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Se me va + Colección Completa Cuentos + El Inspirador Mejorado. De 3 en 3
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Libro electrónico456 páginas5 horas

Se me va + Colección Completa Cuentos + El Inspirador Mejorado. De 3 en 3

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Se me va

Elena Larreal

"Soy una persona muy sociable, aunque mis amigas no existan."

Elena, una esquizofrénica no tratada que habla con sus electrodomésticos, conoce a Román, un chico romántico capaz de hablar con los muertos. Pero también conoce a Hombre Misterioso, un joven que asegura haber absorbido durante el embarazo a su hermano gemelo y que tiene la capacidad de ponerla como una moto. Como pasa con todas las cosas buenas de la vida, Elena tendrá que elegir a uno de los dos. O quizá haya otra salida.

Un novela hilarante protagonizada por tres locos de los que te enamorarás.

+

Colección Completa Cuentos

La colección de cuentos de ciencia ficción y misterio de J. K. Vélez. Mentes de cristal, La asombrosa historia de Marcus Sans, Los ojos del pozo o Ayer provoqué el fin del mundo, relatos que nunca podrás olvidar.

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El Inspirador Mejorado
J. K. Vélez

¿Qué harías si un día al salir de casa descubrieras que en la de los vecinos hay un perro mecánico de ojos encendidos?
¿Qué pasaría si no fueras capaz de recordar quién eres o si fueras consciente de que una fuerza desconocida intenta borrar tu identidad?
¿Aceptarías convivir durante un mes con cinco extraños un poco locos para hacer realidad uno de tus sueños?
¿Y si tu realidad fuera un sueño de locos un tanto extraño?
Y lo más delirante de todo... ¿Comprarías esta novela para descubrirlo?

Fragmento:

Entonces me acordé del perro metálico.
Ahora, al solete del mediodía, me parecía que debía haber sido un sueño. Aun así, cerré la puerta del coche y me aproximé a la verja con paso indeciso.
Un par de herramientas para el jardín, una piscina hinchable deshinchada, unas cuantas bolas de billar de un billar de juguete... ¿Unas redes de pescar?
Pero ni rastro del perro con ruedas. Sin embargo, al fondo, junto a la puerta de la cocina, distinguí una caseta para perros. ¿Tendría el perro androide una caseta para perros, como los perros de verdad? Los perros androides si llueve se mojan, como los demás. Una caseta sería lo propio, para evitar un cortocircuito en su cerebro positrónico canino.
Pensé en llamar a la puerta, pero de pronto me di cuenta de que no me acordaba de mis vecinos. ¿Quién vivía junto a mi casa?
Entonces tuve la espeluznante sensación de que tampoco mi casa era mi casa.
Y luego descubrí que yo no era yo.

Tres excelentes lecturas que disfrutarás de principio a fin.

IdiomaEspañol
EditorialPROMeBOOK
Fecha de lanzamiento21 ago 2017
ISBN9781370328154
Se me va + Colección Completa Cuentos + El Inspirador Mejorado. De 3 en 3

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    Se me va + Colección Completa Cuentos + El Inspirador Mejorado. De 3 en 3 - Elena Larreal

    EL INSPIRADOR MEJORADO

    J. K. Vélez



    EL INSPIRADOR MEJORADO

    En el mismo comienzo

    Cerré la puerta sin hacer ruido, bajé las escaleras y salí a la noche. Corría un poco de aire, pero no sentí frío. Caminé hacia el coche esperando que Lucía no se despertara y reconociera el rugido inconfundible de mi Nubira.

    Al pasar frente a la casa de los vecinos, me llevé un sobresalto. Unos ojos rojos, un brillo metálico. Un ladrido irreal, evocado de algún perro rabioso encerrado contra su voluntad en una perrera de mala muerte.

    Miré atentamente aquel ser aberrante. Intenté recordar si ya lo había visto antes. Concluí que si lo hubiera visto antes, lo recordaría. Los vecinos solían tener perros de verdad. Aquel engendro de ojos rojos no era más que una mala imitación de metal. Éste no era uno de esos perros robóticos tan monos que había patentado Sony allá por el dos mil. Era, más bien, el tipo de artefacto que presentaría un adolescente maniaco en la clase de ciencias de alguna absurda película de ciencia ficción de los ochenta.

    El perro volvió a ladrarme con su gruñido de lata. Me fijé en que no tenía patas. Se sostenía sobre una plataforma con ruedas. Le pedí que se largara en un susurro y, sorprendentemente, me obedeció. Se alejó despacio sobre sus ruedas, marcha atrás y sin perderme de vista. Sus ojos brillaron más intensamente con su roja irradiación justo antes de desaparecer tras la vivienda. Yo me encogí de hombros y seguí mi camino.

    Media hora después aparqué el coche en zona azul, aunque no me preocupaba el parquímetro. Eran casi las cuatro de la madrugada.

    Me encontraba a dos calles del local en el cual me habían citado.

    Éstas no son horas, pensé. Me apeé del vehículo. Había salido de casa a hurtadillas y Lucía no se había despertado de puro milagro. Desde que a los gemelos les había dado por nacer, ninguno de los cuatro dormíamos la noche entera de un tirón y rara era la vez que no nos levantáramos unas nueve veces a lo largo del periplo nocturno: servidor, para arropar a los bebés, tratar de calmarlos o cagarme en sus muertos, según la hora del evento; Lucía, para darles el pecho.

    Le había dejado una nota en la mesita de noche. Lucía despertaría en cualquier momento, leería lo de la urgencia y automáticamente lo pondría en duda. Se preguntaría por qué no la habían despertado ni el móvil ni su marido, si ella dormía con un ojo abierto y a media persiana el otro. Cavilaría, o bien que mi empresa abusaba de mí, o bien que le estaba siendo infiel. Rumiara una cosa u otra, me llamaría al móvil para quedarse tranquila. Así que dejé el nokia en el coche. Tan cobarde decisión menoscababa mi amor propio pero me ahorraba, de producirse la llamada, un apocalíptico altercado telefónico. No había forma sencilla de explicar qué estaba haciendo en Palma a las cuatro de la mañana y si a una pelea matrimonial (pero no una pelea matrimonial al uso, sino la pelea matrimonial que se da entre un matrimonio conformado por un tío o una tía cualquiera y esta Lucía) le añadías el factor telefonía móvil, la cosa podía trocarse en el equivalente balear de una guerra nuclear. Algún altercado anterior y similar nos había costado, a mí, un principio de úlcera, y a Lucía, un móvil nuevo.

    Se oía el rumor de un camión de la basura que trajinaba en una de las calles adyacentes pero, por lo demás, la ciudad aparecía sumida en un silencio sepulcral que, incluso a una hora tan avanzada, resultaba impropio del verano.

    Había tardado sólo 30 minutos en llegar a la Plaza de España desde la zona norte de la isla, que es donde vivía. Hacía dos años de la ampliación la autopista. Antes llegaba sólo hasta Inca, ciudad de la piel, como rezaban los cartelitos de bienvenida. Tras la ampliación, si uno venía de Palma, no tenía más remedio que apearse de la autopista a la altura de Sa Pobla, un poblado donde aún era posible comprarse un piso hipotecándose a 40 años. Desde ese pueblo hasta Alcudia, donde tenía mi hogar, le habían añadido unos arcenes bastante apañados a la carretera, cosa absolutamente necesaria pues esa zona estaba casi siempre atestada de simpáticos ciclistas trastornados y suicidas.

    Recordaba con añoranza los tiempos en que bajar a Palma me llevaba una hora, o incluso algo más si me tocaba ir detrás de uno de esos camiones de gran tonelaje que acababan con la paciencia del resto de la humanidad isleña. Yo añoraba aquellos relativamente largos trayectos en coche, no porque me gustase conducir más que a la media, ni porque llevara una vida tan atareada que esos momentos de soledad fueran mi único sosiego, ni porque tuviera un programa de radio favorito que no pudiera oír en ningún otro sitio tan tranquilo como en mi coche, sino porque los necesitaba para crear. Debía a esos trayectos mis mejores ideas. Mi Nubira era el mejor campo de abono para la imaginación, aunque no sabría definir muy bien el motivo.

    Por eso no quería desprenderme de él, aunque ya llevara unas cuantas averías inexplicables, tuviera escacharrada la aguja de la gasolina y le costara hasta cinco intentonas pasar la I.T.V., por los gases contaminantes y las bombillas que se fundían oportunamente el día anterior a la revisión. Pero yo amaba ese coche.

    Mirado en retrospectiva, me descoloca que te detuvieras en los detalles. No hay duda de que fuiste alguien muy especial.

    Volviendo a la noche en cuestión, caminé sin cruzarme con nadie los metros que me separaban de la Croissanterie Mallorca, sita en la avenida Alexandre Rosselló. El local, que parecía más un bar, con sus dos tragaperras, sus camareros atareados y sus pepitos de lomo, que una repostería, abría las 24 horas y estaba casi siempre atestado de gente o similar. Aquel jueves de madrugada no era una excepción.

    Esperé fuera. La temperatura era agradable.

    No sabía qué pinta tendría el hombre que me había citado. Sólo sabía su nombre, Mateo Gattari, y nada más. Bueno, quizá una cosa. Que aquel tipo había conseguido mi dirección de correo electrónico en alguna parte.

    La gente entraba y salía del local como si fuese de día.

    Esperé un rato. Echaba en falta el móvil. Lo usaba como reloj. Escruté a través de las amplias cristaleras las desconchadas paredes del local y no distinguí reloj alguno. Me dije que si no aparecía el tal Mateo Gattari antes de que pasaran tres taxis por las avenidas, me marcharía a casa.

    Tardé bastante en ver pasar mi primer taxi, a treinta por hora, buscando clientes. Yo iba cambiando el peso de una pierna a la otra. El desconocido me había citado en la puerta, por lo que entrar a tomarme una cerveza quedaba de momento descartado. No bebería tranquilo, vigilando a cada instante quién llegaba. Y, si al volver a casa, Lucía percibía el alcohol en mi aliento, aún sería más difícil darle una explicación satisfactoria.

    Mi segundo taxi tardó menos en enseñar el hocico. Pasó embalado cuando el semáforo de su carril acababa de ponerse en rojo. Llevaba encendido el cartel de ocupado. Me pregunté si debía cambiar mi cronómetro taxista. ¿Qué tenían que pasar, tres taxis libres o tres ocupados? ¿O tres en total?  

    El tercer taxi me sacó de dudas.

    Mateo Gattari se apeó del vehículo tras pagar la tarifa y soltarle al incrédulo taxista un billete de cien euros de propina.

    El desconocido proclamaba una incipiente calvicie, exhibía una piel blanca como la harina, ostentaba algún kilo de más, aparentaba unos cuarenta mal llevados, portaba un lustroso maletín negro presumiblemente lleno de pasta y soportaba, el puente de su nariz, unas enormes gafas de sol.

    A las cuatro y tres taxis de la mañana.


    Capítulo I: Gattari

    Gattari parecía nervioso. Miró varias veces a ambos lados de la calle, como si esperara un encuentro sumamente desagradable o lo acechara algún inminente peligro. Cuando decidió que nadie lo había seguido, se fijó en mí.

    —¿Alejandro?

    Tragué saliva e hice un gesto afirmativo. No podía quitarme de la cabeza aquel billete de cien euros en las manos del sorprendido taxista.

    Gattari me cogió del brazo y literalmente me arrastró dentro del establecimiento. Buscó una mesa en un rincón alejado del bullicio y se sentó, dando por sentado que yo también lo haría. Yo también lo hice.

    —Sólo para que no haya confusiones. ¿Es usted Mateo Gattari? —Pregunté, aún apabullado por el deseo de ser taxista.

    —El mismo que viste y calza.

    —Y que lleva gafas de sol...

    —Y su futuro en la maleta.

    —¿Mi futuro?

    —¿El de quién, si no?

    —Pues… no estoy seguro.

    —¡Camarero!

    Mientras esperábamos a que nos atendieran, Gattari me escudriñó atentamente, o eso me pareció. No puedo estar seguro de hacia donde dirigía los ojos. Con aquellas gafas oscuras podía estar bizco, ciego o tuerto. Podía tener un ojo de cristal. Incluso podía llevar cinco piercings en cada ceja. El señor Gattari siguió sin quitarse sus enormes gafas de sol pese al discreto comentario que sobre las mismas había salido por mi boca.

    —¿Cuántos años tiene, Alejandro?

    —Veintiocho. Pero puede llamarme Alex, si no le importa —le pedí.

    —Veintiocho... ¿Ya han pasado cinco años? Increíble, increíble…

    Me sentí obligado a alzar las cejas, soberanamente sorprendido.

    —¿Es que ya nos conocemos?

    —Más o menos. Aunque nuestra relación se ha mantenido un tanto descompensada. Usted jamás me habrá mentado, y me temo que yo llevo cinco años sin dejar de hablar de usted y otorgando a sus hombros veintitrés abriles, sin envejecer un solo día, como si constituyera su persona una figura noble e inmortal, que, por cierto, qué oportuno, puede llegar a ser, si hace lo que quiero y ama lo que hace, como hasta ahora.

    —Creo que no le sigo. Pero es cierto que nací en abril. ¿Lo sabía o es pura coincidencia semántica?

    —¿Semántica? Permítame que lo dude.

    —¿Gramatical?

    —Por ahí, por ahí.

    —¿Filológica?

    —Quizá mnemotécnica.

    —Vaya… qué putada.

    —¡Camarerooo!

    Un chico recién salido del instituto apareció de inmediato a tomarnos la comanda.

    —Para mí un whisky con Coca-cola Light, cargadito, por favor. Y para el chico una Fanta, que no bebe.

    Aquí tuve que intervenir.

    —Una Cruzcampo, por favor.

    —¿Además de la Fanta? —Preguntó el muchacho.

    —Sin la Fanta.

    —¿Quieren comer algo?

    —Si traes unos cacahuetes, yo me conformo —dijo Gattari.

    Yo me limité a negar con la cabeza. El chico salió disparado hacia la barra y Mateo Gattari comentó que, por lo menos, tenía sangre en las venas.

    —¿Por qué ha dicho que no bebo? —Le pregunté.

    —Porque antes no bebía.

    —¿Antes? ¿Cuándo?

    —No sé. Antes.

    —Pues ahora bebo.

    —Pues me parece muy bien.

    —Cerveza.

    —Ya lo he visto.

    —Con sus gafas de sol.

    —Con mis gafas de sol.

    —No acierto a comprenderlo.

    —¿Lo de las gafas?

    —¿Es para que no lo reconozcan?

    La puerta del local se abrió y Gattari, de espaldas a ella, se tensó como un niño gordo pillado por su madre abriendo la nevera a las dos de la mañana.

    —¿Quién ha entrado? —Me preguntó, aún más blanco que de natural.

    —Una mujer —contesté.

    Gattari abrió y cerró la boca un par de veces. Me recordó a un pez globo. Un pez globo algo perturbado.

    —¿Cómo es?

    —¿Quién?

    —La mujer.

    —Como un hombre.

    —¿Cómo dice?

    —Bueno... Yo diría que es una drag queen.

    Gattari se secó el sudor de la frente con una servilleta.

    —Qué susto, qué susto —musitó.

    —¿Le busca su mujer?

    —No lo creo. Soy viudo. Y de verdad espero que no ande por ahí buscándome. Usted sigue soltero, ¿no es cierto?

    —Va a ser que no.  

    —¡Qué contrariedad!

    —¿En serio?

    —Un gran revés.

    —Pues casi mejor no le hablo de los gemelos.

    —Vaya por Dios. Pues estamos apañaos.

    —A mí me lo va decir.

    —¡Camarerooo!

    El chico apareció con la copa de Gattari y mi cerveza. Cogí la botella y me percaté de que no estaba lo suficientemente fría, pero ya era tarde para cambiarla. De haber estado con nosotros mi Lucía, ella se habría ocupado de devolverle al camarero la cerveza, sin importar que estuviera abierta, y de exigirle otra más fría a voz en grito para que hasta la última persona o similar del establecimiento supiera que el cliente siempre tiene la razón, cosa que podía ser cierta en otra época, pero no en este principio de milenio.

    — Alejandro… —Gattari interrumpió toscamente la línea argumental de mi desmadejada mente.

    — Alex, si no le importa.

    — Pues Alex. De todas formas, le iba a preguntar su nombre completo.

    — Ah. Lo siento. Alejandro Camus Antón.

    —¿Camus?

    — Parece sorprendido.

    — Lo estoy. Siempre pensé que lo de Cumas iba por Dumas. Alejandro Dumas, ya sabe. Por las historias que siempre deja a medias. Pero veo que sólo se cambió el orden de las vocales.

    — Una cosa no quita la otra. Entonces, ¿usted me conoce del blog?

    Gattari me tendió la mano, cosa que no había hecho al salir del taxi.

    — Yo soy Gatty —dijo.

    — No me joda —dije yo.

    — Nada más lejos de mi intención.

    — Pensé que era una mujer. ¡Qué coño! Creí que era una chavala.

    — No alce tanto la voz, va a parecer que intento ligármelo y que le he tomado el pelo.

    — Gatty…

    — De Gattari. Ya, ya sé. Carezco de su imaginación. Pero he sido su más fiel lector durante los cinco últimos años. Siempre comenté sus historias, incluso cuando me dejaba colgado, con la miel en los labios, para el día posterior. Le he seguido desde que le descubrí una tarde en la oficina y he comprobado con satisfacción que ha colgado una historia, o un esbozo, o una idea o un pensamiento, sin cejar un solo día, durante cinco largos años. Tiene usted una imaginación portentosa, una fuente inagotable de buenas ideas. Una escalera mecánica de creación que nunca deja de ascender, y aunque suene un poco raro, créame que es un halago.

    — No siga por ahí, que me voy a poner rojo. Y usted empieza a hablar en verso.

    — Pues no sigo, si lo enojo. Pero bueno. Si le digo la verdad, aunque no me ha preguntado, creo que está malogrando su talento en el baldío terreno de su web.

    — Tan mal no lo habré hecho si está aquí sentado, ofreciéndome un futuro en la maleta. Vamos, si no le entendí mal al principio.

    Gattari sonrió y le dio un par de golpecitos al maletín.

    —¿Ve a menudo usted La Nueve? —Me preguntó.

    — Admito que casi nunca —le contesté.

    — Soy el responsable de contenidos de la cadena.  Para serle franco, desde que empezamos a emitir no hemos sufrido más que pérdidas, incluida la de mi esposa. Es tan frustrante… ¿Se acuerda del mundial?

    —¡Cómo olvidarlo!

    — Nos gastamos un dineral en obtener los derechos. Fue una lucha cruda y sangrienta contra la plataforma digital y la televisión pública. Finalmente nos hicimos con él, pero tuvimos que compartir con la cuarta, la que en un principio parecía la mosquita muerta, los partidos de la selección, las semifinales y la final. La cuarta montó un tinglado en la plaza de Colón y consiguió robarnos la audiencia.

    — Si mal no recuerdo, ellos se trajeron al argentino por excelencia, y, la verdad, los comentaristas que contrató su Nueve rayaban en lo patético.

    — Touché. Ya le digo que llevamos la negra. Y eso que el mundial se convirtió en un circo político y nosotros contamos con cierto apoyo por parte del gobierno de la comunidad de Madrid. Pero aun así no conseguimos que subiera el share. Y vamos cada vez de mal en peor. Nuestros realities no acaban de dar el tirón. Nuestra oferta deportiva no es tan atractiva como la de la competencia. La gente se ha hartado de nuestros programas de monólogos. Nuestro gran agitador de masas y máximo accionista fue muy conocido en sus tiempos, pero ahora la audiencia le está cogiendo un poquito de asco.

    — No me extraña.

    —¿Por qué dice eso?

    — Estaba más guapo con gafas.

    — No me parece razón suficiente.

    — Le daré una mejor. Ese hombre ha caído en picado con el programa ese de los inconfundibles. Ha tocado fondo. El contenido es zafio, y la publicidad en el título....

    — Como responsable de contenidos que soy, no es muy considerado por su parte...

    — Es lo que hay.

    — Siempre ha traído ideas de otros países, y siempre le han funcionado.

    — Hasta ahora, por lo que me cuenta.

    — En fin —suspiró Gattari. —Lo único que funciona, desde hace poco más de un año, es nuestro culebrón. ¿Ha visto algún capítulo de Varados y Derivados? La gente adora esas disputas entre de la familia Gutiérrez y la familia Lizarde. Desde un principio animamos a los guionistas a que quebraran esquemas, a que se saltaran a la torera lo políticamente correcto, a que arriesgaran hasta el punto de despertar a bofetadas al abotargado espectador. Tenían vía libre para hacer lo que les diera la gana. Personalmente, yo sólo pedí un personaje. Una abuela malvada, una hija putativa de Cruela de Vil y Ángela Chaning. Durante un año pleno de desastres de audiencia y presentadoras del Casino Nocturno que entraban en directo borrachas, lo cual se puede imaginar que nos ha causado un descrédito de agárrate y no te menees, la serie ha funcionado bastante bien. Ha levantado el share de la cadena. La Nueve, sin Varados y Derivados, nombre que no sé exactamente qué significa, no se vaya usted a creer, se habría hundido irremisiblemente. Pero, y aquí entra usted, nuestros guionistas se están quedando sin ideas. ¿Sigue la serie? Antes no me ha contestado.

    — No me ha dado la oportunidad.

    —Perdóneme. Hablo demasiado. Pero... ¿la sigue?

    — Me temo que no.

    — Casi mejor. Los últimos capítulos han sido bastante flojos. Pedimos a los guionistas que mataran a uno de los protagonistas, pero no hemos conseguido que suba la audiencia. En realidad, empieza a caer a un ritmo alarmante.

    — Bien, pero, ¿qué pinto yo aquí? No soy guionista. No sabría ni por dónde empezar.

    — No necesito un guionista. Lo necesito a usted.

    — Pero yo soy fontanero. —Nada más decirlo me pareció algo irreal. Nunca le decía a nadie que era fontanero, siempre me vendía como escritor. ¿Y precisamente a Gattari le vendía al fontanero? Afortunadamente, Gattari era un hombre de ideas fijas e insistió.

    — Acabo de decirle que le considero un genio. No me venga ahora con inseguridades de diván.

    — Y falsa modestia —apuntillé.

    — Escuche. El equipo de guionistas, transcurrido un año, se ha transformado en una piña. Una piña rara, para serle sincero. Aunque quisiera, no podría contratar a nadie más. Pensarían que les estoy pasando por encima. Ya saben que la serie va mal. Si aparezco con otro guionista se sentirán amenazados y me montarán una huelga por competencia desleal. Y no quiero ni pensar lo que serían capaces de hacer si descubrieran que usted les da mil vueltas.

    — Pero es que no es verdad. Yo no le doy mil vueltas a nadie. Ni a mi perro.

    — ¿Eso pretendía ser un chiste?

    — Le aseguro que no soy guionista.

    — Ni humorista, por lo que veo.

    — En mi vida he leído un guión. No sé ni siquiera eso de Exterior Día.

    —¿Sabe lo que hacen en Alemania, de un tiempo a esta parte, cuando sus guionistas se quedan en blanco? Contratan un inspirador. Una musa. Alguien que se limita a dar ideas. No tiene por qué ser guionista, basta con que sea imaginativo.

    —¿Y yo soy su inspirador?

    — Exacto.

    —¿Y qué tendría que hacer si decidiera meterme de inspirador?

    — Contar historias. Contarles cuentos. A la hora que usted prefiera, me da igual.

    — Suena a las mil y una noches.

    — Si le suena más romántico y hace que se decida, llamémoslo así.

    —¿Y usted cree que funcionará?

    — A los alemanes les funciona.

    — No estoy tan seguro. ¿Puede decirme una sola serie alemana que funcione? Es más, ¿puede decirme una sola serie alemana?

    — Bueno… Está la de ese perro policía…

    Pa mí que esa no es alemana. Oiga, ¿y por qué no les deja leer el blog? Ahí tienen material para cinco años. De todas formas, no iba a hacer nada con todo eso.

    — Lo necesito junto a ellos. Debe orientarles. Levantarles el ánimo. Conseguir que vuelvan a sacar lo mejor de sí mismos. Debe estar allí, en cuerpo, en mente, en alma. En higadillos, si hace falta.

    —¿Y cómo se supone que trabajaríamos? Yo no puedo desplazarme a Madrid.

    — Eso da igual. Y no tenemos la sede en Madrid, sino en Barcelona. Pero no se preocupe, no va a tener que moverse de aquí. Ellos ya están en Mallorca.

    —¿Los guionistas?

    — Al completo. Les he alquilado una casa. Durante los próximos 30 días vivirá con ellos. Será su inspiración. Váyase haciendo a la idea porque no aceptaré un no por respuesta.

    — Pero no puedo hacer algo así. Tengo a mi mujer. Y a los gemelos. Y mi trabajo. ¿No podría ir un rato por las tardes, contarles un cuento y largarme? Soy fontanero.

    — No. Nada de eso. Tiene que estar con ellos. Ha de vivir allí. Además, si usted entrara y saliera a su antojo, enfermarían de envidia.

    —¿Qué significa eso?

    — Antes de que me dé una respuesta, quizá quiera ver esto —y Mateo Gattari puso las cartas sobre la mesa.

    Había llegado la hora de abrir el maletín.


    Capítulo II: La sonrisa maliciosa

    —¿Diez mil euros? —La voz de Lucía había subido tantas octavas que hacía daño.

    —Contantes y sonantes —contesté.

    —¿Así? ¿Por la cara?

    —Bueno, tanto como por la cara…

    —Alex, yo creo que ese dinero está manchado de sangre.

    Lucía llevaba a uno de los dos niños en brazos, no estoy muy seguro de a cuál, y me seguía por toda la casa. Yo sostenía en la mano una bolsa del Mercadona e iba metiendo de todo, desde el iPod con sus auriculares hasta un peluche de una minivaca con imanes en las patas que hasta el momento llevaba una vida cómoda y sedentaria aferrada a la puerta de la nevera, pasando por unos boxers azul cobalto, un par de pinzas de tender y un cargador de móvil de los tropecientos que pululaban por casa.

    —No digas tonterías —dije, sin hacerle mucho caso.

    —No son tonterías.

    —La mitad de ese dinero lo pone la cadena y la otra mitad es una aportación personal de Mateo Gattari.

    —¿Un regalo?

    —Una forma de pagar por los cinco años que lo he entretenido.

    —Nadie da duros a cuatro pesetas, Alex.

    —Está bien. Considéralo un soborno, para que no le diga que no. ¿Te hace eso más feliz?

    —Pues vas a tener que decirle que no.

    —Pues ya le he dicho a todo que sí.

    —¡Alex! ¡Pero si ni me has consultado!

    —No había nada que consultar.

    Entré en el cuarto de baño y empecé a llenar otra bolsa. Lucía comenzaba a perder los estribos y el bebé se puso a llorar por empatía.

    —No puedes dejarme sola.

    —Sólo será un mes.

    —No puedo ocuparme sola de los gemelos. La semana que viene empiezo a currar, ¿recuerdas?

    —Llama a mi madre, o a tus padres, o a tu hermana, pero, por favor… —Paré un momento para lanzarle una mirada efectista. —Esto es muy importante, Lucía. Es lo que siempre he soñado. Es la primera vez que alguien me paga por lo que sé hacer.

    —Los escapes los arreglas de chiripa, ¿no? Las tuberías, las cañerías, los grifos. Llegas, te tiras un pedo, y listo.

    —Sólo será un mes. Sé razonable.

    —No sabes nada de ese hombre. A lo mejor está loco. Es posible que te ate a una cama, te viole y luego te haga pedacitos.

    —Correré el riesgo.

    Ya había terminado de hacer las maletas, una bolsa del Syp y otra del Mercadona, y estaba un poco cansado de oírla. Me dirigí hacia la puerta dando por zanjada la cuestión. Me di cuenta de que no iba a darle ni un beso de despedida justo al tirar del cerrojo, cuando Lucía dejó caer:

    —Está bien. Necesitaré ayuda con los gemelos. Y si tú no vas a estar… —pausa dramática —…quizá deba llamar a Tony.

    Esperó a que la advertencia calara y poco a poco sentí como se me secaba la boca. Ahora sí que ya no habría beso de despedida.

    —Haz lo que debas —dije, sin mirarla.

    Salí, con unas ganas horrendas de dar un portazo pero consiguiendo de alguna manera mantener la compostura.

    Vale, no me despediría de ella, pero ¿y los niños? ¿Qué culpa tenían los gemelos? Claro que eran tan pequeños que no se darían ni cuenta. Bueno, quizá sí, pero no podían hablar. Y no me acusarían de abandono cuando supieran hacerlo, ocupados como estarían descubriendo sus genitales. O los del otro.

    Mi conciencia se empeñó en susurrarme que era un mal padre.

    Yo no me sentía padre en absoluto.

    Abrí la puerta del coche y tiré las dos bolsas en el asiento del copiloto. Pero cuando iba a subirme yo, mi cuerpo quedó rígido y mis ojos permanecieron con la mirada extraviada entre los barrotes de la verja de la casa de los vecinos. Por alguna razón, mi cuerpo se negaba a obedecerme.

    Entra en el coche, idiota. Cuanto antes pongas el aire acondicionado, antes dejará de parecer una sauna.

    Entonces me acordé del perro metálico.

    Ahora, al solete del mediodía, me parecía que debía haber sido un sueño. Aun así, cerré la puerta del coche y me aproximé a la verja con paso indeciso.

    Un par de herramientas para el jardín, una piscina hinchable deshinchada, unas cuantas bolas de billar de un billar de juguete… ¿Unas redes de pescar?

    Pero ni rastro del perro con ruedas. Sin embargo, al fondo, junto a la puerta de la cocina, distinguí una caseta para perros. ¿Tendría el perro androide una caseta para perros, como los perros de verdad? Los perros androides si llueve se mojan, como los demás. Una caseta sería lo propio, para evitar un cortocircuito en su cerebro positrónico canino.

    Pensé en llamar a la puerta, pero de pronto me di cuenta de que no me acordaba de mis vecinos. ¿Quién vivía junto a mi casa?

    Entonces tuve la espeluznante sensación de que tampoco mi casa era mi casa.

    Y luego descubrí que yo no era yo.

    Poco después me encontraba sentado en el coche, con el aire acondicionado a tope, acariciándome los brazos como un pirado. El perro me miraba tras la verja con su sonrisa maliciosa. No podía verle la boca, pero los ojos rojos eran ojos de sonrisa maliciosa. Su superficie metálica parecía absorber la luz del sol en lugar de reflectarla, y me dio la impresión de que, si lo seguía mirando un poco más, se haría de noche. Así que metí la primera y me alejé de allí, de la casa que no era mi casa, esperando que yo fuera yo y pensando que ya tenía la primera historia para contar a mis marchitos guionistas: De cómo, de la noche a la mañana, descubrí que tenía Alzheimer. O algo peor.


    Capítulo III: Dislocado

    Aparqué el coche delante del restaurante. La cala estaba completamente desierta. Miré la hora en el móvil. Las dos en punto de la tarde. Two o'clock. En pleno verano. Un jueves a las dos de la tarde. Una de las calas más apartadas pero más concurrida de la isla. Y no había ni Dios.

    Caminé hacia el restaurante pensando que aquello era cosa de los de la tele. Mateo Gattari debía estar loco. ¿Acaso había comprado la cala?

    Quizá el pueblo entero. No se veía a la guardia civil por ninguna parte. No se me ocurría cómo habían conseguido disuadir a los turistas de que se tumbaran en la playa para achicharrarse al sol sin ayuda de la policía. El mar estaba tranquilo y hacía un día perfecto para bañarse.

    El restaurante estaba abierto, pero al asomarme al interior no vi a nadie, ni en las mesas ni en la barra.

    —¿Hola?

    Una chica menuda, de pelo moreno y unos veinticinco años salió de la cocina. En un primer momento no la reconocí, pero como dijo ¡Aleeeeeeeex! y vino corriendo a darme un abrazo, traté de hacer memoria.

    Nena. La Nena.

    Una vieja amiga.

    —Hacía años que no te veía —dijo. Y parecía contenta.

    —Siete u ocho. ¿Trabajas aquí? —Pregunté, algo incómodo por su proximidad.

    No pareció darse cuenta y siguió pegada a mi cuerpo mientras me inspeccionaba la ropa.

    —Es mío. Bueno, nuestro —señaló a su derecha y reculé un poco al encontrarme con que, a escasos centímetros de mi cara, había aparecido otra chica de la nada. A ésta no la conocía. —Es Claudia, ¿no te acuerdas de ella?

    Iba a decir que no pero resultó que sí. Me acordaba. Siempre venía al café donde trabajaba Nena cuando nos conocimos.

    —Lo compramos a medias —explicó sucintamente Claudia.

    —¿Y cómo os va?

    Eché un vistazo a mi alrededor. Comprobé que tenían un gusto pésimo. Sombreros mejicanos, platos decorativos de porcelana y adornos navideños en pleno verano convivían con un montón de radios antiguas, fotos de familia, trofeos futbolísticos y dos mohosas escopetas de caza.

    —Viento en popa. Estamos hasta aquí de trabajo —Claudia levantó la mano bruscamente medio metro por encima de su cabeza y un pájaro negro salió volando de una de las vigas del techo y se metió asustado en la cocina.

    —¿Y dónde está la gente? —Pregunté, ahora cohibido por la proximidad de ambas.

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