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Atrae el dinero con la ley de la atracción + Se me va + Metavida. De 3 en 3
Atrae el dinero con la ley de la atracción + Se me va + Metavida. De 3 en 3
Atrae el dinero con la ley de la atracción + Se me va + Metavida. De 3 en 3
Libro electrónico326 páginas5 horas

Atrae el dinero con la ley de la atracción + Se me va + Metavida. De 3 en 3

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Atrae el dinero con la ley de la atracción
Ximo Despuig
En este libro, basado en los artículos de Steve Pavlina, (un hombre que levantó un negocio millonario de autosuperación de la nada por el método de la entrega de valor al lector) descubrirás que el verdadero motivo por el que nos cuesta tanto ganar mucho dinero es porque no nos creemos merecedores de ello. La buena noticia es que hay métodos para romper las costumbres arraigadas y atraer la abundancia a nuestras vidas. Uno de esos métodos es la Ley de la Atracción.

Descubre de qué manera Steve rompió sus propias barreras y después... hazlo tú.

+

Se me va
Elena Larreal
"Soy una persona muy sociable, aunque mis amigas no existan."
"Dicen que es mejor no prometer nada a nadie porque cuando le dices a alguien que vas a hacer tal cosa, tu cerebro te da la recompensa inmediatamente, sólo por decirlo, y como ya te has premiado ya no sientes la necesidad de hacerlo y no lo haces. Que lo mejor es no prometer nada, sino hacerlo directamente. Es la mejor forma de que ocurran las cosas.
En mi caso, lo de hablar con mis trastos tiene un efecto parecido. Consigo que las cosas pasen antes de que tengan que pasar. Quizá por eso corté tan rápidamente con Román. Cuando no paras de hablar durante todo el santo día con tus cosas, tu cerebro no deja de premiarte. Siento que las cosas dichas son ya cosas hechas y paso al siguiente punto de la lista. Así, mi vida suele ir más rápida que la del resto de la gente."

Elena, una esquizofrénica no tratada que habla con sus electrodomésticos, conoce a Román, un chico romántico capaz de hablar con los muertos. Pero también conoce a Hombre Misterioso, un joven que asegura haber absorbido durante el embarazo a su hermano gemelo y que tiene la capacidad de ponerla como una moto. Como pasa con todas las cosas buenas de la vida, Elena tendrá que elegir a uno de los dos. O quizá haya otra salida.

Un novela hilarante protagonizada por tres locos de los que te enamorarás.

+

Metavida
J. K. Vélez

Novela de ciencia ficción con un 0,001% de ciencia y el resto de ficción. Toques de drama y mucho humor.

Fragmento:
En una celda fría y húmeda, Sonia había empezado a recobrar la consciencia. Los ojos le dolían una barbaridad. Eso fue lo primero que sintió, sus ojos. Aunque aún no podía abrirlos.
Alguien cuidaba de ella. Alguien le estaba poniendo una almohada bajo la cabeza. Ahora le daba agua. Le parecía escuchar una voz amable, aunque no sonaba muy humana. Debía estar drogada.
Allí olía mal. Olía a moho. Y a hospital. Olía a excrementos, también. Todo junto.
Ahora empezaba a sentir más cosas. Sentía dolor. Y sentía algo extraño. En su cuerpo. Algo que no sólo eran drogas. Algo que luchaba por hacerse con el control, dentro de sus venas.
Recordaba un pinchazo, pero no aquél que tan amablemente le habían obsequiado los hombres de negro, sino uno posterior. Quizá lo había soñado, no podía estar segura.
No. Todo lo contrario. Claro que estaba segura. Era real. Dolía. Y algo intentaba adueñarse de su vida.
Alguien le arañó la cara y le pidió perdón.
Luego, alguien le hizo un corte en la mejilla y volvió a disculparse.
A lo mejor, si ahora le sacaba un ojo, le compraría un chalet en Guadalix de la Sierra.
Sentía la sangre manar de la herida, bajar rodando hasta su cuello.
Le hicieron otro corte, y luego oyó una maldición. Luego, más disculpas.

- Sólo intento que estés más cómoda, pero te voy a acabar matando. Mierda.

Tres lecturas que disfrutarás de principio a fin.

IdiomaEspañol
EditorialPROMeBOOK
Fecha de lanzamiento12 ago 2017
ISBN9781370910915
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    Atrae el dinero con la ley de la atracción + Se me va + Metavida. De 3 en 3 - Ximo Despuig

    METAVIDA

    J. K. Vélez


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    METAVIDA

    EDGAR

    Edgar se despertó en la isla.

    Teniendo en cuenta que él lo que quería era entrar en la casa, encontrarse allí, en la arena, muerto de sed y molido, en vez de provocarle temor le hizo pensar simplemente que se habían equivocado de programa. Sentía todos sus huesos. Se sentía capaz de contarlos. Respiró durante un eterno minuto hasta que se sintió preparado para levantarse, y cuando al fin lo hizo, las piernas no lo sostuvieron y cayó de cara. Pudo poner las manos en el último momento, pero aún se le llenó la boca de arena.

    Lo último que recordaba era que aquellos dos tipos tan extraños, vestidos de negro, con toda la pinta de ser una versión agresiva de los Men in black, estaban a punto de darle una paliza. Luego ya no recordaba nada. Pero debían habérsela dado, y una buena, a juzgar por cómo se sentía. Y era un poco extraño que le dieran una paliza a un concursante. Y aún había algo más. Sonia. No estaba con él. La había oído gritar, ahora lo recordaba.

    No le hagáis nada, cabrones.

    La voz de Sonia, momentos antes de que él perdiera el conocimiento. Oh, sí. Ahora recordaba la paliza. Pero... no le había dolido, ¿verdad? Ahora sí que dolía, pero no mientras.

    Te drogaron.

    Seguro. Había tenido que ser así. Probablemente el plan inicial de aquellos tipos era drogarlo y dejarlo en la isla (no sabes si esto es una isla), y la paliza había sido una propina para disfrute del personal de negro.

    ¿Y Sonia? ¿También la habían drogado?

    Sonia está muerta.

    —Mentira.

    Lo dijo para sí mismo. No gritó, no montó una escena ni nada por el estilo, porque estaba más solo que la una, y no tenía fuerzas para hacerlo. La vocecilla que había dicho aquello era su lado pesimista, el demonio en el hombro izquierdo, la voz de su conciencia. Pero Sonia no debía estar más muerta que él. Al parecer tenían un propósito para ambos. Quizá anduviera en otra parte de la isla.

    Y dale. ¿Cómo sabes que es una isla?

    —Lo es.

    Estaba hablando solo. Aquello era preocupante.

    El sol caía a plomo sobre su espalda, y fue lo que le dio fuerzas para intentar levantarse de nuevo. Sombra. Sombra ya. Sombra ahora. Y a ser posible, una coca-cola.

    Mientras se dirigía a trompicones hacia la anhelada sombra de unas palmeras se preguntó si habría ido a caer en una versión privada y depravada del programa Supervivientes. En ese caso debía haber cámaras por todas partes. Pensó fugazmente en sonreír a las palmeras pero al final optó por rascarse los huevos. Si lo estaban observando, cuanto más desagradable, mejor. Pero ahí había una verdad, ¿no? Era una idea, no sabía si factible, pero idea al fin. Quizá un millonario seboso con un buen pedazo de la tarta de las acciones de Tele 5 utilizaba al 1% de los concursantes que se presentaban a las pruebas de selección del Gran Hermano para sus fines particulares. Eso explicaría un poco la situación.

    Sonia, ¿estás bien? ¿Qué te han hecho a ti?

    Porque era prácticamente imposible que estuviera saliendo ahora mismo en televisión. En un programa de la tele no le daban a uno una paliza antes de empezar la aventura. Además, Sonia y él se habían presentado a las pruebas para la casa, no para la isla perdida.

    Entonces vio al niño.

    Debía tener seis o siete años. De cabello rubio, sus ojos tenían el color y la profundidad del mar, y vestía una túnica que le venía un poco pequeña. Miraba a Edgar con curiosidad, pero sin temor. Edgar levantó una mano, y dijo un atragantado hola. Descubrió que la garganta le abrasaba. El niño no respondió a su saludo, pero clavó su mirada en los labios de Edgar con evidente sorpresa.

    —¿Dónde estamos? ¿En una isla? ¿Trabajas para ellos? ¿Cómo te llamas?

    Tampoco esta vez consiguió respuesta.

    Había llegado a la altura del crío, y cuando iba a preguntar alguna otra cosa, tuvo la sensación de que aquello no era un niño. Dio un paso atrás, tropezó y cayó de culo. La arena le quemó las palmas de las manos. El crío se le acercó y Edgar trató de levantarse convencido de que corría peligro.

    —¡No me toques!

    De nuevo la mirada hacia la boca. Más curiosidad. Y ahora una sonrisa.

    La sensación de que aquello que tenía delante no era lo que aparentaba pasó como había llegado. La sonrisa de aquel crío proporcionaba una rápida sensación de paz. Era algo así como... una aspirina. Una aspirina infantil del tamaño de un jodido euro.

    Aún sigues bajo los efectos de lo que te metieron.

    Cierto. Eso tenía sentido. El crío era un crío con una túnica pequeña. Era su mente alterada lo que confundía la realidad.

    Aun así la sonrisa del crío seguía ensanchándose, y él se sentía cada vez un poco mejor. ¿Dónde estaban esos huesos molidos que podía haber contado minutos antes? ¿Y el entumecimiento de sus músculos, el agarrotamiento de los brazos y las piernas, el calor de la arena al rojo en sus manos, la sequedad hirviente de su garganta?

    Sentado todavía en el suelo no se dio cuenta de que el niño le ponía las manos sobre el cabello hasta que lo hizo. Y entonces fue como si le abrieran la cabeza.


    BENDER

    Edgar no sabía qué le había hecho, pero intuyó que si su mente era hasta entonces algo así como una caja fuerte, el crío ahora tenía la llave.

    El acto en sí duró sólo un par de segundos, menos quizá. El niño se apartó luego y sonrió a Edgar de oreja a oreja.

    —¿Qué me has hecho?

    El rubiales no hizo el favor de responder a su pregunta pero volvió a fijarse en los labios de Edgar, aunque esta vez ya sin curiosidad, o al menos no la misma.

    Edgar había sentido al crío dentro de él, no dentro de su cuerpo, dentro de su yo, hurgando en sus recuerdos, en su conocimiento, en su nostalgia. La idea en sí era pavorosa, pero en la práctica no había sido del todo desagradable.

    —Eres distinto —dijo entonces el niño.

    —Anda, si hablas.

    El niño asintió con la cabeza.

    —Ahora sí.

    Edgar se levantó y se sacudió la arena del trasero. La sonrisa del crío seguía creciendo. Si seguía a aquel ritmo, pronto parecería un muñeco de Barrio Sésamo, con la sonrisa partiéndole la cara.

    —¿Cómo te llamas? —Le preguntó Edgar, buscando más gente a su alrededor pero sin ver a nadie.

    —¿Cómo quieres llamarme?

    —Me gustaría llamarte por tu nombre.

    —No tengo nombre.

    Edgar lo miró de hito en hito.

    —¿No tienes nombre?

    —No lo necesito.

    —Perdona. No lo necesitabas. Ahora estás hablando con alguien a quien le gusta llamar a la gente por su nombre.

    —Pues no tengo nombre.

    —Invéntate uno.

    —Bender.

    —¿Bender?

    —¿Te gusta?

    —¿Por qué Bender?

    —Porque te gusta.

    A Edgar ese nombre ni le gustaba ni le dejaba de gustar. Hasta que cayó en la cuenta.

    —Bender, de Futurama.

    —De Futurama.

    —Por eso dices que me gusta.

    Por imposible que pareciera el niño sonrió todavía más pero se las arregló para darle un tono serio a su siguiente pregunta:

    —¿Por qué eres distinto?

    —Diablos, tú eres el distinto. Me has leído el pensamiento. Eso no lo hace mucha gente, ¿sabes?

    —Necesitaba hablar de tu manera. ¿Te he ofendido?

    —No, por Dios. ¿Me estás diciendo que acabas de aprender a hablar, con eso… eso que me has hecho?

    —Eres jodidamente distinto. ¿Tú como aprendes?

    —Así no, desde luego. Y no deberías decir jodidamente.

    —¿Por qué no?

    —Porque eres un niño. —Aquello no tenía ni pies ni cabeza. —Bender... —Edgar optó al fin por llamarlo de aquella manera. —¿Me estás diciendo que nunca habías oído una voz? ¿Por eso me mirabas los labios?

    —En realidad… creo que ya había oído voces antes. Pero no sabía que constituyeran un tipo de lenguaje.

    —¿Tu gente no habla?

    —No nos hace falta. Y si no fueras distinto, te lo demostraría.

    —¿Está tu casa por aquí? Necesito beber agua o creo que me moriré. Luego ya tendremos tiempo de aclarar este misterio.

    Bender asintió con otra de sus sonrisas de aspirina tamaño familiar y caminó hacia las palmeras, delante de Edgar. Luego cambió de opinión y se situó a su lado. Parecía no querer perderse detalle del Distinto.

    Si no hubiera tenido tanta sed, Edgar le hubiera dicho que mirar con tanta atención era de mala educación. Y Bender lo miraba con genuina intensidad, como miraría un niño de los que hablan sus juguetes nuevos el día de reyes.

    Edgar volvía a tener la sensación, casi la certeza, de que el crío no era lo que aparentaba. La peregrina impresión de que no era un niño en absoluto. Aunque esta vez la idea  ya no lo atemorizó.

    —Y, dime, ¿dónde habías escuchado voces antes?

    —En el aire.

    —¿En el aire?

    Bender le cogió de la mano para que pudiese oír.

    Y oyó. En el aire, en las palmeras, en la arena y en el mar. En todas partes.

    Era la M80. La emisora de radio. El locutor estaba diciendo que acababan de sonar los éxitos encadenados, por eso la reconoció. Edgar siempre había pensado que los de M80 tenían un morro que se lo pisaban. Si ya trabajarían poco de por sí en la radio, encima ponían tres canciones seguidas, y lo llamaban éxitos encadenados, y se pasaban la mañana (o el día entero, más bien) en plan Camera Café, delante de la máquina expendedora de la emisora, hablando de las guerras, de la próxima edición de OT o del Noche Hache del día anterior, mientras el automático sonaba por tres veces consecutivas, si no seis. Eso era tener cara.

    Bender le soltó la mano y la música dejó de sonar.

    Y Edgar se percató de que no le estaba costando demasiado asimilar todo aquello. Y se dijo que la culpa era del pequeño. De entrada le había demostrado, poniendo las manos sobre su cabeza y hurgando en su mente, que había más cosas posibles que Lo Posible. O tal vez siguiera bajo los efectos de la droga que le habían administrado, y en poco rato se despertaría en algún otro lugar. Posiblemente junto a Sonia. Quizá en ese mismo momento Sonia lo estuviera zarandeando para que recuperase la conciencia.

    —¿Estamos en una isla?

    —No lo sé.

    —Entonces tampoco te preguntaré cómo se llama la isla.

    —No utilizamos nombres, Edgar.

    —Je, je. Ahora sí.

    Nueva sonrisa. Edgar no había visto en su vida un niño más feliz que aquel.

    Cuando divisaron las primeras casas Bender echó a correr.

    Quiere avisar a su gente de que ha encontrado alguien distinto, pensó Edgar.

    En pocos segundos, Bender volvió corriendo y se le echó encima. Edgar lo cogió en el aire y echó un pie atrás para no caer.

    —¿Y ahora qué te ha dado?

    El niño se reía a carcajadas, y le dedicó una mirada llena de... ¿de qué?

    ¿Adoración?

    —Edgar, ya puedes ir a beber.

    —¿Has pedido permiso al poblado? ¿Por eso te has adelantado?

    —No. Les he enseñado a hablar.


    ALIMENTO

    Las casas eran pequeñas estructuras de un material liso como el mármol. Edgar pasó la mano por la pared exterior de una de ellas, mientras se dirigían hacia una fuente en el centro de lo que parecía ser la única plaza del pueblo. Al tacto, aquel material resultaba blando y desprendía calor. Edgar nunca había tocado nada parecido.

    Por primera vez desde que despertara se preguntó si habría sido abducido por una especie alienígena, como le pasó a Fallon en el último episodio de una de las temporadas de Dinastía, (mira que era pequeño cuando la echaban, pero nunca había olvidado lo absurdo que le había parecido aquel giro en una serie de familias, dinero, poder y gente mala). Se preguntó si aquella gente, sus insólitos hogares, o el mismo sol que tanto lo molestaba, eran reales o sólo simples hologramas, como en Star Trek. Si había acabado en el futuro por accidente, como Fry en Futurama (serie de la que coleccionaba episodios en formato .avi). Si se encontraba en una vaina, su cuerpo convertido en una simple pila mientras su mente divagaba por mundos creados para entretenerle…

    Y si era o no aconsejable para él dejarse llevar por su imaginación peliculera.

    Bender lo sacó de la ensoñación.

    —No es agua exactamente.

    —¿Y qué es?

    La fuente estaba hecha del mismo material que las casas: blanco, blando, caliente y a simple vista parecido al mármol. Era una simple base rectangular. Del centro salía un surtidor sin ningún tipo de ornamentación del que manaba algo.

    —Es nuestro alimento.

    —¿Podrías ser un poco más explícito?

    —No. No sé lo que es. Sólo sé que es alimento.

    —¿De dónde viene?

    —No lo sé.

    —¿Quién hizo la fuente, dónde está el pozo que la alimenta? Y ya que estamos, ¿de qué están hechas las casas?

    —Ni idea.

    El agua no era agua. Era algo más espeso, de color morado.

    Bender estaba esperando a que bebiera. Ya no sonreía. Parecía confuso.

    —No quiero que te enfades conmigo. ¿Aún tienes sed?

    —Claro.

    —Pues bebe. No te va a hacer ningún daño. Míralo así. Es como si yo fuera a tu casa y me ofrecieras un donut. Yo no lo rechazaría.

    —Si no me equivoco, tú ni sabías lo que era un donut hasta que has… que has… adquirido mi idioma.

    El niño estuvo a punto de echarse a llorar. Algunas personas, todas ellas vestidas con túnicas como la de Bender, los observaban, pero nadie participó a pesar de que Bender había asegurado que les había enseñado a hablar.

    Finalmente Edgar accedió. Se acercó a la fuente y vio que el crío volvía a sonreír.

    Qué dientes más sanos.

    Más que sanos. No había visto unos dientes más blancos en su vida.

    Cuando estaba a punto de echar el primer trago a aquella cosa le pareció percibir por el rabillo del ojo una transformación en el niño. Lo observó entonces con más atención.

    Bender lo miraba, sonriendo como siempre, pero parecía distinto. Había algo nuevo.

    ¿Me estaré volviendo loco?

    El mismo pelo rubio, los mismos ojos azules, los mismos dientes perfectos... Pero distinto.

    Ya no se sentía tan cómodo como al principio. Por lo que había descubierto hasta ese momento, tanto él como Sonia podían estar a merced de aquel niño y su pueblo. Y no sabía qué intenciones podían tener.

    Bender perdió poco a poco la sonrisa hasta parecer el niño con túnica pequeña más abatido del planeta.

    —No te fías de mí.

    —No es eso.

    —Sí, sí lo es.

    —No. No exactamente. Pero si bebes primero, me quedaré más tranquilo.

    —Vale.

    Bender se acercó a la fuente. Era demasiado bajito para llegar al chorro, y miró a Edgar para que lo alzara.

    Al levantar al niño por las axilas, Edgar tuvo la sensación de que Bender hervía por dentro. Sintió bajo sus dedos la frenética actividad de la sangre del crío.

    Un pensamiento, lúgubre como el letrero de neón de un motel de mala muerte en una noche de tormenta, cruzó su mente.

    Se está transformando.

    Aplacó su creciente temor y mantuvo al crío bien sujeto mientras éste bebía del líquido. El contacto con el niño lo embargó poco a poco de paz, una paz sobrenatural, pero bienvenida.

    No podía haber maldad en aquel niño. No la había.

    Pasaron cerca de dos minutos. Bender seguía bebiendo.

    —Nene… Creo que ya es suficiente.

    El niño hizo un gesto con la mano para que esperase un momento y siguió engullendo un rato más. Finalmente, pidió que lo bajara.

    —Ahora tú.

    —Ahora yo...

    Y Edgar bebió.

    No se parecía a nada que hubiera probado antes, pero lo cierto es que estaba bueno. Sintió como, al primer sorbo, su cuerpo se revitalizaba. Pensó que algo así debía haber experimentado Peter Parker cuando le picó la araña. Imaginó la expansión del alimento en todas sus células como si estuviera viendo el principio de una película basada en un cómic de Marvel.

    Alimento. Lo era. Con aquello no hacía falta comer más. Al segundo sorbo ya estaba harto. Se sentía como después del atracón que se había pegado el día que se casó su hermano, pero la comilona de aquel día había sido exagerada e indigesta y la sensación actual era de una plácida saciedad.

    Al apartarse de la fuente descubrió que sus sentidos estaban más despiertos que antes de beber. Se vio desbordado de olores. La luz parecía más intensa. Perdió el equilibrio y tuvo que sentarse en el suelo.

    —¿Estás bien? —La voz de Bender adquirió un atisbo de pánico.

    —Sí. Sólo un poco mareado. Ven aquí.

    Edgar lo sentó en su regazo y esperó a que se le pasara. El niño tenía algo que lo sanaba, así que también esto pasaría.

    —Eres una aspirina con patas, ¿lo sabías?

    —Mmm… No.

    —¿Este líquido es vuestro único alimento?

    Bender asintió.

    —Veamos. No sabes lo que es.

    —No, no sé lo que es.

    —¿Quién se ocupa de que nunca se acabe?

    —No lo sé.

    —¿Y sabes si alguien del pueblo lo sabe?

    —No.

    —¿Que no qué? ¿Que no lo sabes o que nadie lo sabe?

    —Que nadie lo sabe.

    —¿Y cómo la sabes?

    —Porque ahora mismo, mientras hablo contigo, estoy con ellos.

    —¿Telepatía?

    —Algo así. Para ti, el uso de la telepatía, si fueras capaz de obrarla, sería el acto de transmitir tus palabras a través del pensamiento. Nuestra telepatía carece de idioma hablado. Simplemente, estamos conectados. No sé si me estoy explicando muy bien, soy nuevo en esto.

    —No te preocupes. Para hacer diez minutos que sabes hablar, lo haces de muerte.

    —Gracias.

    —Y dime una cosa. ¿Los niños tienen que pedir ayuda a los mayores para que los aúpen a beber?

    Bender se puso colorado como si lo hubieran pillado en falta.

    —¿Qué pasa?

    —Bueno... Podría haber regulado el tamaño de la fuente. Es lo primero que aprendemos.

    Bender echó una mirada a la fuente. El material que conformaba el surtidor, sólido hasta el momento, se volvió acuoso y maleable, perdió la forma, titiló como una enorme masa de agua y volvió a convertirse en un surtidor, esta vez a la altura de Bender.

    —Vaya. Eso me ha recordado que te cagas al malo de Terminator 2.

    —Ahora que lo dices, sí —replicó Bender.

    —Eres una fábrica de efectos especiales. Espera, espera. Vaya... Bender, donuts y Terminator.

    —¿Cómo?

    —No sólo has aprendido a hablar. También has adquirido todo cuanto yo sé.

    —Pues...

    Edgar sufrió otro mareo, éste más mental que físico. Bender había aprendido a través del contacto. Y había asegurado que había enseñado a todo el pueblo a hablar. Si para expandir el conocimiento sólo le había bastado con tocar a uno de los suyos, todo el mundo a esas alturas sabría todo cuanto sabía Edgar. Era posible que ahora todo el poblado viera el mundo a través de sus ojos. Sin duda compartirían su criterio de las cosas que no conocían de primera mano. Ahora sabrían lo que era un donut, y sabrían lo delicioso que era un donut aunque no lo hubieran probado jamás.

    No quiso pensar en lo que implicaba aquello.

    La teoría del donut.

    Lo habían hecho embajador del mundo cuerdo en aquel mundo de locos, a su pesar.

    Él

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