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Los carapas
Los carapas
Los carapas
Libro electrónico472 páginas7 horas

Los carapas

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Novela de aventuras de un joven militar paracaidista.

Aventuras y desventuras de unos muchachos de entre dieciocho y veinte años, en un cuerpo hispano, donde el entrenamiento dejaba mucho que desear.

A pesar de que en los años 60 se decía que era lo mejor del ejército patrio, la realidad y una disciplina mentalmente deportiva y militarmente absurda, hacían que los jóvenes reclutas y posteriormente soldados con boina negra deseasen que el contrato firmado llegase pronto a su fin.

Como el libro y posterior película, interpretada por Alain Delon y Anthony Quin titulada Los Pretorianos, Los Carapas no muestran una gran semejanza porque los paracas franceses sí eran verdaderos soldados y no víctimas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 feb 2018
ISBN9788417164935
Los carapas
Autor

Zeltacosaco

Del que durante un tiempo se vio obligado a ser samurái. Adoptó la personalidad momentánea de un apache. Heredó la tradición familiar y el entrenamiento peculiar de un zeltacosaco, sin dejar de ser eternamente bergal. Recorrió los caminos del mundo, de uno a otro hemisferio desde los diecisiete años..., trabajando, aprendiendo, amando, estudiando y peleando (por llegar a ser en la industria mecánica uno de sus mejores discípulos, volcando y complementando sus ansias de conocimiento en la psicología industrial). Física y mentalmente el azar le obligó a sosegarse, meditar y recapitular a través de una invisible ecuación sobre la vida cotidiana y sus continuas mudanzas. Posible remoto antepasado del autor, un samurái berciano-galego que por circunstancias imprevistas es vendido como esclavo en un mercado chino. Lo compra un japonés y es transportado al país del sol naciente donde hasta los diecisiete años es entrenado y preparado salvajemente como guerrero Bushi para ser instrumento de venganza de su señor daimyo. Como tal Zeltacosaco fue entrenado desde que cumplió cuatro años hasta los ocho en un pueblo montañés donde cabalgó y supo manejar los mismos instrumentos que habían manejado desde hace siglos la mejor caballería del mundo.

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    Los carapas - Zeltacosaco

    Capítulo I

    «Y los que maldijeron en vida, ¡hipócritas! Llenaría de flores

    su tumba; para nosotros pocas lágrimas pero...»

    El ruido de la llave en la cerradura hizo que levantase los ojos del libro. Apoyé el brazo sobre el colchón del catre en que estaba tumbado, intentado levantarme, cuando tres siniestras figuras se acercaron: el comisario, el juez y un policia de uniforme.

    —¿Es usted Rodolfo Alonso?

    —Creo que si...

    —¿Lo es o no lo es?

    —Debería usted saberlo, señor juez, después de habérmelo preguntado en el juzgado cuantas veces le dió la gana... No se moleste, ya sé que su opinión es opuesta a la mía, ¿verdad, señor juez?

    —Déjese de vana palabrería que no me interesa. Usted no es más que uno más de los que he juzgado, yo vengo, simplemente a leerle la sentencia y que la firme.

    —¿Cual de ellas? Que yo sepa me condenaron a dos meses de cárcel a pagar trescientos francos.

    —A eso venimos... Usted se negó a pagar la multa y a nuestro gobierno no le interesa encerrarlo y mantener vagos.

    —¡Vago de que! Yo trabajaba hasta que sucedió el incidente y maldita la culpa que tuve. Si alguien la tuvo fue su «compatriota» por meter los morros donde no tenía que meterlos.

    —Sí, usted trabajaba, pero ¿desde cuando?, ¿quiere que lo diga? Exactamente quince días y eso que lleva un año en el país y ¿cuantos trabajos tuvo en ese tiempo? Diecisiete. Contando los dos meses en la granja de Zurich, que fue el que más le duró. Salen a casi dos empleos por mes. Usted entró como turista, trabajaba ilegalmente y, encima nunca ha pagado impuestos.

    —Para que si nunca me los pidieron...

    —No estoy aquí para discutir, sino para cumplir con mi deber. Pongase en pie.

    —Estoy bien así.

    —¡Le he dicho que se ponga en pie!

    —Sería más cortes que me lo pidíera por favor, si es que tiene educación. Usted no quiere discutir y yo no quiero levantarme. Total para lo que voy a oir.

    —¡Comisario, haga levantar a este revoltoso antes de que agote mi paciencia!

    —Vaya, vaya, no se excite, señor juez, que es malo para la salud... Como insiste, de forma educada, me levantaré, aunque sólo sea por complacerle.

    El juez me lanzó una de esas miradas tan peculiares, propia de los justicieros, que si fuese parte, el problema dejaba, automaticamente, de serlo. Se dominó, compuso su mejor mueca y sacando un documento que traía en un portafolios comenzó a leer:

    —«Rodolfo Alonso, nacionalidad mejicana. Por escándalo público, desacato a la Autoridad competente, maltrato de palabra y obra a un súbdito suizo y negarse a pagar la multa impuesta por este tribunal se le condena a abandonar el territorio helvético en el término de doce horas y no poder regresar hasta transcurridos un minimo de cinco años...»

    Término de leer la sentencia, plegó el papel y apúntandome con el dedo indice recalcó:

    —Las doce horas empiezan ya a transcurrir. Le aconsejo que prepare su equipaje, que adquiera un billete para Francia y que se presente en las oficinas de Inmigración, donde se le devolverá su pasaporte y procederá a su expulsión... Para su conocimiento le diré que es usted el joven más rebelde e inadaptado que me ha tocado juzgar. ¿Cree usted que se puede venir con exigencias a un país como el nuestro, después de dejar mal parado a uno de sus súbditos?

    —Valiente mamarracho su paisano... Se metió donde nadie le llamaba y encima sin mediar provocación, intentó agredirme, yo sólo me limité a defenderme; pero claro él es suizo... Alguien tenía que pagar los desperfectos y eso que parte de los testigos me apoyaron, que si no, son capaces de condenarme a muerte...

    —No dramatice, sabe que no tenemos pena de muerte.

    —Es un decir, pero tal y como sucedieron los hechos aún no comprendo donde está mi culpa.

    —Lo dejó muy mal. No se si sabrá que tiene para tres meses en el hospital y que el cabaret quedó destrozado.

    —La verdad es que una vez que empezó el altercado apenas me enteré de nada. Llegó la policia, me detuvieron, me juzgaron y condenaron... para que seguir hablando si usted nunca me escuchó...

    Sabe lo que le digo, vayase a donde le convenga y dejeme en paz.

    —Estoy tratando de que me comprenda y que se de cuenta que estamos en Europa y en el siglo XX. Es posible que en su país impere la violancia, pero aquí, las personas civilizadas discuten dialogando sin llegar a las manos. Somos seres racionales, no fieras indomables.

    —No me venga con sermones. ¿Para que menciona a mi país...?

    Él no tiene la culpa de mi comportamiento... y no hablemos de la «civilización europea», que me dan nauseas, cuando pienso que hace menos de veinte años sus «civilizados» se mataban como fieras. ¿Acaso no participó usted en le contienda, señor juez? ¡Ah! Se me olvidaba que es suizo, claro, neutral. Pero en confianza tiene usted una pinta de «destripajudios» que no hay quien lo aguante. ¿A cuantos liquido por su cuenta...?

    —¡Que dice este desgraciado! —bramó el juez— ¡Cómo se atreve está comprobado que con esta juventud no se puede hablar!

    —¡Desgraciado lo será usted¡ Si no le agradan mis palabras, las suyas maldita la gracia que me hacen.

    Sin dar muestras de encajar mi comentario, los representantes de la justicia suiza, abandonaron la celda.

    —Que prepare el equipaje. Dentro de una hora lo echa fuera ¿Enterado?

    —Si señor comisario. Se hará lo que usted ordena... A sus órdenes.

    En presencia del carcelero preparé la maleta y una bolsa de deportes con todas mis pertenencias. Conté el dinero de los bolsillos, contabilizaban cuatrocientos francos y tres monedas de diez centimos... ¿Qué hago ahora? Las palabras del carcelero metiendome prisa interrumpieron mis pensamientos.

    —Sí esta listo ya se puede ir.

    —Sí ya estoy. ¿Hacia donde queda la estación?

    —Mismo a la salida encontraras una parada de tranvias. El 19 te deja delante de la entrada.

    Diez minutos de espera y veinte de recorrido me trasladaron al centro de Ginebra donde, después de apearme, compre un billete de ferrocarril rumbo a Francia. Como me molestaba la vejiga busqué los retretes y la vacíe. Más comodo entré en la oficina de Inmigración después de haber llamado a la puerta. Un bonachón funcionario me pregunto:

    —¿Qué desea?

    —Me llamo Rodolfo Alonso y vengo por mi pasaporte.

    —Tú debes de ser el mejicano. ¿Tienes el billete?

    —Doblemente si. Soy mejicano y tengo el billete —se lo enseñé.

    Como puede ver es para Lyon y si no falla la precisión suiza saldrá de esta estación a las siete.

    —Te queda una hora; para que no te pierdas puedes sentarte en ese comodo banco de mi derecha.

    —Prefiero ir a dar una vuelta y me despido de la ciudad.

    —Me temo que no es posible. Cuando sea la hora te llevaré a la aduana y te entregaré el pasaporte. En el tren podrás hacer lo que más te convenga, pero ya no en territorio helvético.

    Cinco minutos antes de las siete me condujo a la Aduana y me entregó el pasaporte. A la hora en punto, sin apenas darme tiempo para acomodar el equipaje, el tren se puso en marcha sin detenerse hasta Lyon. Como era de noche cuando llegamos pagué una habitación en un hotel de la estación sin fijarme si era bueno o malo. A mi me interesaba dormir, la cama era comoda, las sabanas limpias y mis sueños aunque sencillos fueron bastante lujuriosos. Lo cual derivo en una noche de pesadillas incontroladas en que tan pronto me pegaban como hacia el amor.

    Durante cuatro días búsque trabajo sin éxito. En todos los sitios pedían la «carta de trabajo» y como no la tenía me negaban el empleo a pesar de necesitar personal. Ante la imposibilidad de colocarme tomé la decisión de desplazarme a Barcelona, estando como estaba harto de cruzar tanto puente artístico sin sacar nada en limpio. El dinero se me iba de las manos y Lyon, a finales de Noviembre, no era muy hospitalario.

    Al día siguiente a las nueve de la noche entraba en la Ciudad Condal por la estación de Francia. Nada más salir a la calle, con mi bolsa y mi maleta, fui abordado por una señora de buen ver convencida de que su pensión era la más limpia de Barcelona y por lo tanto la más digna de tenerme entre sus huespedes.

    Dormí como un erotico bendito luego de ser anestesiado por las violentas caricias y penetración de la patrona que después de consumada me dejó a mi libre albedrío para que descansase del viaje-viraje; desperté sobre las diez de la mañana, me afeite, duché, vestí ropa limpia. Me despedí cariñosamente de la patrona y salí a las calles de Barcelona dispuesto a desayunar y ver que me deparía el día.

    Compré la Vanguardia en busca de noticias y empleos que leí comodamente sentado a la mesa de un bar, mientras despachaba un abundante café con leche acompañado de pan con tomate y dos lonchas de pernil-jamón. De entre las páginas del periódico resaltaban artículos sobre la guerra del Vietnam... Un viaje de buena voluntad del presidente norteamericano... Ignaguración de un complejo eléctrico y los últimos partidos de fútbol... Seguí masticando y hojeando sin interés hasta que llegué a un curioso anuncio que ocupaba media plana: «¡Salta con nosotros!, ¡Enrolate en las Banderas Paracaidistas¡ Buena paga. Buena comida. Grandes aventuras os esperan recorriendo las provincias de España. Alistaros hoy mismo. Banderines de enganche en todos los Gobiernos militares»

    Pague la consumición y cogí por el paseo de Colón con idea de subir por las Ramblas hasta la Plaza de Cataluña. Acaba de cruzar por delante del Gobierno Militar, cuando alguien me hizo señas gritando mi nombre.

    —¡Rodolfo! ¿Qué haces aquí? Hace más de un año que te perdí la pista...

    —Ya ves, después de una larga ausencia volvemos a encontrarnos. Y tu ¿qué tal, sigues trabajando en el mismo sitio?

    —Pues si, pero por poco tiempo; vengo aquí —señalando el edificio del Gobierno Militar— para alistarme a paracaidismo.

    —¿No me digas que has picado? No hace ni veinte minutos que leí el reclamo en La Vanguardia.

    —No te burles que no es para tanto. Como tengo que hacer el servicio militar, que más da que sea antes o después... Dan mil pelas al mes y si te toca en África el doble. En otro cuerpo te despachan con dos reales que no llegan ni para pipas. Así, al menos no tendré que pedir dinero a casa.

    —¿Vas a alistarte ahora?

    —Sí, pero antes me voy a enterar de lo que exigen. ¿Me acompañas?

    —De acuerdo.

    Subimos unas escaleras, después de haber dicho al cabo de guardia lo que queriamos, y fuimos a dar a un patio ajardinado. Giramos a la izquierda por un soportal de columnas al final del cual encontramos la Oficina de Enganche. Entramos y nos topamos con un teniente, a quien Juancho explicó lo que quería.

    —¿Usted también? —me preguntó el teniente.

    —Pues... la verdad, yo sólo venía con éste... pero ¿qué es lo que exigen?

    —Nada especial. Permiso paterno, certificado médico y de buena conducta.

    —¿Eso es todo?

    —Sí. Cuando tengáis los papeles en regla os daré el cajetín de Embarque para Murcía, donde firmareis el alistamiento definitivo.

    Una vez hecho el mismo recorrido a la inversa y ya en la acera me espetó Juancho.

    —¿A tí quien te entiende, hace unos instantes te reías de mis proyectos y ahora hasta estas animado?

    —No me desagradaria una experiencia más. Pero no me agrada tener que decirselo a mis tios...

    —Ni yo a mis padres. Pero sin consentimiento paterno no hay alistamiento.

    —Tengo una idea. Nosotros mismos podemos rellenar el papel del consentimiento y que nos lo firme un conocido. ¿Qué te parece mi genial idea?

    —De puta madre.

    Aceptada la triquiñuela, decidimos reunirnos dentro de dos días con todos los documentos en regla. Fuimos aceptados sin apenas más tramites y junto con otros ocho nos embarcaron en un vagón de tercera con rumbo a Murcia.

    Capítulo II

    El viaje fue bastante entretenido. Unas veces contando chistes y otras cantando muy desafinadamente, al compas de varias botellas de vino, fueron transcurriendo las veloces horas hasta que sin darnos cuenta entramos en la ciudad del Segura.

    Era un día pegajoso del mes de Enero. Serían las siete de la mañana cuando bajamos del tren. Yo cargaba con todas mis pertenencias en una maleta. Los demás con bolsas de deportes unos y otros con la ropa puesta.

    A la salida de la estación nos abordaron mozos de pensiones, ofreciendonos sus servicios.

    —¿Quieren fonda los señores? Las tengo de todos los precios.

    —Nosotros —dijo uno—, vamos a vivir una temporada a cuenta del Estado.

    —Sóis quintos. ¿A que cuartel váis destinados?

    —Venimos a Paracaidistas.

    —¡Qué no os pase nada...! Más os vale coger el tren de vuelta.

    —¿Por qué?

    —Ya os enteraréis como os quedéis. Los chavales que conozco se pasan el día renegando del momento en que llegaron. Dicen que reparten más hostias que en Corpus... ¡Total na!

    —¡Bah! —saltó un enterado— la gente siempre habla por que es un cuerpo disciplinado. ¿Somos o no somos machos? ¡Adelante mis muchachos, para sufrir nacieron los hombres!

    —¡Sí, vamos! —medio gritamos todos. Pero en el interior sospechábamos que el hombre no mentía.

    Cuatro chistes mal hilvanados envueltos en carcajadas nerviosas, una entonada canción de moda que coreamos y ya nos habíamos olvidado del comentario.

    Preguntado a diversos paisanos conseguimos llegar al cuartel, donde un paracaidista, con negra boina, hacia guardia firme como una roca.

    —¿Podemos entrar? —preguntó el más decidido.

    Sin apenas mirarnos, grito la estatua:

    —¡Cabo de guardia!

    Llegó éste con paso apresurado, nos lanzó una fulmirante mirada y de forma aún más apresurada nos «espeto»:

    —Sois reclutas ¿no? Pues «pa lante» machos. Habéis llegado a vuestra casa.

    Lo seguimos hasta el cuerpo de guardia donde otros de más o menos graduación nos esperaban. Se cuadro ante uno con estrellas en los hombros, llevó la mano derecha a la boina y le gritó:

    —¡Mi teniente, acaban de llegar nuevos reclutas!

    —¿Cuantos son?

    —¡Diez, mi teniente!

    —Manda a uno de la guardia que los lleve a la U.D.I.

    —¡A sus ordenes, mi teniente! —giro a la derecha y encarandose con uno le gritó:

    —¡ Tú, Ramirez, lleva a estos aspirantes a la U.D.I.. Te doy cinco minutos para que estés de vuelta!

    El aludido se cuadró, saludó y también gritó: —A sus ordenes, mi cabo! Dirigiendose a nosotros de forma más moderada nos dijo. Por aquí muchachos, seguidme.

    Detrás del paracaidista en silencio, hasta que rebasamos el cuerpo de guardia, como a unos veinte metros, no nos volvió a hablar.

    —¿Hay alguno de Zevilla?

    —No, venimos de Barcelona.

    —¡Jozu! A este paso todas las banderas van a ser de catalanes. Yo soy sevillano.

    —Y yo, de Cordoba —saltó un pequeñajo— lo que pasa es que vivo en Barcelona desde los doce años.

    Entretenidos con la charla llegamos ante un edificio, blanco inmaculado, en cuya fachada se podía leer la siguiente inscripción: UNIDAD DEPOSITO E INSTRUCCIÓN. Subimos las escaleras hasta el primer piso. Torcimos por un pasillo a la derecha y nos paramos ante una puerta, con el rótulo de oficinas, donde entró el paracaidista que nos acompañaba. Retiró la boina de la cabeza y escuchamos que le decía alguien.

    —A sus ordenes, mi sargento. Le traigo díez nuevos aspirantes que acaban de llegar.

    —Diles que esperen hasta que los llamemos. Tú te puedes ir para el cuerpo de guardia.

    —A sus ordenes, mi sargento —dió un taconazo y salió. Nos dijo que esperaramos con calma que pronto nos acostumbrariamos a la rutina.

    Mientras esperábamos que nos llamasen, observámos desde una ventana las evoluciones de los aspirantes, vestidos de caqui, que a las ordenes de un «primero» formaban delante del edificio. Por estar de espaldas, el instructor, no podíamos ver su cara; por la mala leche que destilaban sus palabras y la voz de «cascarria», nada agradable, nos daba la impresión de que algo muy poco estaba tramando. En ese mismo instante les ladraba a los reclutas:

    —¡Pedazo de mamones! Como me lie a hostias van a estar la filas más rectas que las vías del tren. ¡Quiero más brios, inutiles de mierda!

    Sin dar reposo a su verborrea cuartelera no dejaba de ordenar movimientos y más movimientos hasta que salió disparado contra uno al que se le había caido el mosquetón.

    —¡En que estaras pensando, cabronazo de mierda! ¿Quién te dió permiso para soltar el fusil? ¿No sabes que es lo más apreciado en el ejército español...? ¡Toma y toma! —el impacto de la mano abierta contra la cara del muchacho resonó en el patio como un trallazo. El «primero» siguió voceando. ¡El mosquetón se debe de tratar mucho mejor que a la querida más cachonda! Para que no lo olvides, cuando termine la instrucción, me haces cincuenta flexiones y te apuntas tres imaginarias.

    Regresó a su posición de privilegiado y antes de encarar de nuevo al grupo pudimos examinar su chupada cara de entusiasta bebedor, andares de trenco y ojos lunaticos inyectados en sangre.

    Ordenó ¡firmes! ¡sobre el hombro! ¡media vuelta! ¡marchen!

    Y al son de izquierda —derecha, marcado por los cabos, desaparecieron de nuestra vista. Aún resonaban las voces de mando, cuando a nuestras espaldas alguien preguntó:

    —¿De donde sois, reclutas?

    Nos volvimos y ante nosotros vimos a dos espantajos sucios en pantalon azul corto, jersey caqui y escoba en mano que nos contemplaban con aires de superioridad. Como nos respondiamos y no dejabamos de mirarles fijamente, aventuró el más decidido:

    —Yo soy valenciano y mi compañero de Soria. Dadnos un pitillo Juancho sacó de paquete y les dió uno a cada uno, al tiempo que, les preguntó:

    —¿Que tal os dan de comer?

    —Pesimamente y poco abundante.

    —¿Y el resto?

    —Fatal. Esto es una casa de putas y mal organizada. Hay que tragar mucha mala leche y muchas hostias que te caen por menos de nada. No firméis, que os pesará...

    De repetente enmudeció al presentarse el primero que había estado mandando a los reclutas; se encaró con ellos gritandoles:

    —¿Como es qué estáis sin barrer? Si cuando termine la instrucción no está la compañía en perfecto estado de revista, os vais a enterar quien el cabo trajines. ¡A trabajar y menos darle a la lengua con los nuevos reclutones!

    Mientra desaparecían, temerosos, de nuestra vista, el cabo primero, de trenco andar, empezó a bombardearnos a preguntas:

    —¿Tú chaval, de donde eres?

    —De Barcelona —contestó.

    —¿Y tú? —señalandome.

    —Soy gallego —mejicano...

    —No me vengas con guasas, chaval.

    —Jamás me he guaseado de nadie.

    —Algo me dice que lo estas haciendo. Andate con ojo... a mi los gallegos no me gustan.

    —¡Te atreves a desafiarme! —bramo.

    —No, simplemente hago constar que renuncio a su aprecio...

    Me miró con aire amenzador, abrió la puerta de la oficina, se detuvo un instante y antes de entrar me soltó:

    —No te preocupes, chaval, tenemos mucho tiempo por delante.

    —Rodolfo, ten la lengua quieta y no ironices con quien tiene el poder del tortazo.

    —De acuerdo, Juancho, pero no pude contenerme cuando se metió con mis paisanos. No me extrañaria que le hubiesen puesto la cara a remojo... Además, aún no estampe mi firma.

    Se abrió la puerta de la oficina y salió el primero pidiendo un pitillo, se lo dieron y tomando fuego de otro se marchó escaleras abajo sin dar las gracias.

    Todavía resonaban sus pasos en los escalones, cuando un paracaidista nos anunció que podíamos pasar. Así lo hicimos, algo cohibidos, entrando en una espaciosa sala donde nos esperaba un sargento de pie y tres escribientes, cada uno sentado ante una mesa. Observamos que las paredes estaban decoradas con diversas escenas castrenses, banderines primorosamente bordados y retratos de ceñudos oficiales. De uno en uno fuimos pasando por delante de los tres. El primero nos tomó los datos familiares, peso y estatura. El segundo nos pidió el cajetín de embarque y la documentación que nos entregara el Gobierno Militar y el tercero nos presentó un papel, previamente redactado, para que lo firmasemos. El mío decía, más o menos:

    «El aspirante paracaidista al firmar este contrato, se compromete, por un período no inferior a dos años, a servir en las Banderas Paracaidistas, donde será voluntario en todas las misiones que se le encomienden»

    Con la mirada consulte a Juancho que acababa de leer el suyo. Se enconjio de hombros y yo, sin dudar lo firme.

    Aún no se había cerrado la puerta detrás nuestra, cuando uno del grupo comentó: ¿Os fijasteís en el encabezamiento del papel y aquello de «Caballeros Legionarios Paracaidistas»? Sólo nos faltaba que esto fuera como la Legión...

    Ninguno dijo nada aunque nos mirasemos con recelo. Cada cual se guardó su opinión mientras un ayudante del furriel nos condujo al deposito de uniformes, donde nos entregaron el equipo correspondiente para los próximos meses. Estabamos metiendolo del saco-petate, cuando se presentó el cabo Furriel a soltarnos su discurso:

    —Ya sabéis que el uniforme paracaidista no lo podréis usar hasta que efectuéis los seís primeros saltos. Os recomiendo que lo dejéis en el fondo del petate; mientras tanto usaréis la ropa de «pistolo» Para las medidas aguzareis el ingenio; si la ropa o el calzado no os sirve os lo intercambiais entre vosotros, pero a mi que no me venga nadie con reclamaciones ¿Enterados? Pues andando, teneis dos minutos para desaparecer de mi vista. Tropezando unos con otros recogimos el equipo, lo metimos en el petate y a una velocidad sorprendente, para unos novatos , nos dirigimos a la compañía, donde el cuartelero nos asigno unas literas, sabanas, mantas y la forma de colacar el equipo en perfecto estado de revista. Era éste un chaval de Murcia, veínte años, muy hablador, que enseguida nos recomendó que tuviéramos mucho cuidado con los cabos y cabos primeros, todos con fama de cabrones y muy mala hostia, especialmente el llamado Trajines, cabrón de cabrones, terror de reclutas y veteranos espabilados.

    —Lo primero que tenéis que hacer es ir a que os pelen y al cero, no os dejéis que os engatusen con un medio corte que os obligue a volver a pelaros. Aquí el dinero constante es rey y su carencia obliga a hacer lo que nunca se haría. Tú Ramiro, llevalos a que los esquilen.

    El tal Ramiro, pequeñajo renegrido, nos condujo a la barberia, explicandonos por el camino que dentro del cuartel, a modo de dinero, circulaban unos vales, expedidos por la barbería y cantina.

    —Con esto os quiero decir que os puedo vender los necesarios y así me hago con unas pesetas para cuando salga de paseo. Al barbero le da lo mismo como le paguéis y a mi me hacéis un favor.

    Como la razón expuesta fue convicente decidimos comprarle lo que ibamos a necesitar.

    —Gracias, chavales, por esa escalera daréis con la barbería, dentro de unos días vosotros mismos andaréis comprando y vendiendo vales, como todos.

    En la barbería fuimos pasando, de dos en dos, por los fatídicos sillones, dejándonos la cabeza más lisa que un melón tempranero. A nuestro regreso a la compañía, ya estaban de vuelta los que habíamos visto haciendo la instrucción.

    —¡Más reclutones! —grito uno— ¡Así somos más para los jodidos servicios!

    —Desde cuando un recluta se lo llama a otro —salté engallado.

    —¿Quién es ese enteradillo reclutón, que da la cara?

    —Yo, ¿que pasa, so mamón...? ¿Acaso no eres tan recluta como yo..? Y si lo eres ¿a que vienen tus chillidos?

    —Para que te enteres ya llevo dos meses y soy el más veterano.

    —Y a mi que mierda me importa. ¿Acaso te da algún derecho?

    Acabamos de llegar y tu eres tan recluta como nosotros.

    —Sí, pero me licenciaré antes...

    —De acuerdo después de comer más bazofia.

    —Te voy a dar un...

    —Tú no das ni la hora.

    A partir de ese momento el griterio fue generalizado, unos apoyandome y otros censurando mi gallego. Como el ruido de nuestras voces fue en aumento, surgió un cabo, gritando aún más que nosotros.

    —¡Que cojones pasa aquí! —silencio— Al que coja levantando la voz le «encalomo» una escoba y se pasa barriendo la compañía hasta que me canse de estar tumbado... ¡Ojo al parche y menos alboroto en el gallinero!

    —No es alboroto, mi cabo, es la pretensión de este recluta, que acaba de llegar, de querer ser tratado como los veteranos.

    —Tampoco es eso, listillo. Nos llamaste reclutones.

    —Y qué te crees que eres, más que un recluton.

    —Ya lo sé, pero él es otro tanto de lo mismo.

    —Sí pero más veterano.

    —Miré, mi cabo, acabo de entrar y de estas cosas no entiendo.

    —Pues ya te enteraras y más pronto de lo que piensas.

    Me miró con un aíre de superioridad que no presagiaba nada bueno e inesperadamente, para sorpresa de todos, dio media vuelta y me dejó con la palabra en la boca. Nosotros, los nuevos reclutas, contemplados por los sudorosos veteranos, nos dirigimos a nuestras literas y nos dedicamos a probarnos la ropa.

    —¡Jolines! —exclámo uno—. Estas botas me están super grandes...

    —¿Qué número son? —preguntó otro.

    —El cuarenta y dos.

    —Las mías son el treinta y nueve. Si te valen te las cambio.

    —De acuerdo.

    Así con buena voluntad y necesidad nos fuimos intercambiando pantalones, chaquetillas, tres cuartos, camisas, botas, zapatos, zapatillas de deportes, calcetines y jerseys. Los que tenían tabaco lo compartieron con los que no lo tenían, lo mismo acontenció con la comida sobrante del tren y este expontáneo trueque, acompañado de palmadas, sonrisas y agradecemiento, hizo que, en un instante desacostumbrado, nos olvidasemos de la tirantez anterior y todos nos sintiéramos amigos de toda la vida transcurrida y por transcurrir. Éramos tan jóvenes y románticos que a pesar de las ordenanzas cuarteleras, que imperaban en nuestra sociedad, nosotros nos creíamos capaces de soslayarlas y pasarnoslas por el forro de los pantalones, como si nuestra insultante juventud nos inmunizase de todos los errores —horrores del orden establecido en aquella incivilizada y ya lejana guerra de nuestros padres.

    Capítulo III

    La distribución de las literas, en tres alturas, para ahorrar espacio, nos deparó como compañero a Juancho y a mí, un chaval espigado de Barcelona.

    —Me llamo Granet —se presentó alargando la mano.

    Se la estrechamos y juancho hizo las presentaciones.

    —Yo, Juancho, y el compañero Rodolfo. Soy vasco, aunque hace tres años que vivo en Barcelona, calle Méjico, y este —señalándome, también estuvo por allí. ¿No es así Rodolfo?

    —Sí.

    —Todavía recuerdo el grandullón de tú paísano. ¿Qué fue de él?

    —Se quedó en Suiza.

    —Eso quiere decir que tú también estuvistes —intervino Grandet.

    —Así es.

    —Yo también, ¿en que parte?

    —En varios sitios: Ginebra, Lausane, Zurich, Berna... La recuerdo casi toda, incluso anduve un tiempo por el norte de Italia y algo más lejos...

    —Te lo preguntó por que yo estuve en Zurich. Regresé hace tres meses, después de casi dos años de residencia.

    —Entonces hablarías el alemán.

    —Me defiendo, pero le tengo mejor al italiano. Casi todos mis compañeros de trabajo eran napolitanos, calabreses o sicilianos.

    —¡Mira que hay italianos! Los encuentras en cualquier parte de la próspera Europa. Yo también me defiendo con su idioma. Lo cace de oído, en cambio el francés requiere más concentración.

    —Lo mismo me pasó con el alemán, tuve que pagar a un maestro y aún así tropiezo bastante.

    —Te comprendo. Yo incié el aprendizaje en Berna, pero nunca me gusto el idioma ni el ambiente de sus parlantes. Regresé a la Suiza francesa, donde la gente es más amable, aunque hipocrita, y la lengua más asequible.

    —No sé, sólo estuve dos dias en Ginebra, pero lo poco que vi me gustó, sobre todo su belleza y atrayentes muchachas.

    Juancho no perdía detalle de nuestra conversación. Evidentemente interesado por nuestras andanzas tuvo más cuidado de no intervenir en nuestra charla para no romper la mágia de aquellas aventuras que, con más o menos calor, llegaban a sus oídos. Tan ensemismado estaba con nuestras palabras que fue el que más se sobresaltó, de los tres cuando una voz potente gritó:

    —¡Compañía, fagina!

    —Era el cuartelero que anunciaba la hora de ir al comedor a tomar el rancho.

    —¿Qué os parece vamos a comer?

    —Bueno, Rodolfo —susurró Grandet bostezando—, no es mala idea.

    Sabremos que tal cocinan y un plato bien caliente le sentará bien al cuerpo.

    —No olvídeis los cubiertos —intervino Juancho, al tiempo que cogía del petate su juego y salía corriendo—. Lo imitamos, formando delante del comedor con los demás reclutas.

    —Los que están de paisano que formen detrás —órdeno el cabo.

    Gritó ¡firmes! Nos contó. Pasó la novedad al oficial de servicio y en fila de uno, fuimos entrando al comedor, ocupando metódicamente las mesas vacías. El silencio era riguroso mientras permanecimos derechos detrás de los bancos. Sonó la corneta y al término de sus notas cada uno ocupó su lugar en las mesas, pudiendo hablar sin levantar demasiado la voz. El más veterano empezó a repartir la comida de los perolines. Primer plato: sopa de fideos. Cuando cada uno tuvo su plato a medio llenar —preguntó: ¿Quién quiere renganche? Algunos acercaron los platos. Todos comían con rápidez. Los nuevos dimos en imitarles. Se sirvió el segundo plato: patatas con bacalao en salsa de tomate. Para ser nuestra primera comida cuartelera no nos desagrado mucho, aunque algunos apenas la probaron. Repartieron el postre, dáctiles, seis por cabeza. Al terminar, el que había repartido la comida echó a suertes para ver a quien le tocaba fregar los platos. Sonó el cornetín, nos pusimos de pie y fuimos saliendo en el mismo orden que habíamos entrado.

    Mientras los uniformados se quedaron haciendo corrillos en el patio, nosotros regresamos a la compañía a terminar de ajustarnos los uniformes. Estando en ello, se nos acercó el cabo de cuartel para decirnos que según las ordenes del cabo primero no quería vér, al día siguiente, ninguna maleta o bolsa en el dormitorio.

    —Así que, arregláos como podais, pero esta noche tienen que desaparecer.

    Apenas había terminado de advertirnos cuando sonó la voz: ¡Compañía teórica!

    En segundos nos quedamos solos en el dormitorio para dedicarnos con calma a afeitarnos y asearnos. Transcurrieron las horas y llegó la de paseo en que todos formaron en un supuesto perfecto estado de revista, a pesar del cual se quedaron sin salir por no tener la ropa bien planchada, no saludar con suficiente energía o carecer de brillo las botas.

    Antes de romper filas, el Primero de semana se dirigió a nosotros para decirnos que al día siguiente nos quería a todos de caqui. Contestamos que si y una vez que sono el toque de salida recogimos nuestras maletas y bolsas para dirigirnos a la calle. Al pasar por el cuerpo de guardia, nos abordó un cabo con aires chulescos, interrogandonos:

    —¿A donde os creéis que váis?

    —A la calle, mi cabo...

    —Con maletas y bolsa, claro... —ironizó—, ¿Es que no sabeis que todo lo que va a la calle hay que revisarlo?

    —No lo sabíamos.

    —Pues venga, de uno en uno lo váis abriendo encima de este banco.

    El primero en pasar la inspección fui yo. El cabo manoseó todo lo que quiso, ofreciendose a comprar un traje y unos zapatos, por quinientas pesetas, siempre que le regalese un jersey. Contesté que no vendía.

    —Pues eres tonto... aquí te hará falta el dinero y cuando te licencies la ropa estará apolillada.

    —Es igual, no venderé aunque multiplique por diez. ¿Puedo irme?

    —Tú te lo pierdes.

    Esperé a que terminase con los compañeros para dirigirnos a la estación. Por el camino nos encontramos con uno de uniforme que nos preguntó a donde íbamos. Se lo dijimos, aconsejandonos una compañía de transportes más barata que la Renfe. Una vez allí, facturamos los equipajes. Luego, cada uno cogió a sus amiguetes y nos despedimos hasta la hora de regresar. Juancho y yo nos quedamos con el que nos había llevado, dijo ser de Avilés y que cumplia seis días de recluta. Nos informó que había compañeros de todas las clases y procedencias y que el que había discutido conmigo era de Sagunto, muy galleguito, por que un Primero de su pueblo lo defendia, pero que en el fondo era un bocazas.

    —Me imagino que habrá mucho más.

    —Bastantes.

    —¿Tú que tal respiras?

    —Ni bien ni mal.

    —Pues vayamos a tomar unos vinos, que más tarde Dios dirá.

    —Buena idea, Juancho.

    —Cuando quiero se hasta discurrir.

    —A dos pasos de aquí, torciendo a la derecha tenéis dos buenas dos buenas tabernas. Yo os dejo por que no tengo...

    —Tranquilo. Te invitamos. Otro día, cuando tengas ocasión haras lo mismo.

    —Gracias. Cuando llegué traía tres mil pesetas, que en cuatro días de juerga, despilfarré. Coincidí, en el tren con uno de Madrid y estuvimos de pensión a lo grande. Fuimos al «barrio» de bailes, cine y tascas, regresando todas las noches con alguna copa de más, como queriendo reforzarnos antes de que nos engancharan. Todo iba de maravilla hasta que le dije que las «perras» ya no ladrarían. Me contestó con su acento achupalado: tranquilo, macho, que no duran toda la vida; además ya es hora de nuestro alistamiento. Desde aquel día nunca se me acercó. A mí me es indiferente, pero me jode un montón... Si gasté los cuartos fue por que quise, pero ya se con quien tengo que tratar... Me llamo Adelino.

    Le dijimos los nuestros, le estrechamos la mano y sin más preámbulos nos sumerginos en la calle de los bares y tapeo. Había tantos y tan colorosos que anduvimos un buen trecho indecisos hasta que Adelino nos señaló uno, que según su información era el adecuado para papear y beber sin grandes gastos.

    La hija del dueño está casada con un cabo paraca, bastante enteradillo y acaparador de anillos y relojes de reclutas en apuros económicos. Quien sabe, a lo mejor teneis que recurrir a sus artimañas. Paga mal, pero cuando te encuentras sin perras es un recurso, aunque drástico. Además, el muy cabrón, hace correr la voz en sus consortes, de quien tiene dinero fresco para chantajearlo o presionarlo con imaginarias y arrestos.

    Después de observarlo unos instantes y ver que despedía el mismo olor a vino que los demás decidimos entrar. Nos sentamos alrededor de una rectángular mesa y encargamos una jarra grande de clarete con tres vasos. Después de catar el peleón, decidimos acompañarlo con una fuente de calamares a la romana. En veinte minutos dimos buena cuenta del condumio, pagamos las sesenta y cinco pesetas reclamadas y ya en la calle, comentó Juancho:

    —Pues sí que es barato. Esto, en Barcelona, cuesta el doble.

    —Déjate de monsergas y escuchemos, al amigo Adelino, su versión de la vida

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