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El sacrilegio de los puros
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El sacrilegio de los puros
Libro electrónico96 páginas1 hora

El sacrilegio de los puros

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"Con un lenguaje de insólita violencia y situaciones límites, en El sacrilegio de los puros un grupo de jóvenes recién salidos del preuniversitario, durante su período de preparación militar, asume actitudes que ponen al desnudo zonas ocultas de la personalidad humana. Se muestra cómo transforman su conducta: la violencia es el común denominador de las relaciones del grupo; la burla, el desprecio que a veces desemboca en la crueldad, la venganza y otras miserias humanas.
Libro duro, seco, bien alejado de la épica de la década de los sesenta, escrito con la rabia adolescente característica de estos tiempos, que el autor ha sabido reproducir con notable acierto y sin concesiones: un libro que el lector seguramente agradecerá".

Eduardo Heras León,
Premio Nacional de Literatura, Cuba


"El sacrilegio de los puros es un libro de nuestros tiempos, deudor de La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, y de la literatura cubana de la violencia de los años sesenta y setenta en Cuba. Deuda que deja de serlo cuando las historias que nos revela son de una fuerza y una contundencia ficcional aterradora".

Marlene E. García Pérez
Editora y escritora
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento26 oct 2017
ISBN9781524304928
El sacrilegio de los puros
Autor

Alejandro Martínez Sánchez

Alejandro Martínez Sánchez (Guayos, Cabaiguán, 1985). De joven decidió ser karateca y, en la actualidad, es Cinturón Negro segundo Dan. Junto a su actividad deportiva ha destinado su tiempo a la carrera pedagógica y a la creación literaria. Es egresado del Centro Nacional de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, donde obtuvo la Beca de creación El Caballo de Coral. Tiene inéditos varias novelas juveniles y libros de cuentos. Sus personajes tienden a la marginalidad y sus historias tocan con acierto zonas de la sociedad de la Cuba del siglo XXI.

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    El sacrilegio de los puros - Alejandro Martínez Sánchez

    Saavedra

    Los tres kilos y los perros

    El perro retrocedió, comenzó a trazar círculos corriendo

    alrededor del hombre, siempre amagando mordiscos.

    El estrépito de sus ladridos se apoderó de la oscuridad.

    Dashiell Hammett

    Y después de los tres kilos y de esta caminata dantesca hasta el PCP 1 para recoger nuestras cosas, tus cosas. El paso es invariable: lento, tormentoso. Avanzamos en grupos de tres o cuatro. Caminamos abrazados a este silencio que se nos hace eterno. Intentamos despojarnos de este cansancio de mierda que nos tiene sin aliento, sin deseos de continuar.

    Ahora pasamos frente al PCP 3 y uno de los guardias, con la AK sobre el pecho, nos corta el paso, nos pregunta serio:

    ―¿El oficial ese no aguantó los tres kilos? ¿Qué pasó en el Ba 66?

    No deseamos contestarle y lo ignoramos como hacemos con el número que nos dieron, con el jarro de aluminio, la cantimplora y la puñetera pala de infantería que llevamos a un costado de nuestros cuerpos y, a cada momento, nos golpea para hacernos más real esta hecatombe que estamos viviendo.

    Se levanta la paleta de la gorra y podemos ver la infinidad de cruces que marcan el tiempo de su estancia dentro de la unidad 10-14: «Piedra gorda». Ahora levanta la barbilla, une los talones con fuerza y nos saluda con dos dedos a la altura de la sien; y sintiéndose superior a nosotros, nos grita con una sonrisa que no sabe, que no desea disimular.

    ―¡Sesenta días civil pa la pelota de meses que les quedan a ustedes!

    No le prestamos asunto a su gritería, a su pitadera de mierda. El aire arrastra las voces que nos llegan desde el tancódromo y el campo de tiro: ¡Dos meses civil!, sus palabras hieren nuestro silencio. La ignorancia nos frena, nos hace voltear las cabezas: verlos, odiarlos. Ninguno se ha decidido a romper este sigilio. ¡Mofetas! ¡Gases!, nos abuchean y los vemos llevarse las manos a la nariz y hacer una pequeña carrera para evitar nuestros olores. Nos olemos para tratar de reencontrarnos. Sin darnos cuenta, hemos ido perdiendo nuestros olores, nuestros nombres. Nos miramos y sabemos que es el dolor profundo del conocimiento, de la realidad que vaticinan sus voces con sus cargamentos de burlas.

    El sudor nos corre por el cuerpo y nos penetra por los ojos. Apestamos. Apesto. No podemos contener la repugnancia que nos causa mirar y recorrer esta carretera desolada, llena de huecos y marcada por las suelas de nuestras botas Colosos. Miramos los aromas que crecen alrededor suyo y nos desafían en un susurro:

    ―¡Las aromas están que pinchan! ―grita el teniente Pacheco.

    ―¡Y la juventud está que corta! ―gritamos sin deseos, a pesar de ser esa una de las consignas más vitoreadas en la previa.

    Ahora comprendemos lo que somos. ¿Qué somos? Basura, polvo… ¿Cuándo, cómo y dónde lo supimos? En medio de los tres kilos.

    Sé perfectamente que soy el estiércol de esta generación que ha crecido entre tribunas, consignas, juramentos y falsas promesas.

    Después de haber escuchado con emoción cada uno de sus ofrecimientos, imaginé que el teniente Novoa era mi yunta, mi colega, mi brother. No soy nadie y lo supe hace apenas una hora, justo frente al PCP 1, momentos antes de los tres kilómetros, la prueba de hierro del nuevo soldado.

    ―Te encanta la previa pa darle cuero a los nuevos, a los perros ―le dijo un teniente flaco, ojeroso, medio bizco y con voz de gallina culeca.

    ―Esto no es de gusto. Encanto y milagro en los cuentos de hadas ―le respondió Novoa al tiempo que doblaba la camisa y la tendía en la carretera; después, acomodaba el zambrán, la gorra, la agenda y el Manual de exploración.

    ―¿Los tres kilos? ―le preguntó el otro, rió irónicamente y gritó para que nosotros lo escucháramos―. ¡Novoa y los perros!

    ―No te equivoques, Monzón ―le increpó el teniente señalándolo con el dedo índice y negando con un pequeño movimiento de cabeza―. Novoa, los tres kilos y los perros. ¡Los tres kilos y los perros! ―le respondió con una sonrisa y soltó un escupitajo mientras nos miraba con altanería.

    Me miró. Me dieron deseos de enseñarle lo perro que era. Debía haberlo metido de cabeza contra el asfalto y dejarlo allí como una señal de tránsito para que todos me hubieran conocido en verdad. Entonces, hubiese hecho alarde de mi cinturón negro y mi primer dan en judo, de mi medalla de oro en el último campeonato nacional juvenil celebrado unos meses antes de entrar aquí. Lo reconozco a pesar del cansancio, de la fatiga en los músculos, del ardor en la garganta que no me ha dejado articular expresión alguna: me faltó valor, me faltó ser hombre, me sobró miedo. Era el miedo a lo desconocido: al calabozo, a la prisión, a convertir un año en tres. Actué como un verdadero soldado porque los verdaderos soldados son marionetas: sin voz propia, sin determinaciones.

    Y me alejé de él, de ellos y, por un momento, me cogí asco. Tragaba en seco y me daba varios golpes en los muslos. Me preparaba.

    Nos preparábamos y era como si recibiéramos una bendición; el sol no estaba tan fuerte y el cielo estaba despejado. Todos reíamos y nos quitábamos la camisa, el zambrán, la gorra. Tirábamos molestos la pala de infantería y, tras aquel sonido, volvíamos a reír, a recordar la beca: los cuadres con las chiquitas y los pingoleteos intensos en las cátedras, las aulas, las canchas. Y lo más excitante de la beca: las partideras de hueco a «las amazonas» que cabalgaban lo mismo sobre un caballo prieto azabache, un alazán o un bayo a altas horas de la noche y las muy guerreras se hacían las finas porque presumían de no cabalgar sobre nuestros ponis. Rememorábamos las horas intensas de estudio en el comedor para los exámenes de ingreso. Acomodábamos las cosas en una esquina de la carretera y empezábamos a calentar: estirábamos los brazos, las piernas; movíamos la cabeza y tratábamos de pensar, prepararnos para los tres kilos y detener el tiempo, el cronómetro, en el momento exacto. Los tres kilómetros representaban el dejar de ser los chiquitos que veníamos del pre para convertirnos en los soldados, en los hombres. Era nuestra prueba de fuego y yo quería ser el primero en llegar, el más fuerte de la segunda compañía. Allí estaba el flaco Guardarrama, con las zancadas más grandes de la previa, se movía de un lado a otro de la carretera, se rascaba la cabeza, hacía cuclillas, escupía. El negro Ventura cantaba un corrido mexicano y se pasaba la lengua por los labios resecos, llenos de grietas y asquerosos como sus pies. El Cachifeo sacudía la cabeza, saltaba en el lugar, se metía las manos dentro del pantalón y se rascaba los huevos que los tenía en sangre viva; después, casi en un acto solemne, se las olía. El Caja e Muerto estaba arrodillado en la tierra con los ojos cerrados y los collares en una mano, tal vez, pensando en sus historias de muertos y aparecidos que nos contaba siempre antes de dormirnos. Hoy, antes del de pie, estaba echándole humo y ron a los collares; nos aseguró que iba a entrar entre

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