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Mis Tres Presidentes
Mis Tres Presidentes
Mis Tres Presidentes
Libro electrónico155 páginas2 horas

Mis Tres Presidentes

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Maribel es una pueblerina que, sin proponérselo ni desearlo, llega después de muchas vicisitudes a ser primera dama de su país. Todo empieza cuando, a sus dieciocho años, es secuestrada por órdenes de un candidato a la Presidencia de la República que hacía campaña en un pueblo cerca de su aldea y la retiene hasta dos días antes de las elecciones.

Varios años después, ya convertida en una actriz reconocida, es secuestrada de nuevo por otro presidente. Esta vez, el cautiverio dura solo unos minutos, pero fue más traumatizante que el primero porque salió de Los Pinos, a donde la habían llevado, embarazada y convertida en asesina teniendo que huir al extranjero esa misma noche.

Frisaba los cuarenta cuando el presidente del actual sexenio, y que había enviudado solo meses después de haber sido electo, se enamoró de ella y le prepuso matrimonio. Su miedo y desconfianza hacia este tipo de hombres la hicieron rechazarlo hasta pocos días antes de la boda.

Su historia termina pocos días antes de morir por un cáncer terminal, se le ve por última vez cuando da una entrevista televisada para contar su verdad y su secreto.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 nov 2020
ISBN9781643342924
Mis Tres Presidentes

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    Mis Tres Presidentes - Clementina Murillo

    cover.jpg

    Mis Tres Presidentes

    Clementina Murillo

    Derechos de autor © 2020 Clementina Murillo

    Todos los derechos reservados

    Primera Edición

    PAGE PUBLISHING, INC.

    Conneaut Lake, PA

    Primera publicación original de Page Publishing 2020

    ISBN 978-1-64334-290-0 (Versión Impresa)

    ISBN 978-1-64334-292-4 (Versión electrónica)

    Libro impreso en Los Estados Unidos de América

    Tabla de contenido

    Capítulo 1

    Eran las cuatro de la tarde de un día de finales de mayo. A esa hora todavía hacía mucho calor y el polvo del camino que era de terracería era sofocante. No había llovido en varios meses y estaba demasiado seco. Nos llevaban en un camión de redilas de esos que se usan para transportar reses o mercancías. El candidato a presidente de la república haría campaña esa tarde en el pueblo cabecera de municipios y necesitaban gente que hicieran bola.

    Además de mi hermana Beatriz, dos amigas y yo, iban con nosotros y fungiendo como chaperón, mi primo Emilio al que pronto perdimos de vista, y no volvimos a ver hasta casi la hora de regresar. Alrededor de otras veinte personas, en su mayoría hombres, también habían asistido, pero solos pues no querían que sus hijas anduvieran en esas peripecias.

    Ojala mi padre hubiese pensado así.

    En lo que llegaba el candidato, mis amigas, mi hermana y yo anduvimos dando la vuelta. Estábamos encantadas con todo lo que veíamos en los aparadores de las tiendas, con las calles pavimentadas por donde circulaban carros tan bonitos como los de las películas y, sobre todo, estábamos deslumbradas con el porte distinguido de los muchachos lugareños porque exudaban cultura y buena cuna. A nosotros eso nos parecía de otro mundo. De película, mejor dicho. No era que nosotras fuésemos analfabetas, ni que nunca hubiésemos visto nada igual, pero había sido en tan pocas ocasiones que cada vez nos parecía una novedad.

    En nuestra aldea de no más de quinientos habitantes todo era sencillo, incluidas las personas. Ahí solo había tres tiendas de abarrotes, dos escuelas de solo educación primaria y una iglesia. Solo cuatro familias tenían automóviles y todos eran camionetas que usaban también para recoger sus cosechas, además de ir al pueblo de compras. Precisamente, por falta de transportación rara vez íbamos al pueblo y siempre era una ocasión especial.

    Unos minutos después de las seis anunciaron por un altavoz que el helicóptero del candidato acababa de aterrizar en el campo deportivo en las afueras del pueblo y que en pocos minutos llegaría a la plaza. Pedían que todos nos acercáramos para recibirlo e instruían a la gente que se acomodará formando un círculo. No sé cómo fue, pero mi hermana, mis amigas y yo quedamos en primera fila. Cuando el candidato pasó frente a nosotras, nos saludó con una inclinación de cabeza y nos dedicó una sonrisa encantadora. En medio de aplausos y porras, subió al kiosco y empezó su discurso que duró alrededor de una hora en la que, me parecía a mí, miraba de vez en cuando hacia donde estábamos nosotras. Al terminar su arenga, saludó a mucha gente y les decía algo que nadie oía porque la banda de la secundaria del pueblo tocaba a todo lo que daba. Después de saludar a mi hermana y a mis amigas, tomó mi mano entre las dos suyas, la retuvo por un momento y luego volteó a mirar significativamente a uno de su guardaespaldas que lo seguía de cerca. Acto seguido, saludó a otros pocos y luego fue a meterse a la casa de uno de los ricos del pueblo que vivía frente a la plaza. Que lejos estaba de saber que esa misma noche pasaría entres sus paredes la experiencia que me cambiaría la vida para siempre.

    A las ocho de la noche, cuando íbamos de regreso de la aldea, más o menos a la mitad del camino, dos carros nos alcanzaron. Uno, el de enfrente, nos rebasó y de súbito se atravesó en la carretera obligando al chófer del camión a frenar de repente, lo que nos hizo perder el balance y casi caemos unos encima de otros. Apenas recuperamos el balance, vimos que un hombre alumbraba las caras con una linterna mientras que otros dos apuntaban con sendas pistolas uno al chófer y otro al grupo en general. Cuando la luz de la linterna me aluzó a mí, el hombre que la portaba les gritó a los del otro carro que era yo y que me bajaran.

    En medio minuto dos hombres se bajaron del carro de atrás y saltaron al camión empujando bruscamente a los que les estorbaban y llegaron hasta a mí, sujetándome cada uno por un brazo. Mi primo trató de apartarlos, pero un tercer hombre saltó desde afuera y le puso una pistola en la cabeza. Instintivamente él, mi hermana y todos los demás se apartaron un tanto temiendo por sus vidas. Lo que pasó después fue tan angustiante que no lo recuerdo. Cuando recobré la razón ya estaba sentada en el asiento de atrás del primer carro y un hombre a cada lado sujetándome por un brazo y una pierna cada uno, porque luchaba con todas mis fuerzas por salirme. Llorando les suplicaba que me dejaran ir, pero ni los dos hombres que me sujetaban ni el chófer se dignaban escucharme.

    El primer carro, que era donde iba yo, dio vuelta en U y el otro carro hizo lo mismo arrancando de regreso en dirección del pueblo. Diez veces les pregunté a dónde me llevaban, pero solo logré que me gritaran que me callara. Uno de ellos levantó la mano con intención de golpearme, pero por algún motivo se arrepintió y la volvió a bajar. Sin embargo, el mensaje estaba recibido y no volví a abrir la boca.

    Detuvieron el carro en una calle opuesta a la plaza del pueblo y cuando me metieron a un patio comprendí que era la parte trasera de una casa en la que había fiesta porque había luces en todos los cuartos y se oían voces de algarabía y risas. Me empujaron a un cuarto que estaba justo a la entrada y cerraron con llave por fuera. El cuarto estaba a oscuras, y a ciegas busqué el interruptor eléctrico que se suponía debía estar al lado de la puerta. Allí estaba. Cuando lo encendí, vi que se trataba de una especie de bodega en la que se guardaban no solo alimentos, sino también muebles, aparatos eléctricos pequeños, enseres de cocina, ropa y muchas otras cosas. Pronto volví mi atención a la puerta y traté de abrirla sin éxito. Sabía que era inútil gritar porque nadie me iba a escuchar, y si alguien lo hacía, sería uno mismo de los que me habían encerrado.

    Pensé en esconderme entre una de las tantas cosas que había en el cuarto, pero al no haber ventana y al estar la puerta herméticamente cerrada, era lógico que supieran que estaba escondida y, tal vez, hasta se reirían de mi ingenuidad. Temblando de miedo al no saber lo que me esperaba, me senté en un silloncito que había a esperar resignada lo que me tocara en suerte. Acababa de hacerlo cuando oí música de mariachis y algarabía más sonora que cuando llegué. Los ojos se me aguaron al pensar que mientras esta gente se divertía de lo lindo, mis pobres padres sufrían porque seguro a esta hora ya sabían que me habían secuestrado.

    ¿Y Octavio, mi novio de siempre? Se había ido a Estados Unidos hacía solo una semana a trabajar para poder casarnos y arreglar la casita destartalada donde vivía con su mamá y su hermana. Yo cumplí dieciocho años un día antes que se fuera y ese mismo día pidió mi mano que le fue concedida. Como ya lo habíamos hablado, al día siguiente se fue con la promesa de regresar en un año, o antes, si me extrañaba demasiado. Éramos novios desde el día que cumplí quince años. Mis papás me habían hecho una fiestecita sencilla porque no tenían muchos recursos, pero la música y el baile no podían faltar. En cuanto terminé de bailar el vals con mi papá, Octavio se apresuró a invitarme y, sin perder tiempo, me pidió que fuera su novia y yo acepté. Ahora me preguntaba como iría a reaccionar cuando supiera la desgracia en la que había caído, porque seguro no me habían secuestrado para cortar florecitas ni para pedir rescate porque no éramos ricos ni mucho menos.

    Me estremecí ante mis propios pensamientos y corrí a tratar de nuevo con la puerta. Al no lograr nada, busqué algo que me sirviera para forzar la cerradura. Encontré un par de cuchillos de cocina, desatornilladores y hasta una barra de metal, pero fue inútil. Los cuchillos se doblaban amenazando con partirse cuando los forzaba entre la madera y la plancha de metal que carecía de tornillos, por lo que los desatornilladores salieron sobrando. La barra de metal era simplemente demasiado gruesa y, por lo tanto, obsoleta. Vencida, fui a sentarme de nuevo a esperar.

    Habrían pasado unas tres horas cuando oí que metían la llave en la cerradura y, en un brinco, me puse de pie y velé la puerta con el corazón desbocado. Era el chófer del carro donde me habían secuestrado y otro al que no reconocí. De nuevo, asida por los brazos y repitiendo me que no hiciera ruido, me llevaron a un cuarto que estaba en el interior de la casa. Apenas entré, me volvieron a dejar encerrada. Este era un cuarto grande arreglado con un lujo que solo había visto en películas; era una recámara donde había una gran cama y otros muebles de lujosa madera como un enorme ropero y un escritorio. No acababa de cerrar la boca ante la finísima tela de las cortinas y de la sobrecama cuando oí que la puerta se abrió. Me quedé clavada al piso al ver que entraba nada más y nada menos que el candidato. Enseguida comprendí que estaba en la casa de los ricos donde lo había visto entrar un rato antes y ¿para qué estaba allí?

    Estuvo alrededor de una hora divirtiéndose conmigo. El hombre que unas horas antes me había parecido de un mundo tan lejano al mío y que consideré un honor que se dignara tomar mi mano y estrecharla con tanto afecto, ahora me parecía un ser despreciable al que no le importaba destrozarle la vida a otros por un rato de diversión.

    —Vístete, ahora viene por ti.

    A pesar que me dolía todo el cuerpo, incluyendo la cabeza, rápidamente me levanté y me vestí.

    —¡Márquez!

    Enseguida entró el chófer del carro donde me habían secuestrado y asumí que era Márquez.

    —A sus órdenes, señor.

    —Llévatela y que nadie me moleste. Estoy muy cansado.

    —Sí, señor. Vamos niña, sal.

    —Márquez...

    Márquez me cogió por un brazo para detenerme y esperar las nuevas instrucciones.

    —La fiesta sigue, ya sabes lo que tienes que hacer.

    —Sí, señor, como usted diga.

    Esta vez nadie me sujetó. Seguía a Márquez como autónoma, todavía conmocionada por la experiencia que acababa de vivir y que había imaginado tan diferente en brazos de Octavio. Sin chistar entré al carro que todavía estaba donde nos había dejado.

    —Marru, el show continúa, ya sabes la agenda.

    Aturdida como estaba no le di importancia a las palabras de Márquez y, en cuanto el carro arrancó, dejé que las lágrimas fluyeran y, para que no me viera llorar el hombre que se sentó a mi lado, volteé la cara hacia afuera. Minutos después vi que el carro salía al camino por donde se iba a mi aldea y el corazón se me aceleró. No pude evitar una gran sonrisa al pensar que pronto estaría con los míos de nuevo y que amanecería en mi cama como siempre.

    Los minutos me parecieran eternos y los kilómetros que faltaban para llegar a la desviación de mi aldea interminables. Cuando por fin llegamos, el chófer no hizo el menor intento de detenerse y, en cambio, se siguió de largo, me volví al hombre que iba junto a mí.

    —Ya se pasaron, esa era la desviación a mi aldea.

    Ninguno se dignó a contestarme ni mirarme. Desesperada fui a sacudir al chófer por el hombro.

    —Regrésese, ya

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