantaba y avancé hacia el edificio del hospital. Acelerando me interné rápidamente en el amplio estacionamiento y ya no los volví a ver.

    —¡Puta, qué huevos! —comentó mi primo— Y, luego, ¿qué pasó?

    —Andaba medio perdido, ya sabes que es enorme el estacionamiento. Examiné al individuo. El vendaje provisional se le había aflojado y la herida sangraba otra vez. Me acerqué a un muchacho de esos que trabajan en el mantenimiento del hospital, ya los conoces, tienen overol azul y un cinto con herramientas.

    —¿Cómo llego a emergencias? —le pregunté.

    —Tendrá que ir al segundo estacionamiento. Siga por aquí derecho y lo encuentra —me contestó.

    Al mismo tiempo se asomó al interior del carro y logró ver el cuerpo ensangrentado, inmóvil. Su cara se torció en un gesto de asombro y horror.

    —Ahí se ve luego el letrero de emergencias —terminó diciendo y se alejó sin esperar respuesta.

    Seguí las indicaciones y pronto estuve frente a la entrada de emergencias. Bajé del auto y corriendo accedí al interior. El enfermero de guardia pidió que me detuviera mostrándome las palmas de sus manos extendidas al frente.

    —¿Qué le sucede, joven? Pase por acá —pensó que yo era el herido, al ver que llegué con la ropa manchada de sangre.

    —No soy yo, está en el coche. Se necesitará una camilla.

    —A ver… ¿cuál es el nombre del paciente?

    —¡No, no hay tiempo para eso! Créame, necesita atención de inmediato. Por favor, atiéndanlo. Les doy los datos que requieran mientras le ponen una transfusión. ¡Ha perdido mucha sangre!

    El enfermero me miró por un instante.

    —¿Quién responde por él? —preguntó—, ¿es usted familiar del paciente?

    —¡Sí, yo respondo por él! —contesté sin pensar, pero como si fuera el propietario del hospital.

    A grito pelado llamó a un tal Armando sin ninguna consideración para los pacientes que esperaban

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