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Las malas juntas
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Libro electrónico121 páginas1 hora

Las malas juntas

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Este conjunto de relatos permite aproximarse al clima general de un tiempo convulso en que nuestro país pareció ponerse de revés y lo familiar y conocido hacerse desconocido. Para todos quienes experimentaron con mayor o menor cercanía estos acontecimientos, esta obra les hará imaginar con emoción los rostros de tantos chilenos víctimas del crimen político y estatal de “las malas juntas”.
En cada página, en cada renglón, se advierte la división, el desconsuelo, la pena más honda de un quiebre grabado a sangre y fuego en la memoria nacional.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento14 oct 2019
ISBN9789560001924
Las malas juntas

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    Las malas juntas - José Leandro Urbina

    José Leandro Urbina

    Las malas juntas

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2010

    ISBN: 978-956-00-0192-4

    ISBN Digital: 978-956-00-0719-3

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Las juntas de Urbina

    En Moscú, hacia el año V de la dictadura, llegó a mis manos desde Canadá el libro de cuentos Las malas juntas de José Leandro Urbina. Tengo un recuerdo vago de una portada en gris y un recuerdo sumamente vivo y duradero de aquellos primeros 13 cuentos de un joven autor, entonces desconocido para mí.

    El exilio chileno, disperso en 40 países, producía sin cesar una abundante producción literaria, que se vaciaba en parte en la revista Araucaria y en múltiples publicaciones, que iban desde revistas o poemarios impresos a mimeógrafo hasta volúmenes ilustrados en papel Bond, en dependencia del menor o mayor grado de opulencia de las instituciones solidarias locales. El libro de Urbina traía el sello nostálgico de Ediciones Cordillera, de Ottawa. Su lectura me estremeció y aún me conmueve por la fuerza con que trasmite el clima siniestro de los primeros tiempos del régimen, por la autenticidad del lenguaje, de los diálogos y de las imágenes y de aquellos personajes, hombres, mujeres y niños, tan sumamente entrañables, chilenos y desvalidos en medio del horror.

    En los años 80 leímos y releímos aquellos 13 cuentos, los reprodujimos, los comentamos con los amigos cercanos y lejanos –era un tiempo de mucha carta y de mucho teléfono– y los leímos al aire, más de una vez en el programa Escucha Chile de Radio Moscú. En el tiempo transcurrido, varios de los relatos de Las malas juntas dieron la vuelta al mundo, fueron reproducidos en diversas publicaciones, antologados, presentados por críticos como modelos de cuento corto o microcuento o minificcción, según la rica nomenclatura académica. Son los casos sobre todo de Retrato de una dama, Padre nuestro que estás en los cielos, Inoportuno, Asilo, Vista aérea, 30 segundos. Otros, de mediana o mayor extensión, también son carne de antología.

    El lenguaje literario de José Leandro Urbina no parece literario. Nos da la sensación de estar de pronto escuchando y viendo a seres reales que hablan de sus cosas, a menudo banales, sin tomar conciencia plena de la realidad espantosa que los envuelve. Es lacónico, coloquial, objetivo, sin efusiones ni frases sentimentales y no tiene ni una sola palabra de más. El autor parece impasible, pero su mirada es humana y cálida, no sin una cierta sonrisa. El humor abunda y a menudo aparece ese maldito humor negro chileno, refinado al extremo desde el 11 de septiembre del 73 en adelante, con que el macho nacional enfrenta la desesperación. (Véase por ejemplo Asuntos universitarios.) Desde el primer instante, Urbina nos mete de manera oblicua, generalmente desde la mirada y el habla de sus personajes, en una situación cotidiana y atroz. Esta suele desarrollarse en planos diferentes. Hay un desdoblamiento de la conciencia. En Reunión de familia, el personaje que recuerda y cuenta –un niño– enfrenta a tientas, en un día que parece igual a muchos otros, el efecto que el golpe militar producirá, ¡que ya está produciendo!, en su vida, en la de sus padres, de su tío, de su hermano. El lector ya sabe o imagina la tragedia que viene; el niño todavía no las percibe. En otros casos es el registro de cómo enfrentan la situación las víctimas y los victimarios. Al final se nos aprieta la garganta en una emoción indecible a pesar de que, en apariencia, no ha pasado nada dramático.

    No se advierte diferencia en intensidad y calidad entre los primeros 13 y los posteriores. Algunos se recuerdan más (o este prologuista los recuerda más), como Dos minutos para dormirse: el esfuerzo de un prisionero viejo por asumir la identidad de su hijo y su destino fatal a manos de los verdugos; el adiós del muchacho que, mientras lo sacan, solloza y manda cariños a la Rosalía y a la Vieja, y la respuesta del viejo: No llorís, Juanito. Muera como un hombre. El amuleto: convulsiva explosión de sexo juvenil de un sobrino hacia su tía, odiosa partidaria del golpe, que acaba de delatarlo a la policía. En fin, Ornitología con un toque alucinante de locura, y la obsesiva Noche de perros. Lo cierto es que son todos magistrales.

    Entre todos los libros que hemos leído, cuentos, novelas, testimonios, memorias, ensayos, originados (es un decir) por el golpe y la dictadura, Las malas juntas es, a nuestro juicio, el que refleja con más arte y fuerza literaria el clima, el ambiente social, los estados de ánimo, las reacciones ante el cambio súbito de sus vidas por la violencia militar, de una variada muestra de hombres, mujeres y niños chilenos en ese tiempo horrendo, que parece lejano pero que no podemos olvidar ni abandonar.

    José Miguel Varas

    Septiembre de 2010

    Las malas juntas, de José Leandro Urbina. Edición completa y definitiva¹

    José Leandro Urbina escribió la mayor parte de los cuentos de Las malas juntas en el exilio, en Buenos Aires, en 1974, cuando nadie o casi nadie estaba escribiendo ficción sobre el golpe de Estado ni en Chile ni fuera de Chile. No era que los escritores chilenos le tuvieran miedo al tema. Al contrario, por muchas razones, entre las que la funcionalidad social de la escritura no era la única, todos ellos sabían que ese era un asunto que tarde o temprano iban a tener que abordar. El problema no estaba pues en el qué, sino en el cómo. Más precisamente, en el cómo ahí y entonces: en la ilegitimidad para algunos o en la simple imposibilidad para otros de ocuparse literariamente de un asunto monstruoso. Por eso fue que en el que he denominado en otra parte primer movimiento en la historia de la literatura chilena del exilio la gente escribió testimonios.

    La diferencia entre el texto testimonial y el texto literario es la que decía Aristóteles: el texto testimonial aspira a ser verdadero (una aspiración que es ingenua, si hemos de darle el crédito que merece al Borges de Funes el memorioso); el texto literario parecería quedarse satisfecho en cambio con ser verosímil, con producir la ilusión de realidad que tanto preocupaba a Henry James. Pero en el fondo lo mismo el uno que el otro quieren comunicar algo sustancial acerca del mundo y, como el autor y los lectores confiamos en la posibilidad de que el testimonio tiene de cumplir mejor con ese cometido, él se gana nuestro afecto. Puede, pensamos, dar cuenta de lo real, aun cuando eso real de que da cuenta acabe siendo magro y circunscrito, como más adelante veremos. El texto testimonial tiene limitaciones evidentes, le falta movilidad, su cercanía respecto de los hechos es excesiva, el rango de su penetración escaso, etc. Pero, por sobre todo, su frontera no es tanto la de lo que pasó en efecto, como aseguraba el decimonónico Ranke hablando de la historia, sino la de lo que alguien, un ser humano individualizable, experimentó y volcó más tarde en el papel. En tanto experiencia referida, la mediación no puede obviarse; el texto testimonial no es una presentación, sino que, también él y aunque quien lo escribe se desgañite proclamando lo contrario, es una representación.

    El texto literario, por su parte, puede y suele ser descalificado sin más preámbulos de mentiroso. Las novelas y los cuentos son ficciones, es decir que son los inventos de unos individuos dotados con una sobredosis de imaginación y cuya tarea no es otra que la de entretener a quienes los consumen. Por eso es que hasta hace muy poco (¿o todavía?) las personas respetables no se interesaban por esta clase de escritos, porque no trataban de asuntos serios, porque no podían entregarles la cuota de realidad que esas personas buscaban y que los otros (los testimonios, la historia en fin) sí ponían a su disposición. El texto verosímil resultaba de este modo desprovisto de la sustancia que se le reconocía al texto verdadero, y a eso se debe que los que empuñaron la pluma durante la primera fase en la historia de la literatura chilena del exilio se hayan puesto a escribir testimonios (mutatis mutandis, algo parecido descubrimos en la literatura hispanoamericana de la conquista, al

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