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Malos espíritus: Serie de thrillers de Kate Jones
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Malos espíritus: Serie de thrillers de Kate Jones
Libro electrónico98 páginas1 hora

Malos espíritus: Serie de thrillers de Kate Jones

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MALOS ESPÍRITUS es la primera novela corta de la serie del thriller lleno de acción y vertiginoso como una película de Kate Jones.

Kate Jones se está fugando, con una mochilla llena de dinero, con la intención de poder volver a los Estados Unidos desde México. Por desgracia, un despiadado zar de las drogas llamado Salazar no parará hasta encontrarla para recuperar el dinero que ella le robó y para hacerle pagar por haberlo abandonado. ¿Podrá Kate confiar en alguien?

"Cautivante y atrapante desde el principio, esta historia corta es como el sabroso aperitivo para los libros que le siguen en la serie, los cuales no me pienso perder. Una vez que haya recuperado el aliento, claro". Cath 'n' Kindle Book Reviews

"Como un tipo más bien estereotipado, en general no disfruto ni leo ficción con una protagonista femenina, sobre todo porque no me puedo conectar con esos personajes. Sin embargo, D.V. Berkom sí que sabe contar una historia, y estoy esperando con ansiedad para seguir leyendo la saga de Kate Jones". Michael Gallagher, Amazon Top 50 Reviewer

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 abr 2019
ISBN9781547578665
Malos espíritus: Serie de thrillers de Kate Jones

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    Malos espíritus - DV Berkom

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    Malos espíritus

    ALGO ESTABA MAL.

    Oscuro.

    Piso sucio.

    Me dolía el costado izquierdo, y apenas si podía tragar. Me senté con los ojos cerrados y traté de recordar qué había pasado. Los sucesos de la noche anterior se me vinieron de golpe a la mente, y el miedo del descubrimiento amenazaba con ser demasiado para mí.

    Espié por el rincón del edificio de acero corrugado. Una cabrita mordisqueaba el césped seco cerca de una valla de metal. A poca distancia, un gallo picoteaba la tierra seca y dura. Una anciana de pelo canoso y piel morena arrojaba semillas frente al gallito. Se ajustó el sarape marrón y blanco, para protegerse del frío matutino.

    Todo parecía en calma, hasta bucólico. Me recosté sobre la pared de metal y analicé mi situación.

    Salazar mandaba en esta pequeña sección de Sonora con mano de hierro. La mujer de afuera no me iba a ayudar, por temor a las represalias. De hecho, nadie que lo conociera sería tan idiota de ayudar a la mujer loca y americana de Salazar.

    Especialmente, porque ella había tomado algo que le pertenecía a Salazar. Algo que él valoraba por sobre todo lo demás. Y no solo se trataba de su orgullo, por más que solo eso era suficiente para que me mataran.

    Abrí la mochila de tela para asegurarme de que todo lo que tenía estaba a salvo, que no había perdido nada en mi loco apuro por escapar.

    El dinero estaba ahí. Respiré aliviada. Eso era mi salvación. Sin el dinero, no tenía nada para negociar por mi vida, llegado el momento. Dadas las cosas, lo que tenía no me iba a conseguir la ayuda inmediata que necesitaba con tanta desesperación. No era que podía pedir un taxi en esta parte de México, ni aunque tuviera un teléfono.

    Si conocía a Salazar, él ya habría cerrado el pequeño aeropuerto de la zona, y seguramente estaba intentando sobornar a los oficiales de aviación de Hermosillo, Obregón, e incluso a los de Puerto Peñasco, a pesar de que cada una de esas ciudades estaba a millas de su hacienda.

    Yo tenía que llegar a San Bruno, una pequeña aldea de pescadores en el Mar de Cortez. Salazar no tenía mucho poder con los expatriados que vivían allí. Además, ellos ayudarían a una compatriota americana.

    Especialmente, a una con un fangote de dinero.

    Cerré la mochila, me incorporé y me la puse sobre los hombros. Increíble lo que pesaba el dinero.

    Esperé hasta que la anciana entró en su casita destartalada, y luego me escabullí en silencio por la ruta de tierra, con cuidado de no molestar al gallo, que se contoneaba orgulloso junto a la desinteresada cabrita.

    Me recogí el cabello y lo metí dentro de una gorrita de béisbol para esconderlo y me subí en la parte trasera de una vieja pickup Ford que me levantó. El conductor me miró y me hizo señas de que me subiera sobre la pila de alfalfa; probablemente pensara que era una estúpida turista gringa en busca de aventura. Estaba contenta de haber tomado una chaqueta vieja de uno de los guardaespaldas de Salazar. Toda mi ropa era demasiado nueva, demasiado cara. Hubiera sido un blanco para los bandidos. Dadas las cosas, yo era un blanco perfecto llena de cash, paranoica de que todos supieran que había robado millones de dólares a un famoso zar de la droga.

    Lo que había visto anoche confirmaba mi peor temor. Yo había sido una negadora de la verdadera naturaleza de Salazar, y eso me golpeó como una bala en el cerebro. Su expresión no tenía nada de arrepentimiento, ni siquiera cuando le cortó el cuello al hombre, un hombre que, hasta ese momento, había sido un soldado leal en los intentos cada vez más bizarros de Salazar por adueñarse del tráfico de drogas en Sonora. Ahí se me despertó mi sentido de autopreservación, y tomé el único camino posible.

    Era como si hubiera intervenido la Mano de Dios, y no estoy hablando de una hipérbole religiosa. Habían abandonado el camión de reparto a unas pocas millas del rancho la noche anterior, y había tomado todo el efectivo que había podido meter en la mochila. El vehículo había estado estacionado en el camino con las llaves y el dinero adentro. Yo solo tomé la iniciativa.

    Me puse cómoda y tuve que inhalar grandes bocanadas de aire lleno de polvo para contrarrestar la náusea y el temblor, mientras veía el amanecer en la distancia, y también la ruta, desde la parte trasera de la pickup.

    Me desperté en cuanto la camioneta se detuvo. Habíamos estacionado junto a la imponente misión blanca de la ciudad de Santa Teresa.

    —Hasta aquí llego yo —dijo el conductor, en español. Le agradecí y le pregunté dónde podía desayunar. Me señaló una calle y me dijo que fuera al segundo restaurante, donde servían los mejores Huevos Rancheros de la ciudad.

    Me senté a la sombra de un techo de palmeras, con las gafas aviadoras y una latita de Fanta en la mano, mientras una señora mayor, mexicana, preparaba mi desayuno. Un niño de pelo oscuro, de unos cuatro años, jugaba a las escondidas con la mujer mientras ella cocinaba. Siempre me había encantado la onda casual y familiar de los restaurantes mexicanos. Nada de prisa, disfrute la comida. No importaba cómo te veías ni de dónde eras; estabas allí para compartir uno de los bienes más preciados de la vida: la comida.

    La mujer puso un plato en mi mesa y me sonrió con timidez. El pequeño estaba a su lado y me espiaba por el borde de la mesa, curioso por ver cómo la gringa comía su desayuno. A él le hice una mueca, y le agradecí a la mujer. De inmediato, puse salsa casera sobre los huevos. Luego, le puse unos jalapeños encima. La mujer se alejó luego de un momento de duda; el niño se fue tras ella, riendo.

    Terminé mi refresco y había ido al mostrador a pagar cuando pasó una SUV con los vidrios polarizados, disminuyendo la marcha al pasar por el restaurante. Rápidamente, me coloqué detrás de una de las columnas que soportaban el techo. El vehículo me resultaba familiar. La mujer detrás del mostrador me miró y luego empujó al niño bajo el mostrador de ladrillos con gesto tenso.

    La SUV siguió de largo y dobló en la esquina. Sin esperar el cambio, tomé la mochila y corrí por la parte trasera del restaurante, hacia el callejón.

    La SUV blanca estaba como perezosa al final del callejón. La puerta del acompañante se abrió. Lancé la mochila sobre la cerca frente a mí y me lancé a buscarla, ahuyentando a los pollos y perros al aterrizar de culo. El chirrido de las gomas del auto me dijo que tenía que moverme, y ahora mismo.

    Me incorporé de inmediato, tomé la mochila y corrí por el patio trasero, hacia la puerta de la casa de hormigón. El adolescente que estaba sentado en el sillón, lo único que pudo hacer fue abrir la boca con gesto de sorpresa cuando me vio entrar como una tromba

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