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Se me va & Las Reglas del Juego. De 2 en 2
Se me va & Las Reglas del Juego. De 2 en 2
Se me va & Las Reglas del Juego. De 2 en 2
Libro electrónico161 páginas1 hora

Se me va & Las Reglas del Juego. De 2 en 2

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Se me va

Elena Larreal
"Soy una persona muy sociable, aunque mis amigas no existan."
"Dicen que es mejor no prometer nada a nadie porque cuando le dices a alguien que vas a hacer tal cosa, tu cerebro te da la recompensa inmediatamente, sólo por decirlo, y como ya te has premiado ya no sientes la necesidad de hacerlo y no lo haces. Que lo mejor es no prometer nada, sino hacerlo directamente. Es la mejor forma de que ocurran las cosas.
En mi caso, lo de hablar con mis trastos tiene un efecto parecido. Consigo que las cosas pasen antes de que tengan que pasar. Quizá por eso corté tan rápidamente con Román. Cuando no paras de hablar durante todo el santo día con tus cosas, tu cerebro no deja de premiarte. Siento que las cosas dichas son ya cosas hechas y paso al siguiente punto de la lista. Así, mi vida suele ir más rápida que la del resto de la gente."

Elena, una esquizofrénica no tratada que habla con sus electrodomésticos, conoce a Román, un chico romántico capaz de hablar con los muertos. Pero también conoce a Hombre Misterioso, un joven que asegura haber absorbido durante el embarazo a su hermano gemelo y que tiene la capacidad de ponerla como una moto. Como pasa con todas las cosas buenas de la vida, Elena tendrá que elegir a uno de los dos. O quizá haya otra salida.
Un novela hilarante protagonizada por tres locos de los que te enamorarás.

+

Las reglas del juego: Una aventura de aceitunas asesinas
por Myconos Kitomher

Susan, una mujer atrapada en un juego macabro con su grupo de nuevas amigas, se verá obligada a enfrentarse a ellas para salvar la vida de su marido y de sus dos hijos.

Fragmento:

—No sé lo que es, pero Isobel tiene uno. Se lo vi el pasado viernes, durante la partida. Le caminaba por debajo de la piel, le bajaba por el cuello.

—¿Y no dijiste nada?

—Me pareció divertido. Supongo que no estaba en mis cabales.

—¿Y ahora lo estás?

—¡Ahora lo tengo dentro! ¡No es lo mismo, joder!

—A ver, no te muevas. Déjame que lo mire otra vez. Quizá hayan sido imaginaciones mías.

Susan volvió a apartarle el pelo, pero esta vez le metió el cañón de la pistola en el costado.

—No te muevas si quieres conservar las tripas dentro.

—Qué agradable te has vuelto.

—Culpa vuestra.

El bulto había desaparecido. Susan estaba por creer que se lo había imaginado cuando volvió a localizarlo, en medio del cuello. Muy despacio, sin creer que aquello pudiera estar sucediendo realmente, pero consciente de que no soñaba, acercó un dedo al extraño bulto. Era más bien alargado, más o menos del tamaño de una canica, pero con la forma de un melón. Cuando Susan lo palpó con el dedo índice, la cosa echó a correr cuello abajo, abultando la piel a su paso.

—Dios Santo...

—¿Qué pasa?

—Madre mía...

—¡Susan!

—¿No lo sientes? Te... te está bajando.

—¡No siento nada de nada! ¡Déjame parar, no puedo conducir así!

Dos lecturas apasionantes que disfrutarás de principio a fin.

IdiomaEspañol
EditorialPROMeBOOK
Fecha de lanzamiento31 jul 2017
ISBN9781370958337
Se me va & Las Reglas del Juego. De 2 en 2

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    Se me va & Las Reglas del Juego. De 2 en 2 - Elena Larreal

    SE ME VA

    ELENA LARREAL


    I

    Me levanté llena de energía, me lavé los dientes a toda máquina y me fui directa a la cocina a prepararme el café. Tosty me dio los buenos días.

    —Buenos días, chiquilla. ¿Qué tal has dormido? ¡Tienes buen aspecto!

    —¡Gracias! Pues he dormido muy bien. Hacía tiempo que no dormía tan bien. ¿Tú qué tal?

    —Bien, bien. No me puedo quejar. Pareces contenta. ¿Hay algo que deba saber?

    La miré mientras abría la nevera en busca de la leche.

    —¿Saber?

    —Alguna novedad que no me hayas contado.

    —Pues... —Sonreí al recordar la tarde anterior. —Tengo una cita. Esta noche.

    —¿Aquí?

    —Claro.

    —¿Con un chico?

    —Con un chico.

    —¿Es mono?

    —Monísimo.

    —¿Está loco?

    —Loquísimo.

    —Entonces haréis buena pareja.

    —No lo sé. Es pronto para saberlo. Pero me da buenas sensaciones.

    Saqué pan del congelador y cuando fui a tostarlo Tosty me puso mala cara.

    —¿Me vas a hacer trabajar tan de mañana?

    —Es tu función.

    —Ya. Pero hace calor.

    —Te jodes.

    Le metí las dos rebanadas congeladas mientras ella se quejaba por lo bajini. Cuando bajé la palanca saltó el diferencial.

    —Ya estamos otra vez.

    —Yo no he sido —dijo Tosty, compungida.

    —No seas idiota. Claro que has sido tú.

    —Bueno. Pero la culpa es tuya. Siempre te digo que no me enchufes en el enchufe viejo.

    —Tienes razón.

    La desenchufé, me la llevé a la encimera y la conecté a uno de los nuevos enchufes. Después fui al pasillo a subir el diferencial. Al volver a la cocina Tosty suspiró.

    —Espero que te vaya muy bien la cita. No recuerdo cuando tuviste la última.

    —Yo casi que tampoco.

    —Ah, no, espera. Sí que me acuerdo. Quedaste con aquel imbécil de la tienda de deportes.

    —No era imbécil. Sólo un poco raro.

    —Era imbécil. Si sólo hubiera sido raro seguiría contigo.

    —Puede que sí fuera un poco imbécil —claudiqué.

    —No soy nadie para dar consejos...

    —Ahí viene uno.

    —...pero al de esta noche...

    —Qué.

    —...no deberías decirle tan pronto que hablas con tu tostadora. No quiero ser la culpable de tus rupturas.

    —Ah. Si es por eso por lo que estuviste tan rara no te preocupes. No fuiste tú. Vamos, que no fue culpa tuya. Fue Rumby.

    Tosty puso cara de asco.

    —Esa puta aspirante a aspiradora...

    —No cerró la boca durante toda la santa cita. Y cuando nos morreamos le gritó  al chaval que lo iba a matar.

    —¿Rumby es lesbi? Nunca lo hubiera dicho.

    —Lo malo es que el chico dejó de besarme y yo pensé que él también la había oído.

    —Te delataste sin querer.

    —Básicamente.

    —Pues esta noche mete a Rumby en el armario.

    —Sí. No me volverá a pasar algo así.

    Lo dije muy convencida pero no podía estar más equivocada.


    II

    Conforme se acercaba la hora me fui poniendo más y más nerviosa. Había cientos de cosas que podían salir mal. Metí a Rumby en el altillo del armario empotrado de mi habitación (cada vez que alguien utiliza esa palabra, empotrado, me vienen escenas sexuales a la mente). Escondí rápidamente todas las cosas que me habían hablado alguna vez excepto el televisor, que es un tipo muy educado. Guardé los nuevos cuchillos de cocina en lugar seguro. Los cuchillos rara vez me dicen algo pero más vale prevenir. Cuando me aseguré de que todo estaba en su sitio me fui a la ducha.

    Mientras me duchaba pensé en la mala suerte que tengo. A la mayoría de la gente le basta con desenchufar el teléfono de casa y apagar el móvil si no quieren ser interrumpidos. A mí eso no me funciona necesariamente. Y en esas ocasiones en que no funciona lo mejor es no tener que explicarle a un casi total desconocido que no estoy hablando por teléfono sino con el teléfono.

    Champusy me estuvo intentando convencer durante la ducha de que me quitara de problemas y me tomara las pastillas. Le dije, no sin cierta acritud, que ya debían estar más que caducadas.

    —Yo sólo te lo decía por tu bien. Tú haz lo que te dé la gana.

    Champusy utilizaba a veces las mismas coletillas que mi madre. Cuando lo hacía me ponía de muy mal humor. Nadie debería tener nunca la imagen mental de su madre esparcida por el cuero cabelludo en la bañera. Ese tipo de cosas pueden volver loco al más pintado. A Norman Bates, sin ir más lejos.

    Champusy siguió un rato más dando por culo con sus consejitos hasta que la amenacé con tirarla a la basura. Llevaba tres años rellenándola con el champú barato del supermercado porque era incapaz de tirar una botella con tanta personalidad, aunque tampoco es que tuviera una personalidad que me apasionara, precisamente.

    Cuando media hora después sonó el timbre me santigüé y me repetí a modo de mantra saldrá bien, saldrá bien mientras ponía la mejor de las sonrisas y me dirigía hacia la puerta. Pero antes de abrir, Biciclosy, que está siempre junto a la puerta porque no cabe en otro sitio, me dijo:

    —Saldrá mal.

    A Biciclosy no puedo amenazarla con pincharle una rueda porque la necesito para ir a trabajar. Pero si las miradas matasen, Biciclosy, después de la que le eché, debería haber estado pululando por el infierno de las bicicletas parlantes agoreras desde ese mismo instante.

    —Saldrá muy mal —remarcó. —Siempre sale mal.

    Lo peor es que tenía razón. Mis citas siempre salían mal. Siempre.

    —Hoy saldrá bien, hija de la gran puta. Ya verás.


    III

    Estábamos en mi sofá, bebiendo naranjada y mirándonos de vez en cuando, pero ya hacía rato que se había instaurado un denso silencio entre nosotros. Aún no era totalmente incómodo pero amenazaba con serlo.

    —Bueno... —dije, sin saber cómo romper el hielo.

    —Qué.

    —Cuéntame algo —le pedí.

    —Quita tu asqueroso culo de mi cara.

    Esto último, como comprenderás, no me lo dijo Román, mi acompañante, sino una voz que no había oído nunca y que salía de debajo del cojín en el que estaba medio espanzurrada.

    —Demonios... —Murmuré.

    —¿Pasa algo? —Me preguntó Román. Su mirada sonreía. Me gustaban muchísimo sus ojos. Madre mía, que no se estropee hoy, pensé. Que me dure una semanita. Qué ganas de perderme en esos ojos.

    —No. No pasa nada —contesté, con mi mejor sonrisa.

    —No te veo muy cómoda.

    —Pues lo estoy. Me gustas mucho —se me escapó. Pero me sentí mucho mejor al soltar la bomba.

    —En serio. Quita tu apestoso culo de encima. No puedo respirar.

    —Joder.

    —Qué te pasa —Román se olió que algo no iba del todo bien gracias a mi exabrupto.

    —Nada, nada.

    —Hay una moneda debajo de tu cojín —dijo Román. —Creo que es eso lo que te incomoda.

    —¿Quién es este tío y cómo sabe que estoy aquí? Sácame, que le voy a comer los morros en agradecimiento.

    Me levanté extrañadísima y retiré el cojín. Había una moneda desconocida de algún país nórdico debajo. Del tamaño de una de dos euros. Se veía la cara de un tío muy feo y con el pelo muy largo. Algún noble de por ahí.

    —Menos mal —dijo Monedosy mientras la colocaba sobre la mesa. —Me estaba ahogando. Y ahora pregúntale cómo cojones sabía que estaba ahí debajo. Y pregúntate a ti misma cómo cojones lo sabías tú.

    —Yo no lo sabía —le contesté a Monedosy, y justo entonces me di cuenta de que ya estaba hablando con cosas delante de mi ligue. Así no hay manera. —Ehm... Román. ¿Cómo sabías que había una moneda ahí? ¿La has puesto tú?

    —No, qué va. A ver. No quiero que te asustes.

    —¿No quieres que me asuste? Pues esa frase ya asusta bastante.

    Román se puso muy serio. Me hizo un gesto para que volviera a sentarme e incluso me cogió las manos.

    —Sabía que había una moneda ahí debajo... Porque me lo ha dicho tu abuelo.

    —¿Mi abuelo?

    —Coño —dijo Monedosy. —La madre que lo parió. Este tío habla con los muertos.


    IV

    Quince minutos después, tras despedirle con un besito, cerrar la puerta y soportar un te lo dije por parte de Biciclosy, cogí el móvil y llamé a mi hermana.

    —Carmina, ¿puedes hablar?

    —Pues tengo cinco minutos. Están haciendo anuncios.

    —¿Qué ves?

    —Una serie de unos ladrones. Es española pero oye, está muy bien. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

    —Sí y no. He quedado con un chico.

    —¿Y qué tal?

    —Lo acabo de despachar aduciendo un repentino dolor de cabeza. Pero me gusta mucho.

    —¿Y por qué lo has despachado, Elena?

    Ah, sí. Me llamo Elena. Perdón por no presentarme antes debidamente, querido lector. O lectora.

    —Los hombres medio decentes no abundan y que además le gusten a una, menos —siguió mi hermana.

    —Pues... Ha habido un problema con una moneda malhablada.

    —Vaya por Dios.

    —Malhablada lo será tu puta madre.

    —Pero no el problema habitual.

    —¿Ah, no?

    —Para empezar yo no sabía que la moneda estaba bajo el cojín. No tengo ni idea de cómo ha llegado ahí ni de dónde ha salido. Pero la he escuchado antes de verla. Eso no es posible, ¿no?

    —No. No es posible. Dime que no lo crees posible, Elena.

    —No, no lo es. Las monedas no hablan. Yo sabía de algún modo que estaba ahí. A lo mejor la puse yo misma y lo he olvidado.

    —De niña eras sonámbula.

    —Lo sé. Bueno. Habré sido yo.

    —Si en algún momento te olvidas de que las voces no son reales tendrás que volverte a medicar.

    —Sí. Lo sé. No te preocupes. Pero aquí viene la parte rara. Román, el chico con el que he quedado, sabía que la moneda estaba ahí sin haberla visto.

    —Ah. Pues la habrá puesto él. Te querría hacer un truco de magia.

    —No sé. Él dice que

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