La dulce muerte
Por Enrique Gloffka
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Con inusual maestría, el autor asume el desafío y construye en esta novela algo más que una crónica sobre un momento desgraciado. Apela a un conocimiento verdadero de lo que ocurrió pero, sobre todo de la idiosincrasia de los involucrados y, finalmente, de la naturaleza humana, para construir una historia que toma las voces de los protagonistas, su esencia personal y las escenas que sobrevuelan la vida de soldados y oficiales enfrentados con circunstancias imprevistas. Las voces de los personajes, sus pensamientos y sentimientos se mezclan en una trama envolvente que, aunque con final conocido, deja espacio tanto para la sorpresa como para el dramatismo que otorga a lo narrado una densidad difícil de borrar de la memoria.
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La dulce muerte - Enrique Gloffka
Enrique Gloffka
La dulce muerte
Ril%20-%202006%20-%20Logo%20general.tifLa dulce muerte
Primera edición: julio de 2015
© Enrique Gloffka Reyes, 2015
Registro de Propiedad Intelectual
N° 255.346
© RIL® editores, 2015
Los Leones 2258
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Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores
Imagen de portada: José Eleodoro Salinas Vásquez
Epub hecho en Chile • Epub made in Chile
ISBN 978-956-01-0214-0
Derechos reservados.
Dedicado a los soldados conscriptos
de las Compañías Andina y de Morteros
sobrevivientes de la tragedia,
y a sus compañeros fallecidos.
¿Has cumplido con tu deber? Confía en el cielo que no te abandonará.
Félix María de Samaniego
Curacautín, Provincia de Malleco.
Región de la Araucanía, septiembre del 2004
Hasta hace poco tiempo pensaba que todas las frases, pensamientos, poemas y anécdotas que he vaciado en esta glamorosa libreta Moleskine que me envió mi tía Rosa eran una soberana estupidez, una monumental boludez y pérdida de tiempo. No solo porque por el precio de la libreta podríamos haber comprado cerca de tres libros o varios días de pan para la casa, sino porque me había entrado una duda profunda y aguda respecto de mis capacidades literarias, y pensé en tirar todo por la borda, pero el gran Borges me envió un mensaje en uno de sus libros: la duda es uno de los nombres de la inteligencia y decidí continuar. Sin embargo, jamás pensé que en sus hojas llanas y blancas escribiría mi propio drama familiar.
No era primera vez que se perdía. Cada fecha de pago era para él motivo de jarana y desenfreno. El mes pasado lo había tenido que ir a buscar a La Casa Rosada, un prostíbulo de mala muerte en los arrabales del pueblo, y en esa ocasión hasta tuve que pagar las atenciones que le habían brindado las meretrices. El mes anterior a ese una pareja de carabineros lo había venido a dejar a la puerta de nuestra propia casa, borracho como tagua. Lo habían encontrado caminando semidesnudo por el pueblo exhibiendo un prodigioso equilibrio, mientras cantaba destempladamente una ranchera de Los Llaneros de la Frontera, canción que a partir de ese momento odié con todo mi corazón.
Esta vez fue diferente, en cuanto supe que no había llegado tuve una lóbrega premonición, pues siempre regresaba antes del mediodía y eran casi las 4 de la tarde y mi viejo no aparecía. Desesperada y entre sollozos mi madre me pidió que fuera al retén de Carabineros a preguntar por él y a cerciorarme que no estuviese durmiendo la mona en el calabozo.
—Nada, Chiporrito, no hemos sabido nada de Chumingo… Debe andar por ahí pasando la mona, porque anoche a eso de las 04:00 la pareja de servicio lo mandó fletado para la casa.
—¿Dónde lo vieron, mi Sargento?
—Donde El Huaso Porfiado —rio el sargento, quien al ver mi cara abatida agregó—: Tranquilo, Chiporro, ya luego va a llegar el Chumingo a la casa, ya sabes: él siempre la hace.
Entonces me entró la desesperación al cuerpo, se me secó la boca, sentí cómo el corazón me aleteaba como un colibrí y se aceleraba mi respiración; jadeaba como perro en leva y retumbaron en mi cabeza, como una piedra arrojada al agua inmóvil de la noria, los desgarradores e imperceptibles sollozos de mamá.
—¡Mierdaaa! ¿Dónde estará este viejo de mierda? Mi vieja no se merece este sufrimiento. Viejo de mierda, putero y alcohólico, nos ha hecho la vida insufrible a todos.
Luego de putearme hasta el viento, decidí hacer el recorrido desde el tugurio hasta nuestra modesta casa, eran apenas 4 kilómetros desde el pueblito de Curacautín. Saliendo de este pasé por el cementerio y, como me había enseñado mi tía Rosa, aguanté la respiración durante casi todo el tiempo que circulé por enfrente. Cuando niño, mi tía me había dicho que si uno respiraba cuando pasaba frente a un cementerio se soplaba el espíritu de una persona que acababa de fallecer. Todo iba mal, pues justo antes de terminar de cruzar el cementerio el ojo izquierdo me comenzó a temblar y todos saben que si el ojo izquierdo tiembla, entonces habrá pronto un muerto en la familia.
Justo al finalizar la cuadra que delimita el cementerio, un horripilante escalofrío recorrió mi espalda y sentí una presencia. Sin querer girar la cabeza por temor a encontrar algo indeseable, forcé la vista para mirar por el rabillo del ojo lo que me pareció era una sombra humana con una especie de capirote¹. Venciendo mí pueril miedo giré la cabeza y allí estaba: una mujer sentada con los ojos inyectados de un rojo luminiscente y mirada furibunda. No me quitaba la vista de encima. Aterrado, como pude miré al frente mientras al mismo tiempo sentí el extraño sonido de un pájaro que jamás había escuchado. Dominando el terror que se apoderaba de mí, miré nuevamente y no había nada. ¿Habría sido mi imaginación?
A
Caminé con el pulso a mil. A menos de quinientos metros de nuestra casa encontré al Chumingo, mi viejo: tendido boca abajo, semienterrado entre las murtas y con la cara sumergida en un insignificante riachuelo. Prácticamente desnudo, con los ojos abiertos y en la comisura de los labios un hilo de sangre reseco que desde donde me encontraba parecía una costra vertical. Sus labios estaban azules, sus ojos abiertos y tenía espuma de burbujas finas alrededor de la boca. Tuve miedo de acercarme, pues mi tía Rosa me había dicho que si una persona fallecida tenía los ojos abiertos ella misma encontraría a otra persona para llevársela con ella. Pensé que el Chumingo no me haría eso y rápidamente saqué su cabeza del riachuelo. Mi viejo se ahogó en 30 centímetros de agua. Lloré su muerte, su indigna muerte. Lloré la posición impúdica en que se encontraba su cuerpo, tendido al costado de la huella que conduce a la casa. Lloré su partida, obscena e indecorosa, pero no exenta de sutilezas. Curiosamente su muerte me evocó la nieve derritiéndose lentamente al sol. Una imagen blanca, redentora, como el silencio. «Uno siempre muere solo», me había dicho una vez mi tía Rosa. Lloré por anticipado la pena de mi madre y fue el viento quien me reprodujo en un susurro lo que sería escuchar su llanto desgarrador, y fue la suave garúa la que estampó sus lágrimas inconteniblemente saladas en mi cara, y fueron las nubes grises con sus florecientes canas las que me mostraron cómo el paso del tiempo surcaba en su cara mustia y su pelo se pintaba de otoño.
Chumingo partió como había vivido, solo. Nunca recibí de él una muestra de afecto paternal, una caricia, un «te quiero», aun así hacía años ya que había decidido quererlo. No todo era malo en Chumingo, él luchó porque mis hermanos y yo termináramos la enseñanza media, sé que éramos su orgullo aunque jamás dijo ni media palabra, lo leía en sus ojos de azul intenso, su nariz roja como farola y en cada uno de las depresiones de su desgastada cara.
Te quiero, viejo. Te quiero, viejo, porque en tu visión sesgada del mundo jamás criticaste que quisiera estudiar algo tan inútil como Literatura; porque dentro de tu frialdad, el cariño que siempre nos diste era entregarnos las herramientas para ser mejores que tú. Te recuerdo saliendo rumbo al campo en las mañanas lluviosas, cuando apenas despuntaba el alba o en medio del frío y la nieve con tu poncho hasta las rodillas.
La muerte de mi padre fue una muerte indigna, deleznable, una muerte repugnante. Su paso a la zona muda fue una doble angustia, cuando vi su cuerpo estaba siendo olfateado por un perro y bajo la mirada sigilosa de los tiuques. Nadie merece morir así.
Había salido del retén de Carabineros cuando una ráfaga de viento me anunció en una carcajada prolongada la presencia de la Calva, para mí era una señal clara que Chumingo ya no estaría con nosotros.
1 Capucho antiguo con falda que caía sobre los hombros y a veces llegaba a la cintura.
Como una estatua ajada, como una pasajera de lo oscuro estás sentada sobre la roca gris y desnuda a los pies del majestuoso volcán. Mantienes la mirada en la columna fatigada e indefensa y en el equipo de los soldados que poco a poco se ha ido sembrando sobre la gélida alfombra blanca de invierno. De pronto desatas tu emboscada eólica y la atacas por todos sus flancos: desde las alturas y las bajuras, desde el este y el oeste; desde el norte y el sur. Se desata un torbellino blanco que arroja granadas de hielo sobre los soldados. El volcán, temeroso, se esconde entre las nubes borrascosas, cierra su escotilla de hielo y guarda expectante silencio, mientras el viento acopia fuerzas.
Haces bajar la noche aunque es solo media tarde y dejas caer el peso de los cristales de hielo que han tomado forma de metralla; has desatado al viento que abre sus alas de Pegaso, desencadenado un mortal gemido. Tu silueta inconfundible de hembra brava se recorta entre los telones blancos del viento y la nieve, esperando paciente el momento preciso para tu dantesca cosecha.
Descalza y peregrina solo aguardas.
Los Barros, Comuna de Antuco, Provincia del Biobío,
mayo del 2005
Ni tan fría ni tan blanca, le pareció.
El valle